una nimia incidencia en el lugar y en el momento. Babs, Ronald, Ossip, Jelly Roll,
Akhenatón: ¿qué diferencia? Las mismas sombras para las mismas velas verdes.
La sbornia en su momento más alto. Vodka dudoso, horriblemente fuerte.
rellano, bajar, bajar solo, salir a la calle, salir solo, empezar a caminar, caminar
solo, hasta la esquina, la esquina sola, el café de Max, Max solo, el farol de la rue
de Bellechasse donde... donde solo. Y quizá a partir de ese momento.
Pero todo en un plano me-ta-fí-sico. Porque Horacio, las palabras... Es decir
que las palabras, para Horacio... (Cuestión ya masticada en muchos momentos
fuera el humo del cigarrillo, algo que es parte de uno, bajo la lluvia. Volver a
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demasiado fácil, una renuncia que a lo mejor está encubriendo la inutilidad del
esfuerzo, el fantoche que enseña algoritmos en una vaga universidad para perros
sabios o hijas de coroneles. Si todo eso, la tapioca de la madrugada empezando a
pegarse a la claraboya, la cara tan triste de la Maga mirando a Gregorovius
mirando a la Maga mirando a Gregorovius, Struttin’ with some barbecue, Babs que
lloraba de nuevo para ella, escondida de Ronald que no lloraba pero tenía la cara
cubierta de humo pegado, de vodka convertido en una aureola absolutamente
hagiográfica, Perico fantasma hispánico subido a un taburete de desdén y
adocenada estilística, si todo eso fuera extrapolable, si todo eso no fuera, en el
fondo no fuera sino que estuviera ahí para que alguien (cualquiera pero ahora él,
porque era el que estaba pensando, era en todo caso el que podía saber con
certeza que estaba pensando, ¡eh Cartesius viejo jodido!), para que alguien, de
todo eso que estaba ahí, ahincando y mordiendo y sobre todo arrancando no se
sabía qué pero arrancando hasta el hueso, de todo eso se saltara a una cigarra de
paz, a un grillito de contentamiento, se entrara por una puerta cualquiera a un
jardín cualquiera, a un jardín alegórico para los demás, como los mandalas son
alegóricos para los demás, y en ese jardín se pudiera cortar una flor y que esa flor
fuera la Maga, o Babs, o Wong, pero explicados y explicándolo, restituidos, fuera
de sus figuras del Club, devueltos, salidos, asomados, a lo mejor todo eso no era
más que una nostalgia del paraíso terrenal, un ideal de pureza, solamente que la
pureza venía a ser un producto inevitable de la simplificación, vuela un alfil,
vuelan las torres, salta el caballo, caen los peones, y en medio del tablero,
inmensos como leones de antracita los reyes quedan flanqueados por lo más
limpio y final y puro del ejército, al amanecer se romperán las lanzas fatales, se
sabrá la suerte, habrá paz. Pureza como la del coito entre caimanes, no la pureza
de oh maría madre mía con los pies sucios; pureza de techo de pizarra con
palomas que naturalmente cagan en la cabeza de las señoras frenéticas de cólera
y de manojos de rabanitos, pureza de... Horacio, Horacio, por favor.
Pureza.
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(Basta. Andate. Andá al hotel, date un baño, leé Nuestra Señora de París o Las
Lobas de Machecoul, sacate la borrachera. Extrapolación, nada menos.)
Pureza. Horrible palabra. Puré, y después za. Date un poco cuenta. El jugo
que le hubiera sacado Brisset. ¿Por qué estás llorando? ¿Quién llora, che?
Entender el puré como una epifanía. Damn the language. Entender. No
inteligir: entender. Una sospecha de paraíso recobrable: No puede ser que
estemos aquí para no poder ser. ¿Brisset? El hombre desciende de las ranas...
Blind as a bat, drunk as a butterfly, foutu, royalement foutu devant les portes,
que peut-être... (Un pedazo de hielo en la nuca, irse a dormir. Problema: ¿Johnny
Dodds o Albert Nicholas?. Dodds, casi seguro. Nota: preguntarle a Ronald.) Un
mal verso, aleteando desde la claraboya: «Antes de caer en la nada con el último
diástole...» Qué mamúa padre. The doors of perception, by Aldley Huxdoux. Get
yourself a tiny bit of mescalina, brother, the rest is bliss and diarrhoea. Pero
seamos serios (sí, era Johnny Dodds, uno llega a la comprobación por vía
indirecta. El baterista no puede ser sino Zutty Singleton, ergo el clarinete es
Johnny Dodds, jazzología, ciencia deductiva, facilísima después de las cuatro de
la mañana. Desaconsejable para señores y clérigos). Seamos serios, Horacio, antes
de enderezarnos muy de a poco y apuntar hacia la calle, preguntémonos con el
alma en la punta de la mano (¿la punta de la mano?) En la palma de la lengua,
che, o algo así. Toponomía, anatología descriptológica, dos tomos i-lus-tra-dos),
preguntémonos si la empresa hay que acometerla desde arriba o desde abajo
(pero qué bien, estoy pensando clarito, el vodka las clava como mariposas en el
cartón, A es A, a rose is a rose is a rose, April is the cruellest month, cada cosa en
su lugar y un lugar para cada rosa es una rosa es una rosa...).
Uf. Beware of the Jabberwocky my son.
Horacio resbaló un poco más y vio muy claramente todo lo que quería ver. No
sabía si la empresa había que acometerla desde arriba o desde abajo, con la
concentración de todas sus fuerzas o más bien como ahora, desparramado y
líquido, abierto a la claraboya, a las velas verdes, a la cara de corderito triste de la
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Maga, a Ma Rainey que cantaba Jelly Beans Blues. Más bien así, más bien
desparramado y receptivo, esponjoso como todo era esponjoso apenas se lo
miraba mucho y con los verdaderos ojos. No estaba tan borracho como para no
sentir que había hecho pedazos su casa, que dentro de él nada estaba en su sitio
pero que al mismo tiempo -era cierto, era maravillosamente cierto-, en el suelo o
el techo, debajo de la cama o flotando en una palangana había estrellas y pedazos
de eternidad, poemas como soles y enormes caras de mujeres y de gatos donde
ardía la furia de sus especies, en la mezcla de basura y placas de jade de su
lengua donde las palabras se trenzaban noche y día en furiosas batallas de
hormigas contra escolopendras, la blasfemia coexistía con la pura mención de las
esencias, la clara imagen con el peor lunfardo. El desorden triunfaba y corría por
los cuartos con el pelo colgando en mechones astrosos, los ojos de vidrio, las
manos llenas de barajas que no casaban, mensajes donde faltaban las firmas y los
encabezamientos, y sobre las mesas se enfriaban platos de sopa, el suelo estaba
lleno de pantalones tirados, de manzanas podridas, de vendas manchadas. Y
todo eso de golpe crecía y era una música atroz, era más que el silencio afelpado
de las casas en orden de sus parientes intachables, en mitad de la confusión
donde el pasado era incapaz de encontrar un botón de camisa y el presente se
afeitaba con pedazos de vidrio a falta de una navaja enterrada en alguna maceta,
en mitad de un tiempo que se abría como una veleta a cualquier viento, un
hombre respiraba hasta no poder más, se sentía vivir hasta el delirio en el acto
mismo de contemplar la confusión que lo rodeaba y preguntarse si algo de eso
tenía sentido. Todo desorden se justificaba si tendía a salir de sí mismo, por la
locura se podía acaso llegar a una razón que no fuera esa razón cuya falencia es
la locura. «Ir del desorden al orden», pensó Oliveira. «Sí, ¿pero qué orden puede
ser ése que no parezca el más nefando, el más terrible, el más insanable de los
desórdenes? El orden de los dioses se llama ciclón o leucemia, el orden del poeta
se llama antimateria, espacio duro, flores de labios temblorosos, realmente qué
sbornia tengo, madre mía, hay que irse a la cama en seguida.» Y la Maga estaba
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llorando, Guy había desaparecido, Etienne se iba detrás de Perico, y
Gregorovius, Wong y Ronald miraban un disco que giraba lentamente, treinta y
tres revoluciones y media por minuto, ni una más ni una menos, y en esas
revoluciones Oscar’s Blues, claro que por el mismo Oscar al piano, un tal Oscar
Peterson, un tal pianista con algo de tigre y felpa, un tal pianista triste y gordo,
un tipo al piano y la lluvia sobre la claraboya, en fin, literatura.
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—Yo creo que te comprendo —dijo la Maga, acariciándole el pelo—. Vos
buscás algo que no sabés lo que es. Yo también y tampoco sé lo que es. Pero son
dos cosas diferentes. Eso que hablaban la otra noche... Sí, vos sos más bien un
Mondrian y yo un Vieira da Silva.
—Ah —dijo Oliveira—. Así que yo soy un Mondrian.
—Sí, Horacio.
—Querés decir un espíritu lleno de rigor.
—Yo digo un Mondrian.
—¿Y no se te ha ocurrido sospechar que detrás de ese Mondrian puede
empezar una realidad Vieira da Silva?
—Oh, sí —dijo la Maga—. Pero vos hasta ahora no te has salido de la realidad
Mondrian. Tenés miedo, querés estar seguro. No sé de qué... Sos como un
médico, no como un poeta.
—Dejemos a los poetas —dijo Oliveira—. Y no lo hagás quedar mal a
Mondrian con la comparación.
—Mondrian es una maravilla, pero sin aire. Yo me ahogo un poco ahí
adentro. Y cuando vos empezás a decir que habría que encontrar la unidad, yo
entonces, veo cosas muy hermosas pero muertas, flores disecadas y cosas así.
—Vamos a ver, Lucía: ¿Vos sabés bien lo que es la unidad?
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—Yo me llamo Lucía pero vos no tenés que llamarme así —dijo la Maga—. La
unidad, claro que sé lo que es. Vos querés decir que todo se junte en tu vida para
que puedas verlo al mismo tiempo. ¿Es así, no?
—Más o menos —concedió Oliveira—. Es increíble lo que te cuesta captar las
nociones abstractas. Unidad, pluralidad... ¿No sos capaz de sentirlo sin
necesidad de ejemplos? No, no sos capaz. En fin, vamos a ver: tu vida, ¿es una
unidad para vos?
—No, no creo. Son pedazos, cosas que me fueron pasando.
—Pero vos a tu vez pasabas por esas cosas como el hilo por esas piedras
verdes. Y ya que hablamos de piedras, ¿de dónde sale ese collar?
—Me lo dio Ossip —dijo la Maga—. Era de su madre, la de Odessa.
Oliveira cebó despacito el mate. La Maga fue hasta la cama baja que les había
prestado Ronald para que pudieran tener en la pieza a Rocamadour. Con la cama
y Rocamadour y la cólera de los vecinos ya no quedaba casi espacio para vivir,
pero cualquiera convencía a la Maga de que Rocamadour se curaría mejor en el
hospital de niños. Había sido necesario acompañarla al campo el mismo día del
telegrama de madame Irène, envolver a Rocamadour en trapos y mantas, instalar
de cualquier manera una cama, cargar la salamandra, aguantarse los berridos de
Rocamadour cuando llegaba la hora del supositorio o el biberón donde nada
podía disimular el sabor de los medicamentos. Oliveira cebó otro mate, mirando
de reojo la cubierta de un Deutsche Grammophon Gessellschaft que le había pasado
Ronald y que vaya a saber cuándo podría escuchar sin que Rocamadour aullara
y se retorciera. Lo horrorizaba la torpeza de la Maga para fajar y desfajar a
Rocamadour, sus cantos insoportables para distraerlo, el olor que cada tanto
venía de la cama de Rocamadour, los algodones, los berridos, la estúpida
seguridad que parecía tener la Maga de que no era nada, que lo que hacía por su
hijo era lo que había que hacer y que Rocamadour se curaría en dos o tres días.
Todo tan insuficiente, tan de más o de menos. ¿Por qué estaba él ahí? Un mes
atrás cada uno tenía todavía su pieza, después habían decidido vivir juntos. La
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Maga había dicho que en esa forma ahorrarían bastante dinero, comprarían un
solo diario, no sobrarían pedazos de pan, ella plancharía la ropa de Horacio, y la
calefacción, la electricidad... Oliveira había estado a un paso de admirar ese
brusco ataque de sentido común. Aceptó al final porque el viejo Trouille andaba
en dificultades y le debía casi treinta mil francos, en ese momento le daba lo
mismo vivir con la Maga o solo, andaba caviloso y la mala costumbre de rumiar
largo cada cosa se le hacía cuesta arriba pero inevitable. Llegó a creer que la
continua presencia de la Maga lo rescataría de divagaciones excesivas, pero
naturalmente no sospechaba lo que iba a ocurrir con Rocamadour. Aun así
conseguía aislarse por momentos, hasta que los chillidos de Rocamadour lo
devolvían saludablemente al malhumor. «Voy a acabar como los personajes de
Walter Pater», pensaba Oliveira. «Un soliloquio tras otro, vicio puro. Mario el
epícureo, vicio púreo. Lo único que me va salvando es el olor a pis de este chico.»
—Siempre me sospeché que acabarías acostándote con Ossip —dijo Oliveira.
—Rocamadour tiene fiebre —dijo la Maga.
Oliveira cebó otro mate. Había que cuidar la yerba, en París costaba
quinientos francos el kilo en las farmacias y era una yerba perfectamente
asquerosa que la droguería de la estación Saint-Lazare vendía con la vistosa
calificación de «maté sauvage, cueilli par les indiens», diurética, antibiótica y
emoliente. Por suerte el abogado rosarino —que de paso era su hermano— le
había fletado cinco kilos de Cruz de Malta, pero ya iba quedando poca. «Si se me
acaba la yerba estoy frito», pensó Oliveira. «Mi único diálogo verdadero es con
este jarrito verde.» Estudiaba el comportamiento extraordinario del mate, la
respiración de la yerba fragantemente levantada por el agua y que con la succión
baja hasta posarse sobre sí misma, perdido todo brillo y todo perfume a menos
que un chorrito de agua la estimule de nuevo, pulmón argentino de repuesto
para solitarios y tristes. Hacía rato que a Oliveira le importaban las cosas sin
importancia, y la ventaja de meditar con la atención fija en el jarrito verde estaba
en que a su pérfida inteligencia no se le ocurriría nunca adosarle al jarrito verde
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nociones tales como las que nefariamente provocan las montañas, la luna, el
horizonte, una chica púber, un pájaro o un caballo. «También este matecito
podría indicarme un centro», pensaba Oliveira (y la idea de que la Maga y Ossip
andaban juntos se adelgazaba y perdía consistencia, por un momento el jarrito
verde era más fuerte, proponía su pequeño volcán petulante, su cráter espumoso
y un humito copetón en el aire bastante frío de la pieza a pesar de la estufa que
habría que cargar a eso de las nueve). «Y ese centro que no sé lo que es, ¿no vale
como expresión topográfica de una unidad? Ando por una enorme pieza con
piso de baldosas y una de esas baldosas es el punto exacto en que debería
pararme para que todo se ordenara en su justa perspectiva.» «El punto exacto»,
enfatizó Oliveira, ya medio tomándose el pelo para estar más seguro de que no
se iba en puras palabras. «Un cuadro anamórfico en el que hay que buscar el
ángulo justo (y lo importante de este hejemplo es que el hángulo es terriblemente
hagudo, hay que tener la nariz casi hadosada a la tela para que de golpe el
montón de rayas sin sentido se convierta en el retrato de Francisco I o en la
batalla de Sinigaglia, algo hincalificablemente hasombroso).» Pero esa unidad, la
suma de los actos que define una vida, parecía negarse a toda manifestación
antes de que la vida misma se acabara como un mate lavado, es decir que sólo los
demás, los biógrafos, verían la unidad, y eso realmente no tenía la menor
importancia para Oliveira. El problema estaba en aprehender su unidad sin ser
un héroe, sin ser un santo, sin ser un criminal, sin ser un campeón de box, sin ser
un prohombre, sin ser un pastor. Aprehender la unidad en plena pluralidad, que
la unidad fuera como el vórtice de un torbellino y no la sedimentación del
matecito lavado y frío.
—Le voy a dar un cuarto de aspirina —dijo la Maga.
—Si conseguís que la trague sos más grande que Ambrosio Paré —dijo
Oliveira—. Vení a tomar un mate, está recién cebado.
