LIBERDADE con AMOR e FORTALEZA CONSTANTE
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Hacía mucho que Gregorovius había renunciado a la ilusión de entender, pero
de todos modos le gustaba que los malentendidos guardaran un cierto orden,
una razón. Por más que se barajaran las cartas del tarot, tenderlas era siempre
una operación consecutiva, que se llevaba a cabo en el rectángulo de una mesa o
sobre el acolchado de una cama. Conseguir que el tomador de brebajes
pampeanos accediera a revelar el orden de su deambular. En el peor de los casos
que lo inventara en el momento; después le sería difícil escapar de su propia tela
de araña. Entre mate y mate Oliveira condescendía a recordar algún momento
del pasado o contestar preguntas. A su vez preguntaba, irónicamente interesado
en los detalles del entierro, la conducta de la gente. Pocas veces se refería
directamente a la Maga, pero se veía que sospechaba alguna mentira.
Montevideo, Lucca, un rincón de París. Gregorovius se dijo que Oliveira hubiera
salido corriendo si hubiera tenido una idea del paradero de Lucía. Parecía
especializarse en causas perdidas. Perderlas primero y después largarse atrás
como un loco.
—Adgalle va a saborear su estadía en París —dijo Oliveira cambiando la
yerba—. Si busca un acceso a los infiernos no tenés más que mostrarle algunas de
estas cosas. En un plano modesto, claro, pero también el infierno se ha abaratado.
Las nekías de ahora: un viaje en el metro a las seis y media o ir a la policía para
que te renueven la carte de séjour.
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—A vos te hubiera gustado encontrar la gran entrada, ¿eh? Diálogo con Ayax,
con Jacques Clément, con Keitel, con Troppmann.
—Sí, pero hasta ahora el agujero más grande es el del lavabo. Y ni siquiera
Traveler entiende, mirá si será poca cosa. Traveler es un amigo que no conocés.
—Vos —dijo Gregorovius, mirando el suelo— escondés el juego.
—¿Por ejemplo?
—No sé, es un pálpito. Desde que te conozco no hacés más que buscar, pero
uno tiene la sensación de que ya llevás en el bolsillo lo que andás buscando.
—Los místicos han hablado de eso, aunque sin mencionar los bolsillos.
—Y entre tanto le estropeás la vida a una cantidad de gente.
—Consienten, viejo, consienten. No hacía falta más que un empujoncito, paso
yo y listo. Ninguna mala intención. —¿Pero qué buscás con eso, Horacio?
—Derecho de ciudad.
—¿Aquí?
—Es una metáfora. Y como París es otra metáfora (te lo he oído decir alguna
vez) me parece natural haber venido para eso.
—¿Pero Lucía? ¿Y Pola?
—Cantidades heterogéneas —dijo Oliveira—. Vos te creés que por ser mujeres
las podés sumar en la misma columna. Ellas, ¿no buscan también su contento? Y
vos, tan puritano de golpe, ¿no te has colado aquí gracias a una meningitis o lo
que le hayan encontrado al chico? Menos mal que ni vos ni yo somos cursis,
porque de aquí salía uno muerto y el otro con las esposas puestas. Propiamente
para Cholokov, creeme. Pero ni siquiera nos detestamos, se está tan abrigado en
esta pieza.
—Vos —dijo Gregorovius, mirando otra vez el suelo escondés el juego.
—Elucidá, hermano, me harás un favor.
—Vos —insistió Gregorovius— tenés una idea imperial en el fondo de la
cabeza. ¿Tu derecho de ciudad? Un dominio de ciudad. Tu resentimiento: una
ambición mal curada. Viniste aquí para encontrar tu estatua esperándote al
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borde de la Place Dauphine. Lo que no entiendo es tu técnica. La ambición, ¿por
qué no? Sos bastante extraordinario en algunos aspectos. Pero hasta ahora todo
lo que te he visto hacer ha sido lo contrario de lo que hubieran hecho otros
ambiciosos. Etienne, por ejemplo, y no hablemos de Perico.
—Ah —dijo Oliveira—. Los ojos a vos te sirven para algo, parece.
—Exactamente lo contrario —repitió Ossip—, pero sin renunciar a la
ambición. Y eso no me lo explico.
—Oh, las explicaciones, vos sabés... Todo es muy confuso, hermano. Ponele
que eso que llamás ambición no pueda fructificar más que en la renuncia. ¿Te
gusta la fórmula?
No es eso, pero lo que yo quisiera decir es justamente indecible. Hay que dar
vueltas alrededor como un perro buscándose la cola. Con eso y con lo que te dije
del derecho de ciudad tendría que bastarte, montenegrino del carajo.
—Entiendo oscuramente. Entonces vos... No será una vía como el vedanta o
algo así, espero.
—No, no.
—¿Un renunciamiento laico, vamos a decirle así?
—Tampoco. No renuncio a nada, simplemente hago todo lo que puedo para
que las cosas me renuncien a mí. ¿No sabías que para abrir un agujerito hay que
ir sacando la tierra y tirándola lejos?
—Pero el derecho de ciudad, entonces...
—Exactamente, ahí estás poniendo el dedo. Acordate del dictum: Nous ne
sommes pas au monde. Y ahora sacale punta, despacito.
—¿Una ambición de tabla rasa y vuelta a empezar, entonces?
—Un poquitito, una nadita de eso, un chorrito apenas, una insignificancia, oh
transilvanio adusto, ladrón de mujeres en apuros, hijo de tres necrománticas.
—Vos y los otros... —murmuró Gregorovius, buscando la pipa—. Qué merza,
madre mía. Ladrones de eternidad, embudos del éter, mastines de Dios,
nefelibatas. Menos mal que uno es culto y puede enumerarlos. Puercos astrales.
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—Me honrás con esas calificaciones —dijo Oliveira—. Es la prueba de que vas
entendiendo bastante bien.
—Bah, yo prefiero respirar el oxígeno y el hidrógeno en las dosis que manda
el Señor. Mis alquimias son mucho menos sutiles que las de ustedes; a mí lo
único que me interesa es la piedra filosofal. Una bicoca al lado de tus embudos y
tus lavabos y tus sustracciones ontológicas.
—Hacía tanto que no teníamos una buena charla metafísica, ¿eh? Ya no se
estila entre amigos, pasa por snob. Ronald, por ejemplo, les tiene horror. Y
Etienne no sale del espectro solar. Se está bien aquí con vos.
—En realidad podríamos haber sido amigos —dijo Gregorovius— si hubiera
algo de humano en vos. Me sospecho que Lucía te lo debe haber dicho más de
una vez.
—Cada cinco minutos exactamente. Hay que ver el jugo que le puede sacar la
gente a la palabra humano. Pero la Maga, ¿por qué no se quedó con vos que
resplandecés de humanidad?
—Porque no me quiere. Hay de todo en la humanidad.
—Y ahora se va a volver a Montevideo, y va a recaer en esa vida de...
—A lo mejor se fue a Lucca. En cualquier lado va a estar mejor que con vos.
Lo mismo que Pola, o yo, o el resto. Perdoná la franqueza.
—Pero si está tan bien, Ossip Ossipovich. ¿Para qué nos vamos a engañar? No
se puede vivir cerca de un titiritero de sombras, de un domador de polillas. No
se puede aceptar a un tipo que se pasa el día dibujando con los anillos
tornasolados que hace el petróleo en el agua del Sena. Yo, con mis candados y
mis llaves de aire, yo, que escribo con humo. Te ahorro la réplica porque la veo
venir: No hay sustancias más letales que esas que se cuelan por cualquier parte,
que se respiran sin saberlo, en las palabras o en el amor o en la amistad. Ya va
siendo tiempo de que me dejen solo, solito y solo. Admitirás que no me ando
colgando de los levitones. Rajá, hijo de Bosnia. La próxima vez que me encontrés
en la calle no me conozcas.
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—Estás loco, Horacio. Estás estúpidamente loco, porque se te da la gana.
Oliveira sacó del bolsillo un pedazo de diario que estaba ahí vaya a saber
desde cuándo: una lista de las farmacias de turno. Que atenderán al público
desde las 8 del lunes hasta la misma hora del martes.
—Primera sección —leyó—. Reconquista 446 (31-5488), Córdoba 366 (32-8845),
Esmeralda 599 (31-1700), Sarmiento 581 (32-2021).
—¿Qué es eso?
—Instancias de realidad. Te explico: Reconquista, una cosa que le hicimos a
los ingleses. Córdoba, la docta. Esmeralda, gitana ahorcada por el amor de un
arcediano. Sarmiento, se tiró un pedo y se lo llevó el viento. Segundo cuplé:
Reconquista, calle de turras y restaurantes libaneses. Córdoba, alfajores
estupendos. Esmeralda, un río colombiano. Sarmiento, nunca faltó a la escuela.
Tercer cuplé: Reconquista, una farmacia. Esmeralda, otra farmacia. Sarmiento,
otra farmacia. Cuarto cuplé...
—Y cuando insisto en que estás loco, es porque no le veo la salida a tu famoso
renunciamiento.
—Florida 620 (31-2200).
—No fuiste al entierro porque aunque renuncies a muchas cosas, ya no los
capaz de mirar en la cara a tus amigos.
—Hip6lito Yrigoyen 749 (34-0936).
—Y Lucía está mejor en el fondo del río que en tu cama.
—Bolívar 800. El teléfono está medio borrado. Si a los del barrio se les enferma
el nene, no van a poder conseguir la terramicina.
—En el fondo del río, sí.
—Corrientes 1117 (35-1468).
—O en Lucca, o en Montevideo.
—O en Rivadavia 1301 (38-7841).
—Guardá esa lista para Pola —dijo Gregorovius, levantándose—. Yo me voy,
vos hacé lo que quieras. No estás en tu casa, pero como nada tiene realidad, y
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hay que partir ex nihil, etcétera... Disponé a tu gusto de todas estas ilusiones.
Bajo a comprar una botella de aguardiente.
Oliveira lo alcanzó al lado de la puerta y le puso la mano abierta sobre el
hombro.
—Lavalle 2099 —dijo, mirándolo en la cara y sonriendo—. Cangallo 1501.
Pueyrredón 53.
—Faltan los teléfonos —dijo Gregorovius.
—Empezás a comprender —dijo Oliveira sacando la mano—. Vos en el fondo
te das cuenta de que ya no puedo decirte nada, ni a vos ni a nadie.
A la altura del segundo piso los pasos se detuvieron. «Va a volver», pensó
Oliveira. «Tiene miedo de que le queme la cama o le corte las sábanas. Pobre
Ossip.» Pero después de un momento los zapatos siguieron escalera abajo.
Sentado en la cama, miró los papeles del cajón de la mesa de luz. Una novela
de Pérez Galdós, una factura de la farmacia. Era la noche de las farmacias. Unos
papeles borroneados con lápiz La Maga se había llevado todo, quedaba un olor
de antes, el empapelado de las paredes, la cama con el acolchado a rayas. Una
novela de Galdós, qué idea. Cuando no era Vicki Baum era Roger Martin du
Gard, y de ahí el salto inexplicable a Tristan L’Hermite, horas enteras repitiendo
por cualquier motivo «les rêves de 1’eau qui songe», o una plaqueta con
pantungs, o los relatos de Schwitters, una especie de rescate, de penitencia en lo
más exquisito y sigiloso, hasta de golpe recaer en John Dos Passos y pasarse
cinco días tragando enormes raciones de letra impresa.
Los papeles borroneados eran una especie de carta.
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Bebé Rocamadour, bebé, mon bebé. Rocamadour :
Rocamadour, ya sé que es como un espejo. Estás durmiendo o mirándote los
pies. Yo aquí sostengo un espejo y creo que sos vos. Pero no lo creo, te escribo
porque no sabes leer. Si supieras no te escribiría o te escribiría cosas importantes.
Alguna vez tendré que escribirte que te portes bien o que te abrigues. Parece
increíble que alguna vez, Rocamadour. Ahora solamente te escribo en el espejo,
de vez en cuando tengo que secarme el dedo porque se moja de lágrimas. ¿ Por
qué, Rocamadour? No estoy triste, tu mamá es una pavota, se me fue al fuego el
borsch que había hecho para Horacio; vos sabés quién es Horacio, Rocamadour,
el señor que el domingo te llevó el conejito de terciopelo y que se aburría mucho
porque vos y yo nos estábamos diciendo tantas cosas y él quería volver a París;
entonces te pusiste a llorar y él te mostró como el conejito movía las orejas; en ese
momento estaba hermoso, quiero decir Horacio, algún día comprenderás,
Rocamadour.
Rocamadour, es idiota llorar así porque el borsch se ha ido al fuego. La pieza
está llena de remolacha, Rocamadour, te divertirías si vieras los pedazos de
remolacha y la crema, todo tirado por el suelo. Menos mal que cuando venga
Horacio ya habré limpiado, pero primero tenía que escribirte, llorar así es tonto,
las cacerolas se ponen blandas, se ven como halos en los vidrios de la ventana, y
ya no se oye cantar a la chica del piso de arriba que canta todo el día Les amants
du Havre. Cuando estemos juntos te lo contaré, verás. Puisque la terre est ronde,
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mon amour t’en fais pas, mon amour, t’en fais pas... Horacio la silba de noche cuando
escribe o dibuja. A ti te gustaría, Rocamadour. A vos te gustaría, Horacio se pone
furioso porque me gusta hablar de tú como Perico, pero en el Uruguay es
distinto. Perico es el señor que no te llevó nada el otro día pero que hablaba tanto
de los niños y la alimentación. Sabe muchas cosas, un día le tendrás mucho
respeto, Rocamadour, y serás un tonto si le tienes respeto. Si le tenés, si le tenés
respeto, Rocamadour.
Rocamadour, madame Irène no está contenta de que seas tan lindo, tan alegre,
tan llorón y gritón y meón. Ella dice que todo está muy bien y que eres un niño
encantador, pero mientras habla esconde las manos en los bolsillos del delantal
como hacen algunos animales malignos, Rocamadour, y eso me da miedo.
Cuando se lo dije a Horacio, se reía mucho, pero no se da cuenta de que yo lo
siento, y que aunque no haya ningún animal maligno que esconde las manos, yo
siento, no sé lo que siento, no lo puedo explicar. Rocamadour, si en tus ojitos
pudiera leer lo que te ha pasado en esos quince días, momento por momento. Me
parece que voy a buscar otra nourrice aunque Horacio se ponga furioso y diga,
pero a ti no te interesa lo que él dice de mí. Otra nourrice que hable menos, no
importa si dice que eres malo o que lloras de noche o que no quieres comer, no
importa si cuando me lo dice yo siento que no es maligna, que me está diciendo
algo que no puede dañarte. Todo es tan raro, Rocamadour, por ejemplo me gusta
decir tu nombre y escribirlo, cada vez me parece que te toco la punta de la nariz
y que te reís, en cambio madame Irène no te llama nunca por tu nombre, dice
l’enfant, fíjate, ni siquiera dice le gosse, dice l’enfant, es como si se pusiera guantes
de goma para hablar, a lo mejor los tiene puestos y por eso mete las manos en los
bolsillos y dice que sos tan bueno y tan bonito.
Hay una cosa que se llama tiempo, Rocamadour, es como un bicho que anda y
anda. No te puedo explicar porque eres tan chico, pero quiero decir que Horacio
llegará en seguida. ¿Le dejo leer mi carta para que él también te diga alguna
cosa? No, yo tampoco querría que nadie leyera una carta que es solamente para
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mí. Un gran secreto entre los dos, Rocamadour. Ya no lloro más, estoy contenta,
pero es tan difícil entender las cosas, necesito tanto tiempo para entender un
poco eso que Horacio y los otros entienden en seguida, pero ellos que todo lo
entienden tan bien no te pueden entender a ti y a mí, no entienden que yo no
puedo tenerte conmigo, darte de comer y cambiarte los pañales, hacerte dormir o
jugar, no entienden y en realidad no les importa, y a mí que tanto me importa
solamente sé que no te puedo tener conmigo, que es malo para los dos, que tengo
que estar sola con Horacio, vivir con Horacio, quién sabe hasta cuándo
ayudándolo a buscar lo que él busca y que también buscarás, Rocamadour,
porque serás un hombre y también buscarás como un gran tonto.
Es así, Rocamadour: En París somos como hongos, crecemos en los
pasamanos de las escaleras, en piezas oscuras donde huele a sebo, donde la gente
hace todo el tiempo el amor y después fríe huevos y pone discos de Vivaldi,
enciende los cigarrillos y habla como Horacio y Gregorovius y Wong y yo,
Rocamadour, y como Perico y Ronald y Babs, todos hacemos el amor y freímos
huevos y fumamos, ah, no puedes saber todo lo que fumamos, todo lo que
hacemos el amor, parados, acostados, de rodillas, con las manos, con las bocas,
llorando o cantando, y afuera hay de todo, las ventanas dan al aire y eso empieza
con un gorrión o una gotera, llueve muchísimo aquí, Rocamadour, mucho más
que en el campo, y las cosas se herrumbran, las canaletas, las patas de las
palomas, los alambres con que Horacio fabrica esculturas. Casi no tenemos ropa,
nos arreglamos con tan poco, un buen abrigo, unos zapatos en lo que no entre el
agua, somos muy sucios, todo el mundo es muy sucio y hermoso en París,
Rocamadour, las camas huelen a noche y a sueño pesado, debajo hay pelusas y
libros, Horacio se duerme y el libro va a parar abajo de la cama, hay peleas
terribles porque los libros no aparecen y Horacio cree que se los ha robado Ossip,
hasta que un día aparecen y nos reímos, y casi no hay sitio para poner nada, ni
siquiera otro par de zapatos, Rocamadour, para poner una palangana en el suelo
hay que sacar el tocadiscos, pero donde ponerlo si la mesa está llena de libros. Yo
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no te podría tener aquí, aunque seas tan pequeño no cabrías en ninguna parte, te
golpearías contra las paredes. Cuando pienso en eso me pongo a llorar, Horacio
no entiende, cree que soy mala, que hago mal en no traerte, aunque sé que no te
aguantaría mucho tiempo. Nadie se aguanta aquí mucho tiempo, ni siquiera tú y
yo, hay que vivir combatiéndose, es la ley, la única manera que vale la pena pero
duele, Rocamadour, y es sucio y amargo, a ti no te gustaría, tú que ves a veces los
corderitos en el campo, o que oyes los pájaros parados en la veleta de la casa.
Horacio me trata de sentimental, me trata de materialista, me trata de todo
porque no te traigo o porque quiero traerte, porque renuncio, porque quiero ir a
verte, porque de golpe comprendo que no puedo ir, porque soy capaz de
caminar una hora bajo el agua si en algún barrio que no conozco pasan Potemkin
y hay que verlo aunque se caiga el mundo, Rocamadour, porque el mundo ya no
importa si uno no tiene fuerzas para seguir eligiendo algo verdadero, si uno se
ordena como un cajón de la cómoda y te pone a ti de un lado, el domingo del
otro, el amor de la madre, el juguete nuevo, la gare de Montparnasse, el tren, la
visita que hay que hacer. No me da la gana de ir, Rocamadour, y tú sabes que
está bien y no estás triste. Horacio tiene razón, no me importa nada de ti a veces,
y creo que eso me lo agradecerás un día cuando comprendas, cuando veas que
valía la pena que yo fuera como soy. Pero lloro lo mismo, Rocamadour, me
equivoco, porque a lo mejor soy mala o estoy enferma o un poco idiota, no
mucho, un poco pero eso es terrible, la sola idea me da cólicos, tengo
completamente metidos para adentro los dedos de los pies, voy a reventar los
zapatos si no me los saco, y te quiero tanto, Rocamadour, bebé Rocamadour,
dientecito de ajo, te quiero tanto, nariz de azúcar, arbolito, caballito de juguete...
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«Me ha dejado solo a propósito», pensó Oliveira, abriendo y cerrando el cajón
de la mesa de luz. «Una delicadeza o una guachada, depende de cómo se lo mire.
A lo mejor está en la escalera, escuchando como un sádico de tres por cinco.
Espera la gran crisis karamazófica, el ataque celinesco. O pasa por una de sus
puntillas herzegovinas, y en la segunda copa de kirsch en lo de Bébert arma un
tarot mental y planea las ceremonias para el arribo de Adgalle. El suplicio por la
esperanza: Montevideo, el Sena o Lucca. Variantes: el Marne, Perugia. Pero
entonces vos, realmente...»
Encendiendo un Gauloise con el pucho del otro, miró otra vez el cajón, sacó la
novela, pensando vagamente en la lástima, ese tema de tesis. La lástima de sí
mismo: eso estaba mejor. «Nunca me propuse la felicidad», pensó hojeando
vagamente la novela. «No es una excusa ni una justificación. Nous ne sommes
pas au monde. Done, ergo, dunque... ¿Por qué le voy a tener lástima? ¿Porque
encuentro una carta a su hijo que en realidad es una carta para mí? Yo, autor de
las cartas completas a Rocamadour. Ninguna razón para la lástima. Allí donde
esté tiene el pelo ardiendo como una torre y me quema desde lejos, me hace
pedazos nada más que con su ausencia. Y patatí y patatá. Se va a arreglar
perfectamente sin mí y sin Rocamadour. Una mosca azul, preciosa, volando al
sol, golpeándose alguna vez contra un vidrio, zas, le sangra la nariz, una
tragedia. Dos minutos después tan contenta, comprándose una figurita en una
papelería y corriendo a meterla en un sobre y mandársela a una de sus vagas
amigas con nombres nórdicos, desparramadas en los países más increíbles.
¿Cómo le podés tener lástima a una gata, a una leona? Máquinas de vivir,
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perfectos relámpagos. Mi única culpa es no haber sido lo bastante combustible
para que a ella se le calentaran a gusto las manos y los pies. Me eligió como una
zarza ardiente, y he aquí que le resulto un jarrito de agua en el pescuezo.
Pobrecita, carajo.»
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En setiembre del 80, pocos meses después del
Y las cosas que lee, una novela, mal escrita,
fallecimiento de mi padre, resolví apartarme de los
para colmo una edición infecta, uno se pregunta
negocios, cediéndolos a otra casa extractora de Jerez
cómo puede interesarle algo así. Pensar que se ha
tan acreditada como la mía; realicé los créditos que
pasado horas enteras devorando esta sopa fría y depude,
arrendé los predios, traspasé las bodegas y sus
sabrida, tantas otras lecturas increíbles, Elle y Franexistencias,
y me fui a vivir a Madrid. Mi tío (primo
ce Soir, los tristes magazines que le prestaba Babs.
carnal de mi padre), don Rafael Bueno de Guzmán
Y me fui a vivir a Madrid, me imagino que después
y Ataide, quiso albergarme en su casa; mas yo me
de tragarse cinco o seis páginas uno acaba por enresistí
a ello por no perder mi independencia. Por
granar y ya no puede dejar de leer, un poco como
fin supe hallar un término de conciliación, combino
se puede dejar de dormir o de mear, servidumnando
mi cómoda libertad con el hospitalario deseo
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bres o látigos o babas. Por fin supe hallar un térde
mi pariente; y alquilando un cuarto próximo a
mino de conciliación, una lengua hecha de frases
su vivienda, me puse en la situación más propia para
preacuñadas para transmitir ideas archipodridas, las
estar solo cuando quisiese o gozar del calor de
monedas de mano en mano, de generación degenerafamilia
cuando lo hubiese menester. Vivía el buen la
ción, te voilà en pleine écholalie. Gozar del calor de
señor, quiero decir, vivíamos en el barrio que se ha
la familia, ésa es buena, joder si es buena. Ah Maconstruido
donde antes estuvo el Pósito. El cuarto
ga, cómo podías tragar esta sopa fría, y qué diablos
de mi tío era un principal de dieciocho mil reales,
es el Pósito, che. Cuántas horas leyendo estas cosas,
hermoso y alegre, si bien no muy holgado para tanprobablemente
convencida de que eran la vida, y teta
familia. Yo tomé el bajo, poco menos grande que
nías razón, son la vida, por eso habría que acabar
el principal, pero sobradamente espacioso para mí
con ellas. (El principal, qué es eso.) Y algunas tardes
solo, y lo decoré con lujo y puse en él todas las
cuando me había dado por recorrer vitrina por vitricomodidades
a que estaba acostumbrado. Mi fortuna
toda la sección egipcia del Louvre, y volvía deseona,
gracias a Dios, me lo permitía con exceso.
so de mate y de pan con dulce, te encontraba pega-
Mis primeras impresiones fueron de grata sorda
a la ventana, con un novelón espantoso en la
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presa en lo referente al aspecto de Madrid, donde
mano y a veces hasta llorando, sí, no lo niegues, lloyo
no había estado desde los tiempos de González
rabas porque acababan de cortarle la cabeza a al-
Brabo. Causábanme asombro la hermosura y ampliguien,
y me abrazabas con toda tu fuerza y querías
tud de las nuevas barriadas, los expeditivos medios
saber adónde había estado, pero yo no te lo decía
de comunicación, la evidente mejora en el cariz de
porque eras una carga en el Louvre, no se podía anlos
edificios, de las calles y aun de las personas; los
dar con vos al lado, tu ignorancia era de las que
bonitísimos jardines, plantados en las antes polvoroestropeaban
todo goce, pobrecita, y en realidad la
sas plazuelas, las gallardas construcciones de los riculpa
de que leyeras novelones la tenía yo por egoíscos,
las variadas y aparatosas tiendas, no inferiores
ta (polvorosas plazuelas, está bien, pienso en las plapor
lo que desde la calle se ve, a las de París o Lonzas
de los pueblos de la provincia, o las calles de
dres y, por fin, los muchos y elegantes teatros para
La Rioja, en el cuarenta y dos, las montañas violetas
todas las clases, gustos y fortunas. Esto y otras coal
oscurecer, esa felicidad de estar solo en una punsas
que observé después en sociedad, hiciéronme
ta del mundo, y elegantes teatros. ¿De qué está hacomprender
los bruscos adelantos que nuestra capiblando
el tipo? Por ahí acaba de mencionar a París
tal había realizado desde el 68, adelantos más pare
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y a Londres, habla de gustos y de fortunas, ya ves,
cidos a saltos caprichosos que al andar progresivo
Maga, ya ves, ahora estos ojos se arrastran irónicos
y firme de los que saben adónde van; mas no eran
por donde vos andabas emocionada, convencida de
por eso menos reales. En una palabra, me daba en
que te estabas cultivando una barbaridad porque
la nariz cierto tufillo de cultura europea, de bienesleías
a un novelista español con foto en la contratar
y aun de riqueza y trabajo.
tapa, pero justamente el tipo habla de tufillo de
Mi tío es un agente de negocios muy conocido en
cultura europea, vos estabas convencida de que esas
Madrid. En otros tiempos desempeñó cargos de imlecturas
te permitirían comprender el micro y el
portancia en la Administración: fue primero cónsul;
macrocosmo, casi siempre bastaba que yo llegara
después agregado de embajada; más tarde el matripara
que sacases del cajón de tu mesa —porque temonio
le obligó a fijarse en la corte; sirvió algún
nías una mesa de trabajo, eso no podía faltar nunca
tiempo en Hacienda, protegido y alentado por Braaunque
jamás me enteré de qué clase de trabajos
vo Murillo, y al fin las necesidades de su familia lo
podías hacer en esa mesa—, sí, del cajón sacabas la
estimularon a trocar la mezquina seguridad de un
plaqueta con poemas de Tristan L’Hermite, por ejemsueldo
por las aventuras y esperanzas del trabajo
plo, o una disertación de Boris Schloezer, y me
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libre. Tenía moderada ambición, rectitud, actividad
las mostrabas con el aire indeciso y a la, vez ufano
inteligencia, muchas relaciones; dedicóse a agenciar
de quien ha comprado grandes cosas y se va a poasuntos
diversos, y al poco tiempo de andar en esner
a leerlas en seguida. No había manera de hacertos
trotes se felicitaba de ello y de haber dado carte
comprender que así no llegarías nunca a nada,
petazo a los expedientes. De ellos vivía, no obstante,
que había cosas que eran demasiado tarde y otras
que eran demasiado pronto, y estabas siempre tan
despertando los que dormían en los archivos, imal
borde de la desesperación en el centro mismo de
pulsando a los que se estacionaban en las mesas,
la alegría y del desenfado, había tanta niebla en tu
enderezando como podía el camino de algunos que
corazón desconcertado. Impulsando a los que se estaiban
algo descarriados. Favorecíanle sus amistades
cionaban en las mesas, no, conmigo no podías concon
gente de este y el otro partido, y la vara alta
tar para eso, tu mesa era tu mesa y yo no te ponía
que tenía en todas las dependencias del Estado. No
ni te quitaba de ahí, te miraba simplemente leer tus
había puerta cerrada para él. Podría creerse que los
novelas y examinar las tapas y las ilustraciones de
porteros de los ministerios le debían el destino, pues
tus plaquetas, y vos esperabas que yo me sentara a
le saludaban con cierto afecto filial y le franqueatu
lado y te explicara, te alentara, hiciera lo que
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ban las entra das considerándole como de casa. Oí
toda mujer espera que un hombre haga con ella, le
contar que en ciertas épocas había ganado mucho
arrolle despacito un piolín en la cintura y zás la
dinero poniendo su mano activa en afamados expemande
zumbando y dando vueltas, le dé el impulso
dientes de minas y ferrocarriles; pero que en otras
que la arranque a su tendencia a tejer pulóvers o a
su tímida honradez, le había sido desfavorable. Cuanhablar,
hablar, interminablemente hablar de las mudo
me establecí en Madrid, su posición debía de ser,
chas materias de la nada. Mirá si soy monstruoso,
por las apariencias, holgada sin sobrantes. No carequé
tengo yo para jactarme, ni a vos te tengo ya
cía de nada, pero no tenía ahorros, lo que en verdad
porque estaba bien decidido que tenía que perderte
era poco lisonjero para un hombre que, después de
(ni siquiera perderte, antes hubiera tenido que gatrabajar
tanto, se acercaba al término de la vida y
narte), lo que en verdad era poco lisonjero para un
y apenas tenía tiempo ya de ganar el terreno perdido.
hombre que... Lisonjero, desde quién sabe cuándo
Era entonces un señor menos viejo de lo que
no oía esa palabra, cómo se nos empobrece el lenparecía,
vestido siempre como los jóvenes elegantes,
guaje a los criollos, de chico yo tenía presentes mupulcro
y distinguidísimo. Se afeitaba toda la cara,
chas más palabras que ahora, leía esas mismas nosiendo
esto como un alarde de fidelidad a la genera
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velas, me adueñaba de un inmenso vocabulario perción
anterior, de la que procedía. Su finura y joviafectamente
inútil por lo demás, pulcro y distinguidílidad,
sostenidas en el fiel de la balanza, jamás caían
simo, eso sí. Me pregunto si verdaderamente te medel
lado de la familiaridad impertinente ni del de la
tías en la trama de esta novela, o si te servía de
petulancia. En la conversación estaba su principal
trampolín para irte por ahí, a tus países misteriomérito
y también su defecto, pues sabiendo lo que
sos que yo te envidiaba vanamente mientras vos me
valía hablando, dejábase vencer del prurito de dar
envidiabas mis visitas al Louvre, que debías sospepor
menores y de diluir fatigosamente sus relatos.
char aunque no dijeras nada. Y así nos íbamos acer-
Alguna vez los tomaba desde el principio y adornácando
a esto que tenía que ocurrirnos un día cuanbalos
con tan pueriles minuciosidades, que era precido
vos comprendieras plenamente que yo no te iba
so suplicarle por Dios que fuera breve. Cuando rea
dar más que una parte de mi tiempo y de mi vida,
fería un incidente de caza (ejercicio por el cual tey
de diluir fatigosamente sus relatos, exactamente
nía gran pasión), pasaba tanto tiempo desde el exoresto,
me pongo pesado hasta cuando hago memoria.
dio hasta el momento de salir el tiro, que al oyente
Pero qué hermosa estabas en la ventana, con el gris
se le iba el santo al cielo distrayéndose del asunto,
del cielo posado en una mejilla, las manos teniendo
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y en sonando el pum, llevábase un mediano susto. No
el libro, la boca siempre un poco ávida, los ojos dusé
si apuntar como defecto físico su irritación cródosos.
Había tanto tiempo perdido en vos, eras de
nica del aparato lacrimal, que a veces, principalmente
tal manera el molde de lo que hubieras podido ser
en invierno, le ponía los ojos tan húmedos y encenbajo
otras estrellas, que tomarte en los brazos y
didos como si estuviera llorando a moco y baba. No
hacerte el amor se volvían una tarea demasiado tierhe
conocido hombre que tuviera mayor ni más rico
na, de masiado lindante con la obra pía, y ahí me
surtido de pañuelos de hilo. Por esto y su costumengañaba
yo, me dejaba caer en el imbécil orgullo
bre de ostentar a cada instante el blanco lienzo en
del intelectual que se cree equipado para entender
la mano derecha o en ambas manos, un amigo mío,
(¿llorando a moco y baba?, pero es sencillamente
andaluz, zumbón y buena persona, de quien hablaré
asqueroso como expresión). Equipado para entender,
después, llamaba esto sólo a mi tío la Verónica.
si dan ganas de reírse, Maga. Oí, esto sólo para vos,
Mostrábame afecto sincero, y en los primeros días
para que no se lo cuentes a nadie. Maga, el molde
de mi residencia en Madrid no se apartaba de mí
hueco era yo, vos temblabas, pura y libre como una
para asesorarme en todo lo relativo a mi instalación
llama, como un río de mercurio, como el primer cany
ayudarme en mil cosas. Cuando hablábamos de la
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to de un pájaro cuando rompe el alba, y es dulce
familia y sacaba yo a relucir re cuerdos de mi infandecírtelo
con las palabras que te fascinaban porque
cia o anécdotas de mi padre, entrábale al buen tío
no creías que existieran fuera de los poemas, y que
como una desazón nerviosa, un entusiasmo febril por
tuviéramos derecho a emplearlas. Dónde estarás,
las grandes personalidades que ilustraron el apellido
dónde estaremos desde hoy, dos puntos en un unide
Bueno de Guzmán y sacando el pañuelo me reverso
inexplicable, cerca o lejos, dos puntos que
fería historias que no tenían término. Conceptuácrean
una línea, dos puntos que se alejan y se acerbame
como el último re presentante masculino de una
can arbitrariamente (personalidades que ilustraron
raza fecunda en caracteres, y me acariciaba y miel
apellido de Bueno de Guzmán, pero mirá las curmaba
como a un chiquillo, a pesar de mis treinta y
silerías de este tipo, Maga, de cómo podías pasar de la
seis años. ¡Pobre tío! En esas demostraciones afecpágina
cinco...), pero no te explicaré eso que llaman
tuosas que aumentaban considerablemente el mananmovimientos
brownoideos, por supuesto no te los
tial de sus ojos, descubría yo una pena secreta y aguexplicaré
y sin embargo los dos, Maga, estamos comdísima,
espina clavada en el corazón de aquel exceponiendo
una figura, vos un punto en alguna parte,
lente hombre. No sé cómo pude hacer este descuyo
otro en alguna parte, desplazándonos, vos ahora
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brimiento: pero tenía certidumbre de la disimulada
a lo mejor en la rue de la Huchette, yo ahora descuherida
como si la hubiera visto con mis ojos y tocabriendo
en tu pieza vacía esta novela, mañana vos en
do con mis dedos. Era un desconsuelo profundo,
la Gare de Lyon (si te vas a Lucca, amor mío) y yo
abrumador, el sentimiento de no verme casado con
en la rue du Chemin Vert, donde me tengo descuuna
de sus tres hijas; contrariedad irremediable, porbierto
un vinito extraordinario, y poquito a poco,
que sus tres hijas,¡ay, dolor! estaban ya casadas.
Maga, vamos componiendo una figura absurda,
dibujamos con nuestros movimientos una figura
idéntica a la que dibujan las moscas cuando vuelan en
una pieza, de aquí para allá, bruscamente dan media
vuelta, de allá para aquí, eso es lo que se llama
movimiento brownoideo, ¿ahora entendés?, un ángulo
recto, una línea que sube, de aquí para allá, del fondo al
frente, hacia arriba, hacia abajo, espasmódicamente,
frenando en seco y arrancando en el mismo instante en
otra dirección, y todo eso va tejiendo un dibujo, una
figura, algo inexistente como vos y como yo, como los
dos puntos perdidos en París que van de aquí para allá,
de allá para aquí, haciendo su dibujo, danzando para
nadie, ni siquiera para ellos mismos, una interminable
figura sin sentido.
(-87)
35
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35
Sí Babs sí. Sí Babs sí. Sí Babs, apaguemos la luz, darling, hasta mañana, sleep
well, corderito atrás de otro, ya pasó, nena, ya pasó. Todos tan malos con la
pobre Babs, nos vamos a borrar del Club para castigarlos. Todos tan malos con la
pobrecita Babs, Etienne malo, Perico malo, Oliveira malo, Oliveira el peor de
todos, ese inquisidor como le había dicho tan bien la preciosa, preciosa Babs. Sí
Babs sí. Rock-a-bye baby. Tura-lura-lura. Sí Babs sí. De todas maneras algo tenía
que pasar, no se puede vivir con esa gente y que no pase nada. Sh, baby, sh. Así,
bien dormida. Se acabó el Club, Babs, es seguro. No veremos nunca más a
Horacio, al perverso Horacio. El Club ha saltado esta noche como un panqueque
que llega al techo y se queda pegado. Podés guardar la sartén, Babs, no va a bajar
más, no te matés esperando. Sh, darling, no llores más, qué borrachera tiene esta
mujer, hasta el alma le huele a coñac.
Ronald resbaló un poco, se acomodó contra Babs, se fue quedando dormido.
Club, Ossip, Perico, recapacitemos: todo había empezado porque todo tenía que
acabar, los dioses celosos, el huevo frito combinado con Oliveira, la culpa
concreta la tenía el jodido huevo frito, según Etienne no había ninguna necesidad
de tirar el huevo a la basura, una preciosidad con esos verdes metálicos, y Babs
se había encrespado a lo Hokusai: el huevo daba un olor a tumba que mataba,
cómo pretender que el Club sesionara con ese huevo a dos pasos, y de golpe
Babs se puso a llorar, el coñac se le salía hasta por las orejas, y Ronald
comprendió que mientras se discutían cosas inmortales Babs se había tomado
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ella sola más de media botella de coñac, lo del huevo era una manera de
exudarlo, y a nadie le extrañó y a Oliveira menos que a nadie que del huevo Babs
pasara poco a poco a rumiar lo del entierro, a prepararse entre hipos y una
especie de aleteo a soltar lo de la criatura, el entripado completo. Inútil que
Wong desplegara un biombo de sonrisas, interposiciones entre Babs y Oliveira
distraído, y referencias laudatorias a la edición de La rencontre de la langue d’oil, de
la langue d’oc et du francoprovençal entre Loire et Allier -limites phonetiques et
morphologiques, subrayaba Wong, por S. Escoffier, libro del más alto interés, decía
Wong empujando enmantecadamente a Babs para proyectarla hacia el pasillo,
nada podía impedir que Oliveira escuchara lo de inquisidor y que alzara las cejas
con un aire entre admirado y perplejo, relojeando de paso a Gregorovius como si
éste pudiera aclararle el epíteto. El Club sabía que Babs lanzada era Babs
catapulta, otras veces ya había ocurrido; única solución, la rueda en torno a la
redactora de actas y encargada del buffet, a la espera de que el tiempo cumpliera
su obra, ningún llanto es eterno, las viudas se casan de nuevo. Nada que hacer,
Babs borracha ondulaba entre los abrigos y las bufandas del Club, retrocedía
desde el pasillo, quería arreglar cuentas con Oliveira, era el momento justo de
decirle a Oliveira lo de inquisidor, de afirmar lacrimosamente que en su perra
vida había conocido a alguien más infame, desalmado, hijo de puta, sádico,
maligno, verdugo, racista, incapaz de la menor decencia, basura, podrido,
montón de mierda, asqueroso y sifilítico. Noticias acogidas con delicia infinita
por Perico y Etienne, y expresiones contradictorias por los demás, entre ellos el
recipientario.
Era el ciclón Babs, el tornado del sexto distrito: puré de casas. El Club
agachaba la cabeza, se enfundaba en las gabardinas agarrándose con todas sus
fuerzas de los cigarrillos. Cuando Oliveira pudo decir algo se hizo un gran
silencio teatral. Oliveira dijo que el pequeño cuadro de Nicolas De Stäel le
parecía muy hermoso y que Wong, ya que tanto jodía con la obra de Escoffier,
debería leerla y resumirla en alguna otra sesión del Club. Babs lo trató otra vez
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de inquisidor, y Oliveira debió pensar algo divertido porque sonrió. La mano de
Babs le cruzó la cara. El Club tomó rápidas medidas, y Babs se largó a llorar a
gritos, delicadamente sujeta por Wong que se interponía entre ella y Ronald
enfurecido. El Club se fue cerrando en torno a Oliveira de manera de dejar fuera
a Babs, que había aceptado a) sentarse en un sillón y b) el pañuelo de Perico. Las
precisiones sobre la rue Monge debieron empezar a esa altura, y también la
historia de la Maga samaritana, a Ronald le parecía —estaba viendo grandes
fosfenos verdes, entresueño recapitulador de la velada— que Oliveira le había
preguntado a Wong si era cierto que la Maga estaba viviendo en un meublé de la
rue Monge, y tal vez entonces Wong dijo que no sabía, o dijo que era cierto, y
alguien, probablemente Babs desde el sillón y grandes sollozos volvió a insultar
a Oliveira restregándole por la cara la abnegación de la Maga samaritana junto a
la cabecera de Pola enferma, y probablemente también a esa altura Oliveira se
puso a reír mirando especialmente a Gregorovius, y pidió más detalles sobre la
abnegación de la Maga enfermera y si era cierto que vivía en la rue Monge, qué
número, esos detalles catastrales inevitables. Ahora Ronald tendía a estirar la
mano y meterla entre las piernas de Babs que rezongaba como desde lejos, a
Ronald le gustaba dormirse con los dedos perdidos en ese vago territorio tibio,
Babs agente provocadora precipitando la disolución del Club, habría que
reprenderla a la mañana siguiente: cosas-que-no-se-hacen. Pero todo el Club
había estado rodeando de alguna manera a Oliveira, como en un juicio
vergonzante, y Oliveira se había dado cuenta de eso antes que el mismo Club, en
el centro de la rueda se había echado a reír con el cigarrillo en la boca y las
manos en el fondo de la canadiense, y después había preguntado (a nadie en
particular, mirando un poco por encima del círculo de las cabezas) si el Club
esperaba una amende honorable o algo por el estilo, y el Club no había entendido
en el primer momento o había preferido no entender, salvo Babs que desde el
sillón donde Ronald la sujetaba había vuelto a gritar lo de inquisidor, que sonaba
casi sepulcralmente a esa-hora-avanzada-de-la-noche. Entonces Oliveira había
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dejado de reírse, y como si bruscamente aceptara el juicio (aunque nadie lo
estaba juzgando, porque el Club no estaba para eso) había tirado el cigarrillo al
suelo, aplastándolo con el zapato, y después de un momento, apartando apenas
un hombro para evitar la mano de Etienne que se adelantaba indecisa, había
hablado en voz muy baja, anunciando irrevocablemente que se borraba del Club
y que el Club, empezando por él y siguiendo con todos los demás, podía irse a la
puta que lo parió.