La cuestión de la unidad lo preocupaba por lo fácil que le parecía caer en las
peores trampas. En sus tiempos de estudiante, por la calle Viamonte y por el año
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treinta, había comprobado con (primero) sorpresa y (después) ironía, que
montones de tipos se instalaban confortablemente en una supuesta unidad de la
persona que no pasaba de una unidad lingüística y un prematuro
esclerosamiento del carácter. Esas gentes se montaban un sistema de principios
jamás refrendados entrañablemente, y que no eran más que una cesión a la
palabra, a la noción verbal de fuerzas, repulsas y atracciones avasalladoramente
desalojadas y sustituidas por su correlato verbal. Y así el deber, lo moral, lo
inmoral y lo amoral, la justicia, la caridad, lo europeo y lo americano, el día y la
noche, las esposas, las novias y las amigas, el ejército y la banca, la bandera y el
oro yanqui o moscovita, el arte abstracto y la batalla de Caseros pasaban a ser
como dientes o pelos, algo aceptado y fatalmente incorporado, algo que no se
vive ni se analiza porque es así y nos integra, completa y robustece. La violación
del hombre por la palabra, la soberbia venganza del verbo contra su padre,
llenaban de amarga desconfianza toda meditación de Oliveira, forzado a valerse
del propio enemigo para abrirse paso hasta un punto en que quizá pudiera
licenciarlo y seguir —¿cómo y con qué medios, en qué noche blanca o en qué
tenebroso día?— hasta una reconciliación total consigo mismo y con la realidad
que habitaba. Sin palabras llegar a la palabra (qué lejos, qué improbable), sin
conciencia razonarte aprehender una unidad profunda, algo que fuera por fin
como un sentido de eso que ahora era nada más que estar ahí tomando mate y
mirando el culito al aire de Rocamadour y dos dedos de la Maga yendo y
viniendo con algodones, oyendo los berridos de Rocamadour a quien no le
gustaba en absoluto que le anduvieran en el traste.
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—Siempre me sospeché que acabarías acostándote con él —dijo Oliveira.
La Maga tapó a su hijo que berreaba un poco menos, y se frotó las manos con
un algodón.
—Por favor lavate las manos como Dios manda —dijo Oliveira—. Y sacá toda
esa porquería de ahí.
—En seguida —dijo la Maga. Oliveira aguantó su mirada (lo que siempre le
costaba bastante) y la Maga trajo un diario, lo abrió sobre la cama, metió los
algodones, hizo un paquete y salió de la pieza para ir a tirarlo al water del
rellano. Cuando volvió, con las manos rojas y brillantes, Oliveira le alcanzó un
mate. Se sentó en el sillón bajo, chupó aplicadamente. Siempre estropeaba el
mate, tirando de un lado y de otro la bombilla, revolviéndola como si estuviera
haciendo polenta.
—En fin —dijo Oliveira, sacando el humo por la nariz—. De todos modos me
podían haber avisado. Ahora voy a tener seiscientos francos de taxi para
llevarme mis cosas a otro lado. Y conseguir una pieza, que no es fácil en esta
época.
—No tenés por qué irte —dijo la Maga— ¿Hasta cuándo vas a seguir
imaginando falsedades?
—Imaginando falsedades —dijo Oliveira—. Hablás como en los diálogos de
las mejores novelas rioplatenses. Ahora solamente te falta reírte con todas las
vísceras de mi grotesquería sin pareja, y la rematás fenómeno.
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—Ya no llora más —dijo la Maga, mirando hacia la cama—. Hablemos bajo,
va a dormir muy bien con la aspirina. Yo no me he acostado para nada con
Gregorovius.
—Oh sí que te has acostado.
—No, Horacio. ¿Por qué no te lo iba a decir? Desde que te conocí no he tenido
otro amante que vos. No me importa si lo digo mal y te hacen reír mis palabras.
Yo hablo como puedo, no sé decir lo que siento.
—Bueno, bueno —dijo aburrido Oliveira, alcanzándole otro mate—. Será que
tu hijo te cambia, entonces. Desde hace días estás convertida en lo que se llama
una madre.
—Pero Rocamadour está enfermo.
—Más bien —dijo Oliveira—. Qué querés, a mí los cambios me parecieron de
otro orden. En realidad ya no nos aguantamos demasiado.
—Vos sos el que no me aguanta. Vos sos el que no aguantás a Rocamadour.
—Eso es cierto, el chico no entraba en mis cálculos. Tres es mal número dentro
de una pieza. Pensar que con Ossip ya somos cuatro, es insoportable.
—Ossip no tiene nada que ver.
—Si calentaras la pavita —dijo Oliveira.
—No tiene nada que ver —repitió la Maga—. ¿Por qué me hacés sufrir, bobo?
Ya sé que estás cansado, que no me querés más. Nunca me quisiste, era otra cosa,
una manera de soñar. Andate, Horacio, no tenés por qué quedarte. A mí ya me
ha pasado tantas veces...
Miró hacia la cama. Rocamadour dormía.
—Tantas veces —dijo Oliveira, cambiando la yerba—. Para la autobiografía
sentimental sos de una franqueza admirable. Que lo diga Ossip. Conocerte y oír
en seguida la historia del negro es todo uno.
—Tengo que decirlo, vos no comprendés.
—No lo comprenderé, pero es fatal.
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—Yo creo que tengo que decirlo aunque sea fatal. Es justo que uno le diga a
un hombre cómo ha vivido, si lo quiere. Hablo de vos, no de Ossip. Vos me
podías contar o no de tus amigas, pero yo tenía que decirte todo. Sabés, es la
única manera de hacerlos irse antes de empezar a querer a otro hombre, la única
manera de que pasen al otro lado de la puerta y nos dejen a los dos solos en la
pieza.
—Una especie de ceremonia expiatoria, y por qué no propiciatoria. Primero el
negro.
—Sí —dijo la Maga, mirándolo—. Primero el negro. Después Ledesma.
—Después Ledesma, claro.
—Y los tres del callejón, la noche de carnaval.
—Por delante —dijo Oliveira, cebando el mate.
—Y monsieur Vincent, el hermano del hotelero.
—Por detrás.
—Y un soldado que lloraba en un parque.
—Por delante. —Y vos.
—Por detrás. Pero eso de ponerme a mí en la lista estando yo presente es
como una confirmación de mis lúgubres premoniciones. En realidad la lista
completa se la habrás tenido que recitar a Gregorovius.
La Maga revolvía la bombilla. Había agachado la cabeza y todo el pelo le cayó
de golpe sobre la cara, borrando la expresión que Oliveira había espiado con aire
indiferente.
—Después fuiste la amiguita
de un viejo boticario,
y el hijo de un comisario
todo el vento te sacó...
Oliveira canturreaba el tango. La Maga chupó la bombilla y se encogió de
hombros, sin mirarlo. «Pobrecita», pensó Oliveira. Le tiró un manotón al pelo,
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echándoselo para atrás brutalmente como si corriera una cortina. La bombilla
hizo un ruido seco entre los dientes.
—Es casi como si me hubieras pegado —dijo la Maga, tocándose la boca con
dos dedos que temblaban—. A mí no me importa, pero...
—Por suerte te importa dijo Oliveira—. Si no me estuvieras mirando así te
despreciaría. Sos maravillosa, con Rocamadour y todo.
—De qué me sirve que me digas eso.
—A mí me sirve.
—Sí, a vos te sirve. A vos todo te sirve para lo que andás buscando.
—Querida —dijo gentilmente Oliveira—, las lágrimas estropean el gusto de la
yerba, es sabido.
—A lo mejor también te sirve que yo llore.
—Sí, en la medida en que me reconozco culpable. —Andate, Horacio, va a ser
lo mejor.
—Probablemente. Fijate, de todas maneras, que si me voy ahora cometo algo
que se parece casi al heroísmo, es decir que te dejo sola, sin plata y con tu hijo
enfermo.
—Sí —dijo la Maga sonriendo homéricamente entre las lágrimas—. Es casi
heroico, cierto.
—Y como disto de ser un héroe, me parece mejor quedarme hasta que
sepamos a qué atenernos, como dice mi hermano con su bello estilo. Entonces
quedate.
—¿Pero vos comprendés cómo y por qué renuncio a ese heroísmo?
—Sí, claro.
—A ver, explicá por qué no me voy.
—No te vas porque sos bastante burgués y tomás en cuenta lo que pensarían
Ronald y Babs y los otros amigos.
—Exacto. Es bueno que veas que vos no tenés nada que ver en mi decisión.
No me quedo por solidaridad ni por lástima ni porque hay que darle la
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mamadera a Rocamadour. Y mucho menos porque vos y yo tengamos todavía
algo en común.
—Sos tan cómico a veces —dijo la Maga.
—Por supuesto —dijo Oliveira—. Bob Hope es una mierda al lado mío.
—Cuando decís que ya no tenemos nada en común, ponés la boca de una
manera...
—Un poco así, ¿verdad?
—Sí, es increíble.
Tuvieron que sacar los pañuelos y taparse la cara con las dos manos, soltaban
tales carcajadas que Rocamadour se iba a despertar, era algo horrible. Aunque
Oliveira hacía lo posible por sostenerla, mordiendo el pañuelo y llorando de risa,
la Maga resbaló poco a poco del sillón, que tenía las patas delanteras más cortas
y la ayudaba a caerse, hasta quedar enredada entre las piernas de Oliveira que se
reía con un hipo entrecortado y que acabó escupiendo el pañuelo con una
carcajada.
—Mostrá otra vez cómo pongo la boca cuando digo esas cosas —suplicó
Oliveira.
—Así —dijo la Maga, y otra vez se retorcieron hasta que Oliveira se dobló en
dos apretándose la barriga, y la Maga vio su cara contra la suya, los ojos que la
miraban brillando entre las lágrimas. Se besaron al revés, ella hacia arriba y él
con el pelo colgando como un fleco, se besaron mordiéndose un poco porque sus
bocas no se reconocían, estaban besando bocas diferentes, buscándose con las
manos en un enredo infernal de pelo colgando y el mate que se había volcado al
borde de la mesa y chorreaba en la falda de la Maga.
—Decime cómo hace el amor Ossip —murmuró Oliveira, apretando los labios
contra los de la Maga—. Pronto que se me sube la sangre a la cabeza, no puedo
seguir así, es espantoso.
—Lo hace muy bien —dijo la Maga, mordiéndole el labio—. Muchísimo mejor
que vos, y más seguido.
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—¿Pero te retila la murta? No me vayas a mentir. ¿Te la retila de veras?
—Muchísimo. Por todas partes, a veces demasiado. Es una sensación
maravillosa.
—¿Y te hace poner con los plíneos entre las argustas?
—Sí, y después nos entreturnamos los porcios hasta que él dice basta basta, y
yo tampoco puedo más, hay que apurarse, comprendés. Pero eso vos no lo podés
comprender, siempre te quedás en la gunfia más chica.
—Yo y cualquiera —rezongó Oliveira, enderezándose—. Che, este mate es
una porquería, yo me voy un rato a la calle.
—¿No querés que te siga contando de Ossip? —dijo la Maga—. En glíglico.
—Me aburre mucho el glíglico. Además vos no tenés imaginación, siempre
decís las mismas cosas. La gunfia, vaya novedad. Y no se dice «contando de».
—El glíglico lo inventé yo —dijo resentida la Maga—. Vos soltás cualquier
cosa y te lucís, pero no es el verdadero glíglico.
—Volviendo a Ossip...
—No seas tonto, Horacio, te digo que no me he acostado con él. ¿Te tengo que
hacer el gran juramento de los sioux?
—No, al final me parece que te voy a creer.
—Y después —dijo la Maga— lo más probable es que acabe por acostarme
con Ossip, pero serás vos el que lo habrá querido.
—¿Pero a vos realmente te puede gustar ese tipo?
No. Lo que pasa es que hay que pagar la farmacia. De vos no quiero ni un
centavo, y a Ossip no le puedo pedir plata y dejarlo con las ilusiones.
—Sí, ya sé —dijo Oliveira—. Tu lado samaritano. Al soldadito del parque
tampoco lo podías dejar que llorara.
—Tampoco, Horacio. Ya ves lo distintos que somos.
—Sí, la piedad no es mi fuerte. Pero también yo podría llorar en una de ésas, y
entonces vos...
No te veo llorando —dijo la Maga—. Para vos sería como un desperdicio.
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—Alguna vez he llorado.
—De rabia, solamente. Vos no sabés llorar, Horacio, es una de las cosas que
no sabés.
Oliveira atrajo a la Maga y la sentó en las rodillas. Pensó que el olor de la
Maga, de la nuca de la Maga, lo entristecía. Ese mismo olor que antes... «Buscar a
través de», pensó confusamente. «Sí, es una de las cosas que no sé hacer, eso y
llorar y compadecerme.»
—Nunca nos quisimos —le dijo besándola en el pelo.
—No hablés por mí —dijo la Maga cerrando los ojos—. Vos no podés saber si
yo te quiero o no. Ni siquiera eso podés saber.
—¿Tan ciego me creés?
—Al contrario, te haría tanto bien quedarte un poco ciego.
—Ah, sí, el tacto que reemplaza las definiciones, el instinto que va más allá de
la inteligencia. La vía mágica, la noche oscura del alma.
—Te haría bien —se obstinó la Maga como cada vez que no entendía y quería
disimularlo.
—Mirá, con lo que tengo me basta para saber que cada uno puede irse por su
lado. Yo creo que necesito estar solo, Lucía; realmente no sé lo que voy a hacer. A
vos y a Rocamadour, que me parece que se está despertando, les hago la
injusticia de tratarlos mal y no quiero que siga.
—Por mí y por Rocamadour no te tenés que preocupar.
—No me preocupo pero andamos los tres enredándonos en los tobillos del
otro; es incómodo y antiestético. Yo no seré lo bastante ciego, querida, pero el
nervio óptico me alcanza para ver que vos te vas a arreglar perfectamente sin mí.
Ninguna amiga mía se ha suicidado hasta ahora, aunque mi orgullo sangre al
decirlo.
—Sí, Horacio.
De manera que si consigo reunir suficiente heroísmo para plantarte esta
misma noche o mañana, aquí no ha pasado nada.
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—Nada —dijo la Maga.
—Vos le llevarás de nuevo tu chico a madame Irène, y volverás a París a
seguir tu vida.
—Irás mucho al cine, seguirás leyendo novelas, te pasearás con riesgo de tu
vida en los peores barrios y a las peores horas.
—Todo eso.
—Encontrarás muchísimas cosas extrañas en la calle, las traerás, fabricarás
objetos. Wong te enseñará juegos malabares y Ossip te seguirá a dos metros de
distancia, con las manos juntas y una actitud de humilde reverencia.
—Por favor, Horacio —dijo la Maga, abrazándose a él y escondiendo la cara.
—Por supuesto que nos encontraremos mágicamente en los sitios más
extraños, como aquella noche en la Bastille, te acordás.
—En la rue Daval.
—Yo estaba bastante borracho y vos apareciste en la esquina y nos quedamos
mirándonos como idiotas.
—Porque yo creía que esa noche vos ibas aun concierto.
—Y vos me habías dicho que tenías cita con madame Léonie.
—Por eso nos hizo tanta gracia encontrarnos en la rue Daval.
—Vos llevabas el pulóver verde y te habías parado en la esquina a consolar a
un pederasta.
—Lo habían echado a golpes del café, y lloraba de una manera.
—Otra vez me acuerdo que nos encontramos cerca del Quai de Jemmapes.
—Hacía calor —dijo la Maga.
—Nunca me explicaste bien qué andabas buscando por el Quai de Jemmapes.
—Oh, no buscaba nada.
—Tenías una moneda en la mano.
—Me la encontré en el cordón de la vereda. Brillaba tanto.
—Y después fuimos a la Place de la République donde estaban los
saltimbanquis, y nos ganamos una caja de caramelos.
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—Eran horribles.
—Y otra vez yo salía del metro Mouton-Duvernet, y vos estabas sentada en la
terraza de un café con un negro y un filipino.
—Y vos nunca me dijiste qué tenías que hacer por el lado de Mouton-
Duvernet.
—Iba a lo de una pedicura —dijo Oliveira—. Tenía una sala de espera
empapelada con escenas entre violeta y solferino: góndolas, palmeras, y unos
amantes abrazados a la luz de la luna. Imaginátelo repetido quinientas veces en
tamaño doce por ocho.
—Vos ibas por eso, no por los callos.
—No eran callos, hija mía. Una auténtica verruga en la planta del pie.
Avitaminosis, parece.
—¿Se te curó bien? —dijo la Maga, levantando la cabeza y mirándolo con gran
concentración.
A la primera carcajada Rocamadour se despertó y empezó a quejarse. Oliveira
suspiró, ahora iba a repetirse la escena, por un rato sólo vería a la Maga de
espaldas, inclinada sobre la cama, las manos yendo y viniendo. Se puso a cebar
mate, a armar un cigarrillo. No quería pensar. La Maga fue a lavarse las manos y
volvió. Tomaron un par de mates casi sin mirarse.
—Lo bueno de todo esto —dijo Oliveira— es que no le damos calce al
radioteatro. No me mires así, si pensás un poco te vas a dar cuenta de lo que
quiero decir.
—Me doy cuenta —dijo la Maga—. No es por eso que te miro así.