Dont acte.
(-121)
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36
La rue Dauphine no quedaba lejos, a lo mejor valía la pena asomarse a
verificar lo que había dicho Babs. Por supuesto Gregorovius había sabido desde
el primer momento que la Maga, loca como de costumbre, iría a visitar a Pola.
Caritas. Maga samaritana. Lea «El Cruzado». ¿Dejó pasar el día sin hacer su
buena acción? Era para reírse. Todo era para reírse. O más bien había como una
gran risa y a eso le llamaban la Historia. Llegar a la rue Dauphine, golpear
despacito en la pieza del último piso y que apareciera la Maga, propiamente
nurse Lucía, no, era realmente demasiado. Con una escupidera en la mano, o un
irrigador. No se puede ver a la enfermita, es muy tarde y está durmiendo. Vade
retro, Asmodeo. O que lo dejaran entrar y le sirvieran café, no, todavía peor, y
que en una de esas empezaran a llorar, porque seguramente sería contagioso,
iban a llorar los tres hasta perdonarse, y entonces todo podía suceder, las mujeres
deshidratadas son terribles. O lo pondrían a contar veinte gotas de belladona,
una por una.
—Yo en realidad tendría que ir —le dijo Oliveira a un gato negro de la rue
Danton—. Una cierta obligación estética, completar la figura. El tres, la Cifra.
Pero no hay que olvidarse de Orfeo. Tal vez rapándome, llenándome la cabeza
de ceniza, llegar con el cazo de las limosnas. No soy ya el que conocisteis, oh
mujeres. Histrio. Mimo. Noche de empusas, lamias, mala sombra, final del gran
juego. Cómo cansa ser todo el tiempo uno mismo. Irremisiblemente. No las veré
nunca más, está escrito. O toi que voilá, qu’as tu fait de ta jeunesse? Un inquisidor,
realmente esa chica saca cada figura... En todo caso un autoinquisidor, et
encore... Epitafio justísimo: Demasiado blando. Pero la inquisición blanda es
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terrible, torturas de sémola, hogueras de tapioca, arenas movedizas, la medusa
chupando solapada. La medusa solando chulapada. Y en el fondo demasiada
piedad, yo que me creía despiadado. No se puede querer lo que quiero, y en la
forma en que lo quiero, y de yapa compartir la vida con los otros. Había que
saber estar solo y que tanto querer hiciera su obra, me salvara o me matara, pero
sin la rue Dauphine, sin el chico muerto, sin el Club y todo el resto. ¿Vos no
creés, che?
El gato no dijo nada.
Hacía menos frío junto al Sena que en las calles, y Oliveira se subió el cuello
de la canadiense y fue a mirar el agua. Como no era de los que se tiran, buscó un
puente para meterse debajo y pensar un rato en lo del kibbutz, hacía rato que la
idea del kibbutz le rondaba, un kibbutz del deseo. «Curioso que de golpe una
frase brote así y no tenga sentido, un kibbutz del deseo, hasta que a la tercera vez
empieza a aclararse despacito y de golpe se siente que no era una frase absurda,
que por ejemplo una frase como: “La esperanza, esa Palmira gorda” es
completamente absurda, un borborigmo sonoro, mientras que el kibbutz del
deseo no tiene nada de absurdo, es un resumen eso sí bastante hermético de
andar dando vueltas por ahí, de corso en corso. Kibbutz; colonia, settlement,
asentamiento, rincón elegido donde alzar la tienda final, donde salir al aire de la
noche con la cara lavada por el tiempo, y unirse al mundo, a la Gran Locura, a la
Inmensa Burrada, abrirse a la cristalización del deseo, al encuentro. Hojo,
Horacio», hanotó Holiveira sentándose en el parapeto debajo del puente, oyendo
los ronquidos de los clochards debajo de sus montones de diarios y arpilleras.
Por una vez no le era penoso ceder a la melancolía. Con un nuevo cigarrillo
que le daba calor, entre los ronquidos que venían como del fondo de la tierra,
consintió en deplorar la distancia insalvable que lo separaba de su kibbutz.
Puesto que la esperanza no era más que una Palmira gorda, ninguna razón para
hacerse ilusiones. Al contrario, aprovechar la refrigeración nocturna para sentir
lúcidamente, con la precisión descarnada del sistema de estrellas sobre su
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cabeza, que su búsqueda incierta era un fracaso y que a lo mejor en eso
precisamente estaba la victoria. Primero por ser digno de él (a sus horas Oliveira
tenía un buen concepto de sí mismo como espécimen humano), por ser la
búsqueda de un kibbutz desesperadamente lejano, ciudadela sólo alcanzable con
armas fabulosas, no con el alma de Occidente, con el espíritu, esas potencias
gastadas por su propia mentira como tan bien se había dicho en el Club, esas
coartadas del animal hombre metido en un camino irreversible. Kibbutz del
deseo, no del alma, no del espíritu. Y aunque deseo fuese también una vaga
definición de fuerzas incomprensibles, se lo sentía presente y activo, presente en
cada error y también en cada salto adelante, eso era ser hombre, no ya un cuerpo
y un alma sino esa totalidad inseparable, ese encuentro incesante con las
carencias, con todo lo que le habían robado al poeta, la nostalgia vehemente de
un territorio donde la vida pudiera balbucearse desde otras brújulas y otros
nombres. Aunque la muerte estuviera en la esquina con su escoba en alto,
aunque la esperanza no fuera más que una Palmira gorda. Y un ronquido, y de
cuando en cuando un pedo.
Entonces equivocarse ya no importaba tanto como si la búsqueda de su
kibbutz se hubiera organizado con mapas de la Sociedad Geográfica, brújulas
certificadas auténticas, el Norte al norte, el Oeste al oeste; bastaba, apenas,
comprender, vislumbrar fugazmente que al fin y al cabo su kibbutz no era más
imposible a esa hora y con ese frío y después de esos días, que si lo hubiera
perseguido de acuerdo con la tribu, meritoriamente y sin ganarse el vistoso
epíteto de inquisidor, sin que le hubieran dado vuelta la cara de un revés, sin
gente llorando y mala conciencia y ganas de tirar todo al diablo y volverse a su
libreta de enrolamiento y a un hueco abrigado en cualquier presupuesto
espiritual o temporal. Se moriría sin llegar a su kibbutz pero su kibbutz estaba
allí, lejos pero estaba y él sabía que estaba porque era hijo de su deseo, era su
deseo así como él era su deseo y el mundo o la representación del mundo eran
deseo, eran su deseo o el deseo, no importaba demasiado a esa hora. Y entonces
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podía meter la cara entre las manos, dejando nada más que el espacio para que
pasara el cigarrillo y quedarse junto al río, entre los vagabundos, pensando en su
kibbutz.
La clocharde se despertó de un sueño en el que alguien le había dicho
repetidamente: «Ça suffit, conâsse», y supo que Célestin se había marchado en
plena noche llevándose el cochecito de niño lleno de latas de sardinas (en mal
estado) que por la tarde les habían regalado en el ghetto del Marais. Toto y
Lafleur dormían como topos debajo de las arpilleras, y el nuevo estaba sentado
en un poyo, fumando. Amanecía.
La clocharde retiró delicadamente las sucesivas ediciones de France-Soir que la
abrigaban, y se rascó un rato la cabeza. A las seis había una sopa caliente en la
rue du Jour. Casi seguramente Célestin iría a la sopa, y podría quitarle las latas
de sardinas si no se las había vendido ya a Pipon o a La Vase.
—Merde —dijo la clocharde, iniciando la complicada tarea de enderezarse—.
Y a la bise, c’est cul.
Arropándose con un sobretodo negro que le llegaba hasta los tobillos, se
acercó al nuevo. El nuevo estaba de acuerdo en que el frío era casi peor que la
policía. Cuando le alcanzó un cigarrillo y se lo encendió, la clocharde pensó que
lo conocía de alguna parte. El nuevo le dijo que también él la conocía de alguna
parte, y a los dos les gustó mucho reconocerse a esa hora de la madrugada.
Sentándose en el poyo de al lado, la clocharde dijo que todavía era temprano
para ir a la sopa. Discutieron sopas un rato, aunque en realidad el nuevo no sabía
nada de sopas, había que explicarle dónde quedaban las mejores, era realmente
un nuevo pero se interesaba mucho por todo y tal vez se atreviera a quitarle las
sardinas a Célestin. Hablaron de las sardinas y el nuevo prometió que apenas
encontrara a Célestin se las reclamaría.
—Va a sacar el gancho —previno la clocharde—. Hay que andar rápido y
pegarle con cualquier cosa en la cabeza. A Tonio le tuvieron que dar cinco
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puntadas, gritaba que se lo oía hasta Pontoise. C’est cul, Pontoise —agregó la
clocharde entregándose a la añoranza.
El nuevo miraba amanecer sobre la punta del Vert-Galant, el sauce que iba
sacando sus finas arañas de la bruma. Cuando la clocharde le preguntó por qué
temblaba con semejante canadiense, se encogió de hombros y le ofreció un nuevo
cigarrillo. Fumaban y fumaban, hablando y mirándose con simpatía. La
clocharde le explicaba las costumbres de Célestin y el nuevo se acordaba de las
tardes en que la habían visto abrazada a Célestin en todos los bancos y pretiles
del Pont des Arts, en la esquina del Louvre frente a los plátanos como tigres,
debajo de los portales de Saint-Germain l’Auxerrois, y una noche en la rue Gît-le-
Coeur, besándose y rechazándose alternativamente, borrachos perdidos, Célestin
con una blusa de pintor y la clocharde como siempre debajo de cuatro o cinco
vestidos y algunas gabardinas y sobretodos, sosteniendo un lío de género rojo de
donde salían pedazos de mangas y una corneta rota, tan enamorada de Célestin
que era admirable, llenándole la cara de rouge y de algo como grasa,
espantosamente perdidos en su idilio público, metiéndose al final por la rue de
Nevers, y entonces la Maga había dicho: «Es ella la que está enamorada, a él no le
importa nada», y lo había mirado un instante antes de agacharse para juntar un
piolincito verde y arrollárselo al dedo.
—A esta hora no hace frío —decía la clocharde, dándole ánimos—. Voy a ver
si a Lafleur le ha quedado un poco de vino. El vino asienta la noche. Célestin se
llevó dos litros que eran míos, y las sardinas. No, no le queda nada. Usted que
está bien vestido podría comprar un litro en lo de Habeb. Y pan, si le alcanza. —
Le caía muy bien el nuevo, aunque en el fondo sabía que no era nuevo, que
estaba bien vestido y podía acodarse en el mostrador de Habeb y tomarse un
pernod tras otro sin que los otros protestaran por el mal olor y esas cosas. El
nuevo seguía fumando, asintiendo vagamente, con la cabeza en otro lado. Cara
conocida. Célestin hubiera acertado en seguida porque Célestin, para las caras...
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A las nueve empieza el frío de verdad. Viene del barro, de abajo. Pero podemos
ir a la sopa, es bastante buena.
(Y cuando ya casi no se los veía en el fondo de la rue de Nevers, cuando
estaban llegando tal vez al sitio exacto en que un camión había aplastado a Pierre
Curie («¿Pierre Curie?», preguntó la Maga, extrañadísima y pronta a aprender),
ellos se habían vuelto despacio a la orilla alta del río, apoyándose contra la caja
de un bouquiniste, aunque a Oliveira las cajas de los bouquinistes le parecían
siempre fúnebres de noche, hilera de ataúdes de emergencia posados en el pretil
de piedra, y una noche de nevada se habían divertido en escribir RIP con un
palito en todas las cajas de latón, y a un policía le había gustado más bien poco la
gracia y se los había dicho, mencionando cosas tales como el respeto y el turismo,
esto último no se sabía bien por qué. En esos días todo era todavía kibbutz, o por
lo menos posibilidad de kibbutz, y andar por la calle escribiendo RIP en las cajas
de los bouquinistes y admirando a la clocharde enamorada formaba parte de una
confusa lista de ejercicios a contrapelo que había que hacer, aprobar, ir dejando
atrás. Y así era, y hacía frío, y no había kibbutz. Salvo la mentira de ir a
comprarle el vino tinto a Habeb y fabricarse un kibbutz igualito al de Kubla
Khan, salvadas las distancias entre el láudano y el tintillo del viejo Habeb. )
In Xanadu did Kubla Khan
A stately pleasure-dome decree.
—Extranjero —dijo la clocharde, con menos simpatía por el nuevo—. Español,
eh. Italiano.
—Una mezcla —dijo Oliveira, haciendo un esfuerzo viril para soportar el olor.
—Pero usted trabaja, se ve —lo acusó la clocharde.
—Oh, no. En fin, le llevaba los libros a un viejo, pero hace rato que no nos
vemos.
—No es una vergüenza, siempre que no se abuse. Yo, de joven...
—Emmanuèle —dijo Oliveira, apoyándole la mano en el lugar donde, muy
abajo, debía estar un hombro. La clocharde se sobresaltó al oír el nombre, lo miró
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de reojo y después sacó un espejito del bolsillo del sobretodo y se miró la boca.
Oliveira se preguntó qué cadena inconcebible de circunstancias podía haber
permitido que la clocharde tuviera el pelo oxigenado. La operación de untarse la
boca con un final de barra de rouge la ocupaba profundamente. Sobraba tiempo
para tratarse a sí mismo y una vez más de imbécil. La mano en el hombro
después de lo de Berthe Trépat. Con resultados que eran del dominio público.
Una autopatada en el culo que lo diera vuelta como un guante. Cretinaccio,
furfante, infecto pelotudo. RIP, RIP. Malgré le tourisme.
—¿Cómo sabe que me llamo Emmanuèle?
—Ya no me acuerdo. Alguien me lo habrá dicho.
Emmanuèle sacó una lata de pastillas Valda llena de polvos rosa y empezó a
frotarse una mejilla. Si Célestin hubiera estado ahí, seguramente que. Por
supuesto que. Célestin: infatigable. Docenas de latas de sardinas, le salaud. De
golpe se acordó.
—Ah —dijo.
—Probablemente —consintió Oliveira, envolviéndose lo mejor posible en
humo.
—Los vi juntos muchas veces —dijo Emmanuèle. —Andábamos por ahí.
—Pero ella solamente hablaba conmigo cuando estaba sola. Una chica muy
buena, un poco loca.
«Ponele la firma», pensó Oliveira. Escuchaba a Emmanuèle que se acordaba
cada vez mejor, un paquete de garrapiñadas, un pulóver blanco muy usable
todavía, una chica excelente que no trabajaba ni perdía el tiempo atrás de un
diploma, bastante loca de a ratos y malgastando los francos en alimentar a las
palomas de la isla Saint-Louis, a veces tan triste, a veces muerta de risa. A veces
mala.
—Nos peleamos —dijo Emmanuèle— porque me aconsejó que dejara en paz a
Célestin. No vino nunca más pero yo la quería mucho.
—¿Tantas veces había venido a charlar con usted?
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—No le gusta, ¿verdad?
—No es eso —dijo Oliveira, mirando a la otra orilla. Pero sí era eso, porque la
Maga no le había confiado más que una parte de su trato con la clocharde, y una
elemental generalización lo llevaba, etc. Celos retrospectivos, véase Proust, sutil
tortura and so on. Probablemente iba a llover, el sauce estaba como suspendido
en un aire húmedo. En cambio haría menos frío, un poco menos de frío. Quizá
agregó algo como: «Nunca me habló mucho de usted», porque Emmanuèle soltó
una risita satisfecha y maligna, y siguió untándose polvos rosa con un dedo
negruzco; de cuando en cuando levantaba la mano y se daba un golpe seco en el
pelo apelmazado, envuelto por una vincha de lana a rayas rojas y verdes, que en
realidad era una bufanda sacada de un tacho de basura. En fin, había que irse,
subir a la ciudad, tan cerca ahí a seis metros de altura, empezando exactamente
al otro lado del pretil del Sena, detrás de las cajas RIP de latón donde las palomas
dialogaban esponjándose a la espera del primer sol blando y sin fuerza, la pálida
sémola de las ocho y media que baja de un cielo aplastado, que no baja porque
seguramente iba a lloviznar como siempre.
Cuando ya se iba, Emmanuèle le gritó algo. Se quedó esperándola, treparon
juntos la escalera. En lo de Habeb compraron dos litros de tinto, por la rue de
l’Hirondelle fueron a guarecerse en la galería cubierta. Emmanuèle condescendió
a extraer de entre dos de sus abrigos un paquete de diarios, y se hicieron una
excelente alfombra en un rincón que Oliveira exploró con fósforos desconfiados.
Desde el otro lado de los portales venía un ronquido como de ajo y coliflor y
olvido barato; mordiéndose los labios Oliveira resbaló hasta quedar lo más bien
instalado en el rincón contra la pared, pegado a Emmanuèle que ya estaba
bebiendo de la botella y resoplaba satisfecha entre trago y trago. Deseducación
de los sentidos, abrir a fondo la boca y las narices y aceptar el peor de los olores,
la mugre humana. Un minuto, dos, tres, cada vez más fácil como cualquier
aprendizaje. Conteniendo la náusea Oliveira agarró la botella, sin poder verlo
sabía que el cuello estaba untado de rouge y saliva, la oscuridad le acuciaba el
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olfato. Cerrando los ojos para protegerse de no sabía qué, se bebió de un saque
un cuarto litro de tinto. Después se pusieron a fumar hombro contra hombro,
satisfechos. La náusea retrocedía, no vencida pero humillada, esperando con la
cabeza gacha, y se podía empezar a pensar en cualquier cosa. Emmanuèle
hablaba todo el tiempo, se dirigía solemnes discursos entre hipo e hipo,
amonestaba maternalmente a un Célestin fantasma, inventariaba las sardinas, su
cara se encendía a cada chupada del cigarrillo y Oliveira veía las placas de mugre
en la frente, los gruesos labios manchados de vino, la vincha triunfal de diosa
siria pisoteada por algún ejército enemigo, una cabeza criselefantina revolcada
en el polvo, con placas de sangre y mugre pero conservando la diadema eterna a
franjas rojas y verdes, la Gran Madre tirada en el polvo y pisoteada por soldados
borrachos que se divertían en mear contra los senos mutilados, hasta que el más
payaso se arrodillaba entre las aclamaciones de los otros, el falo erecto sobre la
diosa caída, masturbándose contra el mármol y dejando que la esperma le
entrara por los ojos donde ya las manos de los oficiales habían arrancado las
piedras preciosas, en la boca entreabierta que aceptaba la humillación como una
última ofrenda antes de rodar al olvido. Y era tan natural que en la sombra la
mano de Emmanuèle tanteara el brazo de Oliveira y se posara confiadamente,
mientras la otra mano buscaba la botella y se oía el gluglú y un resoplar
satisfecho, tan natural que todo fuese así absolutamente anverso o reverso, el
signo contrario como posible forma de sobrevivencia. Y aunque Holiveira
desconfiara de la hebriedad, hastuta cómplice del Gran Hengaño, algo le decía
que también allí había kibbutz, que detrás, siempre detrás había esperanza de
kibbutz. No una certidumbre metódica, oh no, viejo querido, eso no por lo que
más quieras, ni un in vino veritas ni una dialéctica a lo Fichte u otros lapidarios
spinozianos, solamente como una aceptación en la náusea, Heráclito se había
hecho enterrar en un montón de estiércol para curarse la hidropesía, alguien lo
había dicho esa misma noche, alguien que ya era como de otra vida, alguien
como Pola o Wong, gentes que él había vejado nada más que por querer entablar
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contacto por el buen lado, reinventar el amor como la sola manera de entrar
alguna vez en su kibbutz. En la mierda hasta el cogote, Heráclito el Oscuro,
exactamente igual que ellos pero sin el vino, y además para curarse la hidropesía.
Entonces tal vez fuera eso, estar en la mierda hasta el cogote y también esperar,
porque seguramente Heráclito había tenido que quedarse en la mierda días
enteros, y Oliveira se estaba acordando de que también Heráclito había dicho
que si no se esperaba jamás se encontraría lo inesperado, tuércele el cuello al
cisne, había dicho Heráclito, pero no, por supuesto no había dicho semejante
cosa, y mientras bebía otro largo trago y Emmanuèle se reía en la penumbra al
oír el gluglú y le acariciaba el brazo como para mostrarle que apreciaba su
compañía y la promesa de ir a quitarle las sardinas a Célestin, a Oliveira le subía
como un eructo vinoso el doble apellido del cisne estrangulable, y le daban unas
enormes ganas de reírse y contarle a Emmanuèle, pero en cambio le devolvió la
botella que estaba casi vacía, y Emmanuèle se puso a cantar desgarradoramente
Les Amants du Havre, una canción que cantaba la Maga cuando estaba triste, pero
Emmanuèle la cantaba con un arrastre trágico, desentonando y olvidándose de
las palabras mientras acariciaba a Oliveira que seguía pensando en que sólo el
que espera podrá encontrar lo inesperado, y entrecerrando los ojos para no
aceptar la vaga luz que subía de los portales, se imaginaba muy lejos (¿al otro
lado del rasar, o era un ataque de patriotismo?) el paisaje tan puro que casi no
existía de su kibbutz. Evidentemente había que torcerle el cuello al cisne, aunque
no lo hubiese mandado Heráclito. Se estaba poniendo sentimental, puisque la terre
est ronde mon amour t’en fais pas, mon amour, t’en fais pas con el vino y la voz
pegajosa se estaba poniendo sentimental, todo acabaría en llanto y auto
conmiseración, como Babs, pobrecito Horacio anclado en París, cómo habrá
cambiado tu calle Corrientes, Suipacha, Esmeralda, y el viejo arrabal. Pero
aunque pusiera toda su rabia en encender otro Gauloise, muy lejos en el fondo
de los ojos seguía viendo su kibbutz, no al otro lado del mar o a lo mejor al otro
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lado del mar, o ahí afuera en la rue Galande o en Puteaux o en la rue de la Tombe
Issoire, de cualquier manera su kibbutz estaba siempre ahí y no era un espejismo.
—No es un espejismo, Emmanuèle.
—Ta gueule, mon pote —dijo Emmanuèle manoteando entre sus innúmeras
faldas para encontrar la otra botella.
Después se perdieron en otras cosas, Emmanuèle le contó de una ahogada que
Célestin había visto a la altura de Grenelle, y Oliveira quiso saber de qué color
tenía el pelo, pero Célestin no había visto más que las piernas que en ese
momento salían un poco del agua, y se había mandado mudar antes de que la
policía empezara con su maldita costumbre de interrogar a todo el mundo. Y
cuando se bebieron casi toda la segunda botella y estaban más contentos que
nunca, Emmanuèle recitó un fragmento de La mort du loup, y Oliveira la
introdujo rudamente en las sextinas del Martín Fierro. Ya pasaba uno que otro
camión por la plaza, empezaban a oírse los rumores que Delius, alguna vez...
Pero hubiera sido vano hablarle a Emmanuèle de Delius a pesar de que era una
mujer sensible que no se conformaba con la poesía y se expresaba manualmente,
frotándose contra Oliveira para sacarse el frío, acariciándole el brazo,
ronroneando pasajes de ópera y obscenidades contra Célestin. Apretando el
cigarrillo entre los labios hasta sentirlo casi como parte de la boca, Oliveira la
escuchaba, la dejaba que se fuera apretando contra él, se repetía fríamente que no
era mejor que ella y que en el peor de los casos siempre podría curarse como
Heráclito, tal vez el mensaje más penetrante del Oscuro era el que no había
escrito, dejando que la anécdota, la voz de los discípulos la transmitiera para que
quizá algún oído fino entendiese alguna vez. Le hacía gracia que amigablemente
y de lo más matter of fact la mano de Emmanuèle lo estuviera desabotonando, y
poder pensar al mismo tiempo que quizá el Oscuro se había hundido en la
mierda hasta el cogote sin estar enfermo, sin tener en absoluto hidropesía,
sencillamente dibujando una figura que su mundo no le hubiera perdonado bajo
forma de sentencia o de lección, y que de contrabando había cruzado la línea del
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tiempo hasta llegar mezclada con la teoría, apenas un detalle desagradable y
penoso al lado del diamante estremecedor del panta rhei, una terapéutica
bárbara que ya Hipócrates hubiera condenado, como por razones de elemental
higiene hubiera igualmente condenado que Emmanuèle se echara poco a poco
sobre su amigo borracho y con una lengua manchada de tanino le lamiera
humildemente la pija, sosteniendo su comprensible abandono con los dedos y
murmurando el lenguaje que suscitan los gatos y los niños de pecho, por
completo indiferente a la meditación que acontecía un poco más arriba, ahincada
en un menester que poco provecho podía darle, procediendo por alguna oscura
conmiseración, para que el nuevo estuviese contento en su primera noche de
clochard y a lo mejor se enamorara un poco de ella para castigar a Célestin, se
olvidara de las cosas raras que había estado mascullando en su idioma de salvaje
americano mientras resbalaba un poco más contra la pared y se dejaba ir con un
suspiro, metiendo una mano en el pelo de Emmanuèle y creyendo por un
segundo (pero eso debía ser el infierno) que era el pelo de Pola, que todavía una
vez más Pola se había volcado sobre él entre ponchos mexicanos y postales de
Klee y el Cuarteto de Durrell, para hacerlo gozar y gozar desde fuera, atenta y
analítica y ajena, antes de reclamar su parte y tenderse contra él temblando,
reclamándole que la tomara y la lastimara, con la boca manchada como la diosa
siria, como Emmanuèle que se enderezaba tironeada por el policía, se sentaba
bruscamente y decía: On faisait rien, quoi, y de golpe bajo el gris que sin saber
cómo llenaba los portales Oliveira abría los ojos y veía las piernas del vigilante
contra las suyas, ridículamente desabotonado y con una botella vacía rodando
bajo la patada del vigilante, la segunda patada en el muslo, la cachetada feroz en
plena cabeza de Emmanuèle que se agachaba y gemía, y sin saber cómo de
rodillas, la única posición lógica para meter en el pantalón lo antes posible el
cuerpo del delito reduciéndose prodigiosamente con un gran espíritu de
colaboración para dejarse encerrar y abotonar, y realmente no había pasado nada
pero cómo explicarlo al policía que los arreaba hasta el camión celular en la
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Plaza, cómo explicarle a Babs que la inquisición era otra cosa, y a Ossip, sobre
todo a Ossip, cómo explicarle que todo estaba por hacerse y que lo único decente
era ir hacia atrás para tomar el buen impulso, dejarse caer para después poder
quizá levantarse, Emmanuèle para después, quizá...
—Déjela irse —le pidió Oliveira al policía—. La pobre está más borracha que
yo.
Bajó la cabeza a tiempo para esquivar el golpe. Otro policía lo agarró por la
cintura, y de un solo envión lo metió en el camión celular. Le tiraron encima a
Emmanuèle, que cantaba algo parecido a Le temps des cérises. Los dejaron solos
dentro del camión, y Oliveira se frotó el muslo que le dolía atrozmente, y unió su
voz para cantar Le temps des cérises, si era eso. El camión arrancó como si lo
largaran con una catapulta.
—Et tous nos amours —vociferó Emmanuèle.
—Et tous nos amours —dijo Oliveira, tirándose en el banco y buscando un
cigarrillo—. Esto, vieja, ni Heráclito.
—Tu me fais chier —dijo Emmanuèle, poniéndose a llorar a gritos—. Et tous nos
amours —cantó entre sollozos. Oliveira oyó que los policías se reían, mirándolos
por entre las rejas. «Bueno, si quería tranquilidad la voy a tener en abundancia.
Hay que aprovecharla, che, nada de hacer lo que estás pensando.» Telefonear
para contar un sueño divertido estaba bien, pero basta, no insistir. Cada uno por
su lado, la hidropesía se cura con paciencia, con mierda y con soledad. Por lo
demás el Club estaba liquidado, todo estaba felizmente liquidado y lo que
todavía quedaba por liquidar era cosa de tiempo. El camión frenó en una esquina
y cuando Emmanuèle gritaba Quand il reviendra, le temps des cérises, uno de los
policías abrió la ventanilla y les vaticinó que si no se callaban les iba a romper la
cara a patadas. Emmanuèle se acostó en el piso del camión, boca abajo y llorando
a gritos, y Oliveira le puso los pies sobre el traste y se instaló cómodamente en el
banco. La rayuela se juega con una piedrita que hay que empujar con la punta
del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrita, un zapato, y un bello dibujo
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con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra,
es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la
piedra sale del dibujo. Poco a poco, sin embargo, se va adquiriendo la habilidad
necesaria para salvar las diferentes casillas (rayuela caracol, rayuela rectangular,
rayuela de fantasía, poco usada) y un día se aprende a salir de la Tierra y
remontar la piedrita hasta el Cielo, hasta entrar en el Cielo (Et tous nos amours,
sollozó Emmanuèle boca abajo), lo malo es que justamente a esa altura, cuando
casi nadie ha aprendido a remontar la piedrita hasta el Cielo, se acaba de golpe la
infancia y se cae en las novelas, en la angustia al divino cohete, en la
especulación de otro Cielo al que también hay que aprender a llegar. Y porque se
ha salido de la infancia (Je n’oublierai pas le temps des cérises, pataleó Emmanuèle
en el suelo) se olvida que para llegar al Cielo se necesitan, como ingredientes,
una piedrita y la punta de un zapato. Que era lo que sabía Heráclito, metido en la
mierda, y a lo mejor Emmanuèle sacándose los mocos a manotones en el tiempo
de las cerezas, o los dos pederastas que no se sabía cómo estaban sentados en el
camión celular (pero sí, la puerta se había abierto y cerrado, entre chillidos y
risitas y un toque de silbato) y que riéndose como locos miraban a Emmanuèle
en el suelo y a Oliveira que hubiera querido fumar pero estaba sin tabaco y sin
fósforos aunque no se acordaba de que el policía le hubiera registrado los
bolsillos, et tous nos amours, et tous nos amours. Una piedrita y la punta de un
zapato, eso que la Maga había sabido tan bien y él mucho menos bien, y el Club
más o menos bien y que desde la infancia en Burzaco o en los suburbios de
Montevideo mostraba la recta vía del Cielo, sin necesidad de vedanta o de zen o
de escatologías surtidas, sí, llegar al Cielo a patadas, llegar con la piedrita
(¿cargar con su cruz? Poco manejable ese artefacto) y en una última patada
proyectar la piedra contra l’azur l’azur l’azur l’azur, plaf vidrio roto, a la cama
sin postre, niño malo, y qué importaba si detrás del vidrio roto estaba el kibbutz,
si el Cielo era nada más que un nombre infantil de su kibbutz.
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—Por todo eso —dijo Horacio— cantemos y fumemos. Emmanuèle, arriba,
vieja llorona.
Et tous nos amours —bramó Emmanuèle.
—II est beau —dijo uno de los pederastas, mirando a Horacio con ternura—. Il
a l’air farouche.
El otro pederasta había sacado un tubo de latón del bolsillo y miraba por un
agujero, sonriendo y haciendo muecas. El pederasta más joven le arrebató el tubo
y se puso a mirar. «No se ve nada, Jo», dijo. «Sí que se ve, rico», dijo Jo. «No, no,
no, no.» «Sí que se ve, sí que se ve. LOOK THROUGH THE PEEPHOLE AND
YOU’LL SEE PATTERNS PRETTY AS CAN BE.» «Es de noche, Jo.» Jo sacó una
caja de fósforos y encendió uno delante del calidoscopio. Chillidos de
entusiasmo, patterns pretty as can be. Et tous nos amours, declamó Emmanuèle
sentándose en el piso del camión. Todo estaba tan bien, todo llegaba a su hora, la
rayuela y el calidoscopio, el pequeño pederasta mirando y mirando, oh Jo, no
veo nada, más luz, más luz, Jo. Tumbado en el banco, Horacio saludó al Oscuro,
la cabeza del Oscuro asomando en la pirámide de bosta con dos ojos como
estrellas verdes, patterns pretty as can be, el Oscuro tenía razón, un camino al
kibbutz, tal vez el único camino al kibbutz, eso no podía ser el mundo, la gente
agarraba el calidoscopio por el mal lado, entonces había que darlo vuelta con
ayuda de Emmanuèle y de Pola y de París y de la Maga y de Rocamadour, tirarse
al suelo como Emmanuèle y desde ahí empezar a mirar desde la montaña de
bosta, mirar el mundo a través del ojo del culo, and you’ll see patterns pretty as
can be, la piedrita tenía que pasar por el ojo del culo, metida a patadas por la
punta del zapato, y de la Tierra al Cielo las casillas estarían abiertas, el laberinto
se desplegaría como una cuerda de reloj rota haciendo saltar en mil pedazos el
tiempo de los empleados, y por los mocos y el semen y el olor de Emmanuèle y
la bosta del Oscuro se entraría al camino que llevaba al kibbutz del deseo, no ya
subir al Cielo (subir, palabra hipócrita, Cielo, flatus vocis), sino caminar con
pasos de hombre por una tierra de hombres hacia el kibbutz allá lejos pero en el
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mismo plano, como el Cielo estaba en el mismo plano que la Tierra en la acera
roñosa de los juegos, y un día quizá se entraría en el mundo donde decir Cielo no
sería un repasador manchado de grasa, y un día alguien vería la verdadera
figura del mundo, patterns pretty as can be, y tal vez, empujando la piedra,
acabaría por entrar en el kibbutz.
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DEL LADO DE ACA
Il faut voyager loin en aimant sa maison,
APOLLINAIRE, Les mamelles de Tirésias.
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Le daba rabia llamarse Traveler, él que nunca se había movido de la
Argentina como no fuera para cruzar a Montevideo y una vez a Asunción del
Paraguay, metrópolis recordadas con soberana indiferencia. A los cuarenta años
seguía adherido a la calle Cachimayo, y el hecho de trabajar como gestor y un
poco de todo en el circo «Las Estrellas» no le daba la menor esperanza de
recorrer los caminos del mundo more Barnum; la zona de operaciones del circo se
extendía de Santa Fe a Carmen de Patagones, con largas recaladas en la capital
federal, La Plata y Rosario. Cuando Talita, lectora de enciclopedias, se interesaba
por los pueblos nómadas y las culturas trashumantes, Traveler gruñía y hacía un
elogio insincero del patio con geranios, el catre y el no te salgás del rincón donde
empezó tu existencia. Entre mate y mate sacaba a relucir una sapiencia que
impresionaba a su mujer, pero se lo veía demasiado dispuesto a persuadir.
Dormido se le escapaban algunas veces vocablos de destierro, de desarraigo, de
tránsitos ultramarinos, de pasos aduaneros y alidadas imprecisas. Si Talita se
burlaba de él al despertar, empezaba por darle de chirlos en la cola, y después se
reían como locos y hasta parecía como si la autotraición de Traveler les hiciera
bien a los dos. Una cosa había que reconocer y era que, a diferencia de casi todos
sus amigos, Traveler no le echaba la culpa a la vida o a la suerte por no haber
podido viajar a gusto. Simplemente se bebía una ginebra de un trago, y se trataba
a sí mismo de cretinacho.
—Por supuesto, yo soy el mejor de sus viajes —decía Talita cuando se le
presentaba la oportunidad— pero es tan tonto que no se da cuenta. Yo, señora, lo
he llevado en alas de la fantasía hasta el borde mismo del horizonte.
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La señora así interpelada creía que Talita hablaba en serio, y contestaba
dentro de la línea siguiente:
—Ah, señora, los hombres son tan incomprensibles (sic por incomprensivos).
O:
—Créame, lo mismo somos yo y mi Juan Antonio. Siempre se lo digo, pero él
como si llovería.
O:
—Cómo la comprendo, señora. La vida es una lucha.
O:
—No se haga mala sangre, doña. Basta la salud y un pasar.
Después Talita se lo contaba a Traveler, y los dos se retorcían en el piso de la
cocina hasta destrozarse la ropa. Para Traveler no había nada más prodigioso
que esconderse en el water y escuchar, con un pañuelo o una camiseta metidos
en la boca, cómo Talita hacía hablar a las señoras de la pensión «Sobrales» y a
algunas otras que vivían en el hotel de enfrente. En los ratos de optimismo, que
no le duraban mucho, planeaba una pieza de radioteatro para tomarles el pelo a
esas gordas sin que se dieran cuenta, forzándolas a llorar copiosamente y
sintonizar todos los días la audición. Pero de todas maneras no había viajado, y
era como una piedra negra en el medio de su alma.
—Un verdadero ladrillo —explicaba Traveler, tocándose el estómago.
—Nunca vi un ladrillo negro —decía el Director del circo, confidente eventual
de tanta nostalgia.
—Se ha puesto así a fuerza de sedentarismo. ¡Y pensar que ha habido poetas
que se quejaban de ser heimatlos, Ferraguto!
—Hábleme en castilla, che —decía el Director a quien el invocativo
dramáticamente personalizado producía un cierto sobresalto.
—No puedo, Dire murmuraba Traveler, disculpándose tácitamente por
haberlo llamado por su nombre—. Las bellas palabras extranjeras son como
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oasis, como escalas. ¿Nunca iremos a Costa Rica? ¿A Panamá, donde antaño los
galeones imperiales...? ¡Gardel murió en Colombia, Dire, en Colombia!
—Nos falta el numerario, che —decía el Director, sacando el reloj—. Me voy al
hotel que mi Cuca debe estar que brama.
Traveler se quedaba solo en la oficina y se preguntaba cómo serían los
atardeceres en Connecticut. Para consolarse pasaba revista a las cosas buenas de
su vida. Por ejemplo, una de las buenas cosas de su vida había sido entrar una
mañana de 1940 en el despacho de su jefe, en Impuestos Internos, con un vaso de
agua en la mano. Había salido cesante, mientras el jefe se absorbía el agua de la
cara con un papel secante. Esa había sido una de las buenas cosas de su vida,
porque justamente ese mes iban a ascenderlo, así como casarse con Talita había
sido otra buena cosa (aunque los dos sostuvieran lo contrario) puesto que Talita
estaba condenada por su diploma de farmacéutica a envejecer sin apelación en el
esparadrapo, y Traveler se había apersonado a comprar unos supositorios contra
la bronquitis, y de la explicación que había solicitado a Talita el amor había
soltado sus espumas como el shampoo bajo la ducha. Incluso Traveler sostenía
que se había enamorado de Talita exactamente en el momento en que ella,
bajando los ojos, trataba de explicarle por qué el supositorio era más activo
después y no antes de una buena evacuación del vientre.
—Desgraciado —decía Talita a la hora de las rememoraciones—. Bien que
entendías las instrucciones, pero te hacías el sonso para que yo te lo tuviera que
explicar.
—Una farmacéutica está al servicio de la verdad, aunque se localice en los
sitios más íntimos. Si supieras con qué emoción me puse el primer supositorio
esa tarde, después de dejarte. Era enorme y verde.
—El eucaliptus —decía Talita—. Alegrate de que no te vendí esos que huelen
a ajo a veinte metros.
Pero de a ratos se quedaban tristes y comprendían vagamente que una vez
más se habían divertido como recurso extremo contra la melancolía porteña y
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una vida sin demasiado (¿Qué agregar a «demasiado»? Vago malestar en la boca
del estómago, el ladrillo negro como siempre).
Talita explicándole las melancolías de Traveler a la señora de Gutusso:
—Le agarra a la hora de la siesta, es como algo que le sube de la pleura.
—Debe ser alguna inflamación de adentro —dice la señora de Gutusso—. El
pardejón, que le dicen.
—Es del alma, señora. Mi esposo es poeta, créame.
Encerrado en el water, con una toalla contra la cara, Traveler llora de risa.
—¿No será alguna alergia, que le dicen? Mi nene el Vítor, usted lo ve jugando
ahí entre los malvones y es propiamente una flor, créame, pero cuando le agarra
la alergia al apio se pone que es un cuasimodo. Mire, se le van cerrando esos
ojitos tan negros que tiene, la boca se le hincha que parece un sapo, y al rato ya
no puede ni abrir los dedos de los pies.
—Abrir los dedos de los pies no es tan necesario —dice Talita.
Se oyen los rugidos ahogados de Traveler en el water, y Talita cambia
rápidamente de conversación para despistar a la señora de Gutusso. Por lo
regular Traveler abandona su escondite sintiéndose muy triste, y Talita lo
comprende. Habrá que hablar de la comprensión de Talita. Es una comprensión
irónica, tierna, como lejana. Su amor por Traveler está hecho de cacerolas sucias,
de largas vigilias, de una suave aceptación de sus fantasías nostálgicas y su gusto
por los tangos y el truco. Cuando Traveler está triste y piensa que nunca ha
viajado (y Talita sabe que eso no le importa, que sus preocupaciones son más
profundas) hay que acompañarlo sin hablar mucho, cebarle mate, cuidar de que
no le falte tabaco, cumplir el oficio de mujer cerca del hombre pero sin taparle la
sombra, y eso es difícil. Talita es muy feliz con Traveler, con el circo, peinando al
gato calculista antes de que salga a escena, llevando las cuentas del Director. A
veces piensa modestamente que está mucho más cerca que Traveler de esas
honduras elementales que lo preocupan, pero toda alusión metafísica la asusta
un poco y termina por convencerse de que él es el único capaz de hacer la
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perforación y provocar el chorro negro y aceitoso. Todo eso flota un poco, se
viste de palabras o figuras, se llama lo otro, se llama la risa o el amor, y también
es el circo y la vida para darle sus nombres más exteriores y fatales y no hay tu
tía.
A falta de lo otro, Traveler es un hombre de acción. La califica de acción
restringida porque no es cosa de andarse matando. A lo largo de cuatro décadas
ha pasado por etapas fácticas diversas: fútbol (en Colegiales, centrofoward nada
malo), pedestrismo, política (un mes en la cárcel de Devoto en 1934), cunicultura
y apicultura (granja en Manzanares, quiebra al tercer mes, conejos apestados y
abejas indómitas), automovilismo (copiloto de Marimón, vuelco en Resistencia,
tres costillas rotas), carpintería fina (perfeccionamiento de muebles que se
remontan al cielo raso una vez usados, fracaso absoluto), matrimonio y ciclismo
en la avenida General Paz los sábados, en bicicleta alquilada. La urdidumbre de
esa acción es una biblioteca mental surtida, dos idiomas, pluma fácil, interés
irónico por la soteriología y las bolas de cristal, tentativa de creación de una
mandrágora plantando una batata en una palangana con tierra y esperma, la
batata criándose al modo estentóreo de las batatas, invadiendo la pensión,
saliéndose por las ventanas, sigilosa intervención de Talita armada de unas
tijeras, Traveler explorando el tallo de la batata, sospechando algo, renuncia
humillada a la mandrágora fruto de horca, Alraune, rémoras de infancia. A veces
Traveler hace alusiones a un doble que tiene más suerte que él, y a Talita, no sabe
por qué, no le gusta eso, lo abraza y lo besa inquieta, hace todo lo que puede
para arrancarlo a esas ideas. Entonces se lo lleva a ver a Marilyn Monroe, gran
favorita de Traveler, y-tasca-el-freno de unos celos puramente artísticos en la
oscuridad del cine Presidente Roca.
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Talita no estaba muy segura de que a Traveler lo alegrara la repatriación de
un amigo de la juventud, porque lo primero que hizo Traveler al enterarse de
que el tal Horacio volvía violentamente a la Argentina en el motoscafo Andrea C,
fue soltarle un puntapié al gato calculista del circo y proclamar que la vida era
una pura joda. De todos modos lo fue a esperar al puerto con Talita y con el gato
calculista metido en una canasta. Oliveira salió del galpón de la aduana llevando
una sola y liviana valija, y al reconocer a Traveler levantó las cejas con aire entre
sorprendido y fastidiado.
—Qué decís, che.
—Salú —dijo Traveler, apretándole la mano con una emoción que no había
esperado.
—Mirá —dijo Oliveira— vamos a una parrilla del puerto a comernos unos
chorizos.
—Te presento a mi mujer —dijo Traveler.
Oliveira dijo: «Mucho gusto» y le alargó la mano casi sin mirarla. En seguida
preguntó quién era el gato y por qué lo llevaban en canasta al puerto. Talita,
ofendida por la recepción, lo encontró positivamente desagradable y anunció
que se volvía al circo con el gato.
—Y bueno —dijo Traveler. Ponelo del lado de la ventanilla en el bondi, ya
sabés que no le gusta nada el pasillo. En la parrilla, Oliveira empezó a tomar vino
tinto y a comer chorizos y chinchulines. Como no hablaba gran cosa, Traveler le
contó del circo y de cómo se había casado con Talita. Le hizo un resumen de la
situación política y deportiva del país, deteniéndose especialmente en la
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grandeza y decadencia de Pascualito Pérez. Oliveira dijo que en París se había
cruzado con Fangio y que el chueco parecía dormido. A Traveler le empezó a dar
hambre y pidió unas achuras. Le gustó que Oliveira aceptara con una sonrisa el
primer cigarrillo criollo y que lo fumara apreciativamente. Se internaron juntos
en otro litro de tinto, y Traveler habló de su trabajo, de que no había perdido la
esperanza de encontrar algo mejor, es decir con menos trabajo y más guita, todo
el tiempo esperando que Oliveira le dijese alguna cosa, no sabía qué, un rumbo
cualquiera que los afirmara en ese encuentro después de tanto tiempo.
—Bueno, contá algo —propuso.
—El tiempo —dijo Oliveira— era muy variable, pero de cuando en cuando
había días buenos. Otra cosa: Como muy bien dijo César Bruto, si a París vas en
octubre, no dejes de ver el Louvre. ¿Qué más? Ah, sí, una vez llegué hasta Viena.
Hay unos cafés fenomenales, con gordas que llevan al perro y al marido a comer
strudel.
—Está bien, está bien —dijo Traveler—. No tenés ninguna obligación de
hablar, si no te da la gana.
—Un día se me cayó un terrón de azúcar debajo de la mesa de un café. En
París, no en Viena.
—Para hablar tanto de los cafés no valía la pena que cruzaras el charco.
—A buen entendedor —dijo Oliveira, cortando con muchas precauciones una
tira de chinchulines—. Esto sí que no lo tenés en la Ciudad Luz, che. La de
argentinos que me lo han dicho. Lloran por el bife, y hasta conocí a una señora
que se acordaba con nostalgia del vino criollo. Según ella el vino francés no se
presta para tomarlo con soda.
—Qué barbaridad —dijo Traveler.
—Y por supuesto el tomate y la papa son más sabrosos aquí que en ninguna
parte.
—Se ve —dijo Traveler— que te codeabas con la crema.
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—Una que otra vez. En general no les caían bien mis codos, para aprovechar
tu delicada metáfora. Qué humedad, hermano.
—Ah, eso —dijo Traveler. Te vas a tener que reaclimatar.
En esa forma siguieron unos veinticinco minutos.
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Por supuesto Oliveira no iba a contarle a Traveler que en la escala de
Montevideo había andado por los barrios bajos, preguntando y mirando,
tomándose un par de cañas para hacer entrar en confianza a algún morocho. Y
que nada, salvo que había un montón de edificios nuevos y que en el puerto,
donde había pasado la última hora antes de que zarpara el Andrea C, el agua
estaba llena de pescados muertos flotando panza arriba, y entre los pescados uno
que otro preservativo ondulando despacito en el agua grasienta. No quedaba
más que volverse al barco, pensando que a lo mejor Lucca, que a lo mejor
realmente había sido Lucca o Perugia. Y todo tan al divino cohete.
Antes de desembarcar en la mamá patria, Oliveira había decidido que todo lo
pasado no era pasado y que solamente una falacia mental como tantas otras
podía permitir el fácil expediente de imaginar un futuro abonado por los juegos
ya jugados. Entendió (solo en la proa, al amanecer, en la niebla amarilla de la
rada) que nada había cambiado si él decidía plantarse, rechazar las soluciones de
facilidad. La madurez, suponiendo que tal cosa existiese, era en último término
una hipocresía. Nada estaba maduro, nada podía ser más natural que esa mujer
con un gato en una canasta, esperándolo al lado de Manolo Traveler, se pareciera
un poco a esa otra mujer que (pero de qué le había servido andar por los barrios
bajos de Montevideo, tomarse un taxi hasta el borde del Cerro, consultando
viejas direcciones reconstruidas por una memoria indócil). Había que seguir, o
recomenzar o terminar: todavía no había puente. Con una valija en la mano,
enderezó para el lado de una parrilla del puerto, donde una noche alguien medio
curda le había contado anécdotas del payador Betinoti, y de cómo cantaba aquel
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vals: Mi diagnóstico es sencillo: / Sé que no tengo remedio. La idea de la palabra
diagnóstico metida en un vals le había parecido irresistible a Oliveira, pero ahora
se repetía los versos con un aire sentencioso, mientras Traveler le contaba del
circo, de K.O. Lausse y hasta de Juan Domingo Perón.
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Se dio cuenta de que la vuelta era realmente la ida en más de un sentido. Ya
vegetaba con la pobre y abnegada Gekrepten en una pieza de hotel frente a la
pensión «Sobrales» donde revistaban los Traveler. Les iba muy bien, Gekrepten
estaba encantada, cebaba unos mates impecables, y aunque hacía pésimamente el
amor y la pasta asciutta, tenía otras relevantes cualidades domésticas y le dejaba
todo el tiempo necesario para pensar en lo de la ida y la vuelta, problema que lo
preocupaba en los intervalos de un corretaje de cortes de gabardina. Al principio
Traveler le había criticado su manía de encontrarlo todo mal en Buenos Aires, de
tratar a la ciudad de puta encorsetada, pero Oliveira les explicó a él y a Talita que
en esas críticas había una cantidad tal de amor que solamente dos tarados como
ellos podían malentender sus denuestos. Acabaron por darse cuenta de que tenía
razón, que Oliveira no podía reconciliarse hipócritamente con Buenos Aires, y
que ahora estaba mucho más lejos del país que cuando andaba por Europa. Sólo
las cosas simples y un poco viejas lo hacían sonreír: el mate, los discos de De
Caro, a veces el puerto por la tarde. Los tres andaban mucho por la ciudad,
aprovechando que Gekrepten trabajaba en una tienda, y Traveler espiaba en
Oliveira los signos del pacto ciudadano, abonando entre tanto el terreno con
enormes cantidades de cerveza. Pero Talita era más intransigente (característica
propia de la indiferencia) y exigía adhesiones a corto plazo: la pintura de
Clorindo Testa, por ejemplo, o las películas de Torre Nilsson. Se armaban
terribles discusiones sobre Bioy Casares, David Viñas, el padre Castellani,
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Manauta y la política de YPF. Talita acabó por entender que a Oliveira le daba
exactamente lo mismo estar en Buenos Aires que en Bucarest, y que en realidad
no había vuelto sino que lo habían traído. Por debajo de los temas de discusión
circulaba siempre un aire patafísico, la triple coincidencia en una histriónica
búsqueda de puntos de mira que excentraran al mirador o a lo mirado. A fuerza
de pelear, Talita y Oliveira empezaban a respetarse. Traveler se acordaba del
Oliveira de los veinte años y le dolía el corazón, aunque a lo mejor eran los gases
de la cerveza.
—Lo que a vos te ocurre es que no sos un poeta —decía Traveler—. No sentís
como nosotros a la ciudad como una enorme panza que oscila lentamente bajo el
cielo, una araña enormísima con las patas en San Vicente, en Burzaco, en
Sarandí, en el Palomar, y las otras metidas en el agua, pobre bestia, con lo sucio
que es este río.
—Horacio es un perfeccionista —lo compadecía Talita que ya había agarrado
confianza—. El tábano sobre el noble caballo. Debías aprender de nosotros, que
somos unos porteños humildes y sin embargo sabemos quién es Pieyre de
Mandiargues.
—Y por las calles —decía Traveler, entornando los ojos— pasan chicas de ojos
dulces y caritas donde el arroz con leche y Radio El Mundo han ido dejando
como un talco de amable tontería.
—Sin contar las mujeres emancipadas e intelectuales que trabajan en los circos
—decía modestamente Talita.
—Y los especialistas en folklore canyengue, como un servidor. Haceme
acordar en casa que te lea la confesión de Ivonne Guitry, viejo, es algo grande.
—A propósito, manda decir la señora de Gutusso que si no le devolvés la
antología de Gardel te va a rajar una maceta en el cráneo —informó Talita.
—Primero le tengo que leer la confesión a Horacio. Que se espere, vieja de
mierda.
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—¿La señora de Gutusso es esa especie de catoblepas que se la pasa hablando
con Gekrepten? —preguntó Oliveira.
—Sí, esta semana les toca ser amigas. Ya vas a ver dentro de unos días,
nuestro barrio es así.
—Plateado por la luna —dijo Oliveira.
—Es mucho mejor que tu Saint-Germain-des-Prés -lijo Talita.
—Por supuesto —dijo Oliveira, mirándola. Tal vez, entornando un poco los
ojos... Y esa manera de pronunciar el francés, esa manera, y si él entrecerraba los
ojos. (Farmacéutica, lástima.)
Como les encantaba jugar con las palabras, inventaron en esos días los juegos
en el cementerio, abriendo por ejemplo el de Julio Casares en la página 558 y
jugando con la hallulla, el hámago, el halieto, el haloque, el hamez, el harambel,
el harbullista, el harca y la harija. En el fondo se quedaban un poco tristes
pensando en posibilidades malogradas por el carácter argentino y el pasoimplacable-
del-tiempo. A propósito de farmacéutica Traveler insistía en que se
trataba del gentilicio de una nación sumamente merovingia, y entre él y Oliveira
le dedicaron a Talita un poema épico en el que las hordas farmacéuticas invadían
Cataluña sembrando el terror, la piperina y el eléboro. La nación farmacéutica,
de ingentes caballos. Meditación en la estepa farmacéutica. Oh emperatriz de los
farmacéuticos, ten piedad de los afofados, los afrontilados, los agalbanados y los
aforados que se afufan.
Mientras Traveler se lo trabajaba de a poco al Director para que lo hiciera
entrar a Oliveira en el circo, el objeto de esos desvelos tomaba mate en la pieza y
se ponía desganadamente al día en materia de literatura nacional. Entregado a
esas tareas se descolgaron los grandes calores, y la venta de cortes de gabardina
mermó considerablemente. Empezaron las reuniones en el patio de don Crespo,
que era amigo de Traveler y le alquilaba piezas a la señora de Gutusso y a otras
damas y caballeros. Favorecido por la ternura de Gekrepten, que lo mimaba
como a un chico, Oliveira dormía hasta no poder más y en los intervalos lúcidos
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miraba a veces un librito de Crevel que había aparecido en el fondo de la valija, y
tomaba un aire de personaje de novela rusa. De esa fiaca tan metódica no podía
resultar nada bueno, y él confiaba vagamente en eso, en que entrecerrando los
ojos se vieran algunas cosas mejor dibujadas, de que durmiendo se le aclararan
las meninges. Lo del circo andaba muy mal, el Director no quería saber nada de
otro empleado. A la nochecita, antes de constituirse en el empleo, los Traveler
bajaban a tomar mate con don Crespo, y Oliveira caía también y escuchaban
discos viejos en un aparato que andaba por milagro, que es como deben
escucharse los discos viejos. A veces Talita se sentaba frente a Oliveira para hacer
juegos con el cementerio, o desafiarse a las preguntas-balanza que era otro juego
que habían inventado con Traveler y que los divertía mucho. Don Crespo los
consideraba locos y la señora de Gutusso estúpidos.
—Nunca hablás de aquello —decía a veces Traveler, sin mirar a Oliveira. Era
más fuerte que él; cuando se decidía a interrogarlo tenía que desviar los ojos y
tampoco sabía por qué pero no podía nombrar a la. capital de Francia, decía
«aquello» como una madre que se pela el coco inventando nombre inofensivos
para las partes pudendas de los nenes, cositas de Dios.
—Ningún interés —contestaba Oliveira—. Andá a ver si no me crees.
Era la mejor manera de hacer rabiar a Traveler, nómade fracasado. En vez de
insistir, templaba su horrible guitarra de Casa América y empezaba con los
tangos. Talita miraba de reojo a Oliveira, un poco resentida. Sin decirlo nunca
demasiado claramente, Traveler le había metido en la cabeza que Oliveira era un
tipo raro, y aunque eso estaba a la vista la rareza debía ser otra, andar por otra
parte. Había noches en que todo el mundo estaba como esperando algo. Se
sentían muy bien juntos, pero eran como una cabeza de tormenta. En esas
noches, si abrían el cementerio les caían cosas como cisco, cisticerco, ¡cito!, cisma,
cístico y cisión. Al final se iban a la cama con un malhumor latente, y soñaban
toda la noche con cosas divertidas y agradables, lo que más bien era un
contrasentido.
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A Oliveira el sol le daba en la cara a partir de las dos de la tarde. Para colmo
con ese calor se le hacía muy difícil enderezar clavos martillándolos en una
baldosa (cualquiera sabe lo peligroso que es enderezar un clavo a martillazos,
hay un momento en que el clavo está casi derecho, pero cuando se lo martilla
una vez más da media vuelta y pellizca violentamente los dedos que lo sujetan;
es algo de una perversidad fulminante), martillándolos empecinadamente en una
baldosa (pero cualquiera sabe que) empecinadamente en una baldosa (pero
cualquiera) empecinadamente.
«No queda ni uno derecho», pensaba Oliveira, mirando los clavos
desparramados en el suelo. «Y a esta hora la ferretería está cerrada, me van a
echar a patadas si golpeo para que me vendan treinta guitas de clavos. Hay que
enderezarlos, no hay remedio.»
Cada vez que conseguía enderezar a medias un clavo, levantaba la cabeza en
dirección a la ventana abierta y silbaba para que Traveler se asomara. Desde su
cuarto veía muy bien una parte del dormitorio, y algo le decía que Traveler
estaba en el dormitorio, probablemente acostado con Talita. Los Traveler
dormían mucho de día, no tanto por el cansancio del circo sino por un principio
de fiaca que Oliveira respetaba. Era penoso despertar a Traveler a las dos y
media de la tarde, pero Oliveira tenía ya amoratados los dedos con que sujetaba
los clavos, la sangre machucada empezaba a extravasarse, dando a los dedos un
aire de chipolatas mal hechas que era realmente repugnante. Más se los miraba,
más sentía la necesidad de despertar a Traveler. Para colmo tenía ganas de
matear y se le había acabado la yerba: es decir, le quedaba yerba para medio
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mate, y convenía que Traveler o Talita le tiraran la cantidad restante metida en
un papel y con unos cuantos clavos de lastre para embocar la ventana. Con
clavos derechos y yerba la siesta sería más tolerable.
«Es increíble lo fuerte que silbo», pensó Oliveira, deslumbrado. Desde el piso
de abajo, donde había un clandestino con tres mujeres y una chica para los
mandados, alguien lo parodiaba con un contrasilbido lamentable, mezcla de
pava hirviendo y chiflido desdentado. A Oliveira le encantaba la admiración y la
rivalidad que podía suscitar su silbido; no lo malgastaba, reservándolo para las
ocasiones importantes. En sus horas de lectura, que se cumplían entre la una y
las cinco de la madrugada, pero no todas las noches, había llegado a la
desconcertante conclusión de que el silbido no era un tema sobresaliente en la
literatura. Pocos autores hacían silbar a sus personajes. Prácticamente ninguno.
Los condenaban a un repertorio bastante monótono de elocuciones (decir,
contestar, cantar, gritar, balbucear, bisbisar, proferir, susurrar, exclamar y
declamar) pero ningún héroe o heroína coronaba jamás un gran momento de sus
epopeyas con un real silbido de esos que rajan los vidrios. Los squires ingleses
silbaban para llamar a sus sabuesos, y algunos personajes dickensianos silbaban
para conseguir un cab. En cuanto a la literatura argentina silbaba poco, lo que era
una vergüenza. Por eso aunque Oliveira no había leído a Cambaceres, tendía a
considerarlo como un maestro nada más que por sus títulos; a veces imaginaba
una continuación en la que el silbido se iba adentrando en la Argentina visible e
invisible, la envolvía en su piolín reluciente y proponía a la estupefacción
universal ese matambre arrollado que poco tenía que ver con la versión áulica de
las embajadas y el contenido del rotograbado dominical y digestivo de los
Gainza Mitre Paz, y todavía menos con los altibajos de Boca Juniors y los cultos
necrofílicos de la baguala y el barrio de Boedo. «La puta que te parió» (a un
clavo), «no me dejan siquiera pensar tranquilo, carajo». Por lo demás esas
imaginaciones le repugnaban por lo fáciles, aunque estuviera convencido de que
a la Argentina había que agarrarla por el lado de la vergüenza, buscarle el rubor
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escondido por un siglo de usurpaciones de todo género como tan bien
explicaban sus ensayistas, y para eso lo mejor era demostrarle de alguna manera
que no se la podía tomar en serio como pretendía. ¿Quién se animaría a ser el
bufón que desmontara tanta soberanía al divino cohete? ¿Quién se le reiría en la
cara para verla enrojecer y acaso, alguna vez, sonreír como quien encuentra y
reconoce? Che, pero pibe, qué manera de estropearse el día. A ver si ese clavito
se resistía menos que los otros, tenía un aire bastante dócil.
«Qué frío bárbaro hace», se dijo Oliveira que creía en la eficacia de la
autosugestión. El sudor le chorreaba desde el pelo a los ojos, era imposible
sostener un clavo con la torcedura hacia arriba porque el menor golpe del
martillo lo hacía resbalar en los dedos empapados (de frío) y el clavo volvía a
pellizcarlo y a amoratarle (de frío) los dedos. Para peor el sol empezaba a dar de
lleno en la pieza (era la luna sobre las estepas cubiertas de nieve, y él silbaba para
azuzar a los caballos que impulsaban su tarantás), a las tres no quedaría un solo
rincón sin nieve, se iba a helar lentamente hasta que lo ganara la somnolencia tan
bien descrita y hasta provocada en los relatos eslavos, y su cuerpo quedara
sepultado en la blancura homicida de las lívidas flores del espacio. Estaba bien
eso: las lívidas flores del espacio. En ese mismo momento se pegó un martillazo
de lleno en el dedo pulgar. El frío que lo invadió fue tan intenso que tuvo que
revolcarse en el suelo para luchar contra la rigidez de la congelación. Cuando por
fin consiguió sentarse, sacudiendo la mano en todas direcciones, estaba
empapado de pies a cabeza, probablemente de nieve derretida o de esa ligera
llovizna que alterna con las lívidas flores del espacio y refresca la piel de los
lobos.
Traveler se estaba atando el pantalón del piyama y desde su ventana veía
muy bien la lucha de Oliveira contra la nieve y la estepa. Estuvo por darse vuelta
y contarle a Talita que Oliveira se revolcaba por el piso sacudiendo una mano,
pero entendió que la situación revestía cierta gravedad y que era preferible
seguir siendo un testigo adusto e impasible.
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—Por fin salís, qué joder —dijo Oliveira—. Te estuve silbando media hora.
Mirá la mano cómo la tengo machucada.
—No será de vender cortes de gabardina —dijo Traveler.
—De enderezar clavos, che. Necesito unos clavos derechos y un poco de
yerba.
—Es fácil —dijo Traveler. Esperá.
—Armá un paquete y me lo tirás.
—Bueno —dijo Traveler. Pero ahora que lo pienso me va a dar trabajo ir hasta
la cocina.
—¿Porqué? —dijo Oliveira—. No está tan lejos.
—No, pero hay una punta de piolines con ropa tendida y esas cosas.
—Pará por debajo —sugirió Oliveira—. A menos que los cortes. El chicotazo
de una camisa mojada en las baldosas es algo inolvidable. Si querés te tiro el
cortaplumas. Te juego a que lo clavo en la ventana. Yo de chico clavaba un
cortaplumas en cualquier cosa y a diez metros.
—Lo malo en vos —dijo Traveler— es que cualquier problema lo retrotraés a
la infancia. Ya estoy harto de decirte que leas un poco a Jung, che. Y mirá que la
tenés con el cortaplumas ese, cualquiera diría que es un arma interplanetaria. No
se te puede hablar de nada sin que saques a relucir el cortaplumas. Decime qué
tiene que ver eso con un poco de yerba y unos clavos.
—Vos no seguiste el razonamiento —dijo Oliveira, ofendido—. Primero
mencioné la mano machucada, y después pasé a los clavos. Entonces vos me
antepusiste que unas piolas no te dejaban ir a la cocina, y era bastante lógico que
las piolas me llevaran a pensar en el cortaplumas. Vos deberías leer a Edgar Poe,
che. A pesar de las piolas no tenés hilación, eso es lo que te pasa.
Traveler se acodó en la ventana y miro la calle. La poca sombra se aplastaba
contra el adoquinado, y a la altura del primer piso empezaba la materia solar, un
arrebato amarillo que manoteaba para todos lados y le aplastaba literalmente la
cara a Oliveira.
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—Vos de tarde estás bastante jodido con ese sol —dijo Traveler.
—No es sol —dijo Oliveira—. Te podrías dar cuenta de que es la luna y de que
hace un frío espantoso. Esta mano se me ha amoratado por exceso de
congelación. Ahora empezará la gangrena, y dentro de unas semanas me estarás
llevando gladiolos a la quinta del ñato.
—¿La luna? —dijo Traveler, mirando hacia arriba—. Lo que te voy a tener que
llevar es toallas mojadas a Vieytes.
—Allí lo que más se agradece son los Particulares livianos —dijo Oliveira—.
Vos abundás en incongruencias, Manú.
—Te he dicho cincuenta veces que no me llames Manú.
—Talita te llama Manú —dijo Oliveira, agitando la mano como si quisiera
desprenderla del brazo.
—Las diferencias entre vos y Talita —dijo Traveler son de las que se ven
palpablemente. No entiendo porqué tenés que asimilar su vocabulario. Me
repugnan los cangrejos ermitaños, las simbiosis en todas sus formas, los líquenes
y demás parásitos.
—Sos de una delicadeza que me parte literalmente el alma —dijo Oliveira.
—Gracias. Estábamos en que yerba y clavos. ¿Para qué querés los clavos?
—Todavía no sé —dijo Oliveira, confuso—. En realidad saqué la lata de clavos
y descubrí que estaban todos torcidos. Los empecé a enderezar, y con este frío, ya
ves... Tengo la impresión de que en cuanto tenga clavos bien derechos voy a
saber para qué los necesito.
—Interesante —dijo Traveler, mirándolo fijamente—. A veces te pasan cosas
curiosas a vos. Primero los clavos y después la finalidad de los clavos. Sería una
lección para más de cuatro, viejo.
—Vos siempre me comprendiste —dijo Oliveira—. Y la yerba, como te
imaginarás, la quiero para cebarme unos amargachos.
—Está bien —dijo Traveler. Esperame. Si tardo mucho podés silbar, a Talita le
divierte tu silbido.
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Sacudiendo la mano, Oliveira fue hasta el lavatorio y se echó agua por la cara
y el pelo. Siguió mojándose hasta empaparse la camiseta, y volvió al lado de la
ventana para aplicar la teoría según la cual el sol que cae sobre un trapo mojado
provoca una violenta sensación de frío. «Pensar que me moriré», se dijo Oliveira,
«sin haber visto en la primera página del diario la noticia de las noticias: ¡SE
CAYÓ LA TORRE DE PISA! Es triste, bien mirado».
Empezó a componer titulares, cosa que siempre ayudaba a pasar el tiempo. SE
LE ENREDA LA LANA DEL TEJIDO Y PERECE ASFIXIADA EN LANÚS
OESTE. Contó hasta doscientos sin que se le ocurriera otro titular pasable.
—Me voy a tener que mudar —murmuró Oliveira—. Esta pieza es
enormemente chica. Yo ¡en realidad tendría que entrar en el circo de Manú y
vivir con ellos. ¡¡La yerba!! Nadie contestó.
—La yerba —dijo suavemente Oliveira—. La yerba, che. No me hagás eso,
Manú. Pensar que podríamos charlar de ventana a ventana, con vos y Talita, y a
lo mejor venía la señora de Gutusso o la chica de los mandados, y hacíamos
juegos en el cementerio y otros juegos.
«Después de todo», pensó Oliveira, «los juegos en el cementerio los puedo
hacer yo solo».
Fue a buscar el diccionario de la Real Academia Española, en cuya tapa la
palabra Real había sido encarnizadamente destruida a golpes de gillete, lo abrió
al azar y preparó para Manú el siguiente juego en el cementerio.
«Hartos del cliente y de sus cleonasmos, le sacaron el clíbano y el clípeo y le
hicieron tragar una clica. Luego le aplicaron un clistel clínico en la cloaca, aunque
clocaba por tan clivoso ascenso de agua mezclada con clinopodio, revolviendo
los clisos como clerizón clorótico.»
—Joder —Edijo admirativamente Oliveira. Pensó que también joder podía
servir como punto de arranque, pero lo decepcionó descubrir que no figuraba en
el cementerio; en cambio en el jonuco estaban jonjobando dos jobs, ansiosos por
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joparse; lo malo era que el jorbín los había jomado jitándolos como jocós
apestados.
«Es realmente la necrópolis», pensó. «No entiendo cómo a esta porquería le
dura la encuadernación.»
Se puso a escribir otro juego, pero no le salía. Decidió probar los diálogos
típicos y buscó el cuaderno donde los iba escribiendo después de inspirarse en el
subterráneo, los cafés y los bodegones. Tenía casi terminado un diálogo típico de
españoles y le dio algunos toques más, no sin echarse antes un jarro de agua en
la camiseta.
DIALOGO TIPICO DE ESPAÑOLES
López.— Yo he vivido un año entero en Madrid. Verá usted, era en 1925, y...
Pérez.— ¿En Madrid? Pues precisamente le decía yo ayer al doctor García...
López.— De 1925 a 1926, en que fui profesor de literatura en la Universidad.
Pérez.— Le decía yo: «Hombre, todo el que haya vivido en Madrid sabe lo que es
eso.»
López.— Una cátedra especialmente creada para mí para que pudiera dictar
mis cursos de Literatura.
Pérez.— Exacto, exacto. Pues ayer mismo le decía yo al doctor García, que es
muy amigo mío...
López.— Y claro, cuando se ha vivido allí más de un ano, uno sabe muy bien
que el nivel de los estudios deja mucho que desear.
Pérez.— Es un hijo de Paco García, que fue ministro de Comercio, y que criaba
toros.
López.— Una vergüenza, créame usted, una verdadera vergüenza.
Pérez.—Sí, hombre, ni qué hablar. Pues este doctor García...
Oliveira estaba ya un poco aburrido del diálogo, y cerró el cuaderno. «Shiva»,
pensó bruscamente. «Oh bailarín cósmico, cómo brillarías, bronce infinito, bajo
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este sol. ¿Por qué pienso en Shiva? Buenos Aires. Uno vive. Manera tan rara. Se
acaba por tener una enciclopedia. De qué te sirvió el verano, oh ruiseñor. Claro
que peor sería especializarse y pasar cinco años estudiando el comportamiento
del acridio. Pero mirá qué lista increíble, pibe, mirame un poco esto...»
Era un papelito amarillo, recortado de un documento de carácter vagamente
internacional. Alguna publicación de la Unesco o cosa así, con los nombres de los
integrantes de cierto Consejo de Birmania. Oliveira empezó a regodearse con la
lista y no pudo resistir a la tentación de sacar un lápiz y escribir la jitanjáfora
siguiente:
U Nu,
U Tin,
Mya Bu,
Thado Thiri Thudama U E Maung,
Sithu U Cho,
Wunna Kyaw Htin U Khin Zaw,
Wunna Kyaw Htin U Thein Han,
Wunna Kyaw Htin U Myo Min,
Thiri Pyanchi U Thant,
Thado Maba Thray Sithu U Chan Htoon.
«Los tres Wunna Kyaw Htin son un poco monótonos», se dijo mirando los
versos. «Debe significar algo como ‘Su excelencia el Honorabilísimo’. Che, qué
bueno es lo de Thiri Pyanchi U Thant, es lo que suena mejor. ¿Y cómo se
pronunciará Htoon?»
—Salú —dijo Traveler.
—Salú —dijo Oliveira—. Qué frío hace, che.
—Disculpa si te hice esperar. Vos sabés, los clavos...
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—Seguro —dijo Oliveira—. Un clavo es un clavo, sobre todo si está derecho.
¿Hiciste un paquete?
—No —dijo Traveler, rascándose una tetilla—. Qué barbaridad de día, che, es
como fuego.
—Avisa —dijo Oliveira tocándose la camiseta completamente seca—. Vos sos
como la salamandra, vivís en un mundo de perpetua piromanía. ¿Trajiste la
yerba?
—No —dijo Traveler—. Me olvidé completamente de la yerba. Tengo nada
más que los clavos.
—Bueno, andá buscala, me hacés un paquete y me lo revoleás.
Traveler miró su ventana, después la calle, y por último la ventana de
Oliveira.
—Va a ser peliagudo —dijo—. Vos sabés que yo nunca emboco un tiro,
aunque sea a dos metros. En el circo me han tomado el pelo veinte veces.
—Pero si es casi como si me lo alcanzaras —dijo Oliveira.
—Vos decís, vos decís, y después los clavos le caen en la cabeza a uno de
abajo y se arma un lío.
—Tirame el paquete y después hacemos juegos en el cementerio —dijo
Oliveira.
—Sería mejor que vinieras a buscarlo.
—¿Pero vos estás loco, pibe? Bajar tres pisos, cruzar por entre el hielo y subir
otros tres pisos, eso no se hace ni en la cabaña del tío Tom.
—No vas a pretender que sea yo el que practique ese andinismo vespertino.
—Lejos de mí tal intención —dijo virtuosamente Oliveira.
—Ni que vaya a buscar un tablón a la antecocina para fabricar un puente.
—Esa idea —dijo Oliveira— no es mala del todo, aparte de que nos serviría
para ir usando los clavos, vos de tu lado y yo del mío.
—Bueno, esperá —dijo Traveler, y desapareció.
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Oliveira se quedó pensando en un buen insulto para aplastar a Traveler en la
primera oportunidad. Después de consultar el cementerio y echarse un jarro de
agua en la camiseta se apostó a pleno sol en la ventana. Traveler no tardó en
llegar arrastrando un enorme tablón, que sacó poco a poco por la ventana. Recién
entonces Oliveira se dio cuenta de que Talita sostenía también el tablón, y la
saludó con un silbido. Talita tenía puesta una salida de baño verde, lo bastante
ajustada como para dejar ver que estaba desnuda.
—Qué secante sos —dijo Traveler, bufando—. En qué líos nos metés.
Oliveira vio su oportunidad.
—Callate, miriápodo de diez a doce centímetros de largo, con un par de patas
en cada uno de los veintiún anillos en que tiene dividido el cuerpo, cuatro ojos y
en la boca mandibulillas córneas y ganchudas que al morder sueltan un veneno
muy activo —dijo de un tirón.
—Mandibulillas —comentó Traveler—. Vos fijate las palabras que profiere.
Che, si sigo sacando el tablón por la ventana va a llegar un momento en que la
fuerza de gravedad nos va a mandar al diablo a Talita y a mí:
—Ya veo —dijo Oliveira— pero considerá que la punta del tablón está
demasiado lejos para que yo pueda agarrarlo.
—Estirá un poco las mandibulillas —dijo Traveler.
—No me da el cuero, che. Además sabés muy bien que sufro de horror vacuis.
Soy una caña pensante de buena ley.
—La única caña que te conozco es paraguaya —dijo Traveler furioso—. Yo
realmente no sé qué vamos a hacer, este tablón empieza a pesar demasiado, ya
sabés que el peso es una cosa relativa. Cuando lo trajimos era livianísimo, claro
que no le daba el sol como ahora.
—Volvé a meterlo en la pieza —dijo Oliveira, suspirando—. Lo mejor va a ser
esto: Yo tengo otro tablón, no tan largo pero en cambio más ancho. Le pasamos
una soga haciendo un lazo, y atamos los dos tablones por la mitad. El mío yo lo
sujeto a la cama, vos hacés como te parezca.
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—El nuestro va a ser mejor calzarlo en un cajón de la cómoda —dijo Talita—.
Mientras traés el tuyo, nosotros nos preparamos.
«Qué complicados son», pensó Oliveira yendo a buscar el tablón que estaba
parado en el zaguán, entre la puerta de su pieza y la de un turco curandero. Era
un tablón de cedro, muy bien cepillado pero con dos o tres nudos que se le
habían salido. Oliveira pasó un dedo por un agujero, observó cómo salía por el
otro lado, y se preguntó si los agujeros servirían para pasar la soga. El zaguán
estaba casi a oscuras (pero era más bien la diferencia entre la pieza asoleada y la
sombra) y en la puerta del turco había una silla donde se desbordaba una señora
de negro. Oliveira la saludó desde detrás del tablón, que había enderezado y
sostenía como un inmenso (e ineficaz) escudo.
—Buenas tardes, don —dijo la señora de negro—. Qué calor que hace.
—Al contrario, señora —dijo Oliveira—. Hace mas bien un frío horrible.
—No sea chistoso, señor —dijo la señora—. Más respeto con los enfermos.
—Pero si usted no tiene nada, señora.
—¿Nada? ¿Cómo se atreve?
«Esto es la realidad», pensó Oliveira, sujetando el tablón y mirando a la
señora de negro. «Esto que acepto a cada momento como la realidad y que no
puede ser, no puede ser.»
—No puede ser —dijo Oliveira.
—Retírese, atrevido —dijo la señora—. Le debía dar vergüenza salir a esta
hora en camiseta.
—Es Masllorens, señora —dijo Oliveira.
—Asqueroso —dijo la señora.
«Esto que creo la realidad», pensó Oliveira, acariciando el tablón, apoyándose
en él. «Esta vitrina arreglada, iluminada por cincuenta o sesenta siglos de manos,
de imaginaciones, de compromisos, de pactos, de secretas libertades.»
—Parece mentira que peine canas —decía la señora de negro.
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«Pretender que uno es el centro», pensó Oliveira, apoyándose más
cómodamente en el tablón. «Pero es incalculablemente idiota. Un centro tan
ilusorio como lo sería pretender la ubicuidad. No hay centro, hay una especie de
confluencia continua, de ondulación de la materia. A lo largo de la noche yo soy
un cuerpo inmóvil, y del otro lado de la ciudad un rollo de papel se está
convirtiendo en el diario de la mañana, y a las ocho y cuarenta yo saldré de casa
y a las ocho y veinte el diario habrá llegado al kiosko de la esquina, y a las ocho y
cuarenta y cinco mi mano y el diario se unirán y empezarán a moverse juntos en
el aire, a un metro del suelo, camino del tranvía...»
—Y don Bunche que no la termina más con el otro enfermo —dijo la señora de
negro.
Oliveira levantó el tablón y lo metió en su pieza. Traveler le hacía señas para
que se apurara, y para tranquilizarlo le contestó con dos silbidos estridentes. La
soga estaba encima del ropero, había que arrimar una silla y subirse.
—Si te apuraras un poco —dijo Traveler.
—Ya está, ya está —dijo Oliveira, asomándose a la ventana—. ¿Tu tablón está
bien sujeto, che?
—Lo calzamos en un cajón de la cómoda, y Talita le metió encima la
Enciclopedia Autodidáctica Quillet.
—No está mal —dijo Oliveira—. Yo al mío le voy a poner la memoria anual
del Statens Psykologisk-Pedagogiska Institut, que le mandan a Gekrepten no se sabe
por qué.
—Lo que no veo es cómo los vamos a ensamblar —dijo Traveler, empezando
a mover la cómoda para que el tablón saliera poco a poco por la ventana.
—Parecen dos jefes asirios con los arietes que derribaban las murallas —dijo
Talita que no en vano era dueña de la enciclopedia—. ¿Es alemán ese libro que
dijiste?
—Sueco, burra —dijo Oliveira—. Trata de cosas tales como la Mentalhygieniska
synpunkter i Förskoleundervisning. Son palabras espléndidas, dignas de este mozo
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Snorri Sturlusson tan mencionado en la literatura argentina. Verdaderos
pectorales de bronce, con la imagen talismánica del halcón.
—Los raudos torbellinos de Noruega —dijo Traveler.
—¿Vos realmente sos un tipo culto o solamente la embocás? —preguntó
Oliveira con cierto asombro.
—No te voy a decir que el circo no me lleve tiempo —dijo Traveler— pero
siempre queda un rato para abrocharse una estrella en la frente. Esta frase de la
estrella me sale siempre que hablo del circo, por pura contaminación. ¿De dónde
la habré sacado? ¿Vos tenés alguna idea, Talita? —No —dijo Talita, probando la
solidez del tablón—. Probablemente de alguna novela portorriqueña.
—Lo que más me molesta es que en el fondo yo sé dónde he leído eso.
—¿Algún clásico? —insinuó Oliveira.
—Ya no me acuerdo de qué trataba —dijo Traveler pero era un libro
inolvidable.
—Se nota —dijo Oliveira.
—El tablón nuestro está perfecto —dijo Talita—. Ahora que no sé cómo vas a
hacer para sujetarlo al tuyo.
Oliveira acabó de desenredar la soga, la cortó en dos, y con una mitad ató el
tablón al elástico de la cama. Apoyando el extremo del tablón en el borde de la
ventana, corrió la cama y el tablón empezó a hacer palanca en el antepecho,
bajando poco a poco hasta posarse sobre el de Traveler, mientras los pies de la
cama subían unos cincuenta centímetros. «Lo malo es que va a seguir subiendo
en cuanto alguien quiera pasar por el puente», pensó Oliveira preocupado. Se
acercó al ropero y empezó a empujarlo en dirección a la cama.
—¿No tenés bastante apoyo? —preguntó Talita, que se había sentado en el
borde de su ventana, y miraba hacia la pieza de Oliveira.
—Extrememos las precauciones —dijo Oliveira— para evitar algún sensible
accidente.
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Empujó el ropero hasta dejarlo al lado de la cama, y lo tumbó poco a poco.
Talita admiraba la fuerza de Oliveira casi tanto como la astucia y las invenciones
de Traveler. «Son realmente dos gliptodontes», pensaba enternecida. Los
períodos antediluvianos siempre le habían parecido refugio de sapiencia.
El ropero tomó velocidad y cayó violentamente sobre la cama, haciendo
temblar el piso. Desde abajo subieron gritos, y Oliveira pensó que el turco de al
lado debía estar juntando una violenta presión shamánica. Acabó de acomodar el
ropero y montó a caballo en el tablón, naturalmente que del lado de adentro de
la ventana.
Ahora va a resistir cualquier peso enunció—. No habrá tragedia, para
desencanto de las chicas de abajo que tanto nos quieren. Para ellas nada de esto
tiene sentido hasta que alguien se rompe el alma en la calle. La vida, que le dicen.
—¿No empatillás los tablones con tu soga? —preguntó Traveler.
—Mirá —dijo Oliveira—. Vos sabés muy bien que a mí el vértigo me ha
impedido escalar posiciones. El solo nombre del Everest es como si me pegaran
un tirón en las verijas.
Aborrezco a mucha gente pero a nadie como al sherpa Tensing, creéme.
—Es decir que nosotros vamos a tener que sujetar los tablones —dijo Traveler.
—Viene a ser eso —concedió Oliveira, encendiendo un 43.
—Vos te das cuenta —le dijo Traveler a Talita—. Pretende que te arrastres
hasta el medio del puente y ates la soga.
—¿Yo? —dijo Talita.
—Bueno, ya lo oíste.
—Oliveira no dijo que yo tenía que arrastrarme hasta el medio del puente.
—No lo dijo pero se deduce. Aparte de que es más elegante que seas vos la
que le alcance la yerba.
—No voy a saber atar la soga —dijo Talita—. Oliveira y vos saben hacer
nudos, pero a mí se me desatan en seguida. Ni siquiera llegan a atarse.
—Nosotros te daremos las instrucciones —condescendió Traveler.
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Talita se ajustó la salida de baño y se quitó una hebra que le colgaba de un
dedo. Tenía necesidad de suspirar, pero sabía que a Traveler lo exasperaban los
suspiros.
—¿Vos realmente querés que sea yo la que le lleve la yerba a Oliveira? —dijo
en voz baja.