—Ah, vos creés que...
—Un poco, sí. Pero mejor no volver a hablar.
—Tenés razón. Bueno, me parece que me voy a dar una vuelta.
—No vuelvas —dijo la Maga.
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—En fin, no exageremos —dijo Oliveira—. ¿Dónde querés que vaya a dormir?
Una cosa son los nudos gordianos y otra el céfiro que sopla en la calle, debe
haber cinco bajo cero.
—Va a ser mejor que no vuelvas, Horacio —dijo la Maga—. Ahora me resulta
fácil decírtelo. Comprendé.
—En fin —dijo Oliveira—. Me parece que nos apuramos a congratularnos por
nuestro savoir faire.
—Te tengo tanta lástima, Horacio.
—Ah, eso no. Despacito, ahí.
—Vos sabés que yo a veces veo. Veo tan claro. Pensar que hace una hora se
me ocurrió que lo mejor era ir a tirarme al río.
—La desconocida del Sena... Pero si vos nadás como un cisne.
—Te tengo lástima —insistió la Maga—. Ahora me doy cuenta. La noche que
nos encontramos detrás de NotreDame también vi que... Pero no lo quise creer.
Llevabas una camisa azul tan preciosa. Fue la primera vez que fuimos juntos a
un hotel, ¿verdad?
—No, pero es igual. Y vos me enseñaste a hablar en glíglico.
—Si te dijera que todo eso lo hice por lástima.
—Vamos —dijo Oliveira, mirándola sobresaltado.
—Esa noche vos corrías peligro. Se veía, era como una sirena a lo lejos... no se
puede explicar.
—Mis peligros son sólo metafísicos —dijo Oliveira—. Creeme, a mí no me van
a sacar del agua con ganchos. Reventaré de una oclusión intestinal, de la gripe
asiática o de un Peugeot 403.
—No sé —dijo la Maga—. Yo pienso a veces en matarme pero veo que no lo
voy a hacer. No creas que es solamente por Rocamadour, antes de él era lo
mismo. La idea de matarme me hace siempre bien. Pero vos, que no lo pensás...
¿Por qué decís: peligros metafísicos? También hay ríos metafísicos, Horacio. Vos
te vas a tirar a uno de esos ríos.
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—A lo mejor —dijo Oliveira— eso es el Tao.
—A mí me pareció que yo podía protegerte. No digas nada. En seguida me di
cuenta de que no me necesitabas. Hacíamos el amor como dos músicos que se
juntan para tocar sonatas.
—Precioso, lo que decís.
—Era así, el piano iba por su lado y el violín por el suyo y de eso salía la
sonata, pero ya ves, en el fondo no nos encontrábamos. Me di cuenta en seguida,
Horacio, pero las sonatas eran tan hermosas.
—Sí, querida.
—Y el glíglico.
—Vaya.
—Y todo, el Club, aquella noche en el Quai de Bercy bajo los árboles, cuando
cazamos estrellas hasta la madrugada y nos contamos historias de príncipes, y
vos tenías sed y compramos una botella de espumante carísimo, y bebimos a la
orilla del río.
—Y entonces vino un clochard —dijo Oliveira— y le dimos la mitad de la
botella.
—Y el clochard sabía una barbaridad, latín y cosas orientales, y vos le
discutiste algo de...
—Averroes, creo.
—Sí, Averroes.
—Y la noche que el soldado me tocó el traste en la Foire du Tróne, y vos le
diste una trompada en la cara, y nos metieron presos a todos.
—Que no oiga Rocamadour —dijo Oliveira riéndose.
—Por suerte Rocamadour no se acordará nunca de vos, todavía no tiene nada
detrás de los ojos. Como los pájaros que comen las migas que uno les tira. Te
miran, las comen, se vuelan... No queda nada.
—No —dijo Oliveira—. No queda nada.
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En el rellano gritaba la del tercer piso, borracha como siempre a esa hora.
Oliveira miró vagamente hacia la puerta, pero la Maga lo apretó contra ella, se
fue resbalando hasta ceñirle las rodillas, temblando y llorando.
—¿Por qué te afligís así? —dijo Oliveira—. Los ríos metafísicos pasan por
cualquier lado, no hay que ir muy lejos a encontrarlos. Mirá, nadie se habrá
ahogado con tanto derecho como yo, monona. Te prometo una cosa: acordarme
de vos a último momento para que sea todavía más amargo. Un verdadero
folletín, con tapa en tres colores.
—No te vayas —murmuró la Maga, apretándole las piernas.
—Una vuelta por ahí, nomás.
—No, no te vayas.
—Dejame. Sabés muy bien que voy a volver, por lo menos esta noche.
Vamos juntos —dijo la Maga—. Ves, Rocamadour duerme, va a estar
tranquilo hasta la hora del biberón. Tenemos dos horas, vamos al café del barrio
árabe, ese cafecito triste donde se está tan bien.
Pero Oliveira quería salir solo. Empezó a librar poco a poco las piernas del
abrazo de la Maga. Le acariciaba el pelo, le pasó los dedos por el collar, la besó
en la nuca, detrás de la oreja, oyéndola llorar con todo el pelo colgándole en la
cara. «Chantajes no», pensaba. «Lloremos cara a cara, pero no ese hipo barato
que se aprende en el cine.» Le levantó la cara, la obligó a mirarlo.
—El canalla soy yo —dijo Oliveira—. Dejame pagar a mí. Llorá por tu hijo,
que a lo mejor se muere, pero no malgastes las lágrimas conmigo. Madre mía,
desde los tiempos de Zola no se veía una escena semejante. Dejame salir, por
favor.
—¿Por qué? dijo la Maga, sin moverse del suelo, mirándolo como un perro.
—¿Por qué qué?
—¿Por qué?
—Ah, vos querés decir por qué todo esto. Andá a saber, yo creo que ni vos ni
yo tenemos demasiado la culpa. No somos adultos, Lucía. Es un mérito pero se
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paga caro. Los chicos se tiran siempre de los pelos después de haber jugado.
Debe ser algo así. Habría que pensarlo.
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A todo el mundo le pasa igual, la estatua de Jano es un despilfarro inútil, en
realidad después de los cuarenta años la verdadera cara la tenemos en la nuca,
mirando desesperadamente para atrás. Es lo que se llama propiamente un lugar
común. Nada que hacerle, hay que decirlo así, con las palabras que tuercen de
aburrimiento los labios de los adolescentes unirrostros. Rodeado de chicos con
tricotas y muchachas deliciosamente mugrientas bajo el vapor de los cafés crème
de Saint-Germain-des-Prés, que leen a Durrell, a Beauvoir, a Duras, a Douassot, a
Queneau, a Sarraute, estoy yo un argentino afrancesado (horror horror), ya fuera
de la moda adolescente, del cool, con en las manos anacrónicamente Etes-vous
fous? de René Crevel, con en la memoria todo el surrealismo, con en la pelvis el
signo de Antonin Artaud, con en las orejas las Ionisations de Edgar Varèse, con en
los ojos Picasso (pero parece que yo soy un Mondrian, me lo han dicho).
—Tu sèmes des syllabes pour réeolter des étoiles —me toma el pelo Crevel.
—Se va haciendo lo que se puede —le contesto.
—Y esa fémina, n’ arrétera-t-elle donc pas de secouer l’arbre à sanglots?
—Sos injusto —le digo—. Apenas llora, apenas se queja.
Es triste llegar a un momento de la vida en que es más fácil abrir un libro en la
página 96 y dialogar con su autor, de café a tumba, de aburrido a suicida,
mientras en las mesas de al lado se habla de Argelia, de Adenauer, de Mijanou
Bardot, de Guy Trébert, de Sidney Bechet, de Michel Butor, de Nabokov, de Zao-
Wu-Ki, de Louison Bobet, y en mi país los muchachos hablan, ¿de qué hablan los
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muchachos en mi país? No lo sé ya, ando tan lejos, pero ya no hablan de
Spilimbergo, no hablan de Justo Suárez, no hablan del Tiburón de Quillá, no
hablan de Bonini, no hablan de Leguisamo. Como es natural. La joroba está en que
la naturalidad y la realidad se vuelven no se sabe por qué enemigas, hay una
hora en que lo natural suena espantosamente a falso, en que la realidad de los
veinte años se codea con la realidad de los cuarenta y en cada codo hay una
gillete tajeándonos el saco. Descubro nuevos mundos simultáneos y ajenos, cada
vez sospecho más que estar de acuerdo es la peor de las ilusiones. ¿Por qué esta
sed de ubicuidad, por qué esta lucha contra el tiempo? También yo leo a Sarraute
y miro la foto de Guy Trébert esposado, pero son cosas que me ocurren, mientras
que si soy yo el que decide, casi siempre es hacia atrás. Mi mano tantea en la
biblioteca, saca a Crevel, saca a Roberto Arlt, saca a Jarry. Me apasiona el hoy
pero siempre desde el ayer (¿me hapasiona, dije?), y es así cómo a mi edad el
pasado se vuelve presente y el presente es un extraño y confuso futuro donde
chicos con tricotas y muchachas de pelo suelto beben sus cafés crème y se
acarician con una lenta gracia de gatos o de plantas.
Hay que luchar contra eso.
Hay que reinstalarse en el presente.
Parece que yo soy un Mondrian, ergo...
Pero Mondrian pintaba su presente hace cuarenta años.
(Una foto de Mondrian, igualito a un director de orquesta típica (( ¡Julio de
Caro, ecco!)), con lentes y el pelo planchado y cuello duro, un aire de hortera
abominable, bailando con una piba diquera. ¿Qué clase de presente sentía
Mondrian mientras bailaba? Esas telas suyas, esa foto suya... Habismos.)
Estás viejo, Horacio. Quinto Horacio Oliveira, estás viejo, Flaco. Estás flaco y
viejo, Oliveira.
—Il verse son vitriol entre les euisses des faubourgs —se mofa Crevel.
¿Qué le voy a hacer? En mitad del gran desorden me sigo creyendo veleta, al
final de tanta vuelta hay que señalar un norte, un sur. Decir de alguien que es un
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veleta prueba poca imaginación: se ven las vueltas pero no la intención, la punta
de la flecha que busca hincarse y permanecer en el río del viento.
Hay ríos metafísicos. Sí, querida, claro. Y vos estarás cuidando a tu hijo,
llorando de a ratos, y aquí ya es otro día y un sol amarillo que no calienta. J’habite
à Saint-Germain-des-Prés, et chaque soir j’ai rendez-vous avec Verlaine. / Ce gros pierrot
n à pas changé, et pour courir le guilledou... Por veinte francos en la ranura Leo Ferré
te canta sus amores, o Gilbert Bécaud, o Guy Béart. Allá en mi tierra: Si quiere ver
la vida color de rosa/ Eche veinte centavos en la ranura... A lo mejor encendiste la
radio (el alquiler vence el lunes que viene, tendré que avisarte) y escuchas
música de cámara, probablemente Mozart, o has puesto un disco muy bajo para
no despertar a Rocamadour. Y me parece que no te das demasiado cuenta de que
Rocamadour está muy enfermo, terriblemente débil y enfermo, y que lo
cuidarían mejor en el hospital. Pero ya no te puedo hablar de esas cosas, digamos
que todo se acabó y que yo ando por ahí vagando, dando vueltas, buscando el
norte, el sur, si es que lo busco. Si es que lo busco. Pero si no los buscara, ¿qué es
esto? Oh mi amor, te extraño, me dolés en la piel, en la garganta, cada vez que
respiro es como si el vacío me entrara en el pecho donde ya no estás.
—Toi —dice Crevel— toujours prèt à grimper les cinq étages des pythonisses
faubouriennes, qui ouvrent grandes les portes du futur...
Y por qué no, por qué no había de buscar a la Maga, tantas veces me había
bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti,
y apenas la luz de ceniza y oliva que flota sobre el río me dejaba distinguir las
formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, nos íbamos por ahí
a la caza de sombras, a comer papas fritas al Faubourg St. Denis, a besarnos junto
a las barcazas del canal Saint-Martin. Con ella yo sentía crecer un aire nuevo, los
signos fabulosos del atardecer o esa manera como las cosas se dibujaban cuando
estábamos juntos y en las rejas de la Cour de Rohan los vagabundos se alzaban al
reino medroso y alunado de los testigos y los jueces... Por qué no había de amar a
la Maga y poseerla bajo decenas de cielos rasos a seiscientos francos, en camas
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con cobertores deshilachados y rancios, si en esa vertiginosa rayuela, en esa
carrera de embolsados yo me reconocía y me nombraba, por fin y hasta cuándo
salido del tiempo y sus jaulas con monos y etiquetas, de sus vitrinas Omega
Electron Girard Perregaud Vacheron & Constantin marcando las horas y los
minutos de las sacrosantas obligaciones castradoras, en un aire donde las últimas
ataduras iban cayendo y el placer era espejo de reconciliación, espejo para
alondras pero espejo, algo como un sacramento de ser a ser, danza en torno al
arca, avance del sueño boca contra boca, a veces sin desligarnos, los sexos unidos
y tibios, los brazos como guías vegetales, las manos acariciando aplicadamente
un muslo, un cuello...
—Tu t’accroches à des histories —dice Crevel—. Tu étreins des mots...
—No, viejo, eso se hace más bien del otro lado del mar, que no conocés. Hace
rato que no me acuesto con las palabras. Las sigo usando, como vos y como
todos, pero las cepillo muchísimo antes de ponérmelas.
Crevel desconfía y lo comprendo. Entre la Maga y yo crece un cañaveral de
palabras, apenas nos separan unas horas y unas cuadras y ya mi pena se llama
pena, mi amor se llama mi amor... Cada vez iré sintiendo menos y recordando
más, pero qué es el recuerdo sino el idioma de los sentimientos, un diccionario
de caras y días y perfumes que vuelven como los verbos y los adjetivos en el
discurso, adelantándose solapados a la cosa en sí, al presente puro,
entristeciéndonos o aleccionándonos vicariamente hasta que el propio ser se
vuelve vicario, la cara que mira hacia atrás abre grandes los ojos, la verdadera
cara se borra poco a poco como en las viejas fotos y Jano es de golpe cualquiera
de nosotros. Todo esto se lo voy diciendo a Crevel pero es con la Maga que
hablo, ahora que estamos tan lejos. Y no le hablo con las palabras que sólo han
servido para no entendernos, ahora que ya es tarde empiezo a elegir otras, las de
ella, las envueltas en eso que ella comprende y que no tiene nombre, auras y
tensiones que crispan el aire entre dos cuerpos o llenan de polvo de oro una
habitación o un verso. ¿Pero no hemos vivido así todo el tiempo, lacerándonos
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dulcemente? No, no hemos vivido así, ella hubiera querido pero una vez más yo
volví a sentar el falso orden que disimula el caos, a fingir qué me entregaba a una
vida profunda de la que sólo tocaba el agua terrible con la punta del pie. Hay
ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina está nadando en el aire,
girando alucinada en torno al campanario, dejándose caer para levantarse mejor
con el impulso. Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada. Yo los
busco, los encuentro, los miro desde el puente, ella los nada. Y no lo sabe,
igualita a la golondrina. No necesita saber como yo, puede vivir en el desorden
sin que ninguna conciencia de orden la retenga. Ese desorden que es su orden
misterioso, esa bohemia del cuerpo y el alma que le abre de par en par las
verdaderas puertas. Su vida no es desorden más que para mí, enterrado en
prejuicios que desprecio y respeto al mismo tiempo. Yo, condenado a ser
absuelto irremediablemente por la Maga que me juzga sin saberlo. Ah, dejame
entrar, dejame ver algún día como ven tus ojos.
Inútil. Condenado a ser absuelto. Vuélvase a casa y lea a Spinoza. La Maga no
sabe quién es Spinoza. La Maga lee interminables novelas de rusos y alemanes y
Pérez Galdós y las olvida en seguida. Nunca sospechará que me condena a leer a
Spinoza. Juez inaudito, juez por sus manos, por su carrera en plena calle, juez
por sólo mirarme y dejarme desnudo, juez por tonta e infeliz y desconcertada y
roma y menos que nada. Por todo eso que sé desde mi amargo saber, con mi
podrido rasero de universitario y hombre esclarecido, por todo eso, juez. Dejate
caer, golondrina, con esas filosas tijeras que recortan el cielo de Saint-Germaindes-
Prés, arrancá estos ojos que miran sin ver, estoy condenado sin apelación,
pronto a ese cadalso azul al que me izan las manos de la mujer cuidando a su
hijo, pronto la pena, pronto el orden mentido de estar solo y recobrar la
suficiencia, la egociencia, la conciencia. Y con tanta ciencia una inútil ansia de
tener lástima de algo, de que llueva aquí dentro, de que por fin empiece a llover,
a oler a tierra, a cosas vivas, sí, por fin a cosas vivas.