—¿Qué están hablando, che? —dijo Oliveira, sacando la mitad del cuerpo por
la ventana y apoyando las dos manos en su tablón. La chica de los mandados
había puesto una silla en la vereda y los miraba. Oliveira la saludó con una
mano. «Doble fractura del tiempo y el espacio», pensó. «La pobre da por
supuesto que estamos locos, y se prepara a una vertiginosa vuelta a la
normalidad. Si alguien se cae la sangre la va a salpicar, eso es seguro. Y ella no
sabe que la sangre la va a salpicar, no sabe que ha puesto ahí la silla para que la
sangre la salpique, y no sabe que hace diez minutos le dio una crisis de tedium
vitae en plena antecocina, nada más que para vehicular el traslado de la silla a la
vereda. Y que el vaso de agua que bebió a las dos y veinticinco estaba tibio y
repugnante para que el estómago, centro del humor vespertino, le preparara el
ataque de tedium vitae que tres pastillas de leche de magnesia Phillips hubieran
yugulado perfectamente; pero esto último ella no tenía que saberlo, ciertas cosas
desencadenantes o yugulantes sólo pueden ser sabidas en un plano astral, por
usar esa terminología inane.»
—No hablamos de nada —decía Traveler. Vos prepará la soga.
—Ya está, es una soga macanuda. Dale, Talita, yo te la alcanzo desde aquí.
Talita se puso a caballo en el tablón y avanzó unos cinco centímetros,
apoyando las dos manos y levantando la grupa hasta posarla un poco más
adelante.
—Esta salida de baño es muy incómoda —dijo—. Sería mejor unos pantalones
tuyos o algo así.
—No vale la pena —dijo Traveler. Ponele que te caés, y me arruinás la ropa.
—Vos no te apurés —dijo Oliveira—. Un poco más y ya te puedo tirar la soga.
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—Qué ancha es esta calle —dijo Talita, mirando hacia abajo—. Es mucho más
ancha que cuando la mirás por la ventana.
—Las ventanas son los ojos de la ciudad —dijo Traveler— y naturalmente
deforman todo lo que miran. Ahora estás en un punto de gran pureza, y quizá
ves las cosas como una paloma o un caballo que no saben que tienen ojos.
—Dejate de ideas para la N.R.F. y sujetale bien el tablón —aconsejó Oliveira.
—Naturalmente a vos te revienta que cualquiera diga algo que te hubiera
encantado decir antes. El tablón lo puedo sujetar perfectamente mientras pienso
y hablo.
—Ya debo estar cerca del medio —dijo Talita.
—¿Del medio? Si apenas te has despegado de la ventana. Te faltan dos metros
por lo menos.
—Un poco menos —dijo Oliveira, alentándola—. Ahora nomás te tiro la soga.
—Me parece que el tablón se está doblando para abajo —dijo Talita.
—No se dobla nada —dijo Traveler, que se había puesto a caballo pero del
lado de adentro—. Apenas vibra un poco.
—Además la punta descansa sobre mi tablón —dijo Oliveira—. Sería muy
extraño que los dos cedieran al mismo tiempo.
—Sí, pero yo peso cincuenta y seis kilos —dijo Talita—. Y al llegar al medio
voy a pesar por lo menos doscientos. Siento que el tablón baja cada vez más.
—Si bajara —dijo Traveler yo estaría con los pies en el aire, y en cambio me
sobra sitio para apoyarlos en el piso. Lo único que puede suceder es que los
tablones se rompan, pero sería muy raro.
—La fibra resiste mucho en sentido longitudinal —convino Oliveira—. Es el
apólogo del haz de juncos, y otros ejemplos. Supongo que traés la yerba y los
clavos.
—Los tengo en el bolsillo —dijo Talita—. Tirame la soga de una vez. Me
pongo nerviosa, creeme.
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—Es el frío —dijo Oliveira, revoleando la soga como un gaucho—. Ojo, no
vayas a perder el equilibrio. Mejor te enlazo, así estamos seguros de que podés
agarrar la soga.
«Es curioso», pensó viendo pasar la soga sobre su cabeza. «Todo se encadena
perfectamente si a uno se le da realmente la gana. Lo único falso en esto es el
análisis.»
—Ya estás llegando —anunció Traveler—. Ponete de manera de poder atar
bien los dos tablones, que están un poco separados.
—Vos fijate lo bien que la enlacé —dijo Oliveira—. Ahí tenés, Manú, no me
vas a negar que yo podría trabajar con ustedes en el circo.
—Me lastimaste la cara —se quejó Talita—. Es una soga llena de pinchos.
—Me pongo un sombrero tejano, salgo silbando y enlazo a todo el mundo —
propuso Oliveira entusiasmado—. Las tribunas me ovacionan, un éxito pocas
veces visto en los anales circenses.
—Te estás insolando —dijo Traveler, encendiendo un cigarrillo—. Y ya te he
dicho que no me llames Manú.
—No tengo fuerza —dijo Talita—. La soga es áspera, se agarra en ella misma.
—La ambivalencia de la soga —dijo Oliveira—. Su función natural saboteada
por una misteriosa tendencia a la neutralización. Creo que a eso le llaman la
entropía.
—Está bastante bien ajustado —dijo Talita—. ¿Le doy otra vuelta? Total hay
un pedazo que cuelga.
—Sí, arrollala bien —dijo Traveler—. Me revientan las cosas que sobran y que
cuelgan; es diabólico.
—Un perfeccionista —dijo Oliveira—. Ahora pasate a mi tablón para probar el
puente.
Tengo miedo —dijo Talita—. Tu tablón parece menos sólido que el nuestro.
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—¿Qué? —dijo Oliveira ofendido—. ¿Pero vos no te das cuenta que es un
tablón de puro cedro? No vas a comparar con esa porquería de pino. Pasate
tranquila al mío, nomás.
—¿Vos qué decís, Manú? —preguntó Talita, dándose vuelta.
Traveler, que iba a contestar, miró el punto donde se tocaban los dos tablones
y la soga mal ajustada. A caballo sobre su tablón, sentía que le vibraba entre las
piernas de una manera entre agradable y desagradable. Talita no tenía más que
apoyarse sobre las manos, tomar un ligero impulso y entrar en la zona del tablón
de Oliveira. Por supuesto el puente resistiría; estaba muy bien hecho.
—Mirá, esperá un momento —dijo Traveler, dubitativo—. ¿No le podés
alcanzar el paquete desde ahí?
—Claro que no puede —dijo Oliveira, sorprendido—. ¿Qué idea se te ocurre?
Estás estropeando todo.
—Lo que se dice alcanzárselo, no puedo —admitió Talita—. Pero se lo puedo
tirar, desde aquí es lo más fácil del mundo.
—Tirar —dijo Oliveira, resentido—. Tanto lío y al final hablan de tirarme el
paquete.
—Si vos sacás el brazo estás a menos de cuarenta centímetros del paquete —
dijo Traveler—. No hay necesidad de que Talita vaya hasta allá. Te tira el
paquete y chau.
—Va a errar el tiro, como todas las mujeres —dijo Oliveira— y la yerba se va a
desparramar en los adoquines, para no hablar de los clavos.
—Podés estar tranquilo —dijo Talita, sacando presurosa el paquete—.
Aunque no te caiga en la mano lo mismo va a entrar por la ventana.
—Sí, y se va a reventar en el piso, que está sucio, y yo voy a tomar un mate
asqueroso lleno de pelusas —dijo Oliveira.
—No le hagás caso —dijo Traveler—. Tirale nomás el paquete, y volvé.
Talita se dio vuelta y lo miró, dudando de que hablara en serio. Traveler la
estaba mirando de una manera que conocía muy bien, y Talita sintió como una
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caricia que le corría por la espalda. Apretó con fuerza el paquete, calculó la
distancia.
Oliveira había bajado los brazos y parecía indiferente a lo que Talita hiciera o
no hiciera. Por encima de Talita miraba fijamente a Traveler, que lo miraba
fijamente: «Estos dos han tendido otro puente entre ellos», pensó Talita. «Si me
cayera a la calle ni se darían cuenta.» Miró los adoquines, vio a la chica de los
mandados que la contemplaba con la boca abierta; dos cuadras más allá venía
caminando una mujer que debía ser Gekrepten. Talita esperó, con el paquete
apoyado en el puente.
—Ahí está —dijo Oliveira—. Tenía que suceder, a vos no te cambia nadie.
Llegás al borde de las cosas y uno piensa que por fin vas a entender, pero es
inútil, che, empezás a darles la vuelta, a leerles las etiquetas. Te quedás en el
prospecto, pibe.
—¿Y qué? —dijo Traveler—. ¿Por qué te tengo que hacer el juego, hermano?
—Los juegos se hacen solos, sos vos el que mete un palito para frenar la
rueda.
—La rueda que vos fabricaste, si vamos a eso.
—No creo —dijo Oliveira—. Yo no hice más que suscitar las circunstancias,
como dicen los entendidos. El juego había que jugarlo limpio.
—Frase de perdedor, viejito.
—Es fácil perder si el otro te carga —la taba.
—Sos grande —dijo Traveler—. Puro sentimiento gaucho. Talita sabía que de
alguna manera estaban hablando de ella, y seguía mirando a la chica de los
mandados inmóvil en la silla con la boca abierta. «Daría cualquier cosa por no
oírlos discutir», pensó Talita. «Hablen de lo que hablen, en el fondo es siempre
de mí, pero tampoco es eso, aunque es casi eso.» Se le ocurrió que sería divertido
soltar el paquete de manera que le cayera en la boca a la chica de los mandados.
Pero no le hacía gracia, sentía el otro puente por encima, las palabras yendo y
viniendo, las risas, los silencios calientes.
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«Es como un juicio», pensó Talita. «Como una ceremonia.»
Reconoció a Gekrepten que llegaba a la otra esquina y empezaba a mirar hacia
arriba. «¿Quién te juzga?», acababa de decir Oliveira. Pero no era a Traveler sino
a ella que estaban juzgando. Un sentimiento, algo pegajoso como el sol en la
nuca y en las piernas. Le iba a dar un ataque de insolación, a lo mejor eso sería la
sentencia. «No creo que seas nadie para juzgarme», había dicho Manú. Pero no
era a Manú sino a ella que estaban juzgando. Y a través de ella, vaya a saber qué,
mientras la estúpida de Gekrepten revoleaba el brazo izquierdo y le hacía señas
como si ella, por ejemplo, estuviera a punto de tener un ataque de insolación y
fuera a caerse a la calle, condenada sin remedio.
—¿Por qué te balanceás así? —dijo Traveler, sujetando su tablón con las dos
manos—. Che, lo estás haciendo vibrar demasiado. A ver si nos vamos todos al
diablo.
No me muevo —dijo miserablemente Talita—. Yo solamente quisiera tirarle el
paquete y entrar otra vez en casa.
—Te está dando todo el sol en la cabeza, pobre —dijo Traveler— Realmente es
una barbaridad, che.
—La culpa es tuya —dijo Oliveira rabioso—. No hay nadie en la Argentina
capaz de armar quilombos como vos.
—La tenés conmigo —dijo Traveler objetivamente—. Apurate, Talita. Rajale el
paquete por la cara y que nos deje de joder de una buena vez.
—Es un poco tarde —dijo Talita—. Ya no estoy tan segura de embocar la
ventana.
—Te lo dije —murmuró Oliveira que murmuraba muy poco y sólo cuando
estaba al borde de alguna barbaridad—. Ahí viene Gekrepten llena de paquetes.
Éramos pocos y parió la abuela.
—Tirale la yerba de cualquier manera —dijo Traveler, impaciente—. Vos no te
aflijas si sale desviado.
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Talita inclinó la cabeza y el pelo le chorreó por la frente, hasta la boca. Tenía
que parpadear continuamente porque el sudor le entraba en los ojos. Sentía la
lengua llena de sal y de algo que debían ser chispazos, astros diminutos
corriendo y chocando con las encías y el paladar.
—Esperá —dijo Traveler.
—¿Me lo decís a mí? —preguntó Oliveira.
—No. Esperá, Talita. Tenete bien fuerte que te voy a alcanzar un sombrero.
—No te salgas del tablón —pidió Talita—. Me voy a caer a la calle.
—La enciclopedia y la cómoda lo sostienen perfectamente. Vos no te movás,
que vuelvo en seguida.
Los tablones se inclinaron un poco hacia abajo, y Talita se agarró
desesperadamente. Oliveira silbó con todas sus fuerzas como para detener a
Traveler, pero ya no había nadie en la ventana.
—Qué animal —dijo Oliveira—. No te muevas, no respires siquiera. Es una
cuestión de vida o muerte, creeme.
—Me doy cuenta —dijo Talita, con un hilo de voz—. Siempre ha sido así.
—Y para colmo Gekrepten está subiendo la escalera. Lo que nos va a
escorchar, madre mía. No te muevas.
—No me muevo —dijo Talita—. Pero parecería que...
—Sí, pero apenas —dijo Oliveira—. Vos no te movás, es lo único que se puede
hacer.
«Ya me han juzgado», pensó Talita. «Ahora no tengo más que caerme y ellos
seguirán con el circo, con la vida.»
—¿Por qué llorás? —dijo Oliveira, interesado.
—Yo no lloro —dijo Talita—. Estoy sudando, solamente.
—Mirá —dijo Oliveira resentido—, yo seré muy bruto pero nunca me ha
ocurrido confundir las lágrimas con la transpiración. Es completamente distinto.
—Yo no lloro —dijo Talita—. Casi nunca lloro, te juro. Lloran las gentes como
Gekrepten, que está subiendo por la escalera llena de paquetes. Yo soy como el
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ave cisne, que canta cuando se muere —dijo Talita—. Estaba en un disco de
Gardel.
Oliveira encendió un cigarrillo. Los tablones se habían equilibrado otra vez.
Aspiró satisfecho el humo.
—Mirá, hasta que vuelva ese idiota de Manú con el sombrero, lo que podemos
hacer es jugara las preguntas-balanza.
—Dale —dijo Talita—. Justamente ayer preparé unas cuantas, para que sepas.
—Muy bien. Yo empiezo y cada uno hace una pregunta-balanza. La operación
que consiste en depositar sobre un cuerpo sólido una capa de metal disuelto en
un líquido, valiéndose de corrientes eléctricas, ¿no es una embarcación antigua,
de vela latina, de unas cien toneladas de porte?
—Sí que es —dijo Talita, echándose el pelo hacia atrás—. Andar de aquí para
allá, vagar, desviar el golpe de un arma, perfumar con algalia, y ajustar el pago
del diezmo de los frutos en verde, ¿no equivale a cualquiera de los jugos
vegetales destinados a la alimentación, como vino, aceite, etc.?
—Muy bueno —condescendió Oliveira—. Los jugos vegetales, como vino,
aceite... Nunca se me había ocurrido pensar en el vino como en un jugo vegetal.
Es espléndido. Pero escuchá esto: Reverdecer, verdear el campo, enredarse el
pelo, la lana, enzarzarse en una riña o contienda, envenenar el agua con verbasco
u otra sustancia análoga para atontar a los peces y pescarlos, ¿no es el desenlace
del poema dramático, especialmente cuando es doloroso?
—Qué lindo —dijo Talita, entusiasmada—. Es lindísimo, Horacio. Vos
realmente le sacás el jugo al cementerio.
—El jugo vegetal —dijo Oliveira.
Se abrió la puerta de la pieza y Gekrepten entró respirando agitadamente.
Gekrepten era rubia teñida, hablaba con mucha facilidad, y ya no se sorprendía
por un ropero tirado en una cama y un hombre a caballo en un tablón.
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—Qué calor —dijo tirando los paquetes sobre una silla—. Es la peor hora para
ir de compras, creeme. ¿Qué hacés ahí, Talita? Yo no sé por qué salgo siempre a
la hora de la siesta.
—Bueno, bueno —dijo Oliveira, sin mirarla—. Ahora te toca a vos, Talita.
—No me acuerdo de ninguna otra.
—Pensá, no puede ser que no te acuerdes.
—Ah, es por el dentista —dijo Gekrepten—. Siempre me dan las horas peores
para emplomar las muelas. ¿Te dije que hoy tenía que ir al dentista?
—Ahora me acuerdo de una —dijo Talita.
—Y mirá lo que me pasa —dijo Gekrepten—. Llego a lo del dentista, en la
calle Warnes. Toco el timbre del consultorio y sale la mucama. Yo le digo:
«Buenas tardes.» Me dice: «Buenas tardes. Pase, por favor.» Yo paso, y me hace
entrar en la sala de espera.
—Es así —dijo Talita—. El que tiene abultados los carrillos, o la fila de cubas
amarradas que se conducen a modo de balsa, hacia un sitio poblado de carrizos:
el almacén de artículos de primera necesidad, establecido para que se surtan de
él determinadas personas con más economía que en las tiendas, y todo lo
perteneciente o relativo a la égloga, ¿no es como aplicar el galvanismo a un
animal vivo o muerto?
—Qué hermosura —dijo Oliveira deslumbrado—. Es sencillamente
fenomenal.
—Me dice: «Siéntese un momento, por favor.» Yo me siento y espero.
—Todavía me queda una —dijo Oliveira—. Esperá, no me acuerdo muy bien.
—Había dos señoras y un señor con un chico. Los minutos parecía que no
pasaban. Si te digo que me leí enteros tres números de Idilio. El chico lloraba,
pobre criatura, y el padre, un nervioso... No quisiera mentir pero pasaron más de
dos horas, desde las dos y media que llegué. Al final me tocó el turnó, y el
dentista me dice: «Pase, señora»; yo paso, y me dice: «¿No le molestó mucho lo
que le puse el otro día?» Yo le digo: «No, doctor, qué me va a molestar. Además
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que todo este tiempo mastiqué siempre de un solo lado.» Me dice: «Muy bien, es
lo que hay que hacer. Siéntese, señora.» Yo me siento, y me dice: «Por favor, abra
la boca.» Es muy amable, ese dentista.
—Ya está —dijo Oliveira—. Oí bien, Talita. ¿Por qué mirás para atrás?
—Para ver si vuelve Manú.
—Qué va a venir. Escuchá bien: la acción y efecto de contrapasar, o en los
torneos y justas, hacer un jinete que su caballo dé con los pechos en los del
caballo de su contrario, ¿no se parece mucho al fastigio, momento más grave e
intenso de una enfermedad?
—Es raro —dijo Talita, pensando—. ¿Se dice así, en español?
—¿Qué cosa se dice así?
—Eso de hacer un jinete que su caballo dé con los pechos.
—En los torneos sí —dijo Oliveira—. Está en el cementerio, che.
—Fastigio —dijo Talita— es una palabra muy bonita. Lástima lo que quiere
decir.
—Bah, lo mismo pasa con mortadela y tantas otras —dijo Oliveira—. Ya se
ocupó de eso el abate Bremond, pero no hay nada que hacerle. Las palabras son
como nosotros, nacen con una cara y no hay tu tía. Pensá en la cara que tenía
Kant, decime un poco. O Bernardino Rivadavia, para no ir tan lejos.
—Me ha puesto una emplomadura de material plástico —dijo Gekrepten.
—Hace un calor terrible —dijo Talita—. Manú dijo que iba a traerme un
sombrero.
—Qué va a traer, ése —dijo Oliveira.
—Si a vos te parece te tiro el paquete y me vuelvo a casa —dijo Talita.
Oliveira miró el puente, midió la ventana abriendo vagamente los brazos, y
movió la cabeza.
—Quién sabe si lo vas a embocar —dijo—. Por otra parte me da no sé qué
tenerte ahí con ese frío glacial. ¿No sentís que se te forman carámbanos en el pelo
y las fosas nasales?
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—No —dijo Talita—. ¿Los carámbanos vienen a ser cómo los fastigios?
—En cierto modo sí —dijo Oliveira—. Son dos cosas que se parecen desde sus
diferencias, un poco como Manú y yo si te ponés a pensarlo. Reconocerás que el
lío con Manú es que nos parecemos demasiado.
—Sí —dijo Talita—. Es bastante molesto a veces.
—Se fundió la manteca —dijo Gekrepten, untando una tajada de pan negro—.
La manteca, con el calor, es una lucha.
—La peor diferencia está en eso —dijo Oliveira—. La peor de las peores
diferencias. Dos tipos con pelo negro, con cara de porteños farristas, con el
mismo desprecio por casi las mismas cosas, y vos...
—Bueno, yo... —dijo Talita.
—No tenés por qué escabullirte —dijo Oliveira—. Es un hecho que vos te
sumás de alguna manera a nosotros dos para aumentar el parecido, y por lo
tanto la diferencia.
—A mí no me parece que me sume a los dos —dijo Talita.
—¿Qué sabés? ¿Qué podés saber, vos? Estás ahí en tu pieza, viviendo y
cocinando y leyendo la enciclopedia autodidáctica, y de noche vas al circo, y
entonces te parece que solamente estás ahí en donde estás. ¿Nunca te fijaste en
los picaportes de las puertas, en los botones de metal, en los pedacitos de vidrio?
—Sí, a veces me fijo —dijo Talita.
—Si te fijaras bien verías que por todos lados, donde menos se sospecha, hay
imágenes que copian todos tus movimientos. Yo soy muy sensible a esas
idioteces, creeme.
—Vení, tomá la leche que ya se le formó nata —dijo Gekrepten—. ¿Por qué
hablan siempre de cosas raras?
—Vos me estás dando demasiado importancia —dijo Talita.
—Oh, esas cosas no las decide uno —dijo Oliveira—. Hay todo un orden de
cosas que uno no decide, y son siempre fastidiosas aunque no las más
importantes. Te lo digo porque es un gran consuelo. Por ejemplo yo pensaba
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tomar mate. Ahora llega ésta y se pone a preparar café con leche sin que nadie se
lo pida. Resultado: si no lo tomo, a la leche se le forma nata. No es importante,
pero joroba un poco. ¿Te das cuenta de lo que estoy diciendo?
—Oh, sí —dijo Talita mirándolo en los ojos—. Es verdad que te parecés a
Manú. Los dos saben hablar tan bien del café con leche y del mate, y uno acaba
por darse cuenta de que el café con leche y el mate, en realidad...
—Exacto —dijo Oliveira—. En realidad. De modo que podemos volver a lo que
decía antes. La diferencia entre Manú y yo es que somos casi iguales. En esa
proporción, la diferencia es como un cataclismo inminente. ¿Somos amigos? Sí,
claro, pero a mí no me sorprendería nada que... Fijate que desde que nos
conocemos, te lo puedo decir porque vos ya lo sabés, no hacemos más que
lastimarnos. A él no le gusta que yo sea como soy, apenas me pongo a enderezar
unos clavos ya ves el lío que arma, y te embarca de paso a vos. Pero a él no le
gusta que yo sea como soy porque en realidad muchas de las cosas que a mí se
me ocurren, muchas de las cosas que hago, es como si se las escamoteara delante
de las narices. Antes de que él las piense, zás, ya están. Bang, bang, se asoma a la
ventana y yo estoy enderezando los clavos.
Talita miró hacia atrás, y vio la sombra de Traveler que escuchaba, escondido
entre la cómoda y la ventana.
—Bueno, no tenés que exagerar —dijo Talita—. A vos no se te ocurrirían
algunas cosas que se le ocurren a Manú.
—¿Por ejemplo?
—Se te enfría la leche —dijo Gekrepten quejumbrosa—. ¿Querés que te la
ponga otro poco al fuego, amor?
—Hacé un flan para mañana —aconsejó Oliveira—. Vos seguí, Talita.
—No —dijo Talita, suspirando—. Para qué. Tengo tanto calor, y me parece
que me estoy empezando a marear. Sintió la vibración del puente cuando
Traveler lo cabalgó al borde de la ventana. Echándose de bruces sin pasar del
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nivel del antepecho, Traveler puso un sombrero de paja sobre el tablón. Con
ayuda de un palo de plumero empezó a empujarlo centímetro a centímetro.
—Si se desvía apenas un poco —dijo Traveler— seguro que se cae a la calle y
va a ser un lío bajar a buscarlo.
—Lo mejor sería que yo me volviera a casa —dijo Talita, mirando
penosamente a Traveler.
—Pero primero le tenés que pasar la yerba a Oliveira —dijo Traveler.
—Ya no vale la pena —dijo Oliveira—. En todo caso que tire el paquete, da lo
mismo.
Talita los miró alternativamente, y se quedó inmóvil.
—A vos es difícil entenderte —dijo Traveler—. Todo este trabajo y ahora
resulta que mate más, mate menos, te da lo mismo.
—Ha transcurrido el minutero, hijo mío —dijo Oliveira—. Vos te movés en el
continuo tiempo-espacio con una lentitud de gusano. Pensá en todo lo que ha
acontecido desde que decidiste ir a buscar ese zarandeado jipijapa. El ciclo del
mate se cerró sin consumarse, y entre tanto hizo aquí su llamativa entrada la
siempre fiel Gekrepten, armada de utensilios culinarios. Estamos en el sector del
café con leche, nada que hacerle.
—Vaya razones —dijo Traveler.
—No son razones, son mostraciones perfectamente objetivas. Vos tendés a
moverte en el continuo, como dicen los físicos, mientras que yo soy sumamente
sensible a la discontinuidad vertiginosa de la existencia. En este mismo momento
el café con leche irrumpe, se instala, impera, se difunde, se reitera en cientos de
miles de hogares. Los mates han sido lavados, guardados, abolidos. Una zona
temporal de café con leche cubre este sector del continente americano. Pensá en
todo lo que eso supone y acarrea. Madres diligentes que aleccionan a sus
párvulos sobre la dietética láctea, reuniones infantiles en torno a la mesa de la
antecocina, en cuya parte superior todas son sonrisas y en la inferior un diluvio
de patadas y pellizcos. Decir café con leche a esta hora significa mutación,
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convergencia amable hacia el fin de la jornada, recuento de las buenas acciones,
de las acciones al portador, situaciones transitorias, vagos proemios a lo que las
seis de la tarde, hora terrible de llave en las puertas y carreras al ómnibus,
concretará brutalmente. A este hora casi nadie hace el amor, eso es antes o
después. A esta hora se piensa en la ducha (pero la tomaremos a las cinco) y la
gente empieza a rumiar las posibilidades de la noche, es decir si van a ir a ver a
Paulina Singerman o a Toco Tarántola (pero no estamos seguros, todavía hay
tiempo). ¿Qué tiene ya que ver todo eso con la hora del mate? No te hablo del
mate mal tomado, superpuesto al café con leche, sino al auténtico que yo quería,
a la hora justa, en el momento de más frío. Y esas cosas me parece que no las
comprendés lo suficiente.
—La modista es una estafadora —dijo Gekrepten—. ¿Vos te hacés hacer los
vestidos por una modista, Talita?
—No —dijo Talita—. Sé un poco de corte y confección.
—Hacés bien, m’hija. Yo esta tarde después del dentista me corro hasta la
modista que está a una cuadra y le voy a reclamar una pollera que ya tendría que
estar hace ocho días. Me dice: «Ay, señora, con la enfermedad de mi mamá no he
podido lo que se dice enhebrar la aguja.» Yo le digo: «Pero, señora, yo la pollera
la necesito.» Me dice: «Créame, lo siento mucho. Una clienta como usted. Pero va
a tener que disculpar.» Yo le digo: «Con disculpar no se arregla nada, señora.
Más le valdría cumplir a tiempo y todos saldríamos gananciosos.» Me dice: «Ya
que lo toma así, ¿por qué no va de otra modista?» Y yo le digo: «No es que me
falten ganas, pero ya que me comprometí con usted más vale que la espere, y eso
que me parece una informalidad.
—Todo eso te sucedió? —dijo Oliveira.
—Claro —dijo Gekrepten—. ¿No ves que se lo estoy contando a Talita?
—Son dos cosas distintas.
—Ya empezás, vos.
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—Ahí tenés —le dijo Oliveira a Traveler, que lo miraba cejijunto—. Ahí tenés
lo que son las cosas. Cada uno cree que está hablando de lo que comparte con los
demás.
—Y no es así, claro —dijo Traveler. Vaya noticia.
—Conviene repetirla, che.
—Vos repetís todo lo que supone una sanción contra alguien.
—Dios me puso sobre vuestra ciudad —dijo Oliveira.
—Cuando no me juzgás a mí te la agarrás con tu mujer.
—Para picarlos y tenerlos despiertos —dijo Oliveira.
—Una especie de manía mosaica. Te la pasás bajando del Sinaí.
—Me gusta —dijo Oliveira— que las cosas queden siempre lo más claras
posible. A vos parece darte lo mismo que en plena conversación Gekrepten
intercale una historia absolutamente fantasiosa de un dentista y no sé qué
pollera. No parecés darte cuenta de que esas irrupciones, disculpables cuando
son hermosas o por lo menos inspiradas, se vuelven repugnantes apenas se
limitan a escindir un orden, a torpedear una estructura. Cómo hablo, hermano.
—Horacio es siempre el mismo —dijo Gekrepten—. No le haga caso, Traveler.
—Somos de una blandura insoportable, Manú. Consentimos a cada instante
que la realidad se nos huya entre los dedos como una agüita cualquiera. La
teníamos ahí, casi perfecta, como un arcoiris saltando del pulgar al meñique. y el
trabajo para conseguirla, el tiempo que se necesita, los méritos que hay que
hacer... Zás, la radio anuncia que el general Pisotelli hizo declaraciones. Kaputt.
Todo kaputt. «Por fin algo en serio», piensa la chica de los mandados, o ésta, o a
lo mejor vos mismo. Y yo, porque no te vayas a imaginar que me creo infalible.
¿Qué sé yo dónde está la verdad? Solamente que me gustaba tanto ese arcoiris
como un sapito entre los dedos. Y esta tarde... Mirá, a pesar del frío a mí me
parece que estábamos empezando a hacer algo en serio. Talita, por ejemplo,
cumpliendo esa proeza extraordinaria de no caerse a la calle, y vos ahí, y yo...
Uno es sensible a ciertas cosas, qué demonios.
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—No sé si te entiendo —dijo Traveler. A lo mejor lo del arcoiris no está tan
mal. ¿Pero por qué sos tan intolerante? Viví y dejá vivir, hermano.
—Ahora que ya jugaste bastante, vení a sacar el ropero de arriba de la cama
—dijo Gekrepten.
—¿Te das cuenta? —dijo Oliveira.
—Eh, sí —dijo Traveler, convencido.
—Quod erat demostrandum, pibe.
—Quod erat —dijo Traveler.
—Y lo peor es que en realidad ni siquiera habíamos empezado.
—¿Cómo? —dijo Talita, echándose el pelo para atrás y mirando si Traveler
habla empujado lo suficiente el sombrero.
—Vos no te pongás nerviosa —aconsejó Traveler. Date vuelta despacio, estirá
esa mano, así. Esperá, ahora yo empujo un poco más... ¿No te dije? Listo.
Talita sujetó el sombrero y se lo encasquetó de un solo golpe. Abajo se habían
juntado dos chicos y una señora, que hablaban con la chica de los mandados y
miraban el puente.
—Ahora yo le tiro el paquete a Oliveira y se acabó —dijo Talita sintiéndose
más segura con el sombrero puesto—. Tengan firme los tablones, no sea cosa.
—¿Lo vas a tirar? —dijo Oliveira—. Seguro que no lo embocás.
—Dejala que haga la prueba —dijo Traveler. Si el paquete se escracha en la
calle, ojalá le pegue en el melón a la de Gutusso, lechuzón repelente.
—Ah, a vos tampoco te gusta —dijo Oliveira—. Me alegro porque no la puedo
tragar. ¿Y vos, Talita?
—Yo preferiría tirarte el paquete —dijo Talita. —Ahora, ahora, pero me
parece que te estás apurando mucho.
—Oliveira tiene razón —dijo Traveler—. A ver si la arruinás justamente al
final, después de todo el trabajo.
—Pero es que tengo calor —dijo Talita —. Yo quiero volver a casa, Manú.
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—No estás tan lejos para quejarte así. Cualquiera creería que me estás
escribiendo desde Matto Grosso.
—Lo dice por la yerba —informó Oliveira a Gekrepten, que miraba el ropero.
—¿Van a seguir jugando mucho tiempo? —preguntó Gekrepten.
—Nones —dijo Oliveira.
—Ah —dijo Gekrepten—. Menos mal.
Talita había sacado el paquete del bolsillo de la salida de baño y lo balanceaba
de atrás adelante. El puente empezó a vibrar, y Traveler y Oliveira lo sujetaron
con todas sus fuerzas. Cansada de balancear el paquete, Talita empezó a revolear
el brazo, sujetándose con la otra mano.
—No hagás tonterías —dijo Oliveira—. Más despacio. ¿Me oís? ¡Más
despacio!
—¡Ahí va! —gritó Talita.
—¡Más despacio, te vas a caer a la calle!
—¡No me importa! —gritó Talita, soltando el paquete que entró a toda
velocidad en la pieza y se hizo pedazos contra el ropero.
—Espléndido —dijo Traveler, que miraba a Talita como si quisiera sostenerla
en el puente con la sola fuerza de la mirada—. Perfecto, querida. Más claro,
imposible. Eso sí que fue demostrandum.
El puente se aquietaba poco a poco. Talita se sujetó con las dos manos y
agachó la cabeza. Oliveira no veía más que el sombrero, y el pelo de Talita
derramado sobre los hombros. Levantó los ojos y miro a Traveler.
—Si te parece —dijo—. Yo también creo que más claro, imposible.
«Por fin», pensó Talita, mirando los adoquines, las veredas. «Cualquier cosa
es mejor que estar así, entre las dos ventanas.»
—Podés hacer dos cosas —dijo Traveler—. Seguir adelante, que es más fácil, y
entrar por lo de Oliveira, o retroceder, que es más difícil, y ahorrarte las escaleras
y el cruce de la calle.
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—Que venga aquí, pobre —dijo Gekrepten—. Tiene la cara toda empapada de
transpiración.
—Los niños y los locos —dijo Oliveira.
—Dejame descansar un momento —dijo Talita—. Me parece que estoy un
poco mareada.
Oliveira se echó de bruces en la ventana, y le tendió el brazo. Talita no tenía
más que avanzar medio metro para tocar su mano.
—Es un perfecto caballero —dijo Traveler—. Se ve que ha leído el consejero
social del profesor Maidana. Lo que se llama un conde. No te pierdas eso, Talita.
—Es la congelación —dijo Oliveira—. Descansá un poco, Talita, y franqueá el
trecho remanente. No le hagas caso, ya se sabe que la nieve hace delirar antes del
sueño inapelable.
Pero Talita se había enderezado lentamente, y apoyándose en las dos manos
trasladó su trasero veinte centímetros más atrás. Otro apoyo, y otros veinte
centímetros. Oliveira, siempre con la mano tendida, parecía el pasajero de un
barco que empieza a alejarse lentamente del muelle. Traveler estiró los brazos y
calzó las manos en las axilas de Talita. Ella se quedó inmóvil, y después echó la
cabeza hacia atrás con un movimiento tan brusco que el sombrero cayó
planeando hasta la vereda.
—Como en las corridas de toros —dijo Oliveira—. La de Gutusso se lo va a
querer portar vía.
Talita había cerrado los ojos y se dejaba sostener, arrancar del tablón, meter a
empujones por la ventana. Sintió la boca de Traveler pegada en su nuca, la
respiración caliente y rápida.
—Volviste —murmuró Traveler—. Volviste, volviste.
—Sí —dijo Talita, acercándose a la cama—. ¿Cómo no iba a volver? Le tiré el
maldito paquete y volví, le tiré el Paquete y volví, le...
Traveler se sentó al borde de la cama. Pensaba en el arcoiris entre los dedos
esas cosas que se le ocurrían a Oliveira. Talita resbaló a su lado y empezó a llorar
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en silencio. «Son los nervios», pensó Traveler. «Lo ha pasado muy mal.» Iría a
buscarle un gran vaso de agua con jugo de limón, le daría una aspirina, le
pantallaría la cara con una revista, la obligaría a dormir un rato. Pero antes había
que sacar la enciclopedia autodidáctica, arreglar la cómoda y meter dentro el
tablón. «Esta pieza está tan desordenada», pensó, besando a Talita. Apenas
dejara de llorar le pediría que lo ayudara a acomodar el cuarto. Empezó a
acariciarla, a decirle cosas.
—En fin, en fin —dijo Oliveira.
Se apartó de la ventana y se sentó al borde de la cama, aprovechando el
espacio que le dejaba libre el ropero. Gekrepten había terminado de juntar la
yerba con una cuchara.
—Estaba llena de clavos —dijo Gekrepten—. Qué cosa tan rara.
—Rarísima —dijo Oliveira.
—Me parece que voy a bajar a buscar el sombrero de Talita. Vos sabés lo que
son los chicos.
—Sana idea —dijo Oliveira, alzando un clavo y dándole vueltas entre los
dedos.
Gekrepten bajó a la calle. Los chicos habían recogido el sombrero y discutían
con la chica de los mandados y la señora de Gutusso.
—Demelón a mí —dijo Gekrepten, con una sonrisa estirada—. Es de la señora
de enfrente, conocida mía.
—Conocida de todos, hijita —dijo la señora de Gutusso—. Vaya espectáculo a
estas horas, y con los niños mirando.
—No tenía nada de malo —dijo Gekrepten, sin mucha convicción.
—Con las piernas al aire en ese tablón, mire qué ejemplo para las criaturas.
Usted no se habrá dado cuenta, pero desde aquí se le veía propiamente todo, le
juro.
—Tenía muchísimos pelos —dijo el más chiquito.
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—Ahí tiene —dijo la señora de Gutusso—. Las criaturas dicen lo que ven,
pobres inocentes. ¿Y qué tenía que hacer ésa a caballo en una madera, dígame un
poco? A esta hora cuando las personas decentes duermen la siesta o se ocupan de
sus quehaceres. ¿Usted se montaría en una madera, señora, si no es mucho
preguntar?
—Yo no —dijo Gekrepten—. Pero Talita trabaja en un circo, son todos artistas.
—¿Hacen pruebas? —preguntó uno de los chicos—. ¿Adentro de cuál circo
trabaja la cosa esa?
—No era una prueba —dijo Gekrepten—. Lo que pasa es que querían darle un
poco de yerba a mi marido, y entonces...
La señora de Gutusso miraba a la chica de los mandados. La chica de los
mandados se puso un dedo en la sien y lo hizo girar. Gekrepten agarró el
sombrero con las dos manos y entro en el zaguán. Los chicos se pusieron en fila y
empezaron a cantar, con música de «Caballería ligera»:
Lo corrieron de atrás, lo corrieron de atrás,
le metieron un palo en el cúúúlo.
¡Pobre señor! ¡Pobre señor!
No se lo pudo sacar. (Bis.)
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Il mio supplizio
è quando
non mi credo
in armonia.
UNGARETTI, I Fuimi.
El trabajo consiste en impedir que los chicos se cuelen por debajo de la carpa,
dar una mano si pasa algo con los animales, ayudar al proyeccionista, redactar
avisos y carteles llamativos, ocuparse de la condigna impresión, entenderse con
la policía, señalar al Director toda anomalía digna de mención, ayudar al señor
Manuel Traveler en la parte administrativa, ayudar á la señora Atalía Donosi de
Traveler en la taquilla (llegado el caso), etc.
¡Oh corazón mío, no te levantes para
testimoniar en contra de mí!
(Libro de los Muertos, o inscripción en un
escarabajo.)
Entre tanto había muerto en Europa, a los treinta y tres años de edad, Dinu
Lipatti. Del trabajo y de Dinu Lipatti fueron hablando hasta la esquina, porque a
Talita le parecía que también era bueno acumular pruebas tangibles de la
inexistencia de Dios o por lo menos de su incurable frivolidad. Les había
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propuesto comprar inmediatamente un disco de Lipatti y entrar en lo de don
Crespo para escucharlo, pero Traveler y Oliveira querían tomarse una cerveza en
el café de la esquina y hablar del circo, ahora que eran colegas y estaban
satisfechísimos. A Oliveira no-se-le-escapaba que Traveler había tenido que
hacer un-esfuerzo-heroico para convencer al Dire, y que lo había convencido más
por casualidad que por otra cosa. Ya habían decidido que Oliveira le regalaría a
Gekrepten dos de los tres cortes de casimir que le quedaban por vender, y que
con el tercero Talita se haría un traje sastre. Cuestión de festejar el
nombramiento. Traveler pidió en consecuencia las cervezas mientras Talita se iba
a preparar el almuerzo. Era lunes, día de descanso. El martes habría función a la
siete y a las nueve, con presentación de cuatro osos cuatro, del malabarista recién
desembarcado de Colombo, y por supuesto del gato calculista. Para empezar el
trabajo de Oliveira sería más bien de puro sebo, hasta hacerse la mano. De paso
se veía la función que no era peor que otras. Todo iba muy bien.
Todo iba tan bien que Traveler bajó los ojos y se puso a tamborilear en la
mesa. El mozo, que los conocía mucho, se acercó para discutir sobre Ferrocarril
Oeste, y Oliveira apostó diez pesos a la mano de Chacarita Juniors. Marcando un
compás de baguala con los dedos, Traveler se decía que todo estaba
perfectamente bien así, y que no había otra salida, mientras Oliveira acababa con
los parlamentos ratificatorios de la apuesta y se bebía su cerveza. Le había dado
esa mañana por pensar en frases egipcias, en Toth, significativamente dios de la
magia e inventor del lenguaje. Discutieron un rato si no sería una falacia estar
discutiendo un rato, dado que el lenguaje, por más lunfardo que lo hablaran,
participaba quizá de una estructura mántica nada tranquilizadora. Concluyeron
que el doble ministerio de Toth era al fin y al cabo una manifiesta garantía de
coherencia en la realidad o la irrealidad; los alegró dejar bastante resuelto el
siempre desagradable problema del correlato objetivo. Magia o mundo tangible,
había un dios egipcio que armonizaba verbalmente los sujetos y los objetos. Todo
iba realmente muy bien.
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(-75)
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En el circo se estaba perfectamente, una estufa de lentejuelas y música rabiosa,
un gato calculista que reaccionaba a la previa y secreta pulverización con
valeriana de ciertos números de cartón, mientras señoras conmovidas mostraban
a su prole tan elocuente ejemplo de evolución darwiniana. Cuando Oliveira, la
primera noche, se asomó a la pista aún vacía y miró hacia arriba, al orificio en lo
más alto de la carpa roja, ese escape hacia un quizá contacto, ese centro, ese ojo
como un puente del suelo al espacio liberado, dejó de reírse y pensó que a lo
mejor otro hubiera ascendido con toda naturalidad por el mástil más próximo al
ojo de arriba, y que ese otro no era él que fumaba mirando el agujero en lo alto,
ese otro no era él que se quedaba abajo fumando en plena gritería del circo.
Una de esas primeras noches comprendió por qué Traveler le había
conseguido el empleo. Talita se lo dijo sin rodeos mientras contaban dinero en la
pieza de ladrillos que servía de banco y administración al circo. Oliveira ya lo
sabía pero de otra manera, y fue necesario que Talita se lo dijese desde su punto
de vista para que de las dos cosas naciera como un tiempo nuevo, un presente en
el que de pronto se sentía metido y obligado. Quiso protestar, decir que eran
invenciones de Traveler, quiso sentirse una vez más fuera del tiempo de los otros
(él, que se moría por acceder, por inmiscuirse, por ser) pero al mismo tiempo
comprendió que era cierto, que de una manera u otra había transgredido el
mundo de Talita y Traveler, sin actos, sin intenciones siquiera, nada más que
cediendo a un capricho nostálgico. Entre una palabra y otra de Talita vio
dibujarse la línea mezquina del Cerro, oyó la ridícula frase lusitana que
inventaba sin saberlo un futuro de frigoríficos y caña quemada. Le soltó la risa en
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la cara a Talita, como esa misma mañana al espejo mientras estaba por cepillarse
los dientes.
Talita ató con un hilo de coser un fajo de billetes de diez pesos, y
mecánicamente se pusieron a contar el resto.
—Qué querés —dijo Talita—. Yo creo que Manú tiene razón.
—Claro que tiene —dijo Oliveira—. Pero lo mismo es idiota, y vos lo sabés de
sobra.
—De sobra no. Lo sé, o mejor lo supe cuando estaba a caballo en el tablón.
Ustedes sí lo saben de sobra, yo estoy en el medio como esa parte de la balanza
que nunca sé como se llama.
—Sos nuestra ninfa Egeria, nuestro puente mediúmnico. Ahora que lo pienso,
cuando vos estás presente Manú y yo caemos en una especie de trance. Hasta
Gekrepten se percata, y me lo ha dicho empleando precisamente ese vistoso
verbo.
—Puede ser —dijo Talita, anotando las entradas— Si querés que te diga lo que
pienso, Manú no sabe qué hacer con vos. Te quiere como a un hermano, supongo
que hasta vos te habrás dado cuenta, y a la vez lamenta que hayas vuelto.
—No tenía por qué ir a buscarme al puerto. Yo no le mandé postales, che.
—Lo averiguó por Gekrepten que había llenado el balcón de malvones.
Gekrepten lo supo por el ministerio.
—Un proceso diabólico —dijo Oliveira—. Cuando me enteré de que
Gekrepten se había informado por vía diplomática, comprendí que lo único que
me quedaba era permitirle que se tirara en mis brazos como una ternera loca.
Vos date cuenta qué abnegación, qué penelopismo exacerbado.
—Si no te gusta hablar de eso —dijo Talita mirando el suelo— podemos cerrar
la caja e irlo a buscar a Manú.
—Me gusta muchísimo, pero esas complicaciones de tu marido me crean
incómodos problemas de conciencia. Y eso, para mí... En una palabra, no
entiendo por qué vos misma no resolvés el problema.
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—Bueno —dijo Talita, mirándolo sosegada—, me parece que la otra tarde
cualquiera que no sea un estúpido se habrá dado cuenta.
—Por supuesto, pero ahí lo tenés a Manú, al día siguiente se viene a verlo al
Dire y me consigue el trabajo. Justamente cuando yo me enjugaba las lágrimas
con un corte de género antes de salir a venderlo.
—Manú es bueno —dijo Talita—. No podrás saber nunca lo bueno que es.
—Rara bondad —dijo Oliveira—. Dejando de lado eso de que yo no podré
saberlo nunca, que al fin y al cabo debe ser cierto, permitime insinuarte que a lo
mejor Manú quiere jugar con fuego. Es un juego de circo, bien mirado. Y vos
—dijo Oliveira, apuntándole con el dedo — tenés cómplices.
—¿Cómplices?
—Sí, cómplices. Yo el primero, y alguien que no está aquí. Te creés el fiel de la
balanza, para usar tu bonita figura, pero no sabés que estás echando el cuerpo
sobre uno de los lados. Conviene que te enteres.
—¿Por qué no te vas, Horacio? —dijo Talita—. ¿Por qué no lo dejás tranquilo
a Manú?
—Ya te expliqué, iba a salir a vender los cortes y ese bruto me consigue el
trabajo. Comprendé que no le voy a hacer un feo, sería mucho peor. Sospecharía
cualquier idiotez.
—Y así, entonces, vos te quedás aquí, y Manú duerme mal.
—Dale Equanil, vieja.
Talita ató los billetes de cinco pesos. A la hora del gato calculista se asomaban
siempre a verlo trabajar porque ese animal era absolutamente inexplicable, ya
dos veces había resuelto una multiplicación antes de que funcionara el truco de
la valeriana. Traveler estaba estupefacto, y pedía a los íntimos que lo vigilaran.
Pero esa noche el gato estaba hecho un estúpido, apenas si le salían las sumas
hasta veinticinco, era trágico. Fumando en uno de los accesos a la pista, Traveler
y Oliveira decidieron que probablemente el gato necesitaba alimentos fosfatados,
habría que hablarle al Dire. Los dos payasos, que odiaban al gato sin que se
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supiera bien por qué, bailaban alrededor del estrado donde el felino se atusaba
los bigotes bajo una luz de mercurio. A la tercera vuelta que dieron entonando
una canción rusa, el gato sacó las uñas y se tiró a la cara del más viejo. Como de
costumbre el público aplaudía locamente el número. En el carro de Bonetti padre
e hijo, payasos, el Director recuperaba el gato y les ponía una doble multa por
provocación. Era una noche rara, mirando a lo alto como le daba siempre por
hacer a esa hora, Oliveira veía a Sirio en mitad del agujero negro y especulaba
sobre los tres días en que el mundo está abierto, cuando los manes ascienden y
hay puente del hombre al agujero en lo alto, puente del hombre al hombre
(porque, ¿quién trepa hasta el agujero si no es para querer bajar cambiado y
encontrarse otra vez, pero de otra manera, con su raza? El veinticuatro de agosto
era uno de los tres días en que el mundo se abría; claro que para qué pensar tanto
en eso si estaban apenas en febrero. Oliveira no se acordaba de los otros dos días,
era curioso recordar sólo una fecha sobre tres. ¿Por qué precisamente ésa? Quizá
porque era un octosílabo, la memoria tiene esos juegos. Pero a lo mejor, entonces,
la Verdad era un alejandrino o un endecasílabo; quizá los ritmos, una vez más,
marcaban el acceso y escandían las etapas del camino. Otros tantos temas de tesis
para cogotudos. Era un placer mirar al malabarista, su increíble agilidad, la pista
láctea en la que el humo del tabaco se posaba en las cabezas de centenares de
niños de Villa del Parque, barrio donde por suerte quedan abundantes eucaliptus
que equilibran la balanza, por citar otra vez ese instrumento de judicatura, esa
casilla zodiacal.
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Era cierto que Traveler dormía poco, en mitad de la noche suspiraba como si
tuviera un peso sobre el pecho y se abrazaba a Talita que lo recibía sin hablar,
apretándose contra él para que la sintiera profundamente cerca. En la oscuridad
se besaban en la nariz, en la boca, sobre los ojos, y Traveler acariciaba la mejilla
de Talita con una mano que salía de entre las sábanas y volvía a esconderse como
si hiciera mucho frío, aunque los dos estaban sudando; después Traveler
murmuraba cuatro o cinco cifras, vieja costumbre para volver a dormirse, y
Talita lo sentía aflojar los brazos, respirar hondo, aquietarse. De día andaba
contento y silbaba tangos mientras cebaba mate o leía, pero Talita no podía
cocinar sin que él se apareciera cuatro o cinco veces con pretextos diversos y
hablara de cualquier cosa, sobre todo del manicomio ahora que las tratativas
parecían bien encaminadas y el Director se embalaba cada vez más con las
perspectivas de comprar el loquero. A Talita le hacía poca gracia la idea del
manicomio, y Traveler lo sabía. Los dos le buscaban el lado humorístico,
prometiéndose espectáculos dignos de Samuel Beckett, despreciando de labios
para afuera al pobre circo que completaba sus funciones en Villa del Parque y se
preparaba a debutar en San Isidro. A veces Oliveira caía a tomar mate, aunque
por lo general se quedaba en su pieza aprovechando que Gekrepten tenía que
irse al empleo y él podía leer y fumar a gusto. Cuando Traveler miraba los ojos
un poco violeta de Talita mientras la ayudaba a desplumar un pato, lujo
quincenal que entusiasmaba a Talita, aficionada al pato en todas sus
presentaciones culinarias, se decía que al fin y al cabo las cosas no estaban tan
mal como estaban, y hasta prefería que Horacio se arrimara a compartir unos
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mates, porque entonces empezaban inmediatamente a jugar un juego cifrado que
apenas comprendían pero que había que jugar para que el tiempo pasara y los
tres se sintieran dignos los unos de los otros. También leían, porque de una
juventud coincidentemente socialista, y un poco teosófica por el lado de Traveler,
los tres amaban cada uno a su manera la lectura comentada, las polémicas por el
gusto hispano argentino de querer convencer y no aceptar jamás la opinión
contraria, y las posibilidades innegables de reírse como locos y sentirse por
encima de la humanidad doliente so pretexto de ayudarla a salir de su mierdosa
situación contemporánea.
Pero era cierto que Traveler dormía mal, Talita se lo repetía retóricamente
mientras lo miraba afeitarse iluminado por el sol de la mañana. Una pasada, otra,
Traveler en camiseta y pantalón de piyama silbaba prolongadamente La gayola y
después proclamaba a gritos: «¡Musita, melancólico alimento para los que
vivimos de amor!», y dándose vuelta miraba agresivo a Talita que ese día
desplumaba el pato y era muy feliz porque los canutos salían que era un encanto
y el pato tenía un aire benigno poco frecuente en esos cadáveres rencorosos, con
los ojitos entreabiertos y una raja imperceptible como de luz entre los párpados,
animales desdichados.
—¿Por qué dormís tan mal, Manú?
—¡Música, me ...! ¿Yo, mal? Directamente no duermo, amor mío, me paso la
noche meditanto el Liber penitentialis, edición Macrovius Basca, que le saqué el
otro día al doctor Feta aprovechando un descuido de su hermana. Por cierto que
se lo voy a devolver, debe costar miles de mangos. Un Liber penitentialis, date
cuenta.
—¿Y qué es eso? —dijo Talita que ahora comprendía ciertos escamoteos y un
cajón con doble llave—. Vos me escondés tus lecturas, es la primera vez que
ocurre desde que nos casamos.
—Ahí está, podés mirarlo todo lo que se te dé la gana, pero siempre que
primero te laves las manos. Lo escondo porque es valioso y vos andás siempre
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con raspas de zanahoria y cosas así en los dedos, sos tan doméstica que
arruinarías cualquier incunable.
—No me importa tu libro —dijo Talita ofendida—. Vení a cortarle la cabeza,
no me gusta aunque esté muerto.
—Con la navaja —propuso Traveler—. Le va a dar un aire truculento al
asunto, y además siempre es bueno ejercitarse, uno nunca sabe.
—No. Con este cuchillo que está afilado.
—Con la navaja.
—No. Con este cuchillo.
Traveler se acercó navaja en mano al pato y le hizo volar la cabeza.
—Andá aprendiendo —dijo—. Si nos toca ocuparnos del manicomio conviene
acumular experiencia tipo doble asesinato de la calle de la Morgue.
—¿Se matan así los locos?
—No, vieja, pero de cuando en cuando se tiran el lance. Lo mismo que los
cuerdos, si me permitís la mala comparación.
—Es vulgar —admitió Talita, organizando el pato en una especie de
paralelepípedo sujeto con piolín blanco.
—En cuanto a que no duermo bien —dijo Traveler, limpiando la navaja en un
papel higiénico— vos sabés perfectamente de qué se trata.
—Pongamos que sí. Pero vos también sabés que no hay problema.
—Los problemas —dijo Traveler— son como los calentadores Primus, todo
está muy bien hasta que revientan. Yo te diría que en este mundo hay problemas
teleológicos. Parece que no existen, como en este momento, y lo que ocurre es
que el reloj de la bomba marca las doce del día de mañana. Tic-tac, tic-tac, todo
va tan bien. Tic-tac.
—Lo malo —dijo Talita— es que el encargado de darle cuerda al reloj sos vos
mismo.
—Mi mano, ratita, está también marcada para las doce de mañana. Entre tanto
vivamos y dejemos vivir.
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Talita untó el pato con manteca, lo que era un espectáculo denigrante.
—¿Tenés algo que reprocharme? —dijo, como si le hablara al palmípedo.
—Absolutamente nada en este momento —dijo Traveler—. Mañana a las doce
veremos, para prolongar la imagen hasta su desenlace cenital.
—Cómo te parecés a Horacio —dijo Talita—. Es increíble cómo te parecés.
—Tic-tac —dijo Traveler buscando los cigarrillos—. Tic-tac, tic-tac.
—Sí, te parecés —insistió Talita, soltando el pato que se estrelló en el suelo
con un ruido fofo que daba asco—. El también hubiera dicho: Tic-tac, él también
hubiera hablado con figuras todo el tiempo. ¿Pero es que me van a dejar
tranquila? Te digo a propósito que te parecés a él, para que de una vez por todas
nos dejemos de absurdos. No puede ser que todo cambie así con la vuelta de
Horacio. Anoche se lo dije, ya no puedo más, ustedes están jugando conmigo, es
como un partido de tenis, me golpean de los dos lados, no hay derecho, Manú,
no hay derecho.
Traveler la tomó en sus brazos aunque Talita se resistía, y después de poner
un pie encima del pato y dar un resbalón que casi los manda al suelo, consiguió
dominarla y besarle la punta de la nariz.
—A lo mejor no hay bomba para vos, ratita —dijo sonriéndole con una
expresión que aflojó a Talita, la hizo buscar una postura más cómoda entre sus
brazos—. Mirá, no es que yo ande buscando que me caiga un refusilo en la
cabeza, pero siento que no debo defenderme con un pararrayos, que tengo que
salir con la cabeza al aire hasta que sean las doce de algún día. Solamente
después de esa hora, de ese día, me voy a sentir otra vez el mismo. No es por
Horacio, amor, no es solamente por Horacio aunque él haya llegado como una
especie de mensajero. A lo mejor si no hubiese llegado me habría ocurrido otra
cosa parecida. Habría leído algún libro desencadenador, o me habría enamorado
de otra mujer... Esos pliegues de la vida, comprendés, esas inesperadas
mostraciones de algo que uno no se había sospechado y que de golpe ponen todo
en crisis. Tendrías que comprender.
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—¿Pero es que vos creés realmente que él me busca, y que yo...?
—El no te busca en absoluto —dijo Traveler, soltándola—. A Horacio vos le
importás un pito. No te ofendas, sé muy bien lo que valés y siempre estaré celoso
de todo el mundo cuando te miran o te hablan. Pero aunque Horacio se tirara un
lance con vos, incluso en ese caso, aunque me creas loco yo te repetiría que no le
importás, y por lo tanto no tengo que preocuparme. Es otra cosa —dijo Traveler
subiendo la voz—. ¡Es malditamente otra cosa, carajo!
—Ah —dijo Talita, recogiendo el pato y limpiándole el pisotón con un trapo
de cocina—. Le has hundido las costillas. De manera que es otra cosa. No
entiendo nada, pero a lo mejor tenés razón.
—Y si él estuviera aquí —dijo Traveler en voz baja, mirando su cigarrillo—
tampoco entendería nada. Pero sabría muy bien que es otra cosa. Increíble,
parecería que cuando él se junta con nosotros hay paredes que se caen, montones
de cosas que se van al quinto demonio, y de golpe el cielo se pone fabulosamente
hermoso, las estrellas se meten en esa panera, uno podría pelarlas y comérselas,
ese pato es propiamente el cisne de Lohengrin, y detrás, detrás...
—¿No molesto? —dijo la señora de Gutusso, asomándose desde el zaguán—.
A lo mejor ustedes estaban hablando de cosas personales, a mí no me gusta
meterme donde no me llaman.
—Valiente —dijo Talita—. Entre nomás, señora, mire qué belleza de animal.
—Una gloria —dijo la señora de Gutusso—. Yo siempre digo que el pato será
duro pero tiene su gusto especial.
—Manú le puso un pie encima —dijo Talita—. Va a estar hecho una manteca,
se lo juro.
—Póngale la firma —dijo Traveler.
(-102)
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45
Era natural pensar que él estaba esperando que se asomara a la ventana.
Bastaba despertarse a las dos de la mañana, con un calor pegajoso, con el humo
acre de la espiral matamosquitos, con dos estrellas enormes plantadas en el
fondo de la ventana, con la otra ventana enfrente que también estaría abierta.
Era natural porque en el fondo el tablón seguía estando ahí, y la negativa a
pleno sol podía quizá ser otra cosa a plena noche, virar a una aquiescencia súbita,
y entonces él estaría allí en su ventana, fumando para espantar los mosquitos y
esperando que Talita sonámbula se desgajara suavemente del cuerpo de Traveler
para asomarse y mirarlo de oscuridad a oscuridad. Tal vez con lentos
movimientos de la mano él dibujaría signos con la brasa del cigarrillo.
Triángulos, circunferencias, instantáneos escudos de armas, símbolos del filtro
fatal o de la difenilpropilamina, abreviaciones farmacéuticas que ella sabría
interpretar, o solamente un vaivén luminoso de la boca al brazo del sillón, del
brazo del sillón a la boca, de la boca al brazo del sillón, toda la noche.
No había nadie en la ventana, Traveler se asomó al pozo caliente, miró la calle
donde un diario abierto se dejaba leer indefenso por un cielo estrellado y como
palpable. La ventana del hotel de enfrente parecía todavía más próxima de
noche, un gimnasta hubiera podido llegar de un salto. No, no hubiera podido.
Tal vez con la muerte en los talones, pero no de otra manera. Ya no quedaban
huellas del tablón, no había paso.
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Suspirando, Traveler se volvió a la cama. A una pregunta soñolienta de Talita,
le acarició el pelo y murmuró cualquier cosa. Talita besó el aire, manoteó un
poco, se tranquilizó.
Si él había estado en alguna parte del pozo negro, metido en el fondo de la
pieza y desde allí mirando por la ventana, tenía que haber visto a Traveler, su
camiseta blanca como un ectoplasma. Si él había estado en alguna parte del pozo
negro esperando que Talita se asomara, la aparición indiferente de una camiseta
blanca debía haberlo mortificado minuciosamente. Ahora se rascaría despacio el
antebrazo, gesto usual de incomodidad y resentimiento en él, aplastaría el
cigarrillo entre los labios, murmuraría alguna obscenidad adecuada,
probablemente se tiraría en la cama sin ninguna consideración hacia Gekrepten
profundamente dormida.
Pero si él no había estado en alguna parte del pozo negro, el hecho de
levantarse y salir a la ventana a esa hora de la noche era una admisión de miedo,
casi un asentimiento. Prácticamente equivalía a dar por sentado que ni Horacio
ni él habían retirado los tablones. De una manera u otra había pasaje, se podía ir
o venir. Cualquiera de los tres, sonámbulo, podía pasar de ventana a ventana,
pisando el aire espeso sin temor de caerse a la calle. El puente sólo desaparecería
con la luz de la mañana, con la reaparición del café con leche que devuelve a las
construcciones sólidas y arranca la telaraña de las altas horas a manotazos de
boletín radial y ducha fría.
Sueños de Talita: La llevaban a una exposición de pintura en un inmenso
palacio en ruinas, y los cuadros colgaban a alturas vertiginosas, como si alguien
hubiera convertido en museo las prisiones de Piranesi. Y así para llegar a los
cuadros había que trepar por arcos donde apenas las entalladuras permitían
apoyar los dedos de los pies, avanzar por galerías que se interrumpían al borde
de un mar embravecido, con olas como de plomo, subir por escaleras de caracol
para finalmente ver, siempre mal, siempre desde abajo o de costado, los cuadros
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en los que la misma mancha blanquecina, el mismo coágulo de tapioca o de leche
se repetía al infinito.
Despertar de Talita: Sentándose de golpe en la cama, a las nueve de la
mañana, sacudiendo a Traveler que duerme boca abajo, dándole de palmadas en
el trasero para que se despierte. Traveler estirando una mano y pellizcándole una
pierna, Talita echándose sobre él y tirándole del pelo. Traveler abusando de su
fuerza, retorciéndole una mano hasta que Talita pide perdón. Besos, un calor
terrible
—Soñé con un museo espantoso. Vos me llevabas.
—Detesto la oniromancia. Cebá mate, bicho.
—¿Por qué te levantaste anoche? No era para hacer pis, cuando te levantás
para hacer pis me lo explicás primero como si yo fuera estúpida, me decís: «Me
voy a levantar porque no puedo aguantar más», y yo te tengo lástima porque yo
aguanto muy bien toda la noche, ni siquiera tengo que aguantar, es un
metabolismo diferente.
—¿Un qué?
—Decime por qué te levantaste. Fuiste hasta la ventana y suspiraste.
—No me tiré.
—Idiota. —Hacía calor.
—Decí por qué te levantaste.
—Por nada, por ver si Horacio estaba también con insomnio, así charlábamos
un rato.
—¿A esa hora? Si apenas hablan de día, ustedes dos.
—Hubiera sido distinto, a lo mejor. Nunca se sabe.
—Soñé con un museo horrible —dice Talita, empezando a ponerse un slip.
—Ya me explicaste dice Traveler, mirando el cielo raso.
—Tampoco nosotros hablamos mucho, ahora —dice Talita.
—Cierto. Es la humedad.
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—Pero parecería que algo habla, algo nos utiliza para hablar. ¿No tenés esa
sensación? ¿No te parece que estamos como habitados? Quiero decir... Es difícil,
realmente.
—Transhabitados, más bien. Mirá, esto no va a durar siempre. No te aflijas,
Catalina —canturrea Traveler, ya vendrán tiempos mejores / y te pondré un comedor.
—Estúpido —dice Talita besándolo en la oreja—. Esto no va a durar siempre,
esto no va a durar siempre... Esto no debería durar ni un minuto más.
—Las amputaciones violentas son malas, después te duele el muñón toda la
vida.
—Si querés que te diga la verdad —dice Talita— tengo la impresión de que
estamos criando arañas o ciempiés. Las cuidamos, las atendemos, y van
creciendo, al principio eran unos bichitos de nada, casi lindos, con tantas patas, y
de golpe han crecido, te saltan a la cara. Me parece que también soñé con arañas,
me acuerdo vagamente.
—Oílo a Horacio —dice Traveler, poniéndose los pantalones—. A esta hora
silba como loco para festejar la partida de Gekrepten. Qué tipo.
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—Música, melancólico alimento para los que vivimos de amor —había citado
por cuarta vez Traveler, templando la guitarra antes de proferir el tango Cotorrita
de la suerte.
Don Crespo se interesó por la referencia y Talita subió a buscarle los cinco
actos en versión de Astrana Marín. La calle Cachimayo estaba ruidosa al caer la
noche pero en el patio de don Crespo, aparte del canario Cien Pesos no se oía
más que la voz de Traveler que llegaba a la parte de la obrerita juguetona y
pizpireta / la que diera a su casita la alegría. Para jugar a la escoba de quince no hace
falta hablar, y Gekrepten le ganaba vuelta tras vuelta a Oliveira que alternaba
con la señora de Gutusso en la tarea de aflojar monedas de veinte. La cotorrita de
la suerte (que augura la vida o muerte) había sacado entre tanto un papelito rosa:
Un novio, larga vida. Lo que no impedía que la voz de Traveler se ahuecara para
describir la rápida enfermedad de la heroína, y la tarde en que morra tristemente /
preguntando a su mamita: «¿No llegó?». Trrán.
—Qué sentimiento —dijo la señora de Gutusso—. Hablan mal del tango, pero
no me lo va a comparar con los calipsos y otras porquerías que pasan por la
radio. Alcánceme los porotos, don Horacio.
Traveler apoyó la guitarra en una maceta, chupó a fondo el mate y sintió que
la noche iba a caerle pesada. Casi hubiera preferido tener que trabajar, o sentirse
enfermo, cualquier distracción. Se sirvió una copa de caña y la bebió de un trago,
mirando a don Crespo que con los anteojos en la punta de la nariz se internaba
desconfiado en los proemios de la tragedia. Vencido, privado de ochenta
centavos, Oliveira vino a sentarse cerca y también se tomó una copa.
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—El mundo es fabuloso —dijo Traveler en voz baja—. Ahí dentro de un rato
será la batalla de Actium, si el viejo aguanta hasta esa parte. Y al lado estas dos
locas guerreando por porotos a golpes de siete de velos.
—Son ocupaciones como cualquiera —dijo Oliveira—. ¿Te das cuenta de la
palabra? Estar ocupado, tener una ocupación. Me corre frío por la columna, che.
Pero mirá, para no ponernos metafísicos te voy a decir que mi ocupación en el
circo es una estafa pura. Me estoy ganando esos pesos sin hacer nada.
—Esperó a que debutemos en San Isidro, va a ser más duro. En Villa del
Parque teníamos todos los problemas resueltos, sobre todo el de una coima que
lo traía preocupado al Dire. Ahora hay que empezar con gente nueva y vas a
estar bastante ocupado, ya que te gusta el término.
—No me digas. Qué macana, che, yo en realidad me estaba mandando la
parte. ¿Así que va a haber que trabajar?
—Los primeros días, después todo entra en la huella. Decime un poco, ¿vos
nunca trabajaste cuando andabas por Europa?
—El mínimo imponible dijo Oliveira—. Era tenedor de libros clandestino. El
viejo Trouille, qué personaje para Céline. Algún día te tengo que contar, si es que
vale la pena, y no la vale.
—Me gustaría —dijo Traveler.
—Sabés, todo está tan en el aire. Cualquier cosa que te dijera sería como un
pedazo del dibujo de la alfombra. Falta el coagulante, por llamarlo de alguna
manera: zás, todo se ordena en su justo sitio y te nace un precioso cristal con
todas sus facetas. Lo malo —dijo Oliveira mirándose las uñas— es que a lo mejor
ya se coaguló y no me di cuenta, me quedé atrás como los viejos que oyen hablar
de cibernética y mueven despacito la cabeza pensando en que ya va a ser la hora
de la sopa de fideos finos.
El canario Cien Pesos produjo un trino más chirriante que otra cosa.
—En fin —dijo Traveler—. A veces se me ocurre como que no tendrías que
haber vuelto.
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—Vos lo pensás —dijo Oliveira—. Yo lo vivo. A lo mejor es lo mismo en el
fondo, pero no caigamos en fáciles deliquios. Lo que nos mata a vos y a mí es el
pudor, che. Nos pasearnos desnudos por la casa, con gran escándalo de algunas
señoras, pero cuando se trata de hablar... Comprendés, de a ratos se me ocurre
que podría decirte... No sé, tal vez en el momento las palabras servirían de algo,
nos servirían. Pero como no son las palabras de la vida cotidiana y del mate en el
patio, de la charla bien lubricada, uno se echa atrás, precisamente al mejor amigo
es al que menos se le pueden decir cosas así. ¿No te ocurre a veces confiarte
mucho más a un cualquiera?
—Puede ser —dijo Traveler afinando la guitarra—. Lo malo es que con esos
principios ya no se ve para qué sirven los amigos.
—Sirven para estar ahí, y en una de esas quién te dice.
—Como quieras. Así va a ser difícil que nos entendamos como en otros
tiempos.
—En nombre de los otros tiempos se hacen las grandes macanas en éstos —
dijo Oliveira—. Mirá, Manolo, vos hablás de entendernos, pero en el fondo te das
cuenta que yo también quisiera entenderme con vos, y vos quiere decir mucho
más que vos mismo. La joroba es que el verdadero entendimiento es otra cosa.
Nos conformamos con demasiado poco. Cuando los amigos se entienden bien
entre ellos, cuando los amantes se entienden bien entre ellos, cuando las familias
se entienden bien entre ellas, entonces nos creemos en armonía. Engaño puro,
espejo para alondras. A veces siento que entre dos que se rompen la cara a
trompadas hay mucho más entendimiento que entre los que están ahí mirando
desde afuera. Por eso... Che, pero yo realmente podría colaborar en La Nación de
los domingos.
—Ibas bien —dijo Traveler afinando la prima— pero al final te dio uno de
esos ataques de pudor de que hablabas antes. Me hiciste pensar en la señora de
Gutusso cuando se cree obligada a aludir a las almorranas del marido.
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—Este Octavio César dice cada cosa —rezongó don Crespo, mirándolos por
encima de los anteojos—. Aquí habla de que Marco Antonio había comido una
carne muy extraña en los Alpes. ¿Qué me representa con esa frase? Chivito, me
imagino.
—Más bien bípedo implume —dijo Traveler.
—En esta obra el que no está loco le anda cerca dijo respetuosamente don
Crespo—. Hay que ver las cosas que hace Cleopatra.
—Las reinas son tan complicadas —dijo la señora de Gutusso—. Esa
Cleopatra armaba cada lío, salió en una película. Claro que eran otros tiempos,
no había religión.
—Escoba —dijo Talita, recogiendo seis barajas de un saque.
—Usted tiene una suerte...
—Lo mismo pierdo al final. Manú, se me acabaron las monedas.
—Cambiale a don Crespo que a lo mejor ha entrado en el tiempo faraónico y
te da piezas de oro puro. Mirá, Horacio, eso que decías de la armonía...
—En fin —dijo Oliveira—, ya que insistís en que me dé vuelta los bolsillos y
ponga las pelusas sobre la mesa...
—Altro que dar vuelta los bolsillos. Mi impresión es que vos te quedás tan
tranquilo viendo cómo a los demás se nos empieza a armar un corso a
contramano. Buscás eso que llamás la armonía, pero la buscás justo ahí donde
acabás de decir que no está, entre los amigos, en la familia, en la ciudad. ¿Por qué
la buscás dentro de los cuadros sociales?
—No sé, che. Ni siquiera la busco. Todo me va sucediendo.
—¿Por qué te tiene que suceder a vos que los demás no podamos dormir por
tu culpa?
—Yo también duermo mal.
—¿Por qué, para darte un ejemplo, te juntaste con Gekrepten? ¿Por qué me
venís a ver? ¿Acaso no es Gekrepten, no somos nosotros los que te estamos
estropeando la armonía?
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—¡Quiere beber mandrágora! —gritó don Crespo estupefacto.
—¿Lo qué? —dijo la señora de Gutusso.
—¡Mandrágora! Le manda a la esclava que le sirva mandrágora. Dice que
quiere dormir. ¡Está completamente loca!
Tendría de tomar Bromural —dijo la señora de Gutusso—. Claro que en esos
tiempos...
—Tenés mucha razón, viejito —dijo Oliveira, llenando los vasos de caña—,
con la única salvedad de que le estás dando a Gekrepten más importancia de la
que tiene.
—¿Y nosotros?
—Ustedes, che, a lo mejor son ese coagulante de que hablábamos hace un
rato. Me da por pensar que nuestra relación es casi química, un hecho fuera de
nosotros mismos. Una especie de dibujo que se va haciendo. Vos me fuiste a
esperar, no te olvides.
—¿Y por qué no? Nunca pensé que volverías con esa mufa, que te habrían
cambiado tanto por allá, que me darías tantas ganas de ser diferente... No es eso,
no es eso. Bah, vos ni vivís ni dejás vivir.
La guitarra, entre los dos, se paseaba por un cielito.
—No tenés más que chasquear los dedos así —dijo Oliveira en voz muy
baja— y no me ven más. Sería injusto que por culpa mía, vos y Talita...
—A Talita dejala afuera.
—No —dijo Oliveira—. Ni pienso dejarla afuera. Nosotros somos Talita, vos y
yo, un triángulo sumamente trismegístico. Te lo vuelvo a decir: me hacés una
seña y me corto solo. No te creas que no me doy cuenta de que andás
preocupado.
—No es con irte ahora que vas a arreglar mucho.
—Hombre, por qué no. Ustedes no me necesitan.
Traveler preludió Malevaje, se interrumpió. Ya era noche cerrada, y don
Crespo encendía la luz del patio para poder leer.
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—Mirá —dijo Traveler en voz baja—. De todas maneras alguna vez te
mandarás mudar y no hay necesidad de que yo te ande haciendo señas. Yo no
dormiré de noche, como te lo habrá dicho Talita, pero en el fondo no lamento
que hayas venido. A lo mejor me hacía falta.
—Como quieras, viejo. Las cosas se dan así, lo mejor es quedarse tranquilo. A
mí tampoco me va tan mal.
—Parece un diálogo de idiotas —dijo Traveler.
—De mongoloides puros —dijo Oliveira.
—Uno cree que va a explicar algo, y cada vez es peor.
—La explicación es un error bien vestido —dijo Oliveira—. Anotá eso.
—Sí, entonces más vale hablar de otras cosas, de lo que pasa en el Partido
Radical. Solamente que vos... Pero es como las calesitas, siempre de vuelta a lo
mismo, el caballito blanco, después el rojo, otra vez el blanco. Somos poetas,
hermano.
—Unos vates bárbaros —dijo Oliveira llenando los vasos—. Gentes que
duermen mal y salen a tomar aire fresco a la ventana, cosas así.
—Así que me viste, anoche.
—Dejame que piense. Primero Gekrepten se puso pesada y hubo que
contemporizar. Livianito, nomás, pero en fin... Después me dormí a pata suelta,
cosa de olvidarme. ¿Por qué me preguntás?
—Por nada —dijo Traveler, y aplastó la mano sobre las cuerdas. Haciendo
sonar sus ganancias, la señora de Gutusso arrimó una silla y le pidió a Traveler
que cantara.
—Aquí un tal Enobarbo dice que la humedad de la noche es venenosa —
informó don Crespo—. En esta obra están todos piantados, a la mitad de una
batalla se ponen a hablar de cosas que no tienen nada que ver.
—Y bueno —dijo Traveler—, vamos a complacer a la señora, si don Crespo no
se opone. Malevaje, tangacho de Juan de Dios Filiberto. Ah, pibe, haceme acordar
que te lea la confesión de Ivonne Guitry, es algo grande. Talita, andá a buscar la
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antología de Gardel. Está en la mesita de luz, que es donde debe estar una cosa
así.
—Y de paso me la devuelve —dijo la señora de Gutusso—. No es por nada
pero a mí los libros me gusta tenerlos cerca. Mi esposo es igual, le juro.
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Soy yo, soy él. Somos, pero soy yo, primeramente soy yo, defenderé ser yo
hasta que no pueda más. Atalía, soy yo, Ego. Yo. Diplomada, argentina, una uña
encarnada, bonita de a ratos, grandes ojos oscuros, yo. Atalía Donosi, yo. Yo. Yoyo,
carretel y piolincito. Cómico.
Manú, qué loco, irse a Casa América y solamente por divertirse alquilar este
artefacto. Rewind. Qué voz, ésta no es mi voz. Falsa y forzada: «Soy yo, soy él.
Somos, pero soy yo, primeramente soy yo, defenderé...» STOP. Un aparato
extraordinario, pero no sirve para pensar en voz alta, o a lo mejor hay que
acostumbrarse, Manú habla de grabar su famosa pieza de radioteatro sobre las
señoras, no va a hacer nada. El ojo mágico es realmente mágico, las estrías verdes
que oscilan, se contraen, gato tuerto mirándome. Mejor taparlo con un cartoncito.
REWIND. La cinta corre tan lisa, tan parejita. VOLUME. Poner en 5 o 5 ½: «El ojo
mágico es realmente mágico, las estrías verdes que os...» Pero lo verdaderamente
mágico sería que mi voz dijese: «El ojo mágico juega a la escondida, las estrías
rojas...» Demasiado eco, hay que poner el micrófono más cerca y bajar el
volumen. Soy yo, soy él. Lo que realmente soy es una mala parodia de Faulkner.
Efectos fáciles. ¿Dicta con un magnetófono o el whisky le sirve de cinta
grabadora? ¿Se dice grabador o magnetófono? Horacio dice magnetófono, se
quedó asombrado al ver el artefacto, dijo: «Qué magnetófono, pibe.» El manual
dice grabador, los de Casa América deben saber. Misterio: Por qué Manú compra
todo, hasta los zapatos, en Casa América. Una fijación, una idiotez. REWIND.
Esto va a ser divertido: «...Faulkner. Efectos fáciles.» STOP. No es muy divertido
volver a escucharme. Todo esto debe llevar tiempo, tiempo, tiempo. Todo esto
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debe llevar tiempo. REWIND. A ver si el tono es más natural: «...po, tiempo,
tiempo. Todo esto debe...» Lo mismo, una voz de enana resfriada. Eso sí, ya lo
manejo bien. Manú se va a quedar asombrado, me tiene tanta des confianza para
los aparatos. A mí, una farmacéutica, Horacio ni siquiera se fijaría, lo mira a uno
como un puré que pasa por el colador, una pasta zás que sale por el otro lado, a
sentarse y a comer. ¿Rewind? No, sigamos, apaguemos la luz. Hablemos en
tercera persona, a lo mejor... Entonces Talita Donosi apaga la luz y no queda más
que el ojito mágico con sus estrías rojas (a lo mejor sale verde, a lo mejor sale
violeta) y la brasa del cigarrillo. Calor, y Manú que no vuelve de San Isidro, las
once y media. Ahí está Gekrepten en la ventana, no la veo pero es lo mismo, está
en la ventana, en camisón, y Horacio delante de su mesita, con una vela, leyendo
y fumando. La pieza de Horacio y Gekrepten no sé por qué es menos hotel que
ésta. Estúpida, es tan hotel que hasta las cucarachas deben tener el número
escrito en el lomo, y al lado se lo aguantan a don Bunche con sus tuberculosos a
veinte pesos la consulta, los renguitos y los epilépticos. Y abajo el clandestino, y
los tangos desafinados de la chica de los mandados. REWIND. Un buen rato,
para remontar hasta por lo menos medio minuto antes. Se va contra el tiempo, a
Manú le gustaría hablar de eso. Volumen 5: «...el número escrito en el lomo...»
Más atrás. REWIND. Ahora: «...Horacio delante de su mesita, con una vela
verde...» STOP. Mesita, mesita. Ninguna necesidad de decir mesita cuando una
es farmacéutica. Merengue puro. ¡Mesita! La ternura mal aplicada. Y bueno,
Talita. Basta de pavadas. REWIND. Todo, hasta que la cinta esté a punto de
salirse, el defecto de esta máquina es que hay que calcular tan bien, si la cinta se
escapa se pierde medio minuto enganchándola de nuevo. STOP. Justo, por dos
centímetros. ¿Qué habré dicho al principio? Ya no me acuerdo pero me salía una
voz de ratita asustada, el conocido temor al micrófono. A ver, volumen 5 ½ para
que se oiga bien. «Soy yo, soy él. Somos, pero soy yo, primeramen...» ¿Y por qué,
por qué decir eso? Soy yo, soy él, y después hablar de la mesita, y después
enojarme. «Soy yo, soy él. Soy yo, soy él.»
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Talita cortó el grabador, le puso la tapa, lo miró con profundo asco y se sirvió
un vaso de limonada. No quería pensar en la historia de la clínica (el Director
decía «la clínica mental», lo que era insensato) pero si renunciaba a pensar en la
clínica (aparte de que eso de renunciar a pensar era más una esperanza que una
realidad) inmediatamente ingresaba en otro orden igualmente molesto. Pensaba
en Manú y Horacio al mismo tiempo, en el símil de la balanza que tan
vistosamente habían manejado Horacio y ella en la casilla del circo. La sensación
de estar habitada se hacía entonces más fuerte, por lo menos la clínica era una
idea de miedo, de desconocido, una visión espeluznante de locos furiosos en
camisón, persiguiéndose con navajas y enarbolando taburetes y patas de cama,
vomitando sobre las hojas de temperatura y masturbándose ritualmente. Iba a
ser muy divertido ver a Manú y a Horacio con guardapolvos blancos, cuidando a
los locos. «Voy a tener cierta importancia», pensó modestamente Talita.
«Seguramente el Director me confiará la farmacia de la clínica, si es que tienen
una farmacia. A lo mejor es un botiquín de primeros auxilios. Manú me va a
tomar el pelo como siempre.» Tendría que repasar algunas cosas, tanto que se
olvida, el tiempo con su esmeril suavecito, la batalla indescriptible de cada día de
ese verano, el puerto y el calor, Horacio bajando la planchada con cara de pocos
amigos, la grosería de despacharla con el gato, vos tomate el tranvía de vuelta
que nosotros tenemos que hablar. Y entonces empezaba un tiempo que era como
un terreno baldío lleno de latas retorcidas, ganchos que podían lastimar los pies,
charcos sucios, pedazos de trapo enganchados en los cardos, el circo de noche
con Horacio y Manú mirándola o mirándose, el gato cada vez más estúpido o
francamente genial, resolviendo cuentas entre los alaridos del público
enloquecido, las vueltas a pie con paradas en los boliches para que Manú y
Horacio bebieran cerveza, hablando, hablando de nada, oyéndose hablar entre
ese calor y ese humo y el cansancio. Soy YO, Soy él, lo había dicho sin pensarlo,
es decir que estaba más que pensado, venía de un territorio donde las palabras
eran como los locos en la clínica, entes amenazadores o absurdos viviendo una
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vida propia y aislada, saltando de golpe sin que nada pudiera atajarlos: Soy yo,
soy él, y él no era Manú, él era Horacio, el habitador, el atacante solapado, la
sombra dentro de la sombra de su pieza por la noche, la brasa del cigarrillo
dibujando lentamente las formas del insomnio.
Cuando Talita tenía miedo se levantaba y se hacía un té de tilo y menta fifty
fifty. Se lo hizo, esperando deseosa que la llave de Manú escarbara en la puerta.
Manú había dicho con aladas palabras: «A Horacio vos no le importás un pito.»
Era ofensivo pero tranquilizador. Manú había dicho que aunque Horacio se
tirara un lance (y no lo había hecho, jamás había insinuado siquiera que)
una de tilo
una de menta
el agüita bien caliente, primer hervor, stop
ni siquiera en ese caso le importaría nada de ella. Pero entonces. Pero si no le
importaba, por qué estar siempre ahí en el fondo de la pieza, fumando o leyendo,
estar (soy yo, soy él) como necesitándola de alguna manera, sí, era exacto,
necesitándola, colgándose de ella desde lejos como en una succión desesperada
para alcanzar algo, ver mejor algo, ser mejor algo. Entonces no era: soy yo, soy él.
Entonces era al revés: Soy él porque soy yo. Talita suspiró, levemente satisfecha de
su buen raciocinio y de lo sabroso que estaba el té.