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Las opiniones eran que el viejo se había resbalado, que el auto había
«quemado» la luz roja, que el viejo había querido suicidarse, que todo estaba
cada vez peor en París, que el tráfico era monstruoso, que el viejo no tenía la
culpa, que el viejo tenía la culpa, que los frenos del auto no andaban bien, que el
viejo era de una imprudencia temeraria, que la vida estaba cada vez más cara,
que en París había demasiados extranjeros que no entendían las leyes del tráfico
y les quitaban el trabajo a los franceses.
El viejo no parecía demasiado contuso. Sonreía vagamente, pasándose la
mano por el bigote. Llegó una ambulancia, lo izaron a la camilla, el conductor del
auto siguió agitando las manos y explicando el accidente al policía y a los
curiosos.
—Vive en el treinta y dos de la rue Madame —dijo un muchacho rubio que
había cambiado algunas frases con Oliveira y los demás curiosos—. Es un
escritor, lo conozco. Escribe libros.
—El paragolpes le dio en las piernas, pero el auto ya estaba muy frenado.
—Le dio en el pecho —dijo el muchacho—. El viejo se resbaló en un montón
de mierda.
—Le dio en las piernas —dijo Oliveira.
—Depende del punto de vista dijo un señor enormemente bajo.
—Le dio en el pecho —dijo el muchacho—. Lo vi con estos ojos.
—En ese caso... ¿No sería bueno avisar a la familia?
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—No tiene familia, es un escritor.
—Ah —dijo Oliveira.
—Tiene un gato y muchísimos libros. Una vez subí a llevarle un paquete de
parte de la portera, y me hizo entrar. Había libros por todas partes. Esto le tenía
que pasar, los escritores son distraídos. A mí, para que me agarre un auto...
Caían unas pocas gotas que disolvieron en un instante el corro de testigos.
Subiéndose el cuello de la canadiense, Oliveira metió la nariz en el viento frío y
se puso a caminar sin rumbo. Estaba seguro de que el viejo no había sufrido
mayores daños, pero seguía viendo su cara casi plácida, más bien perpleja,
mientras lo tendían en la camilla entre frases de aliento y cordiales «Allez,
pépère, c’est rien, ça!» del camillero, un pelirrojo que debía decirle lo mismo a
todo el mundo. «La incomunicación total», pensó Oliveira. «No tanto que
estemos solos, ya es sabido y no hay tu tía. Estar solo es en definitiva estar solo
dentro de cierto plano en el que otras soledades podrían comunicarse con
nosotros si la cosa fuese posible. Pero cualquier conflicto, un accidente callejero o
una declaración de guerra, provocan la brutal intersección de planos diferentes, y
un hombre que quizá es una eminencia del sánscrito o de la física de los quanta,
se convierte en un pépère para el camillero que lo asiste en un accidente. Edgar
Poe metido en una carretilla, Verlaine en manos de medicuchos, Nerval y Artaud
frente a los psiquiatras. ¿Qué podía saber de Keats el galeno italiano que lo
sangraba y lo mataba de hambre? Si hombres como ellos guardan silencio como
es lo más probable, los otros triunfan ciegamente, sin mala intención por
supuesto, sin saber que ese operado, que ese tuberculoso, que ese herido
desnudo en una cama está doblemente solo rodeado de seres que se mueven
como detrás de un vidrio, desde otro tiempo...»
Metiéndose en un zaguán encendió un cigarrillo. Caía la tarde, grupos de
muchachas salían de los comercios, necesitadas de reír, de hablar a gritos, de
empujarse, de esponjarse en una porosidad de un cuarto de hora antes de recaer
en el biftec y la revista semanal. Oliveira siguió andando. Sin necesidad de
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dramatizar, la más modesta objetividad era una apertura al absurdo de París, de
la vida gregaria. Puesto que había pensado en los poetas era fácil acordarse de
todos los que habían denunciado la soledad del hombre junto al hombre, la
irrisoria comedia de los saludos, el «perdón» al cruzarse en la escalera, el asiento
que se cede a las señoras en el metro, la confraternidad en la política y los
deportes. Sólo un optimismo biológico y sexual podía disimularle a algunos su
insularidad, mal que le pesara a John Donne. Los contactos en la acción y la raza
y el oficio y la cama y la cancha, eran contactos de ramas y hojas que se
entrecruzan y acarician de árbol a árbol, mientras los troncos alzan desdeñosos
sus paralelas inconciliables. «En el fondo podríamos ser como en la superficie»,
pensó Oliveira, «pero habría que vivir de otra manera. ¿Y qué quiere decir vivir
de otra manera? Quizá vivir absurdamente para acabar con el absurdo, tirarse en
sí mismo con una tal violencia que el salto acabara en los brazos de otro. Sí, quizá
el amor, pero la otherness nos dura lo que dura una mujer, y además solamente
en lo que toca a esa mujer. En el fondo no hay otherness, apenas la agradable
togetherness. Cierto que ya es algo»... Amor, ceremonia ontologizante, dadora de
ser. Y por eso se le ocurría ahora lo que a lo mejor debería habérsele ocurrido al
principio: sin poseerse no había posesión de la otredad, ¿y quién se poseía de
veras? ¿Quién estaba de vuelta de sí mismo, de la soledad absoluta que
representa no contar siquiera con la compañía propia, tener que meterse en el
cine o en el prostíbulo o en la casa de los amigos o en una profesión absorbente o
en el matrimonio para estar por lo menos solo-entre-los-demás? Así,
paradójicamente, el colmo de soledad conducía al colmo de gregarismo, a la gran
ilusión de la compañía ajena, al hombre solo en la sala de los espejos y los ecos.
Pero gentes como él y tantos otros, que se aceptaban a sí mismos (o que se
rechazaban pero conociéndose de cerca) entraban en la peor paradoja, la de estar
quizá al borde de la otredad y no poder franquearlo. La verdadera otredad hecha
de delicados contactos, de maravillosos ajustes con el mundo, no podía
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cumplirse desde un solo término, a la mano tendida debía responder otra mano
desde el afuera, desde lo otro.
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Parado en una esquina, harto del cariz enrarecido de su reflexión (y eso que a
cada momento, no sabía por qué, pensaba que el viejecito herido estaría en una
cama de hospital, los médicos y los estudiantes y las enfermeras lo rodearían
amablemente impersonales, le preguntarían nombre y edad y profesión, le dirían
que no era nada, lo aliviarían de inmediato con inyecciones y vendajes), Oliveira
se había puesto a mirar lo que ocurría en torno y que como cualquier esquina de
cualquier ciudad era la ilustración perfecta de lo que estaba pensando y casi le
evitaba el trabajo. En el café, protegidos del frío (iba a ser cosa de entrar y
beberse un vaso de vino), un grupo de albañiles charlaba con el patrón del
mostrador. Dos estudiantes leían y escribían en una mesa, y Oliveira los veía
alzar la vista y mirar hacia el grupo de los albañiles, volver al libro o al cuaderno,
mirar de nuevo. De una caja de cristal a otra, mirarse, aislarse, mirarse: eso era
todo. Por encima de la terraza cerrada del café, una señora del primer piso
parecía estar cosiendo o cortando un vestido junto a la ventana. Su alto peinado
se movía cadencioso. Oliveira imaginaba sus pensamientos, las tijeras, los hijos
que volverían de la escuela de un momento a otro, el marido terminando la
jornada en una oficina o en un banco. Los albañiles, los estudiantes, la señora, y
ahora un clochard desembocaba de una calle transversal, con una botella de vino
tiento saliéndole del bolsillo, empujando un cochecito de niño lleno de
periódicos viejos, latas, ropas deshilachadas y mugrientas, una muñeca sin
cabeza, un paquete de donde salía una cola de pescado. Los albañiles, los
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estudiantes, la señora, el clochard, y en la casilla como para condenados a la
picota, LOTERIE NATIONALE, una vieja de mechas irredentes brotando de una
especie de papalina gris, las manos metidas en mitones azules, TIRAGE
MERCREDI, esperando sin esperar al cliente, con un brasero de carbón a los pies,
encajada en su ataúd vertical, quieta, semihelada, ofreciendo la suerte y
pensando vaya a saber qué, pequeños grumos de ideas, repeticiones seniles, la
maestra de la infancia que le regalaba dulces, un marido muerto e el Somme, un
hijo viajante de comercio, por la noche la bohardilla sin agua corriente, la sopa
para tres días, el boeuf bourguignon que cuesta menos que un bife, TIRAGE
MERCREDI. Los albañiles, los estudiantes, el clochard, la vendedora de lotería,
cada grupo, cada uno en su caja de vidrio, pero que un viejo cayera bajo un auto
y de inmediato habría una carrera general hacia el lugar del accidente, un
vehemente cambio de impresiones, de críticas, disparidades y coincidencias
hasta que empezara a llover otra vez y los albañiles se volvieran al mostrador, los
estudiantes a su mesa, los X a los X, los Z a los Z.
«Sólo viviendo absurdamente se podría romper alguna vez este absurdo
infinito», se repitió Oliveira. «Che, pero me voy a empapar, hay que meterse en
alguna parte.» Vio los carteles de la Salle de Géographie y se refugió en la
entrada. Una conferencia sobre Australia, continente desconocido. Reunión de
los discípulos del Cristo de Montfavet. Concierto de piano de madame Berthe
Trépat. Inscripción abierta para un curso sobre los meteoros. Conviértase en
judoka en cinco meses. Conferencia sobre la urbanización de Lyon. El concierto
de piano iba a empezar en seguida y costaba poca plata. Oliveira miró el cielo, se
encogió de hombros y entró. Pensaba vagamente en ir a casa de Ronaldo o al
taller de Etienne, pero era mejor dejarlo para la noche. No sabía por qué, le hacía
gracia que la pianista se llamara Berthe Trépat. También le hacía gracia
refugiarse en un concierto para escapar un rato de sí mismo, ilustración irónica
de mucho de lo que había venido rumiando por la calle. «No somos nada, che»,
pensó mientras ponía ciento veinte francos a la altura de los dientes de la vieja
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enjaulada en la taquilla. Le tocó la fila diez, por pura maldad de la vieja ya que el
concierto iba a empezar y no había casi nadie aparte de algunos ancianos calvos,
otros barbudos y otros las dos cosas, con aire de ser del barrio o de la familia, dos
mujeres entre cuarenta y cuarenta y cinco con abrigos vetustos y paraguas
chorreantes, unos pocos jóvenes, parejas en su mayoría y discutiendo
violentamente entre empujones, ruido de caramelos y crujidos de las pésimas
sillas de Viena. En total veinte personas. Olía a tarde de lluvia, la gran sala estaba
helada y húmeda, se oía hablar confusamente detrás del telón de fondo. Un viejo
había encendido la pipa, y Oliveira se apuró a sacar un Gauloise. No se sentía
demasiado bien, le había entrado agua en un zapato, el olor a moho y a ropa
mojada lo asqueaba un poco. Pitó aplicadamente hasta calentar el cigarrillo y
estropearlo. Afuera sonó un timbre tartamudo, y uno de los jóvenes aplaudió con
énfasis. La vieja acomodadora, boina de través y maquillaje con el que
seguramente dormía, corrió la cortina de entrada. Recién entonces Oliveira se
acordó de que le habían dado un programa. Era una hoja mal mimeografiada en
la que con algún trabajo podía descifrarse que madame Berthe Trépat, medalla
de oro, tocaría los «Tres movimientos discontinuos» de Rose Bob (primera
audición), la «Pavana para el General Leclerc», de Alix Alix (primera audición
civil), y la «Síntesis Délibes-Saint-Saëns», de Délibes, Saint-Saëns y Berthe Trépat.
«Joder», pensó Oliveira. «Joder con el programa».
Sin que se supiera exactamente cómo había llegado, apareció detrás del piano
un señor de papada colgante y blanca cabellera. Vestía de negro y acariciaba con
una mano rosada la cadena que cruzaba el chaleco de fantasía. A Oliveira le
pareció que el chaleco estaba bastante grasiento. Sonaron unos secos aplausos a
cargo de una señorita de impermeable violeta y lentes con montura de oro.
Esgrimiendo una voz extraordinariamente parecida a la de un guacamayo, el
anciano de la papada inició una introducción al concierto, gracias a la cual el
público se enteró de que Rose Bob era una ex alumna de piano de madame
Berthe Trépat, de que la «Pavana» de Alix Alix había sido compuesta por un
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distinguido oficial del ejército que se ocultaba bajo tan modesto seudónimo, y
que las dos composiciones aludidas utilizaban restringidamente los más
modernos procedimientos de escritura musical. En cuanto a la «Síntesis Délibes-
Saint-Saëns» (y aquí el anciano alzó los ojos con arrobo) representaba dentro de
la música contemporánea una de las más profundas innovaciones que la autora,
madame Trépat, había calificado de «sincretismo fatídico». La caracterización era
justa en la medida en que el genio musical de Délibes y de Saint-Saëns tendía a la
ósmosis, a la interfusión e interfonía, paralizadas por el exceso individualista del
Occidente y condenadas a no precipitarse en una creación superior y sintética de
no mediar la genial intuición de madame Trépat. En efecto, su sensibilidad había
captado afinidades que escapaban al común de los oyentes y asumido la noble
aunque ardua misión de convertirse en puente mediúmnico a través del cual
pudiera consumarse en encuentro de los dos grandes hijos de Francia. Era hora
de señalar que madame Berthe Trépat, al margen de sus actividades de profesora
de música, no tardaría en cumplir sus bodas de plata al servicio de la
composición. El orador no se atrevía, en una mera introducción a un concierto
que, bien lo apreciaba, era esperado con viva impaciencia por el público, a
desarrollar como hubiera sido necesario el análisis de la obra musical de
madame Trépat. De todos modos, y con objeto de que sirviera de pentagrama
mental a quienes escucharían por primera vez las obras de Rose Bob y de
madame Trépat, podía resumir su estética en la mención de construcciones
antiestructurales, es decir, células sonoras autónomas, fruto de la pura
inspiración, concatenadas en la intención general de la obra pero totalmente
libres de moldes clásicos, dodecafónicos o atonales (las dos últimas palabras las
repitió enfáticamente). Así por ejemplo, los «Tres movimientos discontinuos» de
Rose Bob, alumna dilecta de madame Trépat, partían de la reacción provocada
en el espíritu de la artista por el golpe de una puerta al cerrarse violentamente, y
los treinta y dos acordes que formaban el primer movimiento eran otras tantas
repercusiones de ese golpe en el plano estético; el orador no creía violar un
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secreto si confiaba a su culto auditorio que la técnica de composición de la
«Síntesis-Saint-Saëns» entroncaba con las fuerzas más primitivas y esotéricas de
la creación. Nunca olvidaría el alto privilegio de haber asistido a una fase de la
síntesis, y ayudado a madame Berthe Trépat a operar con un péndulo
rabdomántico sobre las partituras de los dos maestros a fin de escoger aquellos
pasajes cuya influencia sobre el péndulo corroboraba la asombrosa intuición
original de la artista. Y aunque mucho hubiera podido agregarse a lo dicho, el
orador creía de su deber retirarse luego de saludar en madame Berthe Trépat a
uno de los faros del espíritu francés y ejemplo patético del genio incomprendido
por los grandes públicos.
La papada se agitó violentamente y el anciano, atragantado por la emoción y
el catarro, desapareció entre bambalinas. Cuarenta manos descargaron algunos
secos aplausos, varios fósforos perdieron la cabeza, Oliveira se estiró lo más
posible en la silla y se sintió mejor. También el viejo del accidente debía sentirse
mejor en la cama del hospital, sumido ya en la somnolencia que sigue al shock,
interregno feliz en que se renuncia a ser dueño de sí mismo y la cama es como un
barco, unas vacaciones pagas, cualquiera de las rupturas con la vida ordinaria.
«Casi estaría por ir a verlo uno de estos días», se dijo Oliveira. «Pero a lo mejor le
arruino la isla desierta, me convierto e la huella del pie en la arena. Che, qué
delicado te estás poniendo».
Los aplausos le hicieron abrir los ojos y asistir a la trabajosa inclinación con
que madame Berthe Trépat agradecía. Antes de verle bien la cara lo paralizaron
los zapatos, unos zapatos tan de hombre que ninguna falda podía disimularlos.