Pero no era solamente eso, porque entonces hubiera resultado demasiado
sencillo. No podía ser (para algo está la lógica) que Horacio se interesara y a la
vez no se interesara. De la combinación de las dos cosas debía salir una tercera,
algo que no tenía nada que ver con el amor, por ejemplo (era tan estúpido pensar
en el amor cuando el amor era solamente Manú, solamente Manú hasta la
consumación de los tiempos), algo que estaba del lado de la caza, de la
búsqueda, o más bien como una expectación terrible, como el gato mirando al
canario inalcanzable, una especie de congelación del tiempo y del día, un
agazapamiento. Terrón y medio, olorcito a campo. Un agazapamiento sin
explicaciones de-este-lado-de-las-cosas, o hasta que un día Horacio se dignara
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hablar, irse, pegarse un tiro, cualquier explicación o materia sobre la cual
imaginar una explicación. No ese estar ahí tomando mate y mirándolos,
haciendo que Manú tomara mate y lo mirara, que los tres estuvieran bailando
una lenta figura interminable. «Yo», pensó Talita, «debiera escribir novelas, se
me ocurren ideas gloriosas». Estaba tan deprimida que volvió a enchufar el
grabador y cantó canciones hasta que llegó Traveler. Los dos convinieron en que
la voz de Talita no salía bien, y Traveler le demostró cómo había que cantar una
baguala. Acercaron el grabador a la ventana para que Gekrepten pudiera juzgar
imparcialmente, y hasta Horacio si estaba en su pieza, pero no estaba. Gekrepten
encontró todo perfecto, y decidieron cenar juntos en lo de Traveler fusionando
un asado frío que tenía Talita con una ensalada mixta que Gekrepten produciría
antes de trasladarse enfrente. A Talita todo eso le pareció perfecto y a la vez tenía
algo de cubrecama o cubretetera, de cubre cualquier cosa, lo mismo que el
grabador o el aire satisfecho de Traveler, cosas hechas o decididas para poner
encima, pero encima de qué, ése era el problema y la razón de que todo en el
fondo siguiera como antes del té de tilo y menta fifty fifty.
(-110)
48
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48
Al lado del Cerro —aunque ese Cerro no tenía lado, se llegaba de golpe y
nunca se sabía bien si ya se estaba o no, entonces más bien cerca del Cerro—, en
un barrio de casas bajas y chicos discutidores, las preguntas no habían servido de
nada, todo se iba estrellando en sonrisas amables, en mujeres que hubieran
querido ayudar pero no estaban al tanto, la gente se muda, señor, aquí todo ha
cambiando mucho, a lo mejor si va a la policía quién le dice. Y no podía quedarse
demasiado porque el barco salía al rato nomás, y aunque no hubiera salido en el
fondo todo estaba perdido de antemano, las averiguaciones las hacía por las
dudas, como una jugada de quiniela o una obediencia astrológica. Otro bondi de
vuelta al puerto, y a tirarse en la cucheta hasta la hora de comer.
Esa misma noche, a eso de las dos de la mañana, volvió a verla por primera
vez. Hacía calor y en el «camerone» donde ciento y pico de inmigrantes roncaban
y sudaban, se estaba peor que entre los rollos de soga bajo el cielo aplastado del
río, con toda la humedad de la rada pegándose a la piel. Oliveira se puso a fumar
sentado contra un mamparo, estudiando las pocas estrellas rasposas que se
colaban entre las nubes. La Maga salió de detrás de un ventilador, llevando en
una mano algo que arrastraba por el suelo, y casi en seguida le dio la espalda y
caminó hacia una de las escotillas. Oliveira no hizo nada por seguirla, sabía de
sobra que estaba viendo algo que no se dejaría seguir. Pensó que sería alguna de
las pitucas de primera clase que bajaban hasta la mugre de la proa, ávidas de eso
que llamaban experiencia o vida, cosas así. Se parecía mucho a la Maga, era
evidente, pero lo más del parecido lo había puesto él, de modo que una vez que
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el corazón dejó de latirle como un perro rabioso encendió otro cigarrillo y se trató
a sí mismo de cretino incurable.
Haber creído ver a la Maga era menos amargo que la certidumbre de que un
deseo incontrolable la había arrancado del fondo de eso que definían como
subconciencia y proyectado contra la silueta de cualquiera de las mujeres de a
bordo. Hasta ese momento había creído que podía permitirse el lujo de recordar
melancólicamente ciertas cosas, evocar a su hora y en la atmósfera adecuada
determinadas historias, poniéndoles fin con la misma tranquilidad con que
aplastaba el pucho en el cenicero. Cuando Traveler le presentó a Talita en el
puerto, tan ridícula con ese gato en la canasta y un aire entre amable y Alida
Valli, volvió a sentir que ciertas remotas semejanzas condensaban bruscamente
un falso parecido total, como si de su memoria aparentemente tan bien
compartimentada se arrancara de golpe un ectoplasma capaz de habitar y
completar otro cuerpo y otra cara, de mirarlo desde fuera con una mirada que él
había creído reservada para siempre a los recuerdos.
En las semanas que siguieron, arrasadas por la abnegación irresistible de
Gekrepten y el aprendizaje del difícil arte de vender cortes de casimir de puerta
en puerta, le sobraron vasos de cerveza y etapas en los bancos de las plazas para
disecar episodios. Las indagaciones en el Cerro habían tenido el aire exterior de
un descargo de conciencia: encontrar, tratar de explicarse, decir adiós para
siempre. Esa tendencia del hombre a terminar limpiamente lo que hace, sin dejar
hilachas colgando. Ahora se daba cuenta (una sombra saliendo detrás de un
ventilador, una mujer con un gato) que no había ido por eso al Cerro. La
psicología analítica lo irritaba, pero era cierto: no había ido por eso al Cerro. De
golpe era un pozo cayendo infinitamente en sí mismo. Irónicamente se
apostrofaba en plena plaza del Congreso: «¿Y a esto le llamabas búsqueda? ¿Te
creías libre? ¿Cómo era aquello de Heráclito? A ver, repetí los grados de la
liberación, para que me ría un poco. Pero si estás en el fondo del embudo,
hermano.» Le hubiera gustado saberse irreparablemente envilecido por su
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descubrimiento, pero lo inquietaba una vaga satisfacción a la altura del
estómago, esa respuesta felina de contentamiento que da el cuerpo cuando se ríe
de las hinquietudes del hespíritu Y se acurruca cómodamente entre sus costillas,
su barriga y la planta de sus pies. Lo malo era que en el fondo él estaba bastante
contento de sentirse así, de no haber vuelto, de estar siempre de ida aunque no
supiera adónde. Por encima de ese contento lo quemaba como una desesperación
del entendimiento a secas, un reclamo de algo que hubiera querido encarnarse y
que ese contento vegetativo rechazaba pachorriento, mantenía a distancia. Por
momentos Oliveira asistía como espectador a esa discordia, sin querer tomar
partido, socarronamente imparcial. Así vinieron el circo, las mateadas en el patio
de don Crespo, los tangos de Traveler, en todos esos espejos Oliveira se miraba
de reojo. Hasta escribió notas sueltas en un cuaderno que Gekrepten guardaba
amorosamente en el cajón de la cómoda sin atreverse a leer. Despacio se fue
dando cuenta de que la visita al Cerro había estado bien, precisamente porque se
había fundado en otras razones que las supuestas. Saberse enamorado de la
Maga no era un fracaso ni una fijación en un orden caduco; un amor que podía
prescindir de su objeto, que en la nada encontraba su alimento, se sumaba quizá
a otras fuerzas, las articulaba y las fundía en un impulso que destruiría alguna
vez ese contento visceral del cuerpo hinchado de cerveza y papas fritas. Todas
esas palabras que usaba para llenar el cuaderno entre grandes manotazos al aire
y silbidos chirriantes, lo hacían reír una barbaridad. Traveler acababa
asomándose a la ventana para pedirle que se callara un poco. Pero otras veces
Oliveira encontraba cierta paz en las ocupaciones manuales, como enderezar
clavos o deshacer un hilo sisal para construir con sus fibras un delicado laberinto
que pegaba contra la pantalla de la lámpara y que Gekrepten calificaba de
elegante. Tal vez el amor fuera el enriquecimiento más alto, un dador de ser;
pero sólo malográndolo se podía evitar su efecto bumerang, dejarlo correr al
olvido y sostenerse, otra vez solo, en ese nuevo peldaño de realidad abierta y
porosa. Matar el objeto amado, esa vieja sospecha del hombre, era el precio de no
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detenerse en la escala, así como la súplica de Fausto al instante que pasaba no
podía tener sentido si a la vez no se lo abandonaba como se posa en la mesa la
copa vacía. Y cosas por el estilo, y mate amargo.
Hubiera sido tan fácil organizar un esquema coherente, un orden de
pensamiento y de vida, una armonía. Bastaba la hipocresía de siempre, elevar el
pasado a valor de experiencia, sacar partido de las arrugas de la cara, del aire
vivido que hay en las sonrisas o los silencios de más de cuarenta años. Después
uno se ponía un traje azul, se peinaba las sienes plateadas y entraba en las
exposiciones de pintura, en la Sade y en el Richmond, reconciliado con el mundo.
Un escepticismo discreto, un aire de estar de vuelta, un ingreso cadencioso en la
madurez, en el matrimonio, en el sermón paterno a la hora del asado o de la
libreta de clasificaciones insatisfactoria. Te lo digo porque yo he vivido mucho.
Yo que he viajado. Cuando yo era muchacho. Son todas iguales, te lo digo yo. Te
hablo por experiencia, m’hijo. Vos todavía no conocés la vida.
Y todo eso tan ridículo y gregario podía ser peor todavía en otros planos, en la
meditación siempre amenazada por los idola fori, las palabras que falsean las
intuiciones, las petrificaciones simplificantes, los cansancios en que lentamente se
va sacando del bolsillo del chaleco la bandera de la rendición. Podía ocurrir que
la traición se consumara en una perfecta soledad, sin testigos ni cómplices: mano
a mano, creyéndose más allá de los compromisos personales y los dramas de los
sentidos, más allá de la tortura ética de saberse ligado a una raza o por lo menos
a un pueblo y una lengua. En la más completa libertad aparente, sin tener que
rendir cuentas a nadie, abandonar la partida, salir de la encrucijada y meterse
por cualquiera de los caminos de la circunstancia, proclamándolo el necesario o
el único. La Maga era uno de esos caminos, la literatura era otro (quemar
inmediatamente el cuaderno aunque Gekrepten se re-tor-cie-ra las manos), la
fiaca era otro, y la meditación al soberano cuete era otro. Parado delante de una
pizzería de Corrientes al mil trescientos, Oliveira se hacía las grandes preguntas:
«Entonces, ¿hay que quedarse como el cubo de la rueda en mitad de la
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encrucijada? ¿De que sirve saber o creer saber que cada camino es falso si no lo
caminamos con un propósito que ya no sea el camino mismo? No somos Buda,
che, aquí no hay árboles donde sentarse en la postura del loto. Viene un cana y te
hace la boleta.»
Caminar con un propósito que ya no fuera el camino mismo. De tanta
cháchara (qué letra, la ch, madre de la chancha, el chamamé y el chijete) no le
quedaba más resto que esa entrevisión. Sí, era una fórmula meditable. Así la
visita al Cerro, después de todo, habría tenido un sentido, así la Maga dejaría de
ser un objeto perdido para volverse la imagen de una posible reunión —pero no
ya con ella sino más acá o más allá de ella; por ella, pero no ella—. Y Manú, y el
circo, y esa increíble idea del loquero de la que hablaban tanto en estos días, todo
podía ser significativo siempre que se lo extrapolara, hinevitable hextrapolación
a la hora metafísica, siempre fiel a la cita ese vocablo cadensioso. Oliveira
empezó a morder la pizza, quemándose las encías como le pasaba siempre por
glotón, y se sintió mejor. Pero cuantas veces había cumplido el mismo ciclo en
montones de esquinas y cafés de tantas ciudades, cuantas veces había llegado a
conclusiones parecidas, se había sentido mejor, había creído poder empezar a
vivir de otra manera, por ejemplo una tarde en que se había metido a escuchar
un concierto insensato, y después... Después había llovido tanto, para qué darle
vueltas al asunto. Era como con Talita, más vueltas le daba, peor. Esa mujer
estaba empezando a sufrir por culpa de él, no por nada grave, solamente que él
estaba ahí y todo parecía cambiar entre Talita y Traveler, montones de esas
pequeñas cosas que se daban por supuestas y descontadas, de golpe se llenaban
de filos y lo que empezaba siendo un puchero a la española acababa en un
arenque a la Kierkegaard, por no decir más. La tarde del tablón había sido una
vuelta al orden, pero Traveler había dejado pasar la ocasión de decir lo que había
que decir para que ese mismo día Oliveira se mandara mudar del barrio y de sus
vidas, no solamente no había dicho nada sino que le había conseguido el empleo
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en el circo, prueba de que. En ese caso apiadarse hubiera sido tan idiota como la
otra vez: lluvia, lluvia. ¿Seguiría tocando el piano Berthe Trépat?
(-111)
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49
Talita y Traveler hablaban enormemente de locos célebres o de otros más
secretos, ahora que Ferraguto se había decidido a comprar la clínica y cederle el
circo con gato y todo a un tal Suárez Melián. Les parecía, sobre todo a Talita, que
el cambio del circo a la clínica era una especie de paso adelante, pero Traveler no
veía muy clara la razón de ese optimismo. A la espera de un mejor
entendimiento andaban muy excitados y continuamente salían a sus ventanas o a
la puerta de calle para cambiar impresiones con la señora de Gutusso, don
Bunche, don Crespo y hasta con Gekrepten si andaba a tiro. Lo malo era que en
esos días se hablaba mucho de revolución, de que Campo de Mayo se iba a
levantar, y a la gente eso le parecía mucho más importante que la adquisición de
la clínica de la calle Trelles. Al final Talita y Traveler se ponían a buscar un poco
de normalidad en un manual de psiquiatría. Como de costumbre cualquier cosa
los excitaba, y el día del pato, no se sabía por qué, las discusiones llegaban a un
grado de violencia tal que Cien Pesos se enloquecía en su jaula y don Crespo
esperaba el paso de cualquier conocido para iniciar un movimiento de rotación
con el índice de la mano izquierda apoyado en la sien del mismo lado. En esas
ocasiones espesas nubes de plumas de pato empezaban a salir por la ventana de
la cocina, y había un golpear de puertas y una dialéctica cerrada y sin cuartel que
apenas cedía con el almuerzo, oportunidad en la cual el pato desaparecía hasta el
último tegumento.
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A la hora del café con caña Mariposa una tácita reconciliación los acercaba a
textos venerados, a números agotadísimos de unas revistas esotéricas, tesoros
cosmológicos que se sentían necesitados de asimilar como una especie de
preludio a la nueva vida. De piantados hablaban mucho, Porque tanto Traveler
como Oliveira habían condescendido a sacar papeles viejos y exhibir parte de su
colección de fenómenos iniciada en común cuando incurrían en una bien
olvidada Facultad y proseguida luego por separado. El estudio de esos
documentos les llevaba sus buenas sobremesas, y Talita se había ganado el
derecho de participación gracias a sus números de Renovigo (Periódiko
Rebolusionario Bilingue), publicación mexicana en lengua ispamerikana de la
Editorial Lumen, y en la que un montón de locos trabajaban con resultados
exaltantes. De Ferraguto sólo tenían noticias cada tanto, porque el circo ya estaba
prácticamente en manos de Suárez Melián, pero parecía seguro que les
entregarían la clínica hacia mediados de marzo. Una o dos veces Ferraguto se
había aparecido por el circo para ver al gato calculista, del que evidentemente le
iba a costar separarse, y en cada caso se había referido a la inminencia de la gran
tratativa y a las-pesadas-responsabilidades que caerían sobre todos ellos
(suspiro). Parecía casi seguro que a Talita le iban a confiar la farmacia, y la pobre
estaba nerviosísima repasando unos apuntes del tiempo del unto. Oliveira y
Traveler se divertían enormemente a costa de ella, pero cuando volvían al circo
los dos andaban tristes y miraban a la gente y al gato como si un circo fuera algo
inapreciablemente raro.
—Aquí todos están mucho más locos —decía Traveler—. No se va a poder
comparar, che.
Oliveira se-encogía-de-hombros, incapaz de decir que en el fondo le daba lo
mismo, y miraba a lo alto de la carpa, se perdía bobamente en unas rumias
inciertas.
—Vos, claro, has cambiado de un sitio a otro —refunfuñaba Traveler—. Yo
también, pero siempre aquí, siempre en este meridiano...
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Estiraba el brazo, mostrando vagamente una geografía bonaerense.
—Los cambios, vos sabés... —decía Oliveira.
Al rato de hablar así se ahogaban de risa, y el público los miraba de reojo
porque distraían la atención.
En momentos de confidencia, los tres admitían que estaban admirablemente
preparados para sus nuevas funciones. Por ejemplo, cosas como la llegada de La
Nación de los domingos les provocaban una tristeza sólo comparable a la que les
producían las colas de la gente en los cines y la tirada del Reader’s Digest.
—Los contactos están cada vez más cortados —decía sibilinamente Traveler.
Hay que pegar un grito terrible.
—Ya lo pegó anoche el coronel Flappa —contestaba Talita—. Consecuencia,
estado de sitio.
—Eso no es un grito, hija, apenas un estertor. Yo te hablo de las cosas que
soñaba Yrigoyen, las cuspideaciones históricas, las prometizaciones augurales,
esas esperanzas de la raza humana tan venida a menos por estos lados.
—Vos ya hablás como el otro —decía Talita, mirándolo preocupada pero
disimulando la ojeada caracterológica. El otro seguía en el circo, dándole la
última mano a Suárez Melián y asombrándose de a ratos de que todo le estuviera
resultando tan indiferente. Tenía la impresión de haberle pasado su resto de
mana a Talita y a Traveler, que cada vez se excitaban más pensando en la clínica,
a él lo único que realmente le gustaba en esos días era jugar con el gato calculista,
que le había tomado un cariño enorme y le hacía cuentas exclusivamente para su
placer. Como Ferraguto había dado instrucciones de que al gato no se le sacara a
la calle más que en una canasta y con un collar de identificación idéntico a los de
la batalla de Okinawa, Oliveira comprendía los sentimientos del gato y apenas
estaban a dos cuadras del circo metía la canasta en una fiambrería de confianza,
le sacaba el collar al pobre animal, y los dos se iban por ahí a mirar latas vacías
en los baldíos o a mordisquear pastitos, ocupación delectable. Después de esos
paseos higiénicos, a Oliveira le resultaba casi tolerable ingresar en las tertulias
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del patio de don Crespo, en la ternura de Gekrepten emperrada en tejerle cosas
para el invierno. La noche en que Ferraguto telefoneó a la pensión para avisarle a
Traveler la fecha inminente de la gran tratativa, estaban los tres perfeccionando
sus nociones de lengua ispamerikana, extraídas con infinito regocijo de un
número de Renovigo. Se quedaron casi tristes, pensando que en la clínica los
esperaba la seriedad, la ciencia, la abnegación y todas esas cosas.
—¿Ké bida no es trajedia? —leyó Talita en excelente ispamerikano.
Así siguieron hasta que llegó la señora de Gutusso con las últimas noticias
radiales sobre el coronel Flappa y sus tanques, por fin algo real y concreto que
los dispersó en seguida para sorpresa de la informante, ebria de sentimiento
patrio.
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50
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50
De la parada del colectivo a la calle Trelles no había más que un paso, o sea
tres cuadras y pico. Ferraguto y la Cuca ya estaban con el administrador cuando
llegaron Talita y Traveler. La gran tratativa ocurría en una sala del primer piso,
con dos ventanas que daban al patio jardín donde se paseaban los enfermos y se
veía subir y bajar un chorrito de agua de una fuente de porlan. Para llegar hasta
la sala, Talita y Traveler habían tenido que recorrer varios pasillos y habitaciones
de la planta baja, donde señoras y caballeros los habían interpelado en correcto
castellano para mangarles la entrega benévola de uno que otro atado de
cigarrillos. El enfermero que los acompañaba parecía encontrar ese intermedio
perfectamente natural, y las circunstancias no favorecieron un primer
interrogatorio de ambientación. Casi sin tabaco llegaron a la sala de la gran
tratativa donde Ferraguto les presentó al administrador con palabras vistosas. A
la mitad de la lectura de un documento ininteligible se apareció Oliveira y hubo
que explicarle entre bisbiseos y señas de truco que todo iba perfectamente y que
nadie entendía gran cosa. Cuando Talita le susurró sucintamente su subida sh sh,
Oliveira la miró extrañado porque él se había metido directamente en un zaguán
que daba a una puerta, ésa. En cuanto al Dire, estaba de negro riguroso.
El calor que hacía era de los que engolaban más a fondo la voz de los
locutores que cada hora pasaban primero el parte meteorológico y segundo los
desmentidos oficiales sobre el levantamiento de Campo de Mayo y las adustas
intenciones del coronel Flappa. El administrador había interrumpido la lectura
del documento a las seis menos cinco para encender su transistor japonés y
mantenerse, según afirmó previo pedido de disculpas, en contacto con los
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hechos. Frase que determinó en Oliveira la inmediata aplicación del gesto clásico
de los que se han olvidado algo en el zaguán (y que al fin y al cabo, pensó, el
administrador tendría que admitir como otra forma de contacto con los hechos) y
a pesar de las miradas fulminantes de Traveler y Talita se largó sala afuera por la
primera puerta a tiro y que no era la misma por la que había entrado.
De un par de frases del documento había inferido que la clínica se componía
de planta baja y cuatro pisos, más un pabellón en el fondo del patio-jardín. Lo
mejor sería darse una vuelta por el patio jardín, si encontraba el camino, pero no
hubo ocasión porque apenas había andado cinco metros un hombre joven en
mangas de camisa se le acercó sonriendo, lo tomó de una mano y lo llevó,
balanceando el brazo como los chicos, hasta un corredor donde había no pocas
puertas y algo que debía ser la boca de un montacargas. La idea de conocer la
clínica de la mano de un loco era sumamente agradable, y lo primero que hizo
Oliveira fue sacar cigarrillos para su compañero, muchacho de aire inteligente
que aceptó un pitillo y silbó satisfecho. Después resultó que era un enfermero y
que Oliveira no era un loco, los malentendidos usuales en esos casos. El episodio
era barato y poco promisorio, pero entre piso y piso Oliveira y Remorino se
hicieron amigos y la topografía de la clínica se fue mostrando desde adentro, con
anécdotas, feroces púas contra el resto del personal y puestas en guardia de
amigo a amigo. Estaban en el cuarto donde el doctor Ovejero guardaba sus
cobayos y una foto de Mónica Vitti, cuando un muchacho bizco apareció
corriendo para decirle a Remorino que si ese señor que estaba con él era el señor
Horacio Oliveira, etcétera. Con un suspiro, Oliveira bajó dos pisos y volvió a la
sala de la gran tratativa donde el documento se arrastraba a su fin entre los
rubores menopáusicos de la Cuca Ferraguto y los bostezos desconsiderados de
Traveler. Oliveira se quedó pensando en la silueta vestida con un piyama rosa
que había entrevisto al doblar un codo del pasillo del tercer piso, un hombre ya
viejo que andaba pegado a la pared acariciando una paloma como dormida en su
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mano. Exactamente en el momento en que la Cuca Ferraguto soltaba una especie
de berrido.
—¿Cómo que tienen que firmar el okey?
—Callate, querida —dijo el Dire—. El señor quiere significar...
—Está bien claro —dijo Talita que siempre se había entendido bien con la
Cuca y la quería ayudar. El traspaso exige el consentimiento de los enfermos.
—Pero es una locura —dijo la Cuca muy ad hoc.
—Mire, señora —dijo el administrador tirándose del chaleco con la mano
libre—. Aquí los enfermos son muy especiales, y la ley Méndez Delfino es de lo
más clara al respecto. Salvo ocho o diez culias familias ya han dado el okey, los
otros se han pasado la vida de loquero en loquero, si me permite el término, y
nadie responde por ellos. En ese caso de ley faculta al administrador para que, en
los períodos lúcidos de estos sujetos, los consulte sobre si están de acuerdo en
que la clínica pase a un nuevo propietario. Aquí tiene los artículos marcados —
agregó mostrándole un libro encuadernado en rojo de donde salían unas tiras de
la Razón Quinta—. Los lee y se acabó.
—Si he entendido bien —dijo Ferraguto—, ese trámite debería hacerse de
inmediato.
—¿Y para qué se cree que los he convocado? Usted como propietario y estos
señores como testigos: vamos llamando a los enfermos, y todo se resuelve esta
misma tarde.
—La cuestión —dijo Traveler—, es que los puntos estén en eso que usted
llamó período lúcido.
El administrador lo miró con lástima, y tocó un timbre. Entró Remorino de
blusa, le guiñó el ojo a Oliveira y puso un enorme registro sobre una mesita.
Instaló una silla delante de la mesita, y se cruzó de brazos como un verdugo
persa. Ferraguto, que se había apresurado a examinar el registro con aire de
entendido, preguntó si el okey quedaría registrado al pie del acta, y el
administrador dijo que sí, para lo cual se llamaría a los enfermos por orden
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alfabético y se les pediría que estamparan la millonaria mediante una rotunda
Birome azul. A pesar de tan eficientes preparativos, Traveler se emperró en
insinuar que tal vez alguno de los enfermos se negara a firmar o cometiera algún
acto extemporáneo. Aunque sin atreverse a apoyarlo abiertamente, la Cuca y
Ferraguto estaban-pendientes-de-sus-palabras.
(-119)
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Ahí nomás se apareció Remorino con un anciano que parecía bastante
asustado, y que al reconocer al administrador lo saludó con una especie de
reverencia.
—¡En piyama! —dijo la Cuca estupefacta.
—Ya los viste al entrar —dijo Ferraguto.
—No estaban en piyama. Era más bien una especie de...
—Silencio —dijo el administrador—. Acérquese, Antúnez, y eche una firma
ahí donde le indica Remorino.
El viejo examinó atentamente el registro, mientras Remorino le alcanzaba la
Birome. Ferraguto sacó el pañuelo y se secó la frente con leves golpecitos.
—Esta es la página ocho —dijo Antúnez—, y a mí me parece que tengo que
firmar en la página uno.
—Aquí —dijo Remorino, mostrándole un lugar del registro—. Vamos, que se
le va a enfriar el café con leche. Antúnez firmó floridamente, saludó a todos y se
fue con unos pasitos rosa que encantaron a Talita. El segundo piyama era mucho
más gordo, y después de circunnavegar la mesita fue a darle la mano al
administrador, que la estrechó sin ganas y señaló el registro con un gesto seco.
—Usted ya está enterado, de modo que firme y vuélvase a su pieza.
—Mi pieza está sin barrer —dijo el piyama gordo.
La Cuca anotó mentalmente la falta de higiene. Remorino trataba de poner la
Birome en la mano del piyama gordo, que retrocedía lentamente.
—Se la van a limpiar en seguida —dijo Remorino— Firme, don Nicanor.
—Nunca —dijo el piyama gordo—. Es una trampa.
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—Qué trampa ni qué macana —dijo el administrador—. Ya el doctor Ovejero
les explicó de qué se trataba. Ustedes firman, y desde mañana doble ración de
arroz con leche.
—Yo no firmo si don Antúnez no está de acuerdo —dijo el piyama gordo.
—Justamente acaba de firmar antes que usted. Mire.
—No se entiende la firma. Esta no es la firma de don Antúnez. Ustedes le
sacaron la firma con picana eléctrica. Mataron a don Antúnez.
—Andá traelo de vuelta —mandó el administrador a Remorino, que salió
volando y volvió con Antúnez. El piyama gordo soltó una exclamación de alegría
y fue a darle la mano.
—Dígale que está de acuerdo, y que firme sin miedo dijo el administrador—.
Vamos, que se hace tarde.
—Firmá sin miedo, m’hijo —le dijo Antúnez al piyama gordo—. Total lo
mismo te la van a dar por la cabeza.
El piyama gordo soltó la Birome—. Remorino la recogió rezongando, y el
administrador se levantó como una fiera. Refugiado detrás de Antúnez, el
piyama gordo temblaba y se retorcía las mangas. Golpearon secamente a la
puerta, y antes de que Remorino pudiera abrirla entró sin rodeos una señora de
kimono rosa, que se fue derecho al registro y lo miró por todos lados como si
fuera un lechón adobado. Enderezándose satisfecha, puso la mano abierta sobre
el registro.
—Juro —dijo la señora—, decir toda la verdad. Usted no me dejará mentir,
don Nicanor.
El piyama gordo se agitó afirmativamente, y de pronto aceptó la Birome que
le tendía Remorino y firmó en cualquier parte, sin dar tiempo a nada.
—Qué animal —le oyeron murmurar al administrador—. Fijate si cayó en
buen sitio, Remorino. Menos mal. Y ahora usted, señora Schwitt, ya que está
aquí. Marcale el sitio, Remorino.
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—Si no mejoran al ambiente social no firmo nada —dijo la señora Schwitt—.
Hay que abrir puertas y ventanas al espíritu.
—Yo quiero dos ventanas en mi cuarto —dijo el piyama gordo—. Y don
Antúnez quiere ir a la Franco-Inglesa a comprar algodón y qué sé yo cuántas
cosas. Este sitio es tan oscuro.
Girando apenas la cabeza, Oliveira vio que Talita lo estaba mirando y le
sonrió. Los dos sabían que el otro estaba pensando que todo era una comedia
idiota, que el piyama gordo y los demás estaban tan locos como ellos. Malos
actores, ni siquiera se esforzaban por parecer alienados decentes delante de ellos
que se tenían bien leído su manual de psiquiatría al alcance de todos. Por
ejemplo ahí, perfectamente dueña de sí misma, apretando la cartera con las dos
manos y muy sentada en su sillón, la Cuca parecía bastante más loca que los tres
firmantes, que ahora se habían puesto a reclamar algo así como la muerte de un
perro sobre el que la señora Schwitt se extendía con lujo de ademanes. Nada era
demasiado imprevisible, la causalidad más pedestre seguía rigiendo esas
relaciones volubles y locuaces en que los bramidos del administrador servían de
bajo continuo a los dibujos repetidos de las quejas y las reivindicaciones y la
Franco-Inglesa. Así vieron sucesivamente cómo Remorino se llevaba a Antúnez y
al piyama gordo, cómo la señora Schwitt firmaba desdeñosamente el registro,
cómo entraba un gigante esquelético, una especie de desvaída llamarada de
franela rosa, y detrás un jovencito de pelo completamente blanco y ojos verdes
de una hermosura maligna. Estos últimos firmaron sin mayor resistencia, pero en
cambio se pusieron de acuerdo en querer quedarse hasta el final del acto. Para
evitar más líos, el administrador los mandó a un rincón y Remorino fue a traer a
otros dos enfermos, una muchacha de abultadas caderas y un hombre achinado
que no levantaba la mirada del suelo. Sorpresivamente se oyó hablar otra vez de
la muerte de un perro. Cuando los enfermos firmaron, la muchacha saludó con
un ademán de bailarina. La Cuca Ferraguto le contestó con una amable
inclinación de cabeza, cosa que a Talita y a Traveler les produjo un monstruoso
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ataque de risa. En el registro ya había diez firmas y Remorino seguía trayendo
gente, había saludos y una que otra controversia que se interrumpía o cambiaba
de protagonistas; cada tanto, una firma. Ya eran las siete y media, y la Cuca
sacaba una polverita y se arreglaba la cara con un gesto de directora de clínica,
algo entre Madame Curie y Edwige Feuillère. Nuevos retorcimientos de Talita y
Traveler, nueva inquietud de Ferraguto que consultaba alternativamente los
progresos en el registro y la cara del administrador. A las siete y cuarenta una
enferma declaró que no firmaría hasta que mataran al perro. Remorino se lo
prometió, guiñando un ojo en dirección de Oliveira que apreciaba la confianza.
Habían pasado veinte enfermos, y faltaban solamente cuarenta y cinco. El
administrador se les acercó para informarles que los casos más peliagudos ya
estaban estampados (así dijo) y que lo mejor era pasar a cuarto intermedio con
cerveza y noticiosos. Durante el piscolabis hablaron de psiquiatría y de política.
La revolución había sido sofocada por las fuerzas del Gobierno, los cabecillas se
rendían en Luján. El doctor Nerio Rojas estaba en un congreso de Amsterdam. La
cerveza, riquísima.
A las ocho y media se completaron cuarenta y ocho firmas. Anochecía, y la
sala estaba pegajosa de humo y de gente en los rincones, de la tos que de cuando
en cuando se asomaba por alguno de los presentes. Oliveira hubiera querido irse
a la calle, pero el administrador era de una severidad sin grietas. Los últimos tres
enfermos firmantes acababan de reclamar modificaciones en el régimen de
comidas (Ferraguto hacía señas a la Cuca para que tomara nota, no faltaba más,
en su clínica las colaciones iban a ser impecables) y la muerte del perro (la Cuca
juntaba itálicamente los dedos de la mano y se los mostraba a Ferraguto, que
sacudía la cabeza perplejo y miraba al administrador que estaba cansadísimo y se
apantallaba con un almanaque de confitería). Cuando llegó el viejo con la paloma
en el hueco de la mano, acariciándola despacio como si quisiera hacerla dormir,
hubo una larga pausa en que todos se dedicaron a contemplar la paloma inmóvil
en la mano del enfermo, y era casi una lástima que el enfermo tuviera que
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interrumpir su rítmica caricia en el lomo de la paloma para tomar torpemente la
Birome que le alcanzaba Remorino. Detrás del viejo vinieron dos hermanas del
brazo, que reclamaron de entrada la muerte del perro y otras mejoras en el
establecimiento. Lo del perro hacía reír a Remorino, pero al final Oliveira sintió
como si algo se le rebalsara a la altura del bazo, y levantándose le dijo a Traveler
que se iba a dar una vuelta y que volvería en seguida.
—Usted tiene que quedarse —dijo el administrador—. Testigo.
—Estoy en la casa —dijo Oliveira—. Mire la ley Méndez Delfino, está
previsto.
—Voy con vos —dijo Traveler. Volvemos en cinco minutos.
—No se alejen del precinto —dijo el administrador.
—Faltaría más —dijo Traveler. Vení, hermano, me parece que por este lado se
baja al jardín. Qué decepción, no te parece.
—La unanimidad es aburrida —dijo Oliveira—. Ni uno solo se le ha plantado
al chalecudo. Mirá que la tienen con la muerte del perro. Vamos a sentarnos
cerca de la fuente, el chorrito de agua tiene un aire lustral que nos hará bien.
—Huele a nafta —dijo Traveler—. Muy lustral, en efecto.
—En realidad, ¿qué estábamos esperando? Ya ves que al final todos firman,
no hay diferencia entre ellos y nosotros. Ninguna diferencia. Vamos a estar
estupendamente acá.
—Bueno —dijo Traveler—, hay una diferencia, y es que ellos andan de rosa.
—Mirá —dijo Oliveira, señalando los pisos altos. Ya era casi de noche, y en las
ventanas del segundo y tercer piso se encendían y apagaban rítmicamente las
luces. Luz en una ventana y sombra en la de al lado. Viceversa. Luz en un piso,
sombra en el de arriba, viceversa.
—Se armó —dijo Traveler—. Mucha firma, pero ya empiezan a mostrar la
hilacha.
Decidieron acabar el cigarrillo al lado del chorrito lustral, hablando de nada y
mirando las luces que se encendían y apagaban. Fue entonces cuando Traveler
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aludió a los cambios, y después de un silencio oyó cómo Horacio se reía bajito en
la sombra. Insistió; queriendo alguna certidumbre y sin saber cómo plantear una
materia que le resbalaba de las palabras y las ideas.
—Como si fuéramos vampiros, como si un mismo sistema circulatorio nos
uniera, es decir nos desuniera. A veces vos y yo, a veces los tres, no nos
llamemos a engaño. No sé cuándo empezó, es así y hay que abrir los ojos. Yo
creo que aquí no hemos venido solamente porque el Dire nos trae. Era fácil
quedarse en el circo con Suárez Melián, conocemos el trabajo y nos aprecian.
Pero no, había que entrar aquí. Los tres. El primer culpable soy yo, porque no
quería que Talita creyera... En fin, que te dejaba de lado en este asunto para
librarme de vos. Cuestión de amor propio, te das cuenta.
—En realidad —dijo Oliveira—, yo no tengo por qué aceptar. Me vuelvo al
circo o mejor me voy del todo. Buenos Aires es grande. Ya te lo dije un día.
—Sí, pero te vas después de esta conversación, es decir que lo hacés por mí, y
es justamente lo que no quiero.
—De todas maneras aclarame eso de los cambios.
—Qué sé yo, si quiero explicarlo se me nubla todavía más. Mirá, es algo así: Si
estoy con vos no hay problema, pero apenas me quedo solo parece como si me
estuvieras presionando, por ejemplo desde tu pieza. Acordate el otro día cuando
me pediste los clavos. Talita también lo siente, me mira y yo tengo la impresión
de que la mirada te está destinada, en cambio cuando estamos los tres juntos ella
se pasa las horas sin darse casi cuenta de que estás ahí. Te habrás percatado,
supongo.
—Sí. Dale.
—Eso es todo, y por eso no me parece bien contribuir a que te cortes solo.
Tiene que ser algo que decidas vos mismo, y ahora que he hecho la macana de
hablarte del asunto, ni siquiera vos vas a tener libertad para decidir, porque te
vas a plantear la cosa desde el ángulo de la responsabilidad y estamos sonados.
Lo ético, en este caso, es perdonarle la vida a un amigo, y yo no lo acepto.
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—Ah —dijo Oliveira—. De manera que vos no me dejás ir, y yo no me puedo
ir. Es una situación ligeramente en piyama rosa, no te parece.
—Más bien, sí.
—Fíjate qué curioso.
—¿Qué cosa?
—Se apagaron todas las luces al mismo tiempo.
—Deben haber llegado a la última firma. La clínica es del Dire, viva
Ferraguto.
—Me imagino que ahora habrá que darles el gusto y matar al perro. Es
increíble la inquina que le tienen.
—No es inquina dijo Traveler. Aquí tampoco las pasiones parecen muy
violentas por el momento.
—Vos tenés una necesidad de soluciones radicales, viejo. A mí me pasó lo
mismo tanto tiempo, y después... Empezaron a caminar de vuelta, con cuidado
porque el jardín estaba muy oscuro y no se acordaban de la disposición de los
canteros. Cuando pisaron la rayuela, ya cerca de la entrada, Traveler se rió en
voz baja y levantando un pie empezó a saltar de casilla en casilla. En la oscuridad
el dibujo de tiza fosforecía débilmente.
—Una de estas noches —dijo Oliveira—, te voy a contar de allá. No me gusta,
pero a lo mejor es la única manera de ir matando al perro, por así decirlo.
Traveler saltó fuera de la rayuela, y en ese momento las luces del segundo
piso se encendieron de golpe. Oliveira, que iba a agregar algo más, vio salir de la
sombra la cara de Traveler, y en el instante que duró la luz antes de volver a
apagarse le sorprendió una mueca, un rictus (del latín rictus, abertura de boca:
contracción de los labios, semejante a la sonrisa).
—Hablando de matar al perro —dijo Traveler, no sé si habrás advertido que el
médico principal se llama Ovejero. Esas cosas.
—No es eso lo que querías decirme.
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—Mira quién para quejarse de mis silencios o mis sustituciones —dijo
Traveler. Claro que no es eso, pero qué más da. Esto no se puede hablar. Si vos
querés hacer la prueba... Pero algo me dice que ya es medio tarde, che. Se enfrió
la pizza, no hay vuelta que darle. Mejor nos ponemos a trabajar en seguida, va a
ser una distracción.
Oliveira no contestó, y subieron a la sala de la gran tratativa donde el
administrador y Ferraguto se estaban tomando una caña doble. Oliveira se apiló
en seguida pero Traveler fue a sentarse en el sofá donde Talita leía una novela
con cara de sueño. Tras la última firma, Remorino había hecho desaparecer el
registro y los enfermos asistentes a la ceremonia. Traveler notó que el
administrador había apagado la luz del cielo raso, reemplazándola por una
lámpara del escritorio; todo era blando y verde, se hablaba en voz baja y
satisfecha. Oyó combinar planes para un mondongo a la genovesa en un
restaurante del centro. Talita cerró el libro y lo miró soñolienta, Traveler le pasó
una mano por el pelo y se sintió mejor. De todas maneras la idea del mondongo a
esa hora y con ese calor era insensata.
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Porque en realidad él no le podía contar nada a Traveler. Si empezaba a tirar
del ovillo iba a salir una hebra de lana, metros de lana, lanada, lanagnórisis,
lanatúrner, lannapurna, lanatomía, lanata, lanatalidad, lanacionalidad,
lanaturalidad, la lana hasta lanáusea pero nunca el ovillo. Hubiera tenido que
hacerle sospechar a Traveler que lo que le contara no tenía sentido directo (¿pero
qué sentido tenía?) y que tampoco era una especie de figura o de alegoría. La
diferencia insalvable, un problema de niveles que nada tenían que ver con la
inteligencia o la información, una cosa era jugar al truco o discutir a John Donne
con Traveler, todo transcurría en un territorio de apariencia común; pero lo otro,
ser una especie de mono entre los hombres, querer ser un mono por razones que
ni siquiera el mono era capaz de explicarse empezando porque de razones no
tenían nada y su fuerza estaba precisamente en eso, y así sucesivamente.
Las primeras noches en la clínica fueron tranquilas; el personal saliente
desempeñaba todavía sus funciones, y los nuevos se limitaban a mirar, recoger
experiencia y reunirse en la farmacia donde Talita, de blanco vestida, redescubría
emocionada las emulsiones y los barbitúricos. El problema era sacarse de encima
a la Cuca Ferraguto, instalada como fierro en el departamento del administrador,
porque la Cuca parecía decidida a imponer su férula a la clínica, y el mismo Dire
escuchaba respetuoso el new deal resumido en términos tales como higiene,
disciplina, diospatriayhogar, piyamas grises y té de tilo. Asomándose a cada rato
a la farmacia, la Cuca prestaba-un-oído-atento a los supuestos diálogos
profesionales del nuevo equipo. Talita le merecía cierta confianza porque la chica
tenía su diploma ahí colgado, pero el marido y el compinche eran sospechosos.
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El problema de la Cuca era que a pesar de todo siempre le habían caído
horriblemente simpáticos, lo que la obligaba a debatir cornelianamente el deber y
los metejones platónicos, mientras Ferraguto organizaba la administración y se
iba acostumbrando de a poco a sustituir tragasables por esquizofrénicos y fardos
de pasto por ampollas de insulina. Los médicos, en número de tres, acudían por
la mañana y no molestaban gran cosa. El interno, tipo dado al póker, ya había
intimado con Oliveira y Traveler; en su consultorio del tercer piso se armaban
potentes escaleras reales, y pozos de entre diez y cien mangos pasaban de mano
en mano que te la voglio dire.