Cuadrados y sin tacos, un cintas inútilmente femeninas. Lo que seguía era rígido
y ancho a la vez, una especie de gorda metida en un corsé implacable. Pero
Berthe Trépat no era gorda, apenas si podía definírsela como robusta. Debía
tener ciática o lumbago, algo que la obligaba a moverse en bloque, ahora
frontalmente, saludando con trabajo, y después de perfil, deslizándose entre el
taburete y el piano y plegándose geométricamente hasta quedar sentada. Desde
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allí la artista giró bruscamente la cabeza y saludó otra vez, aunque ya nadie
aplaudía. «Arriba debe de haber alguien tirando de los hilos», pensó Oliveira. Le
gustaban las marionetas y los autómatas, y esperaba maravillas del sincretismo
fatídico. Berthe Trépat miró una vez más al público, su redonda cara como
enharinada pareció condensar de golpe todos los pecados de la luna, y la boca
como una guinda violentamente bermellón se dilató hasta tomar la forma de una
barca egipcia. otra vez de perfil, su menuda nariz de pico de loro consideró por
un momento el teclado mientras las manos se posaban del do al si como dos
bolsitas de gamuza ajada. Empezaron a sonar los treinta y dos acordes del
primer movimiento discontinuo. Entre el primero y el segundo transcurrieron
cinco segundos, entre el segundo y el tercero, quince segundos. Al llegar al
decimoquinto acorde, Rose Bob había decretado una pausa de veinticinco
segundos. Oliveira, que en un primer momento había apreciado el buen uso
weberniano que hacía Rose Bob de los silencios, notó que la reincidencia lo
degradaba rápidamente. Entre los acordes 7 y 8 restallaron toses, entre el 12 y el
13 alguien raspó enérgicamente un fósforo, entre el 14 y el 15 pudo oírse
distintamente la expresión «¡Ah, merde alors!» proferida por una jovencita rubia.
Hacia el vigésimo acorde, una de las damas más vetustas, verdadero pickle
virginal, empuñó enérgicamente el paraguas y abrió la boca para decir algo que
el acorde 21 aplastó misericordiosamente. Divertido, Oliveira miraba a Berthe
Trépat sospechando que la pianista los estudiaba con eso que llamaban el rabillo
del ojo. Por ese rabillo el mínimo perfil ganchudo de Berthe Trépat dejaba filtrar
una mirada gris celeste, y a Oliveira se le ocurrió que a lo mejor la desventurada
se había puesto a hacer la cuenta de las entradas vendidas. En el acorde 23 un
señor de rotunda calva se enderezó indignado, y después de bufar y soplar salió
de la sala clavando cada taco e el silencio de ocho segundos confeccionado por
Rose Bob. A partir del acorde 24 las pausas empezaron a disminuir, y del 28 al 32
se estableció un ritmo como de marcha fúnebre que no dejaba de tener lo suyo.
Berthe Trépat Sacó los zapatos de los pedales, puso la mano izquierda sobre el
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regazo, y emprendió el segundo movimiento. Este movimiento duraba
solamente cuatro compases, cada uno de ellos con tres notas de igual valor. El
tercer movimiento consistía principalmente en salir de los registros extremos del
teclado y avanzar cromáticamente hacia el centro, repitiendo la operación de
dentro hacia afuera, todo eso en medio de continuos tresillos y otros adornos. En
un momento dado, que nada permitía prever, la pianista dejó de tocar y se
enderezó bruscamente, saludando con un aire casi desafiante pero en el que a
Oliveira le pareció discernir algo como inseguridad y hasta miedo. una pareja
aplaudió rabiosamente, Oliveira se encontró aplaudiendo a su vez sin saber por
qué (y cuando supo por qué le dio rabia y dejó de aplaudir). Berthe Trépat
recobró casi instantáneamente su perfil y paseo por el teclado un dedo
indiferente, esperando que se hiciera silencio. Empezó a tocar la «Pavana para el
General Leclerc».
En los dos o tres minutos que siguieron Oliveira dividió con algún trabajo su
atención entre el extraordinario bodrio que Berthe Trépat descerrajaba a todo
vapor, y la forma furtiva o resuelta con que viejos y jóvenes se mandaban mudar
del concierto. Mezcla de Liszt y Rachmaninov, la Pavana repetía incansable dos o
tres temas para perderse luego en infinitas variaciones, trozos de bravura
(bastante mal tocados, con agujeros y zurcidos por todas partes) y solemnidades
de catafalco sobre cureña, rotas por bruscas pirotecnias a las que el misterioso
Alix Alix se entregaba con deleite. Una o dos veces sospechó Oliveira que el alto
peinado a lo Salambó de Berthe Trépat se iba a deshacer de golpe, pero vaya a
saber cuántas horquillas lo mantenían armado en medio del fragor y el temblor
de la «Pavana». Vinieron los arpegios orgiásticos que anunciaban el final, se
repitieron sucesivamente los tres temas (uno de los cuales salía clavado del Don
Juan de Strauss), y Berthe Trépat descargó una lluvia de acordes cada vez más
intensos rematados por una histérica cita del primer tema y dos acordes en las
notas más graves, el último de los cuales sonó marcadamente a falso por el lado
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de la mano derecha, pero eran cosas que podían ocurrirle a cualquiera y Oliveira
aplaudió con calor, realmente divertido.
La pianista se puso de frente con uno de sus raros movimientos a resorte, y
saludó al público. Como parecía contarlo con los ojos, no podía dejar de
comprobar que apenas quedaban ocho o nueve personas. Digna, Berthe Trépat
salió por la izquierda y la acomodadora corrió la cortina y ofreció caramelos.
Por un lado era cosa de irse, pero en todo ese concierto había una atmósfera
que encantaba a Oliveira. Después de todo la pobre Trépat había estado tratando
de presentar obras en primera audición, lo que siempre era un mérito en este
mundo de gran polonesa, claro de luna y danza del fuego. Había algo de
conmovedor en esa cara de muñeca rellena de estopa, de tortuga de pana, de
inmensa bobalina metida en un mundo rancio con teteras desportilladas, viejas
que habían oído tocar a Risler, reuniones de arte y poesía en salas con
empapelados vetustos, de presupuestos de cuarenta mil francos mensuales y
furtivas súplicas a los amigos para llegar a fin de mes, de culto al arte ver-da-dero
estilo Academia Raymond Duzcan, y no costaba mucho imaginarse la facha de
Alix Alix y de Rose Bob, los sórdidos cálculos antes de alquilar la sala para el
concierto, el programa mimeografiado por algún alumno de buena voluntad, las
listas infructuosas de invitaciones, la desolación entre bambalinas al ver la sala
vacía y tener que salir lo mismo, medalla de oro y tener que salir lo mismo. Era
casi un capítulo para Céline, y Oliveira se sabía incapaz de imaginar más allá de
la atmósfera general, de la derrotada e inútil sobrevivencia de esas actividades
artísticas para grupos igualmente derrotados e inútiles. «Naturalmente me tenía
que tocar a mí meterme en este abanico apolillado», rabió Oliveira. «Un viejo
debajo de un auto, y ahora Trépat. Y no hablemos del tiempo de ratas que hace
afuera, y de mí mismo. Sobre todo no hablemos de mí mismo.»
En la sala quedaban cuatro personas, y le pareció que lo mejor era ir a sentarse
en primera fila para acompañar un poco más a la ejecutante. Le hizo gracia esa
especie de solidaridad, pero lo mismo se instaló delante y esperó fumando.
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Inexplicablemente una señora decidió irse en el mismo momento en que
reaparecía Berthe Trépat, que la miró fijamente antes de quebrarse con esfuerzo
para saludar a la platea casi desierta. Oliveira pensó que la señora que acababa
de irse merecía una enorme patada en el culo. De golpe comprobaba que todas
sus reacciones derivaban de una cierta simpatía por Berthe Trépat, a pesar de la
Pavana y de Rose Bob. «Hacía tiempo que no me pasaba esto», pensó. «A ver si
con los años me empiezo a ablandar». Tantos ríos metafísicos y de golpe se
sorprendía con ganas de ir al hospital a visitar al viejo, o aplaudiendo a esa loca
encorsetada. Extraño. Debía ser el frío, el agua en los zapatos.
La «Síntesis Délibes-Saint-Saëns» llevaba ya tres minutos o algo así cuando la
pareja que constituía el principal refuerzo del público restante se levantó y se fue
ostensiblemente. Otra vez creyó atisbar Oliveira la mirada de soslayo de Berthe
Trépat, pero ahora era como si de golpe empezaran a agarrotársele las manos,
tocaba doblándose sobre el piano y con enorme esfuerzo, aprovechando
cualquier pausa para mirar de reojo la platea donde Oliveira y un señor de aire
plácido escuchaban con todas las muestras de una recogida atención. El
sincretismo fatídico no había tardado en revelar su secreto, aun para un lego
como Oliveira; a cuatro compases de Le Rouet d’Omphale seguían otros cuatro de
Les Fillex de Cadix, luego la mano izquierda profería Mon coeur s’ovre à ta voix, la
derecha intercalaba espasmódicamente el tema de las campanas de Lakmé, las
dos juntas pasaban sucesivamente por la Danse Macabre y Coppélia, hasta que
otros temas que el programa atribuía al Hymne à Victor Hugo, Jean de Nivelle y Sur
les bords du Nil alternaban vistosamente con los más conocidos, y como fatídico
era imposible imaginar nada más logrado, por eso cuando el señor de aire
plácido empezó a reírse bajito y se tapó educadamente la boca con un guante,
Oliveira tuvo que admitir que el tipo tenía derecho, no le podía exigir que se
callara, y Berthe Trépat debía sospechar lo mismo porque cada vez erraba más
notas y parecía que se le paralizaban las manos, seguía adelante sacudiendo los
antebrazos y sacando los codos con un aire de gallina que se acomoda en el nido,
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Mon coeur s’ovre à ta voix, de nuevo Où va la jeune hindoue?, dos acordes sincréticos,
un arpegio rabón Les filles de Cadix, tra-la-la-la, como un hipo, varias notas juntas
a lo (sorprendentemente) Pierre Boulez, y el señor de aire plácido soltó una
especie de berrido y se marchó corriendo con los guantes pegados a la boca, justo
cuando Berthe Trépat bajaba las manos, mirando fijamente el teclado, y pasaba
un largo segundo, un segundo sin término, algo desesperadamente vacío entre
Oliveira y Berthe Trépat solos en la sala.
—Bravo —dijo Oliveira, comprendiendo que el aplauso hubiera sido
incongruente—. Bravo, madame.
Sin levantarse, Berthe Trépat giró un poco en el taburete y puso el codo en un
la natural. Se miraron. Oliveira se levantó y se acercó al borde del escenario.
—Muy interesante —dijo—. Créame, señora, he escuchado su concierto con
verdadero interés.
Qué hijo de puta.
Berthe Trépat miraba la sala vacía. Le temblaba un poco un párpado. Parecía
preguntarse algo, esperar algo. Oliveira sintió que debía seguir hablando.
—Un artista como usted conocerá de sobra la incomprensión y el snobismo
del público. En el fondo yo sé que usted toca para usted misma.
—Para mí misma —repitió Berthe Trépat con una voz de guacamayo
asombrosamente parecida a la del caballero que la había presentado.
—¿Para quién, si no? —dijo Oliveira, trepándose al escenario con la misma
soltura que si hubiera estado soñando—. Un artista sólo cuenta con las estrellas,
como dijo Nietzsche.
—¿Quién es usted, señor? —se sobresaltó Berthe Tréppat.
—Oh, alguien que se interesa por las manifestaciones... —Se podía seguir
enhebrando palabras, lo de siempre. Si algo contaba era estar ahí, acompañando
un poco. Sin saber bien por qué.
Berthe Trépat escuchaba, todavía un poco ausente. Se enderezó con dificultad
y miró la sala, las bambalinas.
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—Sí —dijo—. Ya es tarde, tengo que volver a casa. —lo dijo por ella misma,
como si fuera un castigo o algo así.
—¿Puedo tener el placer de acompañarla un momento? —dijo Oliveira,
inclinándose—. Quiero decir, si no hay alguien esperándola en el camarín o a la
salida.
—No habrá nadie. Valentín se fue después de la presentación. ¿Qué le pareció
la presentación?
—Interesante —dijo Oliveira cada vez más seguro de que soñaba y que le
gustaba seguir soñando.
—Valentin puede hacer cosas mejores —dijo Berthe Trépat—. Y me parece
repugnante de su parte... si, repugnante... marcharse así como si yo fuera un
trapo.
—Habló de usted y de su obra con gran admiración.
—Por quinientos francos ése es capaz de hablar con admiración de un
pescado muerto. ¡Quinientos francos! —repitió Berthe Trépat, perdiéndose en
sus reflexiones.
«Estoy haciendo el idiota», se dijo Oliveira. Si saludaba y se volvía a la platea,
tal vez la artista ya no se acordara de su ofrecimiento. Pero la artista se había
puesto a mirarlo y Oliveira vio que estaba llorando.
—Valentin es un canalla. Todos... había más de doscientas personas, usted las
vio, más de doscientas. Para un concierto de primeras audiciones es
extraordinario, ¡no le parece? Y todos pagaron la entrada, no vaya a creer que
habíamos enviado billetes gratuitos. Más de doscientos, y ahora solamente queda
usted, Valentin se ha ido, yo...
—Hay ausencias que representan un verdadero triunfo —articuló
increíblemente Oliveira.
—¿Pero por qué se fueron? ¿Usted los vio irse? Más de doscientos, le digo, y
personas notables, estoy segura de haber visto a madame de Roche, al doctor
Lacour, a Montellier, el profesor del último gran premio de violín... Yo creo que
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la Pavana no les gustó demasiado y que se fueron por eso, ¿no le parece? Porque
se fueron antes de mi Síntesis, eso es seguro, lo vi yo misma.
—Por supuesto —dijo Oliveira—. Hay que decir que la Pavana...
—No es en absoluto una pavana —dijo Berthe Trépat—. Es una perfecta
mierda. La culpa la tiene Valentin, ya me habían prevenido que Valentín se
acostaba con Alix Alix. ¿Por qué tengo yo que pagar por un pederasta, joven? Yo,
medalla de oro, ya le mostraré mis críticas, unos triunfos, en Grenoble, en el
Puy...
Las lágrimas le corrían hasta el cuello, se perdían entre las ajadas puntillas y la
piel cenicienta. Tomó del brazo a Oliveira, lo sacudió. De un momento a otro iba
a tener una crisis histérica.
—¿Por qué no va a buscar su abrigo y salimos? —dijo presurosamente
Oliveira—. El aire de la calle le va a hacer bien, podríamos beber alguna cosa,
para mí será un verdadero...
—Beber alguna cosa —repitió Berthe Trépat—. Medalla de oro.
—Lo que usted desee— dijo incongruentemente Oliveira. Hizo un
movimiento para soltarse, pero la artista le apretó el brazo y se la acercó aún
más. Oliveira olió el sudor del concierto mezclado con algo entre natfalina y
benjuí (también pis y lociones baratas). Primero Rocamadour y ahora Berthe
Trépat, era para no creerlo. «Medalla de oro», repetía la artista, llorando y
tragando. De golpe un gran sollozo la sacudió como si descargara un acorde en
el aire. «Y todo es lo de siempre...», alcanzó a entender Oliveira, que luchaba en
vano para evadir las sensaciones personales, para refugiarse en algún río
metafísico, naturalmente. Sin resistir, Berthe Trépat se dejó llevar hacia las
bambalinas donde la acomodadora los miraba linterna en mano y sombrero con
plumas.
—¿Se siente mal la señora?
—Es la emoción —dijo Oliveira—. Ya se le está pasando. ¿Dónde está su
abrigo?
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Entre vagos tableros, mesas derrengadas, un arpa y una percha, había una
silla de donde colgaba un impermeable verde. Oliveira ayudó a Berthe Trépat,
que había agachado la cabeza pero ya no lloraba. Por una puertecita y un
corredor tenebroso salieron a la noche del boulevard. Lloviznaba.
—No será fácil conseguir un taxi —dijo Oliveira que apenas tenía trescientos
francos—. ¿Vive lejos?
—No, cerca del Panthéon, en realidad prefiero caminar.
—Sí, será mejor.
Berthe Trépat avanzaba lentamente, moviendo la cabeza a un lado y otro. Con
la caperuza del impermeable tenía un aire guerrero y Ubu Roi. Oliveira se
enfundó en la canadiense y se subió bien el cuello. El aire era fino, empezaba a
tener hambre.
—Usted es tan amable —dijo la artista—. No debería molestarse. ¿Qué le
pareció mi Síntesis?
—Señora, yo soy un mero aficionado. A mí la música, por así decir...
—No le gustó —dijo Berthe Trépat.
—Una primera audición...
—Hemos trabajado meses con Valentin. Noches y días, buscando la
conciliación de los genios.
—En fin, usted reconocerá que Délibes...
—Un genio —repitió Berthe Trépat—. Erik Satie lo afirmó un día en mi
presencia. Y por más que el doctor Lacour diga que Satie me estaba... cómo decir.
Usted sabrá sin duda cómo era el viejo... Pero yo sé leer en los hombres, joven, y
sé muy bien que Satie estaba convencido, sí, convencido. ¿De qué país viene
usted, joven?