Los enfermos mejor, gracias.
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Y un jueves, zás, todos instalados a eso de las nueve de la noche. Por la tarde
se había ido el personal golpeando las puertas (risas irónicas de Ferraguto y la
Cuca, firmes en no redondear las indemnizaciones) y una delegación de
enfermos había despedido a los salientes con gritos de: «¡Se murió el perro, se
murió el perro! », lo que no les había impedido presentar una carta con cinco
firmas a Ferraguto, reclamando chocolate, el diario de la tarde y la muerte del
perro. Quedaron los nuevos, un poco despistados todavía, y Remorino que se
hacía el canchero y decía que todo iba a andar fenómeno. Por Radio El Mundo se
alimentaba el espíritu deportivo de los porteños con boletines sobre la ola de
calor. Batidos todos los récords, se podía sudar patrióticamente a gusto, y
Remorino ya había recogido cuatro o cinco piyamas tirados en los rincones. Entre
él y Oliveira convencían a los propietarios de que se los pusieran de nuevo, por
lo menos el pantalón. Antes de trenzarse en un póker con Ferraguto y Traveler,
el doctor Ovejero había autorizado a Talita para que distribuyera limonada sin
miedo, con excepción del 6, el 18 y la 31. A la 31 esto le había provocado un
ataque de llanto, y Talita le había dado doble ración de limonada. Ya era tiempo
de proceder motu proprio, muera el perro.
¿Cómo se podía empezar a vivir esa vida, así apaciblemente, sin demasiado
extrañamiento? Casi sin preparación previa, porque el manual de psiquiatría
adquirido en lo de Tomás Pardo no era precisamente propedéutico para Talita y
Traveler. Sin experiencia, sin verdaderas ganas, sin nada: el hombre era
verdaderamente el animal que se acostumbra hasta a no estar acostumbrado. Por
ejemplo la morgue: Traveler y Oliveira la ignoraban, y heteakí que el martes por
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la noche Remorino subió a buscarlos por orden de Ovejero. El 56 acababa de
morir esperadamente en el segundo piso, había que darle una mano al camillero
y distraer a la 31 que tenía unos telepálpitos de abrigo. Remorino les explicó que
el personal saliente era muy reivindicatorio y que estaba trabajando a reglamento
desde que se había enterado del asunto de las indemnizaciones, así que no
quedaba otro remedio que empezar a pegarle fuerte al trabajo, de paso les venía
bien como práctica.
Qué cosa tan rara que en el inventario leído el día de la gran tratativa no se
hubiera mencionado una morgue. Pero che, en alguna parte hay que guardar a
los fiambres hasta que venga la familia o la municipalidad mande el furgón. A lo
mejor en el inventario se hablaba de una cámara de depósito, o una sala de
tránsito, o un ambiente frigorífico, esos eufemismos, o simplemente se
mencionaban las ocho heladeras. Morgue al fin y al cabo no era bonito de escribir
en un documento, creía Remorino. ¿Y para qué ocho heladeras? Ah, eso... Alguna
exigencia del departamento nacional de higiene o un acomodo del ex
administrador cuando las licitaciones, pero tan mal no estaba porque a veces
había rachas, como el año que había ganado San Lorenzo (¿qué año era?
Remorino no se acordaba, pero era el año que San Lorenzo había hecho capote),
de golpe cuatro enfermos al tacho, un saque de guadaña de esas que te la debo.
Eso sí, poco frecuente, el 56 era fatal, qué le va a hacer. Por aquí, hablen bajo para
no despertar a la merza. Y vos qué me representás a esta hora, rajá a la cama,
rajá. Es un buen pibe, mírenlo cómo se las pica. De noche le da por salir al pasillo
pero no se crean que es por las mujeres, ese asunto lo tenemos bien arreglado.
Sale porque es loco, nomás, como cualquiera de nosotros si vamos al caso.
Oliveira y Traveler pensaron que Remorino era macanudo. Un tipo
evolucionado, se veía en seguida. Ayudaron al camillero, que cuando no hacía de
camillero era el 7 a secas, un caso curable de manera que podía colaborar en los
trabajos livianos. Bajaron la camilla en el montacargas, un poco amontonados y
sintiendo muy cerca el bulto del 56 debajo de la sábana. La familia iba a venir a
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buscarlo el lunes, eran de Trelew, pobre gente. Al 22 no lo habían venido a
buscar todavía, era el colmo. Gente de plata, creía Remorino: los peores, buitres
puros, sin sentimiento. ¿Y la municipalidad permitía que el 22...? El expediente
andaría por ahí, esas cosas. Total que los días iban pasando, dos semanas, así que
ya veían la ventaja de tener muchas heladeras. Con una cosa y otra ya eran tres,
porque también estaba la 2, una de las fundadoras. Eso era grande, la 2 no tenía
familia pero en cambio la dirección de sepelios había avisado que el furgón
pasaría a las cuarenta y ocho horas. Remorino había sacado la cuenta para reírse,
y ya hacían, trescientas seis horas, casi trescientas siete. Lo de fundadora lo decía
porque era una viejita de los primeros tiempos, antes del doctor que le había
vendido a don Ferraguto. Qué buen tipo parecía don Ferraguto, ¿no? Pensar que
había tenido un circo, qué cosa grande.
El 7 abrió el montacargas, tiró de la camilla y salió por el pasillo piloteando
que era una barbaridad, hasta que Remorino lo frenó en seco y se adelantó con
una yale para abrir la puerta metálica mientras Traveler y Oliveira sacaban al
mismo tiempo los cigarrillos, esos reflejos... En realidad lo que hubieran tenido
que hacer era traerse los sobretodos, porque de la ola de calor no se tenía noticia
en la morgue, que por lo demás parecía un despacho de bebidas con una mesa
larga a un lado y un refrigerador hasta el techo en la otra pared.
—Sacá una cerveza —mandó Remorino—. Ustedes no saben nada, eh. A veces
aquí el reglamento es demasiado... Mejor no le digan a don Ferraguto, total
solamente nos tomamos una cervecita de cuando en cuando.
El 7 se fue a una de las puertas del refrigerador y sacó una botella. Mientras
Remorino la abría con un dispositivo del que estaba provisto su cortaplumas,
Traveler miró a Oliveira pero el 7 habló primero.
—Mejor lo guardamos antes, no le parece.
—Vos... —empezó Remorino, pero se quedó con el cortaplumas abierto en la
mano—. Tenés razón, pibe. Dale. Esa de ahí está libre.
—No —dijo el 7.
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—¿Me vas a decir a mí?
—Usted perdone y disculpe —dijo el 7—. La que está libre es ésa.
Remorino se quedó mirándolo, y el 7 le sonrió y con una especie de saludo se
acercó a la puerta en litigio y la abrió. Salió una luz brillante, como de aurora
boreal u otro meteoro hiperbóreo, en medio de la cual se recortaban claramente
unos pies bastante grandes.
—El 22 —dijo el 7—. ¿No le decía? Yo los conozco a todos por los pies. Ahí
está la 2. ¿Qué me quiere jugar? Mire, si no me cree. ¿Se convenció? Bueno,
entonces lo ponemos en esta que está libre. Ustedes me ayudan, ojo que tiene que
entrar de cabeza.
—Es un campeón —le dijo Remorino en voz baja a Traveler—. Yo realmente
no sé por qué Ovejero lo tiene aquí adentro. No hay vasos, che, de manera que
nos prendemos a la que te criaste.
Traveler tragó humo hasta las rodillas antes de aceptar la botella. Se la fueron
pasando de mano en mano, y el primer cuento verde lo contó Remorino.
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Desde la ventana de su cuarto en el segundo piso Oliveira veía el patio con la
fuente, el chorrito de agua, la rayuela del 8, los tres árboles que daban sombra al
cantero de malvones y césped, y la altísima tapia que le ocultaba las casas de la
calle. El 8 jugaba casi toda la tarde a la rayuela, era imbatible, el 4 y la 19
hubieran querido arrebatarle el Cielo pero era inútil, el pie del 8 era un arma de
precisión, un tiro por cuadro, el tejo se situaba siempre en la posición más
favorable, era extraordinario. Por la noche la rayuela tenía como una débil
fosforescencia y a Oliveira le gustaba mirarla desde la ventana. En su cama,
cediendo a los efectos de un centímetro cúbico de hipnosal, el 8 se estaría
durmiendo como las cigüeñas, parado mentalmente en una sola pierna,
impulsando el tejo con golpes secos e infalibles, a la conquista de un cielo que
parecía desencantarlo apenas ganado. «Sos de un romanticismo inaguantable»,
se pensaba Oliveira, cebando mate. «¿Para cuándo el piyama rosa?» Tenía sobre
la mesa una cartita de Gekrepten inconsolable, de modo que no te dejan salir más
que los sábados, pero esto no va a ser una vida, querido, yo no me resigno a estar
sola tanto tiempo, si vieras nuestra piecita. Apoyando el mate en el antepecho de
la ventana, Oliveira sacó una Birome del bolsillo y contestó la carta. Primero,
había teléfono (seguía el número); segundo, estaban muy ocupados, pero la
reorganización no llevaría más de dos semanas y entonces podrían verse por lo
menos los miércoles, sábados y domingos. Tercero, se le estaba acabando la
yerba. «Escribo como si me hubieran encerrado», pensó echando una firma. Eran
casi las once, pronto le tocaría relevar a Traveler que hacía guardia en el tercer
piso. Cebando otro mate, releyó la carta y pegó el sobre. Prefería escribir, el
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teléfono era un instrumento confuso en manos de Gekrepten, no entendía nada
de lo que se le explicaba.
En el pabellón de la izquierda se apagó la luz de la farmacia. Talita salió al
patio, cerró con llave (se la veía muy bien a la luz del cielo estrellado y caliente) y
se acercó indecisa a la fuente. Oliveira le silbó bajito, pero Talita siguió mirando
el chorro de agua, y hasta acercó un dedo experimental y lo mantuvo un
momento en el agua. Después cruzó el patio, pisoteando sin orden la rayuela, y
desapareció debajo de la ventana de Oliveira. Todo había sido un poco como en
las pinturas de Leonora Carrington, la noche con Talita y la rayuela, un
entrecruzamiento de líneas ignorándose, un chorrito de agua en una fuente.
Cuando la figura de rosa salió de alguna parte y se acercó lentamente a la
rayuela, sin atreverse a pisarla, Oliveira comprendió que todo volvía al orden,
que necesariamente la figura de rosa elegiría una piedra plana de las muchas que
el 8 amontonaba al borde del cantero, y que la Maga, porque era la Maga,
doblaría la pierna izquierda y con la punta del zapato proyectaría el tejo a la
primera casilla de la rayuela. Desde lo alto veía el pelo de la Maga, la curva de
los hombros y cómo levantaba a medias los brazos para mantener el equilibrio,
mientras con pequeños saltos entraba en la primera casilla, impulsaba el tejo
hasta la segunda (y Oliveira tembló un poco porque el tejo había estado a punto
de salirse de la rayuela, una irregularidad de las baldosas lo detuvo exactamente
en el límite de la segunda casilla), entraba livianamente y se quedaba un segundo
inmóvil, como un flamenco rosa en la penumbra, antes de acercar poco a poco el
pie al tejo, calculando la distancia para hacerlo pasar a la tercera casilla.
Talita alzó la cabeza y vio a Oliveira en la ventana. Tardó en reconocerlo, y
entre tanto se balanceaba en una pierna, como sosteniéndose en el aire con las
manos. Mirándola con un desencanto irónico, Oliveira reconoció su error, vio
que el rosa no era rosa, que Talita llevaba una blusa de un gris ceniciento y una
pollera probablemente blanca. Todo se (por así decirlo) explicaba: Talita había
entrado y vuelto a salir, atraída por la rayuela, y esa ruptura de un segundo entre
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el pasaje y la reaparición había bastado para engañarlo como aquella otra noche
en la proa del barco, como a lo mejor tantas otras noches. Contestó apenas al
ademán de Talita, que ahora bajaba la cabeza concentrándose, calculaba, y el tejo
salía con fuerza de la segunda casilla y entraba en la tercera, enderezándose,
echando a rodar de perfil, saliéndose de la rayuela, una o dos baldosas fuera de
la rayuela.
—Tenés que entrenarte más —dijo Oliveira— si le querés ganar al 8.
—¿Qué haces ahí?
—Calor. Guardia a las once y media. Correspondencia. —
—Ah —dijo Talita—. Qué noche.
—Mágica —dijo Oliveira, y Talita se rió brevemente antes de desaparecer bajo
la puerta. Oliveira la oyó subir la escalera, pasar frente a su puerta (pero a lo
mejor estaba subiendo en el ascensor), llegar al tercer piso. «Admití que se parece
bastante», pensó. «Con eso y ser un cretino todo se explica al pelo.» Pero lo
mismo se quedó mirando un rato el patio, la rayuela desierta, como para
convencerse. A las once y diez vino Traveler a buscarlo y le pasó el parte. El 5
bastante inquieto, avisarle a Ovejero si se ponía molesto; los demás dormían.
El tercer piso estaba como un guante, y hasta el 5 se había tranquilizado.
Aceptó un cigarrillo, lo fumó aplicadamente y le explicó a Oliveira que la
conjuración de los editores judíos retardaba la publicación de su gran obra sobre
los cometas; le prometió un ejemplar dedicado. Oliveira le dejó la puerta
entornada porque le conocía las mañas, y empezó a ir y venir por el pasillo,
mirando de cuando en cuando por los ojos mágicos instalados gracias a la astucia
de Ovejero, el administrador, y la casa Liber & Finkel: cada cuarto un diminuto
Van Eyck, salvo el de la 14 que como siempre había pegado una estampilla
contra el lente. A las doce llegó Remorino con varias ginebras a medio asimilar;
charlaron de caballos y de fútbol, y después Remorino se fue a dormir un rato a
la planta baja. El 5 se había calmado del todo, y el calor apretaba en el silencio y
la penumbra del pasillo. La idea de que alguien tratara de matarlo no se le había
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ocurrido hasta ese momento a Oliveira, pero le bastó un dibujo instantáneo, un
esbozo que tenía más de escalofrío que otra cosa, para darse cuenta de que no era
una idea nueva, que no se derivaba de la atmósfera del pasillo con sus puertas
cerradas y la sombra de la caja del montacargas en el fondo. Lo mismo se le
podía haber ocurrido a mediodía en el almacén de Roque, o en el subte a las
cinco de la tarde. O mucho antes, en Europa, alguna noche de vagancia por las
zonas francas, los baldíos donde una lata vieja podía servir para tajear una
garganta por poco que las dos pusieran buena voluntad. Deteniéndose al lado
del agujero del montacargas miró el fondo negro y pensó en los Campos
Flegreos, otra vez en el acceso. En el circo había sido al revés, un agujero en lo
alto, la apertura comunicando con el espacio abierto, figura de consumación;
ahora estaba al borde del pozo, agujero de Eleusis, la clínica envuelta en vapores
de calor acentuaba el pasaje negativo, los vapores de solfatara, el descenso.
Dándose vuelta vio la recta del pasillo hasta el fondo, con la débil luz de las
lámparas violeta sobre el marco de las puertas blancas. Hizo una cosa tonta:
encogiendo la pierna izquierda, avanzó a pequeños saltos por el pasillo, hasta la
altura de la primera puerta. Cuando volvió a apoyar el pie izquierdo en el linóleo
verde, estaba bañado en sudor. A cada salto había repetido entre dientes el
nombre de Manú. «Pensar que yo había esperado un pasaje», se dijo apoyándose
en la pared. Imposible objetivar la primera fracción de un pensamiento sin
encontrarlo grotesco. Pasaje, por ejemplo. Pensar que él había esperado.
Esperado un pasaje. Dejándose resbalar, se sentó en el suelo y miro fijamente el
linóleo. ¿Pasaje a qué? ¿Y por qué la clínica tenía que servirle de pasaje? ¿Qué
clase de templos andaba necesitando, qué intercesores, qué hormonas psíquicas
o morales que lo proyectaran fuera o dentro de sí?
Cuando llegó Talita trayendo un vaso de limonada (esas ideas de ella, ese
lado maestrita de los obreros y La Gota de Leche), le habló en seguida del asunto.
Talita no se sorprendía de nada; sentándose frente a él lo miró beberse la
limonada de un trago.
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—Si la Cuca nos viera tirados en el suelo le daría un ataque. Qué manera de
montar guardia, vos. ¿Duermen?
—Sí. Creo. La 14 tapó la mirilla, andá a saber qué está haciendo. Me da no sé
qué abrirle la puerta, che.
—Sos la delicadeza misma —dijo Talita—. Pero yo, de mujer a mujer...
Volvió casi en seguida, y esta vez se instaló al lado de Oliveira para apoyarse
en la pared.
—Duerme castamente. El pobre Manú tuvo una pesadilla horrorosa. Siempre
pasa lo mismo, se vuelve a dormir pero yo me quedo tan trasto nada que acabo
por levantarme. Se me ocurrió que tendrías calor, vos o Remorino, entonces les
hice limonada. Qué verano, y con esas paredes ahí afuera que cortan el aire. De
manera que me parezco a esa otra mujer.
—Un poco, sí —dijo Oliveira— pero no tiene ninguna importancia. Lo que me
gustaría saber es por qué te vi vestida de rosa.
—Influencias ambientes, la asimilaste a los demás.
—Sí, eso era más bien fácil, todo bien considerado. Y vos, ¿por qué te pusiste a
jugar a la rayuela? ¿También te asimilaste?
—Tenés razón —dijo Talita—. ¿Por qué me habré puesto? A mí en realidad no
me gustó nunca la rayuela. Pero no te fabriques una de tus teorías de posesión,
yo no soy el zombie de nadie.
—No hay necesidad de decirlo a gritos.
—De nadie —repitió Talita bajando la voz—. Vi la rayuela al entrar, había una
piedrita... Jugué y me fui.
—Perdiste en la tercera casilla. A la Maga le hubiera pasado lo mismo, es
incapaz de perseverar, no tiene el menor sentido de las distancias, el tiempo se le
hace trizas en las manos, anda a los tropezones con el mundo. Gracias a lo cual,
te lo digo de paso, es absolutamente perfecta en su manera de denunciar la falsa
perfección de los demás. Pero yo te estaba hablando del montacargas, me parece.
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—Sí, dijiste algo y después te bebiste la limonada. No, esperá, la limonada te
la bebiste antes.
—Probablemente me traté de infeliz, cuando llegaste estaba en pleno trance
shamánico, a punto de tirarme por el agujero para terminar de una vez con las
conjeturas, esa palabra esbelta.
—El agujero acaba en el sótano —dijo Talita—. Hay cucarachas, si te interesa
saberlo, y trapos de colores por el suelo. Todo está húmedo y negro, y un poco
más lejos empiezan los muertos. Manú me contó.
—¿Manú está durmiendo?
—Sí. Tuvo una pesadilla, gritó algo de una corbata perdida. Ya te conté.
—Es una noche de grandes confidencias —dijo Oliveira, mirándola despacio.
—Muy grandes —dijo Talita—. La Maga era solamente un nombre, y ahora ya
tiene una cara. Todavía se equivoca en el color de la ropa, parece.
—La ropa es lo de menos, cuando la vuelva a ver andá a saber lo que tendrá
puesto. Estará desnuda, o andará con su chico en brazos cantándole Les amants
du Havre, una canción que no conocés.
—No te creas —dijo Talita—. La pasaban bastante seguido por Radio
Belgrano. La-lá-la, la-lá-la...
Oliveira dibujó una bofetada blanda, que acabó en caricia. Talita echó la
cabeza para atrás y se golpeó contra la pared del pasillo. Hizo una mueca y se
frotó la nuca, pero siguió tarareando la melodía. Se oyó un click y después un
zumbido que parecía azul en la penumbra del pasillo. Oyeron subir el
montacargas, se miraron apenas antes de levantarse de un salto. A esa hora
quién podía... Click, el paso del primer piso, el zumbido azul. Talita retrocedió y
se puso detrás de Oliveira. Click. El piyama rosa se distinguía perfectamente en
el cubo de cristal enrejado. Oliveira corrió al montacargas y abrió la puerta. Salió
una bocanada de aire casi frío. El viejo lo miró como si no lo conociera y siguió
acariciando la paloma, era fácil comprender que la paloma había sido alguna vez
blanca, que la continua caricia de la mano del viejo la había vuelto de un gris
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ceniciento. Inmóvil, con los ojos entornados, descansaba en el hueco de la mano
que la sostenía a la altura del pecho, mientras los dedos pasaban una y otra vez
del cuello hasta la cola, del cuello hasta la cola.
—Vaya a dormir, don López —dijo Oliveira, respirando fuerte.
—Hace calor en la cama —dijo don López—. Mírela cómo está contenta
cuando la paseo.
—Es muy tarde, váyase a su cuarto.
—Yo le llevaré una limonada fresca —prometió Talita Nightingale.
Don López acarició la paloma y salió del montacargas. Lo oyeron bajar la
escalera.
—Aquí cada uno hace lo que quiere —murmuró Oliveira cerrando la puerta
del montacargas—. En una de ésas va a haber un degüello general. Se lo huele,
qué querés que te diga. Esa paloma parecía un revólver.
—Habría que avisarle a Remorino. El viejo venía del sótano, es raro.
—Mirá, quedate un momento aquí vigilando, yo bajo al sótano a ver, no sea
que algún otro esté haciendo macanas.
—Bajo con vos.
—Bueno, total éstos duermen tranquilos.
Dentro del montacargas la luz era vagamente azul y se bajaba con un
zumbido de science-fiction. En el sótano no había nadie vivo, pero una de las
puertas del refrigerador estaba entornada y por la ranura salía un chorro de luz.
Talita se paró en la puerta, con una mano contra la boca, mientras Oliveira se
acercaba. Era el 56, se acordaba muy bien, la familia tenía que estar al caer de un
momento a otro. Desde Trelew. Y entre tanto el 56 había recibido la visita de un
amigo, era de imaginar la conversación con el viejo de la paloma, uno de esos
seudodiálogos en que al interlocutor lo tiene sin cuidado que el otro hable o no
hable siempre que esté ahí delante, siempre que haya algo ahí delante, cualquier
cosa, una cara, unos pies saliendo del hielo. Como acababa de hablarle él a Talita
contándole lo que había visto, contándole que tenía miedo, hablando todo el
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tiempo de agujeros y de pasajes, a Talita o a cualquier otro, a un par de pies
saliendo del hielo, a cualquier apariencia antagónica capaz de escuchar y asentir.
Pero mientras cerraba la puerta de la heladera y se apoyaba sin saber por qué en
el borde de la mesa, un vómito de recuerdo empezó a ganarlo, se dijo que apenas
un día o dos atrás le había parecido imposible llegar a contarle nada a Traveler,
un mono no podía contarle nada a un hombre, y de golpe, sin saber cómo, se
había oído hablándole a Talita como si fuera la Maga, sabiendo que no era pero
hablándole de la rayuela, del miedo en el pasillo, del agujero tentador. Entonces
(y Talita estaba ahí, a cuatro metros, a sus espaldas, esperando) eso era como un
fin, la apelación a la piedad ajena, el reingreso en la familia humana, la esponja
cayendo con un chasquido repugnante en el centro del ring. Sentía como si se
estuviera yendo de sí mismo, abandonándose para echarse —hijo (de puta)
pródigo— en los brazos de la fácil reconciliación, y de ahí la vuelta todavía más
fácil al mundo, a la vida posible, al tiempo de sus años, a la razón que guía las
acciones de los argentinos buenos y del bicho humano en general. Estaba en su
pequeño, cómodo Hades refrigerado, pero no había ninguna Eurídice que
buscar, aparte de que había bajado tranquilamente en montacargas y ahora,
mientras abría una heladera y sacaba una botella de cerveza, piedra libre para
cualquier cosa con tal de acabar esa comedia.
—Vení a tomar un trago —invitó—. Mucho mejor que tu limonada.
Talita dio un paso y se detuvo.
—No seas necrófilo —dijo—. Salgamos de aquí.
—Es el único lugar fresco, reconocé. Yo creo que me voy a traer un catre.
—Estás pálido de frío —dijo Talita, acercándose—. Vení, no me gusta que te
quedes aquí.
—¿No te gusta? No van a salir de ahí para comerme, los de arriba son peores.
—Vení, Horacio —repitió Talita—. No quiero que te quedes aquí.
—Vos... —dijo Oliveira mirándola colérico, y se interrumpió para abrir la
cerveza con un golpe de la mano contra el borde de una silla. Estaba viendo con
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tanta claridad un boulevard bajo la lluvia, pero en vez de ir llevando a alguien
del brazo, hablándole con lástima, era a él que lo llevaban, compasivamente le
habían dado el brazo y le hablaban para que estuviera contento, le tenían tanta
lástima que era positivamente una delicia. El pasado se invertía, cambiaba de
signo, al final iba a resultar que La Piedad no estaba liquidando. Esa mujer
jugadora de rayuela le tenía lástima, era tan claro que quemaba.
—Podemos seguir hablando en el segundo piso —dijo ilustrativamente
Talita—. Traé la botella, y me das un poco.
—Oui madame, bien sûr madame —dijo Oliveira.
—Por fin decís algo en francés. Manú y yo creíamos que habías hecho una
promesa. Nunca...
—Assez —dijo Oliveira—. Tu m’as eu, petite, Céline avait raison, on se croit
enculé d’un centimètre et on l’est déjà de plusieurs mètres.
Talita lo miró con la mirada de los que no entienden, pero su mano subió sin
que la sintiera subir, y se apoyó un instante en el pecho de Oliveira. Cuando la
retiró, él se puso a mirarla como desde abajo, con ojos que venían de algún otro
lado.
—Andá a saber —le dijo Oliveira a alguien que no era Talita—. Andá a saber
si no sos vos la que esta noche me escupe tanta lástima. Andá a saber si en el
fondo no hay que llorar de amor hasta llenar cuatro o cinco palanganas. O que te
las lloren, como te las están llorando.
Talita le dio la espalda y fue hacia la puerta. Cuando se detuvo a esperarlo,
desconcertada y al mismo tiempo necesitando esperarlo porque alejarse de él en
ese instante era como dejarlo caer en el pozo (con cucarachas, con trapos de
colores), vio que sonreía y que tampoco la sonrisa era para ella. Nunca lo había
visto sonreír así, desventuradamente y a la vez con toda la cara abierta y de
frente, sin la ironía habitual, aceptando alguna cosa que debía llegarle desde el
centro de la vida, desde ese otro pozo (¿con cucarachas, con trapos de colores,
con una cara flotando en un agua sucia?), acercándose a ella en el acto de aceptar
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esa cosa innominable que lo hacía sonreír. Y tampoco su beso era para ella, no
ocurría allí grotescamente al lado de una heladera llena de muertos, a tan poca
distancia de Manú durmiendo. Se estaban como alcanzando desde otra parte,
con otra parte de sí mismos, y no era de ellos que se trataba, como si estuvieran
pagando o cobrando algo por otros, como si fueran los gólems de un encuentro
imposible entre sus dueños. Y los Campos Flegreos, y lo que Horacio había
murmurado sobre el descenso, una insensatez tan absoluta que Manú y todo lo
que era Manú y estaba en el nivel de Manú no podía participar de la ceremonia,
porque lo que empezaba ahí era como la caricia a la paloma, como la idea de
levantarse para hacerle una limonada a un guardián, como doblar una pierna y
empujar un tejo de la primera a la segunda casilla, de la segunda a la tercera. De
alguna manera habían ingresado en otra cosa, en ese algo donde se podía estar
de gris y ser de rosa, donde se podía haber muerto ahogada en un río (y eso ya
no lo estaba pensando ella) y asomar en una noche de Buenos Aires para repetir
en la rayuela la imagen misma de lo que acababan de alcanzar, la última casilla,
el centro del mandala, el Ygdrassil vertiginoso por donde se salía a una playa
abierta, a una extensión sin límites, al mundo debajo de los párpados que los ojos
vueltos hacia adentro reconocían y acataban.
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Pero Traveler no dormía, después de una o dos tentativas la pesadilla lo
seguía rondando y al final se sentó en la cama y encendió la luz. Talita no estaba,
esa sonámbula, esa falena de insomnios, y Traveler se bebió un vaso de caña y se
puso el saco del piyama. El sillón de mimbre parecía más fresco que la cama, y
era una buena noche para quedarse leyendo. De a ratos se oía caminar en el
pasillo, y Traveler se asomó dos veces a la puerta que daba sobre el ala
administrativa. No había nadie, ni siquiera el ala, Talita se habría ido a trabajar a
la farmacia, era increíble como la entusiasmaba el reingreso en la ciencia, las
balancitas, los antipiréticos. Traveler se puso a leer un rato, entre caña y caña. De
todas maneras era raro que Talita no hubiera vuelto de la farmacia. Cuando
reapareció, con un aire de fantasma que aterraba, la botella de caña estaba tan
menoscabada que a Traveler casi no le importó verla o no verla, y charlaron un
rato de tantas cosas, mientras Talita desplegaba un camisón y diversas teorías,
casi todas toleradas por Traveler que a esa altura tendía a la benevolencia.
Después Talita se quedó dormida boca arriba, con un sueño intranquilo
entrecortado por bruscos manotones y quejidos. Siempre era lo mismo, a
Traveler le costaba dormirse cuando Talita estaba inquieta, pero apenas lo vencía
el cansancio ella se despertaba y al minuto estaba completamente desvelada
porque él protestaba o se retorcía en sueños, y así se pasaban la noche como en
un sube y baja. Para peor la luz había quedado encendida y era complicadísimo
alcanzar la llave, razón por la cual acabaron despertándose del todo y entonces
Talita apagó la luz y se apretó un poco contra Traveler que sudaba y se retorcía.
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—Horacio vio a la Maga esta noche —dijo Talita—. La vio en el patio, hace
dos horas, cuando vos estabas de guardia.
—Ah —dijo Traveler, tendiéndose de espaldas y buscando los cigarrillos
sistema Braille.. Agregó una frase confusa que salía de sus últimas lecturas.
—La Maga era yo —dijo Talita, apretándose más contra Traveler—. No sé si te
das cuenta.
—Más bien sí.
—Alguna vez tenía que ocurrir. Lo que me asombra es que se haya quedado
tan sorprendido por la confusión. —Oh, vos sabés, Horacio arma los líos y
después los mira con el mismo aire de los cachorros cuando han hecho caca y se
quedan contemplándola estupefactos.
—Yo creo que ocurrió el mismo día que lo fuimos a buscar al puerto —dijo
Talita—. No se puede explicar, porque ni siquiera me miró, y entre los dos me
echaron como a un perro, con el gato abajo del brazo.
Traveler masculló algo ininteligible.
—Me confundió con la Maga —insistió Talita.
Traveler la oía hablar, aludir como todas las mujeres a la fatalidad, a la
inevitable concatenación de las cosas, y hubiera preferido que se callara pero
Talita se resistía afiebradamente, se apretaba contra él y se empecinaba en contar,
en contarse y, naturalmente, en contarle. Traveler se dejó llevar.
—Primero vino el viejo con la paloma, y entonces bajamos al sótano. Horacio
hablaba todo el tiempo del descenso, de esos huecos que lo preocupan. Estaba
desesperado, Manú, daba miedo ver lo tranquilo que parecía, y entre tanto...
Bajamos con el montacargas, y él fue a cerrar una de las heladeras, algo tan
horrible.
—De manera que bajaste —dijo Traveler—. Está bueno.
—Era diferente —dijo Talita—. No era como bajar. Hablábamos, pero yo
sentía como si Horacio estuviera desde otra parte, hablándole a otra, a una mujer
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ahogada, por ejemplo. Ahora se me ocurre eso, pero él todavía no había dicho
que la Maga se había ahogado en el río.
—No se ahogó en lo más mínimo —dijo Traveler—. Me consta, aunque
admito que no tengo la menor idea. Basta conocerlo a Horacio.
—Cree que está muerta, Manú, y al mismo tiempo la siente cerca y esta noche
fui yo. Me dijo que también la había visto en el barco, y debajo del puente de la
Avenida San Martín... No lo dice como si hablara de una alucinación, y tampoco
pretende que le creas. Lo dice, nomás, y es verdad, es algo que está ahí. Cuando
cerró la heladera y yo tuve miedo y dije no sé qué, me empezó a mirar y era a la
otra que miraba. Yo no soy el zombie de nadie, Manú, no quiero ser el zombie de
nadie.
Traveler le pasó la mano por el pelo, pero Talita lo rechazó con impaciencia.
Se había sentado en la cama y él la sentía temblar. Con ese calor, temblando. Le
dijo que Horacio la había besado, y trató de explicar el beso y como no
encontraba las palabras’ iba tocando a Traveler en la oscuridad, sus manos caían
como trapos sobre su cara, sobre sus brazos, le resbalaban por el pecho, se
apoyaban en sus rodillas, y de todo eso nacía como una explicación que Traveler
era incapaz de rechazar, un contagio que venía desde más allá, desde alguna
parte en lo hondo o en lo alto o en cualquier parte que no fuera esa noche y esa
pieza, un contagio a través de Talita lo poseía a su vez, un balbuceo como un
anuncio intraducible, la sospecha de que estaba delante de algo que podía ser un
anuncio, pero la voz que lo traía estaba quebrada y cuando decía el anuncio lo
decía en un idioma ininteligible, y sin embargo eso era lo único necesario ahí al
alcance de la mano, reclamando el conocimiento y la aceptación, debatiéndose
contra una pared esponjosa, de humo y de corcho, inasible y ofreciéndose,
desnudo entre los brazos pero como de agua yéndose entre lágrimas.
«La dura costra mental», alcanzó a pensar Traveler. Oía confusamente que el
miedo, que Horacio, que el montacargas, que la paloma; un sistema comunicable
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volvía a entrar poco a poco en el oído. De manera que el pobre infeliz tenía
miedo de que él lo matara, era para reírse.
—¿Te lo dijo realmente? Cuesta creerlo, vos sabés el orgullo que tiene.
—Es otra cosa —dijo Talita, quitándole el cigarrillo y chupando con una
especie de avidez de cine mudo—. Yo creo que el miedo que siente es como un
último refugio, el barrote donde tiene las manos prendidas antes de tirarse. Está
tan contento de tener miedo esta noche, yo sé que está contento.
—Eso —dijo Traveler, respirando como un verdadero yogi— no lo entendería
la Cuca, podés estar segura. Y yo debo estar de lo más inteligente esta noche,
porque lo del miedo alegre es medio duro de tragar, vieja.
Talita se corrió un poco en la cama y se apoyó contra Traveler. Sabía que
estaba otra vez de su lado, que no se había ahogado, que él la estaba sosteniendo
a flor de agua y que en el fondo era una lástima, una maravillosa lástima. Los
dos lo sintieron en el mismo instante, y resbalaron el uno hacia el otro como para
caer en ellos mismos, en la tierra común donde las palabras y las caricias y las
bocas los envolvían como la circunferencia al círculo, esas metáforas
tranquilizadoras, esa vieja tristeza satisfecha de volver a ser el de siempre, de
continuar, de mantenerse a flote contra viento y marea, contra el llamado y la
caída.
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56
De dónde le vendría la costumbre de andar siempre con piolines en los
bolsillos, de juntar hilos de colores y meterlos entre las páginas de los libros, de
fabricar toda clase de figuras con esas cosas y goma tragacantos. Mientras
arrollaba un piolín negro al picaporte, Oliveira se preguntó si la fragilidad de los
hilos no le daba algo así como una perversa satisfacción, y convino en que maybe
peut-être y quién te dice. Lo único seguro era que los piolines y los hilos lo
alegraban, que nada le parecía más aleccionante que armar por ejemplo un
gigantesco dodecaedro transparente, tarea de muchas horas y mucha
complicación, para después acercarle un fósforo y ver cómo una llamita de nada
iba y venía mientras Gekrepten se-re-tor-cía-las-manos y decía que era una
vergüenza quemar algo tan bonito. Difícil explicarle que cuanto más frágil y
perecedero el armazón, más libertad para hacerlo y deshacerlo. Los hilos le
parecían a Oliveira el único material justificable para sus inventos, y sólo de
cuando en cuando, si lo encontraba en la calle, se animaba a usar un pedazo de
alambre o algún fleje. Le gustaba que todo lo que hacía estuviera lo más lleno
posible de espacio libre, y que el aire entrara y saliera, y sobre todo que saliera;
cosas parecidas le ocurrían con los libros, las mujeres y las obligaciones, y no
pretendía que Gekrepten o el cardenal primado entendieran esas fiestas.
Lo de arrollar un piolín negro al picaporte empezó casi un par de horas
después, porque entre tanto Oliveira hizo diversas cosas en su pieza y fuera de
ella. La idea de las palanganas era clásica y no se sintió en absoluto orgulloso de
acatarla, pero en la oscuridad una palangana de agua en el suelo configura una
serie de valores defensivos bastante sutiles: sorpresa, tal vez terror, en todo caso
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la cólera ciega que sigue a la noción de haber metido un zapato de Fanacal o de
Tonsa en el agua, y la media por si fuera poco, y que todo eso chorree agua
mientras el pie completamente perturbado se agita en la media, y la media en el
zapato, como una rata ahogándose o uno de esos pobres tipos que los sultanes
celosos tiraban al Bósforo dentro de una bolsa cosida (con piolín, naturalmente:
todo acababa por encontrarse, era bastante divertido que la palangana con agua
y los piolines se encontraran al final del razonamiento y no al principio, pero
aquí Horacio se permitía conjeturar que el orden de los razonamientos no tenía
a) que seguir el tiempo físico, el antes y el después, y b) que a lo mejor el
razonamiento se había cumplido inconscientemente para llevarlo de la noción de
piolín a la de la palangana acuosa). En definitiva, apenas lo analizaba un poco
caía en graves sospechas de determinismo; lo mejor era continuar parapetándose
sin hacer demasiado caso a las razones o a las preferencias. De todas maneras,
¿qué venía primero, el piolín o la palangana? Como ejecución, la palangana, pero
el piolín había sido decidido antes. No valía la pena seguir preocupándose
cuando estaba en juego la vida; la obtención de las palanganas era mucho más
importante, y la primera media hora consistió en una cautelosa exploración que
volvió con cinco palanganas de tamaño mediano, tres escupideras y una lata
vacía de dulce de batata, todo ello agrupado bajo el rubro general de palangana.
El 18, que estaba despierto, se empeñó en hacerle compañía y Oliveira acabó por
aceptar, decidido a echarlo apenas las operaciones defensivas alcanzaran cierta
envergadura. Para la parte de los hilos el 18 resultó muy útil, porque apenas lo
informó sucintamente de las necesidades estratégicas, entornó sus ojos verdes de
una hermosura maligna y dijo que la 6 tenía cajones llenos de hilos de colores. El
único problema era que la 6 estaba en la planta baja, en el ala de Remorino, y si
Remorino se despertaba se iba a armar una de la gran flauta. El 18 sostenía
además que la 6 estaba loca, lo que complicaba la incursión en su aposento.
Entornando sus ojos verdes de una hermosura maligna, le propuso a Oliveira
que montara guardia en el pasillo mientras él se descalzaba y procedía a
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incautarse de los hilos, pero a Oliveira le pareció que era ir demasiado lejos y
optó por asumir personalmente la responsabilidad de meterse en la pieza de la 6
a esa hora de la noche. Era bastante divertido pensar en responsabilidad
mientras se invadía el dormitorio de una muchacha que roncaba boca arriba,
expuesta a los peores contratiempos; con los bolsillos y las manos llenos de
ovillos de piolín y de hilos de colores, Oliveira se quedó mirándola un momento,
pero después se encogió de hombros como para que el mono de la
responsabilidad le pesara menos. Al 18, que lo esperaba en su pieza
contemplando las palanganas amontonadas sobre la cama, le pareció que
Oliveira no había juntado piolines en cantidad suficiente. Entornando sus ojos
verdes de una hermosura maligna, sostuvo que para completar eficazmente los
preparativos de defensa se necesitaba una buena cantidad de rulemanes y una
Heftpistole. La idea de los rulemanes le pareció buena a Oliveira, aunque no
tenía una noción precisa de lo que pudieran ser, pero desechó de plano la
Heftpistole. El 18 abrió sus ojos verdes de una hermosura maligna y dijo que la
Heftpistole no era lo que el doctor se imaginaba (decía «doctor» con el tono
necesario para que cualquiera se diese cuenta de que lo hacía por jorobar) pero
que en vista de su negativa iba a tratar de conseguir solamente los rulemanes.
Oliveira lo dejó irse, esperanzado en que no volviera porque tenía ganas de estar
solo. A las dos se iba a levantar Remorino para relevarlo y había que pensar
alguna cosa. Si Remorino no lo encontraba en el pasillo iba a venir a buscarlo a
su pieza y eso no convenía, a menos de hacer la primera prueba de las defensas a
su costa. Rechazó la idea porque las defensas estaban concebidas en previsión de
un determinado ataque, y Remorino iba a entrar desde un punto de vista por
completo diferente. Ahora sentía cada vez más miedo (y cuando sentía el miedo
miraba su reloj pulsera, y el miedo subía con la hora); se puso a fumar,
estudiando las posibilidades defensivas de la pieza, y a las dos menos diez fue en
persona a despertar a Remorino. Le transmitió un parte que era una joya, con
sutiles alteraciones de las hojas de temperatura, la hora de los calmantes y las
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manifestaciones sindromáticas y eupépticas de los pensionistas del primer piso,
de tal manera que Remorino tendría que pasarse casi todo el tiempo ocupado
con ellos, mientras los del segundo piso, según el mismo parte, dormían
plácidamente y lo único que necesitaban era que nadie los fuese a escorchar en el
curso de la noche. Remorino se interesó por saber (sin muchas ganas) si esos
cuidados y esos descuidos procedían de la alta autoridad del doctor Ovejero, a lo
que Oliveira respondió hipócritamente con el adverbio monosilábico de
afirmación adecuado a la circunstancia. Tras de lo cual se separaron
amistosamente y Remorino subió bostezando un piso mientras Oliveira subía
temblando dos. Pero de ninguna manera iba a aceptar la ayuda de una
Heftpistole, y gracias a que consentía en los rulemanes.