—De la Argentina, señora, y no soy nada joven dicho sea de paso.
—Ah, la Argentina. Las pampas... ¿Y allá cree usted que se interesarían por mi
obra?
—Estoy seguro, señora.
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—Tal vez usted podría gestionarme una entrevista con el embajador. Si
Thibaud iba a la Argentina y a Montevideo, ¿por qué no yo, que toco mi propia
música? Usted se habrá fijado e eso, que es fundamental: mi propia música.
Primeras audiciones casi siempre.
—¿Compone mucho? —preguntó Oliveira, que se sentía como un vómito.
—Estoy en mi opus ochenta y tres... no, veamos... Ahora que me acuerdo
hubiera debido hablar con madame Nolet antes de salir... Hay una cuestión de
dinero que arreglar, naturalmente. Doscientas personas, es decir... —Se perdió en
un murmullo, y Oliveira se preguntó si no sería más piadoso decirle
redondamente la verdad, pero ella la sabía, por supuesto que la sabía.
—Es un escándalo — dijo Berthe Trépat—. Hace dos años que toqué en la
misma sala, Poulenc prometió asistir... ¿Se da cuenta? Poulenc, nada menos. Yo
estaba inspiradísima esa tarde, una lástima que un compromiso de última hora le
impidió... pero ya se sabe con los músicos de moda... Y esa vez la Nolet me cobró
la mitad menos —agregó rabiosamente—. Exactamentte la mitad. Claro que lo
mismo, calculando doscientas personas...
—Señora —dijo Oliveira, tomándola suavemente del codo para hacerla entrar
por la rue de Seine—, la sala estaba casi a oscuras y quizá usted se equivoca
calculando la asistencia.
—Oh, no —dijo Berthe Trépat—. Estoy segura de que no me equivoco, pero
usted me ha hecho perder la cuenta. Permítame, hay que calcular... —Volvió a
perderse en un aplicado murmullo, movía continuamente los labios y los dedos,
por completo ausente del itinerario que le hacía seguir Oliveira, y quizá hasta de
su presencia. Todo lo que decía en alta voz hubiera podido decírselo a sí misma,
parís estaba lleno de gentes que hablaban solas por la calle, el mismo Oliveira no
era una excepción, en realidad lo único excepcional era que estuviese haciendo el
cretino al lado de la vieja, acompañando a su casa a esa muñeca desteñida, a ese
pobre globo inflado donde la estupidez y la locura bailaban la verdadera pavana
de la noche. «Es repugnante, habría que tirarla contra un escalón y meterle el pie
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en la cara, aplastarla como a una vinchuca, reventarla como un piano que se cae
del décimo piso. La verdadera caridad sería sacarla del medio, impedirle que
siga sufriendo como un perro metida en sus ilusiones que ni siquiera cree, que
fabrica para no sentir el agua en los zapatos, la casa vacía o con ese viejo
inmundo del pelo blanco. Le tengo asco, yo me rajo en la esquina que viene, total
ni se va a dar cuenta. Qué día, mi madre, qué día»
Si se cortaba rápido por la rue Lobineau, que le echaran un galgo, total la vieja
lo mismo encontraría el camino hasta su casa. Oliveira miró hacia atrás, esperó el
momento sacudiendo vagamente el brazo como si le molestara un peso, algo
colgado subrepticiamente de su codo. Pero era la mano de Berthe Trépat, el peso
se afirmó resueltamente, Berthe Trépat se apoyaba con todo su peso en el brazo
de Oliveira que miraba hacia la rue Lobineau y al mismo tiempo ayudaba a la
artista a cruzar la calle, seguía con ella por la rue de Tournon.
—Seguramente habrá encendido el fuego —dijo Berthe Trépat—. No es que
haga tanto frío, en realidad, pero el fuego es el amigo de los artistas, ¿no le
parece? Usted subirá a tomar una copita con Valentin y conmigo.
—Oh, no, señora —dijo Oliveira—. De ninguna manera, para mí ya es
suficiente honor acompañarla hasta su casa. Y además...
—No sea tan modesto, joven. Porque usted es joven, ¿no es cierto? Se nota que
usted es joven, en su brazo, por ejemplo... —Los dedos se hincaban un poco en la
tela de la canadiense—. Yo parezco mayor de lo que soy, usted sabe, la vida del
artista...
—De ninguna manera —dijo Oliveira—. En cuanto a mí ya pasé bastante de
los cuarenta, de modo que usted me halaga.
Las frases le salían así, no había nada que hacer, era absolutamente el colmo.
Colgada de su brazo Berthe Trépat hablaba de otros tiempos, de cuando en
cuando se interrumpía en mitad de una frase y parecía reanudar mentalmente un
cálculo. Por momentos se metía un dedo en la nariz, furtivamente y mirando de
reojo a Oliveira; para meterse el dedo en la nariz se quitaba rápidamente el
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guante, fingiendo que le picaba la palma de la mano, se la rascaba con la otra
mano (después de desprenderla con delicadeza del brazo de Oliveira) y la
levantaba con un movimiento sumamente pianístico para escarbarse por una
fracción de segundo un agujero de la nariz. Oliveira se hacía el que miraba para
otro lado, y cuando giraba la cabeza Berthe Trépat estaba otra vez colgada de su
brazo y con el guante puesto. Así iban bajo la lluvia hablando de diversas cosas.
Al flanquear el Luxemburgo discurrían sobre la vida en París cada día más
difícil, la competencia despiadada de jóvenes tan insolentes como faltos de
experiencia, el público incurablemente snob, el precio del biftec a precios
razonables. Dos o tres veces Berthe Trépat había preguntado amablemente a
Oliveira por su profesión, sus esperanzas y sobre todo sus fracasos, pero antes de
que pudiera contestarle todo giraba bruscamente hacia la inexplicable
desaparición de Valentin, la equivocación que había sido tocar la Pavana de Alix
Alix nada más que por debilidad hacia Valentin, pero era la última vez que le
sucedería. «Un pederasta», murmuraba Berthe Trépat, y Oliveira sentía que su
mano se crispaba en la tela de la canadiense. «Por esa porquería de individuo,
yo, nada menos, teniendo que tocar una mierda sin pies ni cabeza mientras
quince obras mías esperan todavía su estreno...» Después se detenía bajo la
lluvia, muy tranquila dentro de su impermeable (pero a Oliveira le empezaba a
entrar el agua por el cuello de la canadiense, el cuello de piel de conejo o de rata
olía horriblemente a jaula de jardín zoológico, con cada lluvia era lo mismo, nada
que hacerle), y se quedaba mirándolo como esperando una respuesta. Oliveira le
sonreía amablemente, tirando un poco para arrastrarla hacia la rue de Médicis.
—Usted es demasiado modesto, demasiado reservado —decía Berthe
Trépat—. Hábleme de usted, vamos a ver. usted debe ser poeta, ¿verdad? Ah,
también Valentin cuando éramos jóvenes... La «Oda Crepuscular«, un éxito en el
Mercure de France... Una tarjeta de Thibaudet, me acuerdo como si hubiera
llegado esta mañana. Valentin lloraba en la cama, para llorar siempre se ponía
boca abajo en la cama, era conmovedor.
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Oliveira trataba de imaginarse a Valentin llorando boca abajo en la cama, pero
lo único que conseguía era ver a un Valentin pequeñito y rojo como un cangrejo,
en realidad veía a Rocamadour llorando boca abajo en la cama y a la Maga
tratando de ponerle un supositorio y Rocamadour resistiéndose y arqueándose,
hurtando el culito a las manos torpes de la Maga. Al vejo del accidente también
le habrían puesto algún supositorio en el hospital, era increíble la forma en que
estaban de moda, habría que analizar filosóficamente esa sorprendente
reinvindicación del ano, su exaltación a segunda boca, a algo que ya no se limita
a excretar sino que absorbe y deglute los perfumados aerodinámicos pequeños
obuses rosa verde y blanco. Pero Berthe Trépat no lo dejaba concentrarse, otra
vez quería saber de la vida de Oliveira y le apretaba el brazo con una mano y a
veces con las dos, volviéndose un poco hacia él con un gesto de muchacha que
aún en plena noche lo estremecía. Bueno, él era un argentino que llevaba un
tiempo en parís, tratando de... Vamos a ver, ¿qué era lo que trataba de? Resultaba
espinoso explicarlo así de buenas a primeras. Lo que él buscaba era...
—La belleza, la exaltación, la rama de oro —dijo Berthe Trépat—. No me diga
nada, lo adivino perfectamente. Yo también vine a parís desde Pau, hace ya
algunos años, buscando la rama de oro. Pero he sido débil, joven, he sido... ¿Pero
cómo se llama usted?
—Oliveira —dijo Oliveira.
—Oliveira... Des olives, el Mediterráneo... Yo también soy del Sur, somos
pánicos, joven, somos pánicos los dos. No como Valentin que es de Lille. Los del
Norte, fríos como peces, absolutamente mercuriales. ¿Usted cree en la Gran
Obra? Fulcanelli, usted me entiende... No diga nada, me doy cuenta de que es un
iniciado. Quizá no alcanzó todavía las realizaciones que verdaderamente
cuentan, mientras que yo.. Mire la Síntesis, por ejemplo. Lo que dijo Valentin es
cierto, la radiestesia me mostraba las almas gemelas, y creo que eso se
transparenta en la obra. ¿O no?
—Oh sí.
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—Usted tiene mucho karma, se advierte enseguida... —la mano apretaba con
fuerza, la artista ascendía a la meditación y para eso necesitaba apretarse contra
Oliveira que apenas se resistía, tratando solamente de hacerla cruzar la plaza y
entrar por la rue Soufflot. «Si me llegan a ver Etienne o Wong se va a armar una
del demonio», pensaba Oliveira. Por qué tenía que importarle ya lo que pensaran
Etienne o Wong, como si después de los ríos metafísicos mezclados con
algodones sucios el futuro tuviese alguna importancia. «Ya es como si no
estuviera en París y sin embargo estúpidamente atento a lo que me pasa, me
molesta que esta pobre vieja empiece a tirarse el lance de la tristeza, el manotón
de ahogado después de la pavana y el cero absoluto del concierto. Soy peor que
un trapo de cocina, peor que los algodones sucios, yo en realidad no tengo nada
que ver conmigo mismo.» Porque eso le quedaba, a esa hora y bajo la lluvia y
pegado a Berthe Trépat, le quedaba sentir, como una última luz que se va
apagando en una enorme casa donde todas las luces se extinguen una por una, le
quedaba la noción de que él no era eso, de que en alguna parte estaba como
esperándose, de que ese que andaba por el barrio latino arrastrando a una vieja
histérica y quizá ninfomaníaca era apenas un doppelgänger mientras el otro, el
otro... «¿Te quedaste allá en tu barrio de Almagro? ¿O te ahogaste en el viaje, en
las camas de las putas, en las grandes experiencias, en el famoso desorden
necesario? Todo me suena a consuelo, es cómodo creerse recuperable aunque
apenas se lo crea ya, el tipo al que cuelgan debe seguir creyendo que algo pasará
a último minuto, un terremoto, la soga que se rompe por dos veces u hay que
perdonarlo, el telefonazo del gobernador, el motín que lo va a liberar. Ahora que
a esta vieja ya le va faltando muy poco para empezar a tocarme la bragueta.»
Pero Berthe Trépat se perdía en convulsiones y didascalias, entusiasmada se
había puesto a contar su encuentro con Germaine Tailleferre en la Care de Lyon
y cómo Tailleferre había dicho que el Preludio para rombos naranja era sumamente
interesante y que le hablaría a Marguerite Long para que lo incluyera en un
concierto.
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—Hubiera sido un éxito, señor Oliveira, una consagración. Pero los
empresarios, usted lo sabe, la tiranía más desvergonzada, hasta los mejores
intérpretes son víctimas... Valentin piensa que uno de los pianistas jóvenes, que
no tienen escrúpulos, podría quizá... Pero están tan echados a perder como los
viejos, son todos la misma pandilla.
—Tal vez usted misma, en otro concierto...
—No quiero tocar más —dijo Berthe Trépat, escondiendo la cara aunque
Oliveira se cuidaba de mirarla—. Es una vergüenza que yo tenga que aparecer
todavía en un escenario para estrenar mi música, cuando en realidad debería ser
la musa, comprende usted, la inspiradora de los ejecutantes, todos deberían venir
a pedirme que les permitiera tocar mis cosas, a suplicarme, sí, a suplicarme. Y yo
consentiría, porque creo que mi obra es una chispa que debe incendiar la
sensibilidad de los públicos, aquí en Estados Unidos, en Hungría... Sí, yo
consentiría, pero antes tendrían que venir a pedirme el honor de interpretar mi
música.
Apretó con vehemencia el brazo de Oliveira que sin saber por qué había
decidido tomar por la rue Saint-Jacques y caminaba arrastrando gentilmente a la
artista. Un viento helado los topaba de frente metiéndoles el agua por los ojos y
la boca, pero Berthe Trépat parecía ajena a todo meteoro, colgada del brazo de
Oliveira se había puesto a farfullar algo que terminaba cada tantas palabras con
un hipo o una breve carcajada de despecho o de burla. No, no vivía en la rue
Saint-Jacques. No, pero tampoco importaba nada dónde vivía. Le daba lo mismo
seguir caminando así toda la noche, más de doscientas personas para el estreno
de la Synthèse.
—Valentin se va a inquietar si usted no vuelve —dijo Oliveira manoteando
mentalmente algo que decir, un timón para encaminar esa bola encorsetada que
se movía como un erizo bajo la lluvia y el viento. De un largo discurso
entrecortado parecía desprenderse que Berthe Trépat vivía en la rue de
l’Estrapade. Medio perdido, Oliveira se sacó el agua de los ojos con la mano
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libre, se orientó como un héroe de Conrad en la proa del barco. De golpe tenía
tantas ganas de reírse (y le hacía mal en el estómago vacío, se le acalambraban
los músculos, era extraordinario y penoso y cuando se lo contara a Wong apenas
le iba a creer). No de Berthe Trépat, que proseguía un recuento de honores en
Montpellier y en Pau, de cuando en cuando con mención de la medalla de oro.
Ni de haber hecho la estupidez de ofrecerle su compañía. No se daba bien cuenta
de dónde le venían las ganas de reírse, era por algo anterior, más atrás, no por el
concierto mismo aunque hubiera sido la cosa más risible del mundo. Alegría,
algo como una forma física de la alegría. Aunque le costara creerlo, alegría. Se
hubiera reído de contento, de puro y encantador e inexplicable contento. »Me
estoy volviendo loco», pensó. «Y con esta chiflada del brazo, debe ser
contagioso.» No había la menor razón para sentirse alegre, el agua le estaba
entrando por la suela de los zapatos y el cuello, Berthe Trépat se le colgaba cada
vez más del brazo y de golpe se estremecía como arrasada por un gran sollozo,
cada vez que nombraba a Valentin se estremecía y sollozaba, era una especie de
reflejo condicionado que d ninguna manera podía provocarle alegría a nadie, ni a
un loco. Y Oliveira hubiera querido reírse a carcajadas, sostenía con el mayor
cuidado a Berthe Trépat y la iba llevando despacio hacia la rue de l’Estrapade,
hacia el número cuatro, y no había razones para pensarlo y mucho menos para
entenderlo pero todo estaba bien así, llevar a Berthe Trépat al cuatro de la rue de
l’Estrapade evitando en lo posible que se metiera en los charcos de agua o que
pasara exactamente debajo de las cataratas que vomitaban las cornisas en la
esquina de la rue Clotilde. La remota mención de un trago en casa (con Valentin)
no le parecía nada mala Oliveira, habría que subir cinco o seis pisos remolcando
a la artista, entrar en una habitación donde probablemente Valentin no habría
encendido la estufa (pero sí, habría una salamandra maravillosa, una botella de
coñac, se podrían sacar los zapatos y poner los pies cerca del fuego, hablar de
arte, de la medalla de oro). Y a lo mejor alguna otra noche él podría volver a casa
de Berthe Trépat y de Berthe Trépat trayendo una botella de vino, y hacerles
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compañía, darles ánimo. Era un poco como ir a visitar al viejo en el hospital, ir a
cualquier sitio donde hasta ese momento no se le hubiera ocurrido ir, al hospital
o a la rue de l’Estrapade. Antes de la alegría, de eso que le acalambraba
horrorosamente el estómago, una mano prendida por dentro de la piel como una
tortura deliciosa (tendría que preguntarle a Wong, una mano prendida por
dentro de la piel).
—¿El cuatro, verdad?
—Sí, esa casa con el balcón —dijo Berthe Trépat—. Una mansión del siglo
dieciocho. Valentín dice que Ninon de Lenclos vivió en el cuarto piso. Miente
tanto. Ninon de Lenclos. Oh, sí, Valentín miente todo el tiempo. Casi no llueve,
¿verdad?
—Llueve un poco menos —concedió Oliveira—. Crucemos ahora, si quiere.
—Los vecinos —dijo Berthe Trépat, mirando hacia el café de la esquina—.
Naturalmente la vieja del ocho... No puede imaginarse lo que bebe. ¿La ve ahí, en
la mesa del costado? Nos está mirando, ya verá mañana la calumnia...
—Por favor, señora —dijo Oliveira— Cuidado con ese charco.
—Oh, yo la conozco, y al patrón también. Es por Valentin que me odian.
Valentin, hay que decirlo, les ha hecho algunas... No puede aguantar a la vieja
del ocho, y una noche que volvía bastante borracho le untó la puerta con caca de
gato, de arriba abajo, hizo dibujos... No me olvidaré nunca, un escándalo...
Valentin metido en la bañera, sacándose la caca porque él también se había
untado por puro entusiasmo artístico, y yo teniendo que aguantarme a la policía,
a la vieja, todo el barrio... No sabe las que he pasado, y yo, con mi prestigio...
Valentin es terrible, como un niño.
Oliveira volvía a ver al señor de cabellos blancos, la papada, la cadena de oro.
Era como un camino que se abriera de golpe en mitad de la pared: bastaba
adelantar un poco un hombro y entrar, abrirse paso por la piedra, atravesar la
espesura, salir a otra cosa. La mano le apretaba el estómago hasta la náusea. Era
inconcebiblemente feliz.
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—Si antes de subir yo me tomara una fine à l’eau —dijo Berthe Trépat,
deteniéndose en la puerta y mirándolo—. Este agradable paseo me ha dado un
poco de frío, y además la lluvia...
—Con mucho gusto —dijo Oliveira, decepcionado—. Pero quizá sería mejor
que subiera y se quitara enseguida los zapatos, tiene los tobillos empapados.
—Bueno, en el café hay bastante calefacción —dijo Berthe Trépat,
deteniéndose en la puerta y mirándolo—. Yo no sé si Valentin habrá vuelto, es
capaz de andar por ahí buscando a sus amigos. En estas noches se enamora
terriblemente de cualquiera, es como un perrito, créame.
—Probablemente habrá llegado y la estufa estará encendida —fabricó
habilidosamente Oliveira—. Un buen ponche, unas medias de lana... Usted tiene
que cuidarse, señora.
—Oh, yo soy como un árbol. Eso sí, no he traído dinero para pagar en el café.
Mañana tendré que volver a la sala de conciertos para que me entreguen mi
cachet... de noche no es seguro andar con tanto dinero en los bolsillos, este barrio,
desgraciadamente...
—Tendré el mayor gusto en ofrecerle lo que quiera beber —dijo Oliveira.
Había conseguido meter a Berthe Trépat bajo el vano de la puerta, y del corredor
de la casa salía un aire tibio y húmedo con olor a moho y quizá a salsa de
hongos. El contento se iba poco a poco como si siguiera andando solo por la calle
en vez de quedarse con él bajo el portal. Pero había que luchar contra eso, la
alegría había durado apenas unos momentos pero había sido tan nueva, tan otra
cosa, y ese momento en que a la mención de Valentin metido en la bañera y
untado de caca de gato había respondido una sensación como de poder dar un
paso adelante, un paso de verdad, algo sin pies y sin piernas, un paso en mitad
de una pared de piedra, y poder meterse ahí y avanzar y salvarse de lo otro, de la
lluvia en la cara y el agua en los zapatos. Imposible comprender todo eso, como
siempre que hubiera sido tan necesario comprenderlo. Una alegría, una mano
debajo de la piel apretándole el estómago, una esperanza —si una palabra sí
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podía pensarse, si para él era posible que algo inasible y confuso se agolpara bajo
una noción de esperanza, era demasiado idiota, era increíblemente hermoso y ya
se iba, se alejaba bajo la lluvia porque Berthe Trépat no lo invitaba a subir a su
casa, lo devolvía al café de la esquina, reintegrándolo al orden del Día, a todo lo
que había sucedido a lo largo del día, Crevel, los muelles del Sena, las ganas de
irse a cualquier lado, el viejo en la camilla, el programa mimeografiado, Rose
Bob, el agua en los zapatos. Con un gesto tan lento que era como quitarse una
montaña de los hombros, Oliveira señaló hacia los dos cafés que rompían la
oscuridad de la esquina. Pero Berthe Trépat no parecía tener una preferencia
especial, de golpe se olvidaba de sus intenciones, murmuraba alguna cosa sin
soltar el brazo de Oliveira, miraba furtivamente hacia el corredor en sombras.
—Ha vuelto —dijo bruscamente, clavando en Oliveira unos ojos que brillaban
de lágrimas—. Está ahí arriba, lo siento. Y está con alguno, es seguro, cada vez
que me ha presentado en los conciertos ha corrido a acostarse con alguno de sus
amiguitos.
Jadeaba, hundiendo los dedos en el brazo de Oliveira y dándose vuelta a cada
instante para mirar en la oscuridad. Desde arriba les llegó un maullido sofocado,
una carrera afelpada rebotando en el caracol de la escalera. Oliveira no sabía qué
decir y esperó, sacando un cigarrillo y encendiéndolo trabajosamente.
—No tengo la llave —dijo Berthe Trépat en voz tan baja que casi no la oyó—.
Nunca me deja la llave cuando va a acostarse con alguno.
—Pero usted tiene que descansar, señora.
—A él qué le importa si yo descanso o reviento. Habrán encendido el fuego,
gastando el poco carbón que me regaló el doctor Lemoine. Y estarán desnudos,
desnudos. Sí, en mi cama, desnudos, asquerosos. Y mañana yo tendré que
arreglar todo, y Valentin habrá vomitado en la colcha, siempre... mañana, como
pasa siempre. Yo. Mañana.
—¿No vive por aquí algún amigo, alguien donde pasar la noche? —dijo
Oliveira.
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—No —dijo Berthe Trépat, mirándolo de reojo—. Créame, joven, la mayoría
de mis amigos viven en Neuilly. Aquí solamente están esas viejas inmundas, los
argelinos del ocho, la peor ralea.
—Si le parece yo podría subir y pedirle a Valentin que le abra —dijo
Oliveira—. Tal vez si usted esperara en el café todo se podría arreglar.
—Qué se va arreglar —dijo Berthe Trépat arrastrando la voz como si hubiera
bebido—. No le va a abrir, lo conozco muy bien. Se quedarán callados, a oscuras.
¿Para qué quieren luz, ahora? La encenderán más tarde, cuando Valentin esté
seguro de que me he ido a un hotel o a un café a pasar la noche.
—Si les golpeo la puerta se asustarán. No creo que a Valentin le guste que se
arme un escándalo.
—No le importa nada, cuando anda así no le importa absolutamente nada.
Sería capaz de ponerse mi ropa y meterse en la comisaría de la esquina cantando
la Marsellesa. Una vez casi lo hizo, Robert el del almacén lo agarró a tiempo y lo
trajo a casa. Robert era un buen hombre, él también había tenido sus caprichos y
comprendía.
—Déjeme subir —insistió Oliveira—. Usted se va al café de la esquina y me
espera. Yo arreglaré las cosas, usted no se puede quedar así toda la noche.
La luz del corredor se encendió cuando Berthe Trépat iniciaba una respuesta
vehemente. Dio un salto y salió a la calle, alejándose ostensiblemente de Oliveira
que se quedó sin saber qué hacer. Una pareja bajaba a la carrera, pasó a su lado
sin mirarlo, tomó hacia la rue Thouin. Con una ojeada nerviosa hacia atrás,
Berthe Trépat volvió a guarecerse en la puerta. Llovía a baldes.
Sin la menor gana, pero diciéndose que era lo único que podía hacer, Oliveira
se internó en busca de la escalera. No había dado tres pasos cuando Berthe
Trépat lo agarró del brazo y lo tironeó en dirección de la puerta. Mascullaba
negativas, órdenes, súplicas, todo se mezclaba en una especie de cacareo
alternado que confundía las palabras y las interjecciones. Oliveira se dejó llevar,
abandonándose a cualquier cosa. La luz se había apagado pero volvió a
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encenderse unos segundos después, y se oyeron voces de despedida a la altura
del segundo o tercer piso. Berthe Trépat soltó a Oliveira y se apoyó en la puerta,
fingiendo abotonarse el impermeable como si se dispusiera a salir. No se movió
hasta que los dos hombres que bajaban pasaron a su lado, mirando sin
curiosidad a Oliveira y murmurando el pardon de todo cruce en los corredores.
Oliveira pensó por un segundo en subir sin más vueltas la escalera, pero no sabía
en qué piso vivía la artista. Fumó rabiosamente, envuelto de nuevo en la
oscuridad, esperando que pasara cualquier cosa o que no pasara nada. A pesar
de la lluvia los sollozos de Berthe Trépat le llegaban cada vez más claramente. Se
le acercó, le puso la mano en el hombro.
—Por favor, madame Trépat, no se aflija así. Dígame qué podemos hacer,
tiene que haber una solución.
—Déjeme, déjeme —murmuró la artista.
—Usted está agotada, tiene que dormir. En todo caso vayamos a un hotel, yo
tampoco tengo dinero pero me arreglaré con el patrón, le pagaré mañana.
Conozco un hotel en la rue Valette, no es lejos de aquí.
—Un hotel —dijo Berthe Trépat, dándose vuelta y mirándolo.
—Es malo, pero se trata de pasar la noche.
—Y usted pretende llevarme a un hotel.
—Señora, yo la acompañaré hasta el hotel y hablaré con el dueño para que le
den una habitación.
—Un hotel, usted pretende llevarme a un hotel.
—No pretendo nada —dijo Oliveira perdiendo la paciencia—. No puedo
ofrecerle mi casa por la sencilla razón de que no la tengo. Usted no me deja subir
para que Valentin abra la puerta. ¿Prefiere que me vaya? En ese caso, buenas
noches.
Pero quién sabe si todo eso lo decía o solamente lo pensaba. Nunca había
estado más lejos de esas palabras que en otro momento hubieran sido las
primeras en saltarle a la boca. No era así como tenía que obrar. No sabía cómo
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arreglarse, pero así no era. Y Berthe Trépat lo miraba, pegada a la puerta. No, no
había dicho nada, se había quedado inmóvil junto a ella, y aunque era increíble
todavía deseaba ayudar, hacer alguna cosa por Berthe Trépat que lo miraba
duramente y levantaba poco a poco la mano, y de golpe la descarga sobre la cara
de Oliveira que retrocedió confundido, evitando la mayor parte del bofetón pero
sintiendo el latigazo de unos dedos muy finos, el roce instantáneo de las uñas.
—Un hotel —repitió Berthe Trépat—. ¿Pero ustedes escuchan esto, lo que
acaba de proponerme?
Miraba hacia el corredor a oscuras, revolviendo los ojos, la boca
violentamente pintada removiéndose como algo independiente, dotado de vida
propia, y en su desconcierto Oliveira creyó ver de nuevo las manos de la Maga
tratando de ponerle el supositorio a Rocamadour, y Rocamadour que se retorcía
y apretaba las nalgas entre berridos horribles, y Berthe Trépat removía la boca de
un lado a otro, los ojos clavados en un auditorio invisible en la sombra del
corredor, el absurdo peinado agitándose con los estremecimientos cada vez más
intensos de la cabeza.
—Por favor —murmuró Oliveira, pasándose una mano por el arañazo que
sangraba un poco—. Cómo puede creer eso.
Pero sí podía creerlo, porque (y esto lo dijo a gritos, y la luz del corredor
volvió a encenderse) sabía muy bien qué clase de depravados la seguían por las
calles como a todas las señoras decentes, pero ella no iba a permitir (y la puerta
del departamento de la portera empezó a abrirse y Oliveira vio asomar una cara
como d una gigantesca rata, unos ojillos que miraban ávidos) que un monstruo,
que un sátiro baboso la atacara en la puerta de su casa, para eso estaba la policía
y la justicia —y alguien bajaba a toda carrera, un muchacho de pelo ensortijado y
aire gitano se acodaba en el pasamanos de la escalera para mirar y oír a gusto—,
y si los vecinos no la protegían ella era muy capaz de hacerse respetar, porque no
era la primera vez que un vicioso, que un inmundo exhibicionista...
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En la esquina de la rue Tournefort, Oliveira se dio cuenta de que llevaba
todavía el cigarrillo entre los dedos, apagado por la lluvia y medio deshecho.
Apoyándose contra un farol, levantó la cara y dejó que la lluvia lo empapara del
todo. Así nadie podría darse cuenta, con la cara cubierta de agua nadie podría
darse cuenta. Después se puso a caminar despacio, agachado, con el cuello de la
canadiense abotonado contra el mentón; como siempre, la piel del cuello olía
horrendamente a podrido, a curtiembre. No pensaba en nada, se sentía caminar
como si hubiera estado mirando un gran perro negro bajo la lluvia, algo de patas
pesadas, de lanas colgantes y apelmazadas moviéndose bajo la lluvia. De cuando
en cuando levantaba la mano y se la pasaba por la cara, pero al final dejó que le
lloviera, a veces sacaba el labio y bebía algo salado que le corría por la piel.
Cuando, mucho más tarde y cerca del jardín des Plantes, volvió a la memoria del
día, a un recuento aplicado y minucioso de todos los minutos de ese día, se dijo
que al fin y al cabo no había sido tan idiota sentirse contento mientras
acompañaba a la vieja a su casa. Pero como de costumbre había pagado por ese
contento insensato. Ahora empezaría a reprochárselo, a desmontarlo poco a poco
hasta que no quedara más que lo de siempre, un agujero donde soplaba el
tiempo, un continuo impreciso sin bordes definidos. «No hagamos literatura»,
pensó buscando un cigarrillo después de secarse un poco las manos con el calor
de los bolsillos del pantalón. «No saquemos a relucir las perras palabras, las
proxenetas relucientes. Pasó así y se acabó. Berthe Trépat... Es demasiado idiota,
pero hubiera sido tan bueno subir a beber una copa con ella y con Valentin,
sacarse los zapatos al lado del fuego. En realidad por lo único que yo estaba
contento era por eso, por la idea de sacarme los zapatos y que se me secaran las
medias. Te falló, pibe, qué le vas a hacer. Dejemos las cosas así, hay que irse a
dormir. No había ninguna otra razón, no podía haber otra razón. Si me dejo
llevar soy capaz de volverme a la pieza y pasarme la noche haciendo de
enfermero del chico.» De donde estaba a la rue du Sommerard había para veinte
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minutos bajo el agua, lo mejor era meterse en el primer hotel y dormir.
Empezaron a fallarle los fósforos uno tras otro. Era para reírse.
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—Yo no me sé expresar —dijo la Maga secando la cucharita con un trapo nada
limpio—. A lo mejor otras podrían explicarlo mejor pero yo siempre he sido
igual, es mucho más fácil hablar de las cosas tristes que de las alegres.
—Una ley —dijo Gregorovius—. Perfecto enunciado, verdad profunda.
Llevado al plano de la astucia literaria se resuelve en aquello que de los buenos
sentimientos nace la mala literatura, y otras cosas por el estilo. La felicidad no se
explica, Lucía, probablemente porque es el momento más logrado del velo de
Maya.
La Maga lo miró, perpleja. Gregorovius suspiró.
—El velo de Maya —repitió—. Pero no mezclemos las cosas. Usted ha visto
muy bien que la desgracia es, digamos, más tangible, quizá porque de ella nace
el desdoblamiento en objeto y sujeto. Por eso se fija tanto en el recuerdo, por eso
se pueden contar tan bien las catástrofes.
—Lo que pasa —dijo la Maga, revolviendo la leche sobre el calentador— es
que la felicidad es solamente de uno y en cambio la desgracia parecería de todos.
—Justísimo corolario —dijo Gregorovius—. Por lo demás le hago notar que yo
no soy preguntón. La otra noche, en la reunión del Club... Bueno, Ronald tiene
un vodka demasiado destrabalenguas. No me crea una especie de diablo cojuelo,
solamente quisiera entender mejor a mis amigos. Usted y Horacio... En fin, tienen
algo de inexplicable, una especie de misterio central. Ronald y Babs dicen que
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ustedes son la pareja perfecta, que se complementan. Yo no veo que se
complementen tanto.
—¿Y qué importa?
—No es que importe, pero usted me estaba diciendo que Horacio se ha ido.
—No tiene nada que ver —dijo la Maga—. No sé hablar de la felicidad pero
eso no quiere decir que no la haya tenido. Si quiere le puedo seguir contando por
qué se ha ido Horacio, por qué me podría haber ido yo si no fuera por
Rocamadour. —Señaló vagamente las valijas, la enorme confusión de papeles y
recipientes y discos que llenaba la pieza.— Todo esto hay que guardarlo, hay que
buscar dónde irse... No quiero quedarme aquí, es demasiado triste.
—Etienne puede conseguirle una pieza con buena luz. Cuando Rocamadour
vuelva al campo. Una cosa de siete mil francos por mes. Si no tiene
inconveniente, en ese caso yo me quedaría con esta pieza. Me gusta, tiene fluido.
Aquí se puede pensar, se está bien.
—No crea —dijo la Maga—. A eso de las siete la muchacha de abajo empieza
a cantar Les Amants du Havre. Es una linda canción, pero a la larga...
Puisque la terre est ronde,
Mon amour t’en fais pas,
Mon amour t’en fais pas.
—Bonito —dijo Gregorovius indiferente.
—Sí, tiene una gran filosofía, como hubiera dicho Ledesma. No, usted no lo
conoció. Era antes de Horacio, en el Uruguay.
—¿El negro?
—No, el negro se llamaba Ireneo.
—¿Entonces la historia del negro era verdad?
La Maga lo miró asombrada. Verdaderamente Gregorovius era un estúpido.
Salvo Horacio (y a veces...) todos los que la habían deseado se portaban siempre
como unos cretinos. Revolviendo la leche fue hasta la cama y trató de hacer
tomar unas cucharadas a Rocamadour. Rocamadour chilló y se negó, la leche le
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caía por el pescuezo. «Topitopitopi», decía la Maga con voz de hipnotizadora de
reparto de premios. «Topitopitopi», procurando acertar una cucharada en la boca
de Rocamadour que estaba rojo y no quería beber, pero de golpe aflojaba vaya a
saber por qué, resbalaba un poco hacia el fondo de la cama y se ponía a tragar
una cucharada tras otra, con enorme satisfacción de Gregorovius que llenaba la
pipa y se sentía un poco padre.
—Chin chin —dijo la Maga, dejando la cacerola al lado de la cama y
arropando a Rocamadour que se aletargaba rápidamente—. Qué fiebre tiene
todavía, por lo menos treinta y nueve cinco.
—¿No le pone el termómetro?
—Es muy difícil ponérselo, después llora veinte minutos, Horacio no lo puede
aguantar. Me doy cuenta por el calor de la frente. Debe tener más de treinta y
nueve, no entiendo cómo no le baja.
—Demasiado empirismo, me temo —dijo Gregorovius—. ¿Y esa leche no le
hace mal con tanta fiebre?
—No es tanta para un chico —dijo la Maga encendiendo un Gauloise—. Lo
mejor sería apagar la luz para que se duerma en seguida. Ahí, al lado de la
puerta.
De la estufa salía un resplandor que se fue afirmando cuando se sentaron
frente a frente y fumaron un rato sin hablar. Gregorovius veía subir y bajar el
cigarrillo de la Maga, por un segundo su rostro curiosamente plácido se encendía
como una brasa, los ojos le brillaban mirándolo, todo se volvía a una penumbra
en la que los gemidos y cloqueos de Rocamadour iban disminuyendo hasta cesar
seguidos por un leve hipo que se repetía cada tanto. Un reloj dio las once.
—No volverá —dijo la Maga—. En fin, tendrá que venir para buscar sus cosas,
pero es lo mismo. Se acabó, kaputt.
—Me pregunto —dijo Gregorovius, cauteloso—. Horacio es tan sensible, se
mueve con tanta dificultad en París. El cree que hace lo que quiere, que es muy
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libre aquí, pero se anda golpeando contra las paredes. No hay más que verlo por
la calle, una vez lo seguí un rato desde lejos.
—Espía —dijo casi amablemente la Maga. —Digamos observador.
—En realidad usted me seguía a mí, aunque yo no estuviera con él.
—Puede ser, en ese momento no se me ocurrió pensarlo. Me interesan mucho
las conductas de mis conocidos, es siempre más apasionante que los problemas
de ajedrez. He descubierto que Wong se masturba y que Babs practica una
especie de caridad jansenista, de cara vuelta a la pared mientras la mano suelta
un pedazo de pan con algo adentro. Hubo una época en que me dedicaba a
estudiar a mi madre. Era en Herzegovina, hace mucho. Adgalle me fascinaba,
insistía en llevar una peluca rubia cuando yo sabía muy bien que tenía el pelo
negro. Nadie lo sabía en el castillo, nos habíamos instalado allí después de la
muerte del Conde Rossler. Cuando la interrogaba (yo tenía diez años apenas, era
una época tan feliz) mi madre reía y me hacía jurar que jamás revelaría la
verdad. Me impacientaba esa verdad que había que ocultar y que era más simple
y hermosa que la peluca rubia. La peluca era una obra de arte, mi madre podía
peinarse con toda naturalidad en presencia de la mucama sin que sospechara
nada. Pero cuando se quedaba sola yo hubiera querido, no sabía bien por qué,
estar escondido bajo un sofá o detrás de los cortinados violeta. Me decidí a hacer
un agujero en la pared de la biblioteca, que daba al tocador de mi madre, trabajé
de noche cuando me creían dormido. Así pude ver cómo Adgalle se quitaba la
peluca rubia, se soltaba los cabellos negros que le daban un aire tan distinto, tan
hermoso, y después se quitaba la otra peluca y aparecía la perfecta bola de billar,
algo tan asqueroso que esa noche vomité gran parte del gulash en la almohada.
—Su infancia se parece un poco al prisionero de Zenda dijo reflexivamente la
Maga.
—Era un mundo de pelucas —dijo Gregorovius—. Me pregunto qué hubiera
hecho Horacio en mi lugar. En realidad íbamos a hablar de Horacio, usted quería
decirme algo.
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—Es raro ese hipo —dijo la Maga mirando la cama de Rocamadour—.
Primera vez que lo tiene.
—Será la digestión.
—¿Por qué insisten en que lo lleve al hospital? Otra vez esta tarde, el médico
con esa cara de hormiga. No lo quiero llevar, a él no le gusta. Yo le hago todo lo
que hay que hacerle. Babs vino esta mañana y dijo que no era tan grave. Horacio
tampoco creía que fuera tan grave.
—¿Horacio no va a volver?
—No. Horacio se va a ir por ahí, buscando cosas.
—No llore, Lucía.
—Me estoy sonando. Ya se le ha pasado el hipo.
—Cuénteme, Lucía, si le hace bien.
—No me acuerdo de nada, no vale la pena. Sí, me acuerdo. ¿Para qué? Qué
nombre tan extraño, Adgalle.
—Sí, quién sabe si era el verdadero. Me han dicho...
—Como la peluca rubia y la peluca negra —dijo la Maga.
—Como todo —dijo Gregorovius—. Es cierto, se le ha pasado el hipo. Ahora
va a dormir hasta mañana. ¿Cuándo se conocieron, usted y Horacio?
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Hubiera sido preferible que Gregorovius se callara o que solamente hablara
de Adgalle, dejándola fumar tranquila en la oscuridad, lejos de las formas del
cuarto, de los discos y los libros que había que empaquetar para que Horacio se
los llevara cuando consiguiera una pieza. Pero era inútil, se callaría un momento
esperando que ella dijese algo, y acabaría por preguntar, todos tenían siempre
algo que preguntarle, era como si les molestara que ella prefiriese cantar Mon
p’tit voyou o hacer dibujitos con fósforos usados o acariciar los gatos mas roñosos
de la rue du Sommerard, o darle la mamadera a Rocamadour.
—Alors, mon p’tit voyou —canturreó la Maga—, la vie, qu’est-ce qu’on s’en fout...
—Yo también adoraba las peceras —dijo rememorativamente Gregorovius—.
Les perdí todo afecto cuando me inicié en las labores propias de mi sexo. En
Dubrovnik, un prostíbulo al que me llevó un marino danés que en ese entonces
era el amante de mi madre la de Odessa. A los pies de la cama había un acuario
maravilloso, y la cama también tenía algo de acuario con su colcha celeste un
poco irisada, que la gorda pelirroja apartó cuidadosamente antes de atraparme
como a un conejo por las orejas. No se puede imaginar el miedo, Lucía, el terror
de todo aquello. Estábamos tendidos de espaldas, uno al lado del otro, y ella me
acariciaba maquinalmente, yo tenía frío y ella me hablaba de cualquier cosa, de
la pelea que acababa de ocurrir en el bar, de las tormentas de marzo... Los peces
pasaban y pasaban, había uno, negro, un pez enorme, mucho más grande que los
otros. Pasaba y pasaba como su mano por mis piernas, subiendo, bajando...
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Entonces hacer el amor era eso, un pez negro pasando y pasando
obstinadamente. Una imagen como cualquier otra, bastante cierta por lo demás.
La repetición al infinito de un ansia de fuga, de atravesar el cristal y entrar en
otra cosa.
—Quién sabe —dijo la Maga—. A mí me parece que los peces ya no quieren
salir de la pecera, casi nunca tocan el vidrio con la nariz.
Gregorovius pensó que en alguna parte Chestov había hablado de peceras con
un tabique móvil que en un momento dado podía sacarse sin que el pez
habituado al compartimiento se decidiera jamás a pasar al otro lado. Llegar hasta
un punto del agua, girar, volverse, sin saber que ya no hay obstáculo, que
bastaría seguir avanzando...
—Pero el amor también podría ser eso —dijo Gregorovius—. Qué maravilla
estar admirando a los peces en su pecera y de golpe verlos pasar al aire libre, irse
como palomas. Una esperanza idiota, claro. Todos retrocedemos por miedo de
frotarnos la nariz contra algo desagradable. De la nariz como límite del mundo,
tema de disertación. ¿Usted sabe cómo se le enseña a un gato a no ensuciar en las
habitaciones? Técnica del frotado oportuno. ¿Usted sabe cómo se le enseña a un
cerdo a que no se coma la trufa? Un palo en la nariz, es horrible. Yo creo que
Pascal era más experto en narices de lo que hace suponer su famosa reflexión
egipcia.
—¿Pascal? —dijo la Maga—. ¿Qué reflexión egipcia?
Gregorovius suspiró. Todos suspiraban cuando ella hacía alguna pregunta.
Horacio y sobre todo Etienne, porque Etienne no solamente suspiraba sino que
resoplaba, bufaba y la trataba de estúpida. «Es tan violeta ser ignorante», pensó
la Maga, resentida. Cada vez que alguien se escandalizaba de sus preguntas, una
sensación violeta, una masa violeta envolviéndola por un momento. Había que
respirar profundamente y el violeta se deshacía, se iba por ahí como los peces, se
dividía en multitud de rombos violeta, los barriletes en los baldíos de Pocitos, el
verano en las playas, manchas violeta contra el sol y el sol se llamaba Ra y
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también era egipcio como Pascal. Ya casi no le importaba el suspiro de
Gregorovius, después de Horacio poco podían importarle los suspiros de nadie
cuando hacía una pregunta, pero de todos modos siempre quedaba la mancha
violeta por un momento, ganas de llorar, algo que duraba el tiempo de sacudir el
cigarrillo con ese gesto que estropea irresistiblemente las alfombras, suponiendo
que las haya.
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—En el fondo —dijo Gregorovius—, París es una enorme metáfora.
Golpeó la pipa, aplastó un poco el tabaco. La Maga había encendido otro
Gauloise y canturreaba. Estaba tan cansada que ni siquiera le dio rabia no
entender la frase. Como no se precipitaba a preguntar según su costumbre,
Gregorovius decidió explicarse. La Maga escuchaba desde lejos, ayudada por la
oscuridad de la pieza y el cigarrillo. Oía cosas sueltas, la mención repetida de
Horacio, del desconcierto de Horacio, de las andanzas sin rumbo de casi todos
los del Club, de las razones para creer que todo eso podía alcanzar algún sentido.
Por momentos alguna frase de Gregorovius se dibujaba en la sombra, verde o
blanca, a veces era un Atlan, otras un Estève, después un sonido cualquiera
giraba y se aglutinaba, crecía como un Manessier, como un Wifredo Lam, como
un Piaubert, como un Etienne, como un Max Ernst. Era divertido, Gregorovius
decía: «...y están todos mirando los rumbos babilónicos, por expresarme así, y
entonces...», la Maga veía nacer de las palabras un resplandeciente Deyrolles, un
Bissière, pero ya Gregorovius hablaba de la inutilidad de una ontología empírica
y de golpe era un Friedländer, un delicado Villon que reticulaba la penumbra y
la hacía vibrar, ontología empírica, azules como de humo, rosas, empírica, un
amarillo pálido, un hueco donde temblaban chispas blanquecinas.
—Rocamadour se ha dormido —dijo la Maga, sacudiendo el cigarrillo—. Yo
también tendría que dormir un rato.
—Horacio no volverá esta noche, supongo.
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—Qué sé yo. Horacio es como un gato, a lo mejor está sentado en el suelo al
lado de la puerta, y a lo mejor se ha tomado el tren para Marsella.
—Yo puedo quedarme —dijo Gregorovius—. Usted duerma, yo cuidaré a
Rocamadour.
—Pero es que no tengo sueño. Todo el tiempo veo cosas en el aire mientras
usted habla. Usted dijo «París es una enorme metáfora», y entonces fue como
uno de esos signos de Sugai, con mucho rojo y negro.
—Yo pensaba en Horacio —dijo Gregorovius—. Es curioso cómo ha ido
cambiando Horacio en estos meses que lo conozco. Usted no se ha dado cuenta,
me imagino, demasiado cerca y responsable de ese cambio.
—¿Por qué una enorme metáfora?
—El anda por aquí como otros se hacen iniciar en cualquier fuga, el voodoo o
la marihuana, Pierre Boulez o las máquinas de pintar de Tinguely. Adivina que
en alguna parte de París, en algún día o alguna muerte o algún encuentro hay
una llave, la busca como un loco. Fíjese que digo como un loco. Es decir que en
realidad no tiene conciencia de que busca la llave, ni de que la llave existe.
Sospecha sus figuras, sus disfraces; por eso hablo de metáfora.
—¿Por qué dice que Horacio ha cambiado?
—Pregunta pertinente, Lucía. Cuando conocí a Horacio lo clasifiqué de
intelectual aficionado, es decir intelectual sin rigor. Ustedes son un poco así, por
allá, ¿no? En Matto Grosso, esos sitios.
—Matto Grosso está en el Brasil.
—En el Paraná, entonces. Muy inteligentes y despiertos, informadísimos de
todo. Mucho más que nosotros. Literatura italiana, por ejemplo, o inglesa. Y todo
el siglo de oro español, y naturalmente las letras francesas en la punta de la
lengua. Horacio era bastante así, se le notaba demasiado. Me parece admirable
que en tan poco tiempo haya cambiado de esa manera. Ahora está hecho un
verdadero bruto, no hay más que mirarlo. Bueno, todavía no se ha vuelto bruto,
pero hace lo que puede.
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—No diga pavadas —rezongó la Maga.
—Entiéndame, quiero decir que busca la luz negra, la llave, y empieza a darse
cuenta de que cosas así no están en la biblioteca. En realidad usted le ha
enseñado eso, y si él se va es porque no se lo va a perdonar jamás.
—Horacio no se va por eso.
—También ahí hay una figura. El no sabe por qué se va y usted, que es eso
por lo cual él se va, no puede saberlo, a menos que se decida a creerme.
—No lo creo —dijo la Maga, resbalando del sillón y acostándose en el suelo—.
Y además no entiendo nada. Y no nombre a Pola. No quiero hablar de Pola.
—Siga mirando lo que se dibuja en la oscuridad —dijo amablemente
Gregorovius—. Podemos hablar de otras cosas, por supuesto. ¿Usted sabía que
los indios chirkin, a fuerza de exigir tijeras a los misioneros, poseen tales
colecciones que con relación a su número son el grupo humano que más abunda
en ellas? Lo leí en un artículo de Alfred Métraux. El mundo está lleno de cosas
extraordinarias.
—¿Pero por qué París es una enorme metáfora?
—Cuando yo era chico —dijo Gregorovius— las niñeras hacían el amor con
los ulanos que operaban en la zona de Bozsok. Como yo las molestaba para esos
menesteres, me dejaban jugar en un enorme salón lleno de tapices y alfombras
que hubieran hecho las delicias de Malte Laurids Brigge. Una de las alfombras
representaba el plano de la ciudad de Ofir, según ha llegado al occidente por vías
de la fábula. De rodillas yo empujaba una pelota amarilla con la nariz o con las
manos, siguiendo el curso del río Shan-Ten, atravesaba las murallas guardadas
por guerreros negros armados de lanzas, y después de muchísimos peligros y de
darme con la cabeza en las patas de la mesa de caoba que ocupaba el centro de la
alfombra, llegaba a los aposentos de la reina de Saba y me quedaba dormido
como una oruga sobre la representación de un triclinio. Sí, París es una metáfora.
Ahora que lo pienso también usted está tirada sobre una alfombra. ¿Qué