Tuvo todavía un rato de paz, porque el 18 no llegaba y había que ir llenando
las palanganas y las escupideras, disponiéndolas en una primera línea de
defensa algo más atrás de la primera barrera de hilos (todavía teórica pero ya
perfectamente planeada) y ensayando las posibilidades de avance, la eventual
caída de la primera línea y la eficacia de la segunda. Entre dos palanganas,
Oliveira llenó el lavatorio de agua fría y metió la cara y las manos, se empapó el
cuello y el pelo. Fumaba todo el tiempo pero no llegaba ni a la mitad del
cigarrillo y ya se iba a la ventana a tirar el pucho y encender otro. Los puchos
caían sobre la rayuela y Oliveira calculaba para que cada ojo brillante ardiera un
momento sobre diferentes casillas; era divertido. A esa hora le ocurría llenarse de
pensamientos ajenos, dona nobis pacem, que el bacán que te acamala tenga pesos
duraderos, cosas así, y también de golpe le caían jirones de una materia mental,
algo entre noción y sentimiento, por ejemplo que parapetarse era la última de las
torpezas, que la sola cosa insensata y por lo tanto experimentable y quizá eficaz
hubiera sido atacar en vez de defenderse, asediar en vez de estar ahí temblando
y fumando y esperando que el 18 volviera con los rulemanes; pero duraba poco,
casi como los cigarrillos, y las manos le temblaban y él sabía que no le quedaba
más que eso, y de golpe otro recuerdo que era como una esperanza, una frase
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donde alguien decía que las horas del sueño y la vigilia no se habían fundido
todavía en la unidad, y a eso seguía una risa que él escuchaba como si no fuera
suya, y una mueca que en la que se demostraba cumplidamente que esa unidad
estaba demasiado lejos y que nada del sueño le valdría en la vigilia o viceversa.
Atacar a Traveler como la mejor defensa era una posibilidad, pero significaba
invadir lo que él sentía cada vez más como una masa negra, un territorio donde
la gente estaba durmiendo y nadie esperaba en absoluto ser atacado a esa hora
de la noche y por causas inexistentes en términos de masa negra. Pero mientras
lo sentía así, a Oliveira le desagradaba haberlo formulado en términos de masa
negra, el sentimiento era como una masa negra pero por culpa de él y no del
territorio donde dormía Traveler; por eso era mejor no usar palabras tan
negativas como masa negra, y llamarlo territorio a secas, ya que uno acababa
siempre llamando de alguna manera a sus sentimientos. Vale decir que frente a
su pieza empezaba el territorio, y atacar el territorio era desaconsejable puesto
que los motivos del ataque dejaban de tener inteligibilidad o posibilidad de ser
intuidos por parte del territorio. En cambio si él se parapetaba en su pieza y
Traveler acudía a atacarlo, nadie podría sostener que Traveler ignoraba lo que
estaba haciendo, y el atacado por su parte estaba perfectamente al tanto y tomaba
sus medidas, precauciones y rulemanes, sea lo que fueran estos últimos.
Entre tanto se podía estar en la ventana fumando, estudiando la disposición
de las palanganas acuosas y los hilos, y pensando en la unidad tan puesta a
prueba por el conflicto del territorio versus la pieza. A Oliveira le iba a doler
siempre no poder hacerse ni siquiera una noción de esa unidad que otras veces
llamaban centro, y que a falta de contorno más preciso se reducía a imágenes
como la de un grito negro, un kibbutz del deseo (tan lejano ya, ese kibbutz de
madrugada y vino tinto) y hasta una vida digna de ese nombre porque (lo sintió
mientras tiraba el cigarrillo sobre la casilla cinco) había sido lo bastante infeliz
como para poder imaginar la posibilidad de una vida digna al término de
diversas indignidades minuciosamente llevadas a cabo. Nada de todo eso podía
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pensarse, pero en cambio se dejaba sentir en términos de contracción de
estómago, territorio, respiración profunda o espasmódica, sudor en la palma de
las manos, encendimiento de un cigarrillo, tirón de las tripas, sed, gritos
silenciosos que reventaban como masas negras en la garganta (siempre había
alguna masa negra en ese juego), ganas de dormir, miedo de dormir, ansiedad, la
imagen de una paloma que había sido blanca, trapos de colores en el fondo de lo
que podía haber sido un pasaje, Sirio en lo alto de una carpa, y basta, che, basta
por favor; pero era bueno haberse sentido profundamente ahí durante un tiempo
inconmensurable, sin pensar nada, solamente siendo eso que estaba ahí con una
tenaza prendida en el estómago. Eso contra el territorio, la vigilia contra el sueño.
Pero decir: la vigilia contra el sueño era ya reingresar en la dialéctica, era
corroborar una vez más que no había la más remota esperanza de unidad. Por
eso la llegada del 18 con los rulemanes valía como un pretexto excelente para
reanudar los preparativos de defensa, a las tres y veinte en punto más o menos.
El 18 entornó sus ojos verdes de una hermosura maligna y desató una toalla
donde traía los rulemanes. Dijo que había espiado a Remorino, y que Remorino
tenía tanto trabajo con la 31, el 7 y la 45, que ni pensaría en subir al segundo piso.
Lo más probable era que los enfermos se hubieran resistido indignados a las
novedades terapéuticas que pretendía aplicarles Remorino, y el reparto de
pastillas o inyecciones llevaría su buen rato. De todas maneras a Oliveira le
pareció bien no perder más tiempo, y después de indicarle al 18 que dispusiera
los rulemanes de la manera más conveniente, se puso a ensayar la eficacia de las
palanganas acuosas, para lo cual fue hasta el pasillo venciendo el miedo que le
daba salir de la pieza y meterse en la luz violeta del pasillo, y volvió a entrar con
los ojos cerrados, imaginándose Traveler y caminando con los pies un poco hacia
afuera como Traveler. Al segundo paso (aunque lo sabía) metió el zapato
izquierdo en una escupidera acuosa y al sacarlo de golpe mandó por el aire la
escupidera que por suerte cayó sobre la cama y no hizo el menor ruido. El 18,
que andaba debajo del escritorio sembrando los rulemanes, se levantó de un
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salto y entornando sus ojos verdes de una hermosura maligna aconsejó un
amontonamiento de rulemanes entre las dos líneas de palanganas, a fin de
completar la sorpresa del agua fría con la posibilidad de un resbalón de la
madona. Oliveira no dijo nada pero lo dejó hacer, y cuando hubo colocado
nuevamente la escupidera acuosa en su sitio, se puso a arrollar un piolín negro
en el picaporte. Este piolín lo estiró hasta el escritorio y lo ató al respaldo de la
silla; colocando la silla sobre dos patas, apoyada de canto en el borde del
escritorio, bastaba querer abrir la puerta para que cayera al suelo. El 18 salió al
pasillo para ensayar, y Oliveira sostuvo la silla para evitar el ruido. Empezaba a
molestarle la presencia amistosa del 18, que de cuando en cuando entornaba sus
ojos verdes de una hermosura maligna y quería contarle la historia de su ingreso
en la clínica. Cierto que bastaba con ponerse un dedo delante de la boca para que
se callara avergonzado y se quedara cinco minutos de espaldas contra la pared,
pero lo mismo Oliveira le regaló un atado nuevo de cigarrillos y le dijo que se
fuera a dormir sin hacerse ver por Remorino.
—Yo me quedo con usted, doctor —dijo el 18.
—No, andate. Yo me voy a defender lo más bien.
—Le hacía falta una Heftpistole, yo se lo dije. Pone ganchitos por todos lados,
y es mejor para sujetar los piolines.
—Yo me voy a arreglar, viejo —dijo Oliveira—. Andate a dormir, lo mismo te
agradezco.
—Bueno, doctor, entonces que le vaya bonito.
—Chau, dormí bien.
—Atenti a los rulemanes, mire que no fallan. Usted los deja como están y ya
va a ver.
—De acuerdo
— Si a la final quiere la Heftpistole me avisa, el 16 tiene una.
—Gracias. Chau.
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A las tres y media Oliveira terminó de colocar los hilos. El 18 se había llevado
las palabras, o por lo menos eso de mirarse uno a otro de cuando en cuando o
alcanzarse un cigarrillo. Casi en la oscuridad, porque había envuelto la lámpara
del escritorio con un pulóver verde que se iba chamuscando poco a poco, era
raro hacerse la araña yendo de un lado al otro con los hilos, de la cama a la
puerta, del lavatorio al ropero, tendiendo cada vez cinco o seis hilos y
retrocediendo con mucho cuidado para no pisar los rulemanes. Al final iba a
quedar acorralado entre la ventana, un lado del escritorio (colocado en la ochava
de la pared, a la derecha) y la cama (pegada a la pared de la izquierda). Entre la
puerta y la última línea se tendían sucesivamente los hilos anunciadores (del
picaporte a la silla inclinada, del picaporte al cenicero del vermut Martini puesto
en el borde del lavatorio, y del picaporte a un cajón del ropero, lleno de libros y
papeles, sostenido apenas por el borde), las palanganas acuosas en forma de dos
líneas defensivas irregulares, pero orientadas en general de la pared a la
izquierda a la de la derecha, o sea desde el lavatorio al ropero la primera línea, y
de los pies de la cama a las patas del escritorio la segunda línea. Quedaba apenas
un metro libre entre la última serie de palanganas acuosas, sobre la cual se
tendían múltiples hilos, y la pared donde se abría la ventana sobre el patio (dos
pisos más abajo). Sentándose en el borde del escritorio, Oliveira encendió otro
cigarrillo y se puso a mirar por la ventana; en un momento dado se sacó la
camisa y la metió debajo del escritorio. Ahora ya no podía beber aunque sintiera
sed. Se quedó así, en camiseta, fumando y mirando el patio, pero con la atención
fija en la puerta aunque de cuando en cuando se distraía en el momento de tirar
el pucho sobre la rayuela. Tan mal no se estaba aunque el borde del escritorio era
duro y el olor a quemado del pulóver le daba asco. Terminó por apagar la
lámpara y poco a poco vio dibujarse una raya violeta al pie de la puerta, es decir
que al llegar Traveler sus zapatillas de goma cortarían en dos sitios la raya
violeta, señal involuntaria de que iba a iniciarse el ataque. Cuando Traveler
abriera la puerta pasarían varias cosas y podrían pasar muchas otras. Las
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primeras eran mecánicas y fatales, dentro de la estúpida obediencia del efecto a
la causa, de la silla al piolín, del picaporte a la mano, de la mano a la voluntad,
de la voluntad a... Y por ahí se pasaba a las otras cosas que podrían ocurrir o no,
según que el golpe de la silla en el suelo, la rotura en cinco o seis pedazos del
cenicero Martini, y la caída del cajón del ropero, repercutieran de una manera o
de otra en Traveler y hasta en el mismo Oliveira porque ahora, mientras
encendía otro cigarrillo con el pucho del anterior y tiraba el pucho de manera
que cayese en la novena casilla, y lo veía caer en la octava y saltar a la séptima,
pucho de mierda, ahora era tal vez el momento de preguntarse qué iba a hacer
cuando se abriera la puerta y medio dormitorio se fuera al quinto carajo y se
oyera la sorda exclamación de Traveler, si era una exclamación y si era sorda. En
el fondo había sido un estúpido al rechazar la Heftpistole, porque aparte de la
lámpara que no pesaba nada, y de la silla, en el rincón de la ventana no había
absolutamente el menor arsenal defensivo, y con la lámpara y la silla no iría
demasiado lejos si Traveler conseguía quebrar las dos líneas de palanganas
acuosas y se salvaba de patinar en los rulemanes. Pero no lo conseguiría, toda la
estrategia estaba en eso; las armas de la defensa no podían ser de la misma
naturaleza que las armas de la ofensiva. Los hilos, por ejemplo, a Traveler le iban
a producir una impresión terrible cuando avanzara en la oscuridad y sintiera
crecer como una sutil resistencia contra su cara, en los brazos y en las piernas, y
le naciera ese asco insuperable del hombre que se enreda en una tela de araña.
Suponiendo que en dos saltos arrancara todos los hilos, suponiendo que no
metiera un zapato en una palangana acuosa y que no patinara en un rulemán,
llegaría finalmente al sector de la ventana y a pesar de la oscuridad reconocería
la silueta inmóvil en el borde del escritorio. Era remotamente probable que
llegara hasta ahí, pero si llegaba, no cabía duda de que a Oliveira le iba a ser por
completo inútil una Heftpistole, no tanto por el hecho de que el 18 había hablado
de unos ganchitos, sino porque no iba a haber un encuentro como quizá se lo
imaginara Traveler sino una cosa totalmente distinta, algo que él era incapaz de
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imaginarse pero que sabía con tanta certeza como si lo estuviera viendo o
viviendo, un resbalar de la masa negra que venía de fuera contra eso que él sabía
sin saber, un desencuentro incalculable entre la masa negra Traveler y eso ahí en
el escritorio fumando. Algo como la vigilia contra el sueño (las horas del sueño y
la vigilia, había dicho alguien un día, no se habían fundido todavía en la unidad),
pero decir vigilia contra sueño era admitir hasta el final que no existía esperanza
alguna de unidad. En cambio podía suceder que la llegada de Traveler fuera
como un punto extremo desde el cual intentar una vez más el salto de lo uno en
lo otro y a la vez de lo otro en lo uno, pero precisamente ese salto sería lo
contrario de un choque, Oliveira estaba seguro de que el territorio Traveler no
podía llegar hasta él aunque le cayera encima, lo golpeara, le arrancase la camisa
a tirones, le escupiera en los ojos y en la boca, le retorciera los brazos y lo tirara
por la ventana. Si una Heftpistole era por completo ineficaz contra el territorio,
puesto que según el 18 venía a ser una abrochadora o algo por el estilo, ¿qué
valor podía tener un cuchillo Traveler o un puñetazo Traveler, pobres
Heftpistole inadecuadas para salvar la insalvable distancia de un cuerpo a
cuerpo en el que un cuerpo empezaría por negar al otro, o el otro al uno? Si de
hecho Traveler podía matarlo (y por algo tenía él la boca seca y las palmas de las
manos le sudaban abominablemente), todo lo movía a negar esa posibilidad en
un plano en que su ocurrencia de hecho no tuviera confirmación más que para el
asesino. Pero mejor todavía era sentir que el asesino no era un asesino, que el
territorio ni siquiera era un territorio, adelgazar y minimizar y subestimar el
territorio para que de tanta zarzuela y tanto cenicero rompiéndose en el piso no
quedara más que ruido y consecuencias despreciables. Si se afirmaba (luchando
contra el miedo) en ese total extrañamiento con relación al territorio, la defensa
era entonces el mejor de los ataques, la peor puñalada nacería del cabo y no de la
hoja. Pero qué se ganaba con metáforas a esa hora de la noche cuando lo único
sensatamente insensato era dejar que los ojos vigilaran la línea violácea a los pies
de la puerta, esa raya termométrica del territorio.
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A las cuatro menos diez Oliveira se enderezó, moviendo los hombros para
desentumecerse, y fue a sentarse en el antepecho de la ventana. Le hacía gracia
pensar que si hubiera tenido la suerte de volverse loco esa noche, la liquidación
del territorio Traveler hubiera sido absoluta. Solución en nada de acuerdo con su
soberbia y su intención de resistir a cualquier forma de entrega. De todas
maneras, imaginarse a Ferraguto inscribiéndolo en el registro de pacientes,
poniéndole un número en la puerta y un ojo mágico para espiarlo de noche... Y
Talita preparándole sellos en la farmacia, pasando por el patio con mucho
cuidado para no pisar la rayuela. Sin hablar de Manú, el pobre, terriblemente
desconsolado de su torpeza y su absurda tentativa. Dando la espalda al patio,
hamacándose peligrosamente en el antepecho de la ventana, Oliveira sintió que
el miedo empezaba a irse, y que eso era malo. No sacaba los ojos de la raya de
luz, pero a cada respiración le entraba un contento por fin sin palabras, sin nada
que ver con el territorio, y la alegría era precisamente eso, sentir cómo iba
cediendo el territorio. No importaba hasta cuándo, con cada inspiración el aire
caliente del mundo se reconciliaba con él como ya había ocurrido una que otra
vez en su vida. Ni siquiera le hacía falta fumar, por unos minutos había hecho la
paz consigo mismo y eso equivalía a abolir el territorio, a vencer sin batalla y a
querer dormirse por fin en el despertar, en ese filo donde la vigilia y el sueño
mezclaban las primeras aguas y descubrían que no había aguas diferentes; pero
eso era malo, naturalmente, naturalmente todo eso tenía que verse interrumpido
por la brusca interposición de dos sectores negros a media distancia de la raya de
luz violácea, y un arañar prolijito en la puerta. «Vos te la buscaste», pensó
Oliveira resbalando hasta pegarse al escritorio. «La verdad es que si hubiera
seguido un momento más así me caigo de cabeza en la rayuela. Entrá de una vez,
Manú, total no existís o no existo yo, o somos tan imbéciles que creemos en esto y
nos vamos a matar, hermano, esta vez es la vencida, no hay tu tía.»
—Entrá nomás— repitió en voz alta, pero la puerta no se abrió. Seguían
arañando suave, a lo mejor era pura coincidencia que abajo hubiera alguien al
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lado de la fuente, una mujer de espaldas, con el pelo largo y los brazos caídos,
absorta en la contemplación del chorrito de agua. A esa hora y con esa oscuridad
lo mismo hubiera podido ser la Maga que Talita o cualquiera de las locas, hasta
Pola si uno se ponía a pensarlo. Nada le impedía mirar a la mujer de espaldas
puesto que si Traveler se decidía a entrar las defensas funcionarían
automáticamente y habría tiempo de sobra para dejar de mirar el patio y hacerle
frente. De todas maneras era bastante raro que Traveler siguiera arañando la
puerta como para cerciorarse de si él estaba durmiendo (no podía ser Pola,
porque Pola tenía el cuello más corto y las caderas más definidas), a menos que
también por su parte hubiera puesto en pie un sistema especial de ataque
(podían ser la Maga o Talita, se parecían tanto y mucho más de noche y desde un
segundo piso) destinado a-sacarlo-de-sus-casillas (por lo menos de la una hasta
la ocho, no llegaría jamás al Cielo, no entraría jamás en su kibbutz) «Qué esperás,
Manú», pensó Oliveira. «De qué nos sirve todo esto.» Era Talita, por supuesto,
que ahora miraba hacia arriba y se quedaba de nuevo inmóvil cuando él sacó el
brazo desnudo por la ventana y lo movió cansadamente de un lado a otro.
—Acercate, Maga —dijo Oliveira—. Desde aquí sos tan parecida que se te
puede cambiar el nombre.
—Cerrá esa ventana, Horacio —pidió Talita.
—Imposible, hace un calor tremendo y tu marido está ahí arañando la puerta
que da miedo. Es lo que llaman un conjunto de circunstancias enojosas. Pero no
te preocupés, agarrá una piedrita y ensayá de nuevo, quién te dice que es una...
El cajón, el cenicero y la silla se estrellaron al mismo tiempo en el suelo.
Agachándose un poco, Oliveira miró enceguecido el rectángulo violeta que
reemplazaba la puerta, la mancha negra moviéndose, oyó la maldición de
Traveler. El ruido debía haber despertado a medio mundo.
—Mirá que sos infeliz —dijo Traveler, inmóvil en la puerta—, ¿Pero vos
querés que el Dire nos raje a todos?
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—Me está sermoneando —le informó Oliveira a Talita—. Siempre fue como
un padre para mí.
—Cerrá la ventana, por favor —dijo Talita.
—No hay nada más necesario que una ventana abierta —dijo Oliveira—. Oílo
a tu marido, se nota que metió un pie en el agua. Seguro que tiene la cara llena
de piolines, no sabe qué hacer.
—La puta que te parió —decía Traveler manoteando en la oscuridad y
sacándose piolines por todas partes—. Encendé la luz, carajo.
—Todavía no se fue al suelo —informó Oliveira—. Me están fallando los
rulemanes.
—¡No te asomés así! —gritó Talita, levantando los brazos. De espaldas a la
ventana, con la cabeza ladeada para verla y hablarle, Oliveira se inclinaba cada
vez más hacia atrás. La Cuca Ferraguto salía corriendo al patio, y sólo en ese
momento Oliveira se dio cuenta de que ya no era de noche, la bata de la Cuca
tenía el mismo color de las piedras del patio, de las paredes de la farmacia.
Consintiéndose un reconocimiento del frente de guerra, miró hacia la oscuridad
y se percató de que a pesar de sus dificultades ofensivas, Traveler había optado
por cerrar la puerta. Oyó, entre maldiciones, el ruido de la falleba.
—Así me gusta, che —dijo Oliveira—. Solitos en el ring como dos hombres.
—Me cago en tu alma —dijo Traveler enfurecido—. Tengo una zapatilla hecha
sopa, y es lo que más asco me da en el mundo. Por lo menos encendé la luz, no se
ve nada.
—La sorpresa de Cancha Rayada fue algo por el estilo —dijo Oliveira—.
Comprenderás que no voy a sacrificar las ventajas de mi posición. Gracias que te
contesto, porque ni eso debería. Yo también he ido al Tiro Federal, hermano.
Oyó respirar pesadamente a Traveler. Afuera se golpeaban puertas, la voz de
Ferraguto se mezclaba con otras preguntas y respuestas. La silueta de Traveler se
volvía cada vez más visible; todo sacaba número y se ponía en su lugar, cinco
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palanganas, tres escupideras, decenas de rulemanes. Ya casi podían mirarse en
esa luz que era como la paloma entre las manos de loco.
—En fin —dijo Traveler levantando la silla caída y sentándose sin ganas—. Si
me pudieras explicar un poco este quilombo.
—Va a ser más bien difícil, che. Hablar, vos sabés...
—Vos para hablar te buscás unos momentos que son para no creerlo —dijo
Traveler rabioso—. Cuando no estamos a caballo en dos tablones con cuarenta y
cinco a la sombra, me agarrás con un pie en el agua y esos piolines asquerosos.
—Pero siempre en posiciones simétricas —dijo Oliveira—. Como dos mellizos
que juegan en un sube y baja, o simplemente como cualquiera delante del espejo.
¿No te llama la atención, doppelgänger?
Sin contestar Traveler sacó un cigarrillo del bolsillo del piyama y lo encendió,
mientras Oliveira sacaba otro y lo encendía casi al mismo tiempo. Se miraron y
se pusieron a reír.
—Estás completamente chiflado —dijo Traveler—. Esta vez no hay vuelta que
darle. Mirá que imaginarte que yo...
—Dejá la palabra imaginación en paz —dijo Oliveira—. Limitate a observar
que tomé mis precauciones, pero que vos viniste. No otro. Vos. A las cuatro de la
mañana.
—Talita me dijo, y me pareció... ¿Pero vos realmente creés...?
—A lo mejor en el fondo es necesario, Manú. Vos pensás que te levantaste
para venir a calmarme, a darme seguridades. Si yo hubiese estado durmiendo
habrías entrado sin inconveniente, como cualquiera que se acerca al espejo sin
dificultades, claro, se acerca tranquilamente al espejo con la brocha en la mano, y
ponele que en vez de la brocha fuera eso que tenés ahí en el piyama...
—Lo llevo siempre, che —dijo Traveler indignado—. ¿O te creés que estamos
en un jardín de infantes, aquí? Si vos andás desarmado es porque sos un
inconsciente.
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—En fin —dijo Oliveira, sentándose otra vez en el borde de la ventana y
saludando con la mano a Talita y a la Cuca—, lo que yo creo de todo esto
importa muy poco al lado de lo que tiene que ser, nos guste o no nos guste. Hace
tanto que somos el mismo perro dando vueltas y vueltas para morderse la cola.
No es que nos odiemos, al contrario. Hay otras cosas que nos usan para jugar, el
peón blanco y el peón morocho, algo por el estilo. Digamos dos maneras,
necesitadas de que la una quede abolida en la otra y viceversa.
—Yo no te odio —dijo Traveler—. Solamente que me has acorralado a un
punto en que ya no sé que hacer.
—Mutatis mutandis , vos me esperaste en el puerto con algo que se parecía a
un armisticio, una bandera blanca, una triste incitación al olvido. Yo tampoco te
odio, hermano, pero te denuncio, y eso es lo que vos llamás acorralar.
—Yo estoy vivo —dijo Traveler mirándolo en los ojos—. Estar vivo parece
siempre el precio de algo. Y vos no querés pagar nada. Nunca lo quisiste. Una
especie de cátaro existencial, un puro. O César o nada, esa clase de tajos
radicales. ¿Te creés que no te admiro a mi manera? ¿Te creés que no admiro que
no te hayas suicidado? El verdadero doppelgänger sos vos, porque estás como
descarnado, sos una voluntad en forma de veleta, ahí arriba. Quiero esto, quiero
aquello, quiero el norte y el sur y todo al mismo tiempo, quiero a la Maga, quiero
a Talita, y entonces el señor se va a visitar la morgue y le planta un beso a la
mujer de su mejor amigo. Todo porque se le mezclan las realidades y los
recuerdos de una manera sumamente no-euclidiana.
Oliveira se encogió de hombros pero miró a Traveler para hacerle sentir que
no era un gesto de desprecio. Cómo transmitirle algo de eso que en el territorio
de enfrente llamaban un beso, un beso a Talita, un beso de él a la Maga o a Pola,
ese otro juego de espejos como el juego de volver la cabeza hacia la ventana y
mirar a la Maga parada ahí al borde de la rayuela mientras la Cuca y Remorino y
Ferraguto, amontonados cerca de la puerta estaban como esperando que Traveler
saliera a la ventana y les anunciara que todo iba bien, y que un sello de embutal o
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a lo mejor un chalequito de fuerza por unas horas, hasta que el muchacho
reaccionara de su viaraza. Los golpes en la puerta tampoco contribuían a facilitar
la comprensión. Si por lo menos Manú fuera capaz de sentir que nada de lo que
estaba pensando tenía sentido del lado de la ventana, que sólo valía del lado de
las palanganas y los rulemanes, y si el que golpeaba la puerta con los dos puños
se quedara quieto un solo minuto, tal vez entonces... Pero no se podía hacer otra
cosa que mirar a la Maga tan hermosa al borde de la rayuela, y desear que
impulsara el tejo de una casilla a otra, de la tierra al Cielo.
—...sumamente no-euclidiana.
—Te esperé todo este tiempo —dijo Oliveira cansado—. Comprenderás que
no me iba a dejar achurar así nomás. Cada uno sabe lo que tiene que hacer,
Manú. Si querés una explicación de lo que pasó allá abajo... solamente que no
tendrá nada que ver, y eso vos lo sabés. Lo sabés, doppelgänger, lo sabés. Qué te
importa a vos lo del beso, y a ella tampoco le importa nada. La cosa es entre
ustedes al fin y al cabo.
—¡Abran! ¡Abran en seguida!
—Se la toman en serio —dijo Traveler, levantándose—. ¿Les abrimos? Debe
ser Ovejero.
—Por mí...
—Te va a querer dar una inyección, seguro que Talita alborotó el loquero.
—Las mujeres son la muerte —dijo Oliveira—. Ahí donde la ves, lo más
modosita al lado de la rayuela... Mejor no les abrás, Manú, estamos tan bien así.
Traveler fue hasta la puerta y acercó la boca a la cerradura. Manga de cretinos,
por qué no se dejaban de joder con esos gritos de película de miedo. Tanto él
como Oliveira estaban perfectamente y ya abrirían cuando fuera el momento.
Harían mejor en preparar café para todo el mundo, en esa clínica no se podía
vivir.
Era bastante audible que Ferraguto no estaba nada convencido, pero la voz de
Ovejero se le superpuso como un sabio ronroneo persistente, y al final dejaron la
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puerta en paz. Por el momento la única señal de inquietud era la gente en el
patio y las luces del tercer piso que se encendían y apagaban continuamente,
alegre costumbre del 43. Al rato no más Ovejero y Ferraguto reaparecieron en el
patio, y desde ahí miraron a Oliveira sentado en la ventana, que los saludó
excusándose por estar en camiseta. El 18 se había acercado a Ovejero y le estaba
explicando algo de la Heftpistole, y Ovejero parecía muy interesado y miraba a
Oliveira con atención profesional, como si ya no fuera su mejor contrincante de
póker, cosa que a Oliveira le hizo bastante gracia. Se habían abierto casi todas las
ventanas del primer piso, y varios enfermos participaban con suma vivacidad en
todo lo que estaba sucediendo, que no era gran cosa. La Maga había levantado su
brazo derecho para atraer la atención de Oliveira, como si eso fuera necesario, y
le estaba pidiendo que llamara a Traveler a la ventana. Oliveira le explicó de la
manera más clara que eso era imposible porque la zona de la ventana
correspondía exclusivamente a su defensa, pero que tal vez se pudiera pactar
una tregua. Agregó que el gesto de llamarlo levantando el brazo lo hacía pensar
en actrices del pasado y sobre todo en cantantes de ópera como Emmy Destynn,
Melba, Marjorie Lawrence, Muzio, Bori, y por qué no Theda Bara y Nita Naldi, le
iba soltando nombres con enorme gusto y Talita bajaba el brazo y después lo
volvía a subir suplicando, Eleonora Duse, naturalmente, Vilma Banky,
exactamente Garbo, pero claro, y una foto de Sarah Bernhardt que de chico tenía
pegada en un cuaderno, y la Karsavina, la Boronova, las mujeres, esos gestos
eternos, esa perpetuación del destino aunque en ese caso no fuera posible
acceder al amable pedido.
Ferraguto y la Cuca vociferaban manifestaciones más bien contradictorias
cuando Ovejero, que con su cara de dormido lo escuchaba todo, les hizo seña de
que se callaran para que Talita pudiera entenderse con Oliveira. Operación que
no sirvió de nada porque Oliveira, después de escuchar por séptima vez el
pedido de la Maga, les dio la espalda y lo vieron (aunque no podían oírlo)
dialogar con el invisible Traveler.
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—Fijate que pretenden que vos te asomes.
—Mirá, en todo caso dejame nada más que un segundo. Puedo pasar por
debajo de los piolines.
—Macana, che —dijo Oliveira—. Es la última línea de defensa, si la quebrás
quedamos en resuelto infighting.
—Está bien —dijo Traveler sentándose en la silla—. Seguí amontonando
palabras inútiles.
—No son inútiles —dijo Oliveira—. Si querés venir aquí no tenés necesidad
de pedirme permiso. Creo que está claro.
—¿Me jurás que no te vas a tirar?
Oliveira se quedó mirándolo como si Traveler fuera un panda gigante.
—Por fin —dijo—. Se destapó la olla. Ahí abajo la Maga está pensando lo
mismo. Y yo que creía que a pesar de todo me conocían un poco.
—No es la Maga —dijo Traveler—. Sabés perfectamente que no es la Maga.
—No es la Maga —dijo Oliveira—. Sé perfectamente que no es la Maga. Y vos
sos el abanderado, el heraldo de la rendición, de la vuelta a casa y al orden. Me
empezás a dar pena viejo.
—Olvidate de mí —dijo Traveler, amargo—. Lo que quiero es que me des tu
palabra de que no vas a hacer esa idiotez.
—Fijate que si me tiro —dijo Oliveira—, voy a caer justo en el Cielo.
—Pasate de este lado, Horacio, y dejame hablar con Ovejero. Yo puedo
arreglar las cosas, mañana nadie se va a acordar de esto.
—Lo aprendió en el manual de psiquiatría —dijo Oliveira, casi admirado—.
Es un alumno de gran retentiva.
—Escuchá —dijo Traveler—. Si no me dejás asomarme a la ventana voy a
tener que abrirles la puerta y va a ser peor.
—Me da igual, una cosa es que entren y otra es que lleguen hasta aquí.
—Querés decir que si tratan de agarrarte vos te vas a tirar.
—Puede ser que de tu lado signifique eso.
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—Por favor —dijo Traveler, dando un paso adelante—. ¿No te das cuenta de
que es una pesadilla? Van a creer que estás loco de veras, van a creer que
realmente yo quería matarte.
Oliveira se echó un poco más hacia fuera, y Traveler se detuvo a la altura de la
segunda línea de palanganas acuosas. Aunque había hecho volar dos rulemanes
de una patada, no siguió avanzando. Entre los alaridos de la Cuca y Talita,
Oliveira se enderezó lentamente y les hizo una seña tranquilizadora. Como
vencido, Traveler arrimó un poco la silla y se sentó. Volvían a golpear la puerta,
menos fuerte que antes.
—No te rompás más la cabeza —dijo Oliveira—. ¿Por qué le buscás
explicaciones, viejo? La única diferencia real entre vos y yo en este momento es
que yo estoy solo. Por eso lo mejor es que bajes a reunirte con los tuyos, y
seguimos hablando por la ventana como bueno amigos. A eso de las ocho me
pienso mandar mudar, Gekrepten quedó en esperarme con tortas fritas y mate.
—No estás solo, Horacio. Quisieras estar solo por pura vanidad, por hacerte el
Maldoror porteño. ¿Hablabas de un doppelgänger, no? Ya ves que alguien te
sigue, que alguien es como vos aunque esté del otro lado de tus condenados
piolines.
—Es una lástima —dijo Oliveira— que te hagas una idea tan pacata de la
vanidad. Ahí está el asunto, hacerte una idea de cualquier cosa, cueste lo que
cueste. ¿No sos capaz de intuir un solo segundo que esto puede no ser así?
—Ponele que lo piense. Lo mismo estás hamacándote al lado de la ventana
abierta.
—Si realmente sospecharas que esto puede no ser así, si realmente llegaras al
corazón del alcaucil... Nadie te pide que niegues lo que estás viendo, pero si
solamente fueras capaz de empujar un poquito, comprendés, con la punta del
dedo...
—Si fuera tan fácil —dijo Traveler—, si no hubiera más que colgar piolines
idiotas... No digo que no hayas dado tu empujón, pero mirá los resultados.
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—¿Qué tienen de malo, che? Por lo menos estamos con la ventana abierta y
respiramos este amanecer fabuloso, sentí el fresco que sube a esta hora. Y abajo
todo el mundo se pasea por el patio, es extraordinario, están haciendo ejercicio
sin saberlo. La Cuca, fijate un poco, y el Dire, esa especie de marmota pegajosa. Y
tu mujer que es la haraganería misma. Por tu parte no me vas a negar que nunca
estuviste tan despierto como ahora. Y cuando digo despierto me entendés,
¿verdad?
—Me pregunto si no será al revés, viejo.
—Oh, esas son las soluciones fáciles, cuentos fantásticos para antologías. Si
fueras capaz de ver la cosa por el otro lado a lo mejor ya no te querrías mover de
ahí. Si te salieras del territorio, digamos de la casilla una a la dos, o de la dos a la
tres... Es tan difícil, doppelgänger, yo me he pasado toda la noche tirando puchos y
sin embocar más que la casilla ocho. Todos quisiéramos el reino milenario, una
especie de Arcadia donde a lo mejor se sería mucho más desdichado que aquí,
porque no se trata de felicidad, doppelgänger, pero donde no habría más ese
inmundo juego de sustituciones que nos ocupa cincuenta o sesenta años, y donde
nos daríamos de verdad la mano en vez de repetir el gesto del miedo y querer
saber si el otro lleva un cuchillo escondido entre los dedos. Hablando de
sustituciones, nada me extrañaría que vos y yo fuéramos el mismo, uno de cada
lado. Como decís que soy un vanidoso, parece que me he elegido el lado más
favorable, pero quién sabe, Manú. Una sola cosa sé y es que de tu lado ya no
puedo estar, todo se me rompe entre las manos, hago cada barbaridad que es
para volverse loco suponiendo que fuera tan fácil. Pero vos que estás en armonía
con el territorio no querés entender este ir y venir, doy un empujón y me pasa
algo, entonces cinco mil años de genes echados a peder me tiran para atrás y
recaigo en el territorio, chapaleo dos semanas, dos años, quince años... Un día
meto un dedo en la costumbre y es increíble cómo el dedo se hunde en la
costumbre y asoma por el otro lado, parece que voy a llegar por fin a la última
casilla y de golpe una mujer se ahoga, ponele, o me da un ataque, un ataque de
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piedad al divino botón, porque eso de la piedad... ¿Te hablé de las sustituciones,
no? Qué inmundicia, Manú. Consulta a Dostoievski para eso de las sustituciones.
En fin, cinco mil años me tiran otra vez para atrás y hay que volver a empezar.
Por eso siento que sos mi doppelgänger, porque todo el tiempo estoy yendo y
viniendo de tu territorio al mío, si es que llego al mío, y en esos pasajes
lastimosos me parece que vos sos mi forma que se queda ahí mirándome con
lástima, sos los cinco mil años de hombre amontonados en un metro setenta,
mirando a ese payaso que quiere salirse de su casilla. He dicho.
—Déjense de joder —les gritó Traveler a los que golpeaban otra vez la
puerta—. Che, en este loquero no se puede hablar tranquilo.
—Sos grande, hermano —dijo Oliveira conmovido.
—De todas maneras —dijo Traveler acercando un poco la silla— no me vas a
negar que esta vez se te está yendo la mano. Las transustanciaciones y otras
yerbas están muy bien pero tu chiste nos va a costar el empleo a todos, y yo lo
siento sobre todo por Talita. Vos podrás hablar todo lo que quieras de la Maga,
pero a mi mujer le doy de comer yo.
—Tenés mucha razón —dijo Oliveira—. Uno se olvida de que está empleado y
esas cosas. ¿Querés que le hable a Ferraguto? Ahí está al lado de la fuente.
Disculpame, Manú, yo no quisiera que la Maga y vos...
—¿Ahora es a propósito que le llamás la Maga? No mientas, Horacio.
—Yo sé que es Talita, pero hace un rato era la Maga. Es las dos, como
nosotros.
—Eso se llama locura —dijo Traveler.
—Todo se llama de alguna manera, vos elegís y dale que va. Si me permitís
voy a atender un poco a los de afuera, porque están que no dan más.
—Me voy —dijo Traveler, levantándose.
—Es mejor —dijo Oliveira—. Es mucho mejor que te vayas y desde aquí yo
hablo con vos y con los otros. Es mucho mejor que te vayas y que no dobles las
rodillas como lo estás haciendo, porque yo te voy a explicar exactamente lo que
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va a suceder, vos que adorás las explicaciones como todo hijo de los cinco mil
años. Apenas me saltés encima llevado por tu amistad y tu diagnóstico, yo me
voy a hacer a un lado, porque no sé si te acordás de cuando practicaba judo con
los muchachos de la calle Anchorena, y el resultado es que vas a seguir viaje por
esta ventana y te vas a hacer moco en la casilla cuatro, y eso si tenés suerte
porque lo más probable es que no pases de la dos.
Traveler lo miraba, y Oliveira vio que se le llenaban los ojos de lágrimas. Le
hizo un gesto como si le acariciara el pelo desde lejos.
Traveler esperó todavía un segundo, y después fue a la puerta y la abrió.
Apenas quiso entrar Remorino (detrás se veía a otros dos enfermeros) lo agarró
por los hombros y lo echó atrás.
—Déjenlo tranquilo —mandó—. Va a estar bien dentro de un rato. Hay que
dejarlo solo, qué tanto joder.
Prescindiendo del diálogo rápidamente ascendido a tetrálogo, exálogo y
dodecálogo, Oliveira cerró los ojos y pensó que todo estaba tan bien así, que
realmente Traveler era su hermano. Oyó el golpe de la puerta al cerrarse, las
voces que se alejaban. La puerta se volvió a abrir coincidiendo con sus párpados
que trabajosamente se levantaban.
—Metele la falleba —dijo Traveler—. No les tengo mucha confianza.
—Gracias —dijo Oliveira—. Bajá al patio, Talita está muy afligida.
Pasó por debajo de los pocos piolines sobrevivientes y corrió la falleba. Antes
de volverse a la ventana metió la cara en el agua del lavatorio y bebió como un
animal, tragando y lamiendo y resoplando. Abajo se oían las órdenes de
Remorino que mandaba a los enfermos a sus cuartos. Cuando volvió a asomarse,
fresco y tranquilo, vio que Traveler estaba al lado de Talita y que le había pasado
el brazo por la cintura. Después de lo que acababa de hacer Traveler, todo era
como un maravilloso sentimiento de conciliación y no se podía violar esa
armonía insensata pero vívida y presente, ya no se la podía falsear, en el fondo
Traveler era lo que él hubiera debido ser con un poco menos de maldita
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imaginación, era el hombre del territorio, el incurable error de la especie
descaminada, pero cuánta hermosura en el error y en los cinco mil años de
territorio falso y precario, cuánta hermosura en esos ojos que se habían llenado
de lágrimas y en esa voz que le había aconsejado: «Metele la falleba, no les tengo
mucha confianza», cuánto amor en ese brazo que apretaba la cintura de una
mujer. «A lo mejor», pensó Oliveira mientras respondía a los gestos amistosos
del doctor Ovejero y de Ferraguto (un poco menos amistoso), «la única manera
posible de escapar del territorio era metiéndose en él hasta las cachas». Sabía que
apenas insinuara eso (una vez más, eso) iba a entrever la imagen de un hombre
llevando del brazo a una vieja por unas calles lluviosas y heladas. «Andá a
saber», se dijo. «Andá a saber si no me habré quedado al borde, y a lo mejor
había un pasaje. Manú lo hubiera encontrado, seguro, pero lo idiota es que Manú
no lo buscará nunca y yo, en cambio...»
—Che Oliveira, ¿por qué no baja a tomar café? —proponía Ferraguto con
visible desagrado de Ovejero—. Ya ganó la apuesta, ¿no le parece? Mírela a la
Cuca, está más inquieta...
—No se aflija, señora —dijo Oliveira—. Usted, con su experiencia del circo, no
se me va a achicar por pavadas.
—Ay, Oliveira, usted y Traveler son terribles —dijo la Cuca—. ¿Por qué no
hace como dice mi esposo? Justamente yo pensaba que tomáramos café todos
juntos.
—Si, che, vaya bajando —dijo Ovejero como casualmente—. Me gustaría
consultarle un par de cosas sobre unos libros en francés.
—De aquí se oye muy bien —dijo Oliveira—.
—Está bien, viejo —dijo Ovejero—. Usted baje cuando quiera, nosotros nos
vamos a desayunar.
—Con medialunas fresquitas —dijo la Cuca—. ¿Vamos a preparar café,
Talita?
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—No sea idiota —dijo Talita, y en el silencio extraordinario que siguió a su
admonición, el encuentro de las miradas de Traveler y Oliveira fue como si dos
pájaros chocaran en pleno vuelo y cayeran enredados en la casilla nueve, o por lo
menos así lo disfrutaron los interesados. A todo esto la Cuca y Ferraguto
respiraban agitadamente, y al final la Cuca abrió la boca para chillar: «¿Pero qué
significa esa insolencia?», mientras Ferraguto sacaba pecho y miraba de arriba
abajo a Traveler que a su vez miraba a su mujer con una mezcla de admiración y
censura, hasta que Ovejero encontró la salida científica apropiada y dijo
secamente: «Histeria matinensis yugolata, entremos que le voy a dar unos
comprimidos», a tiempo que el 18, violando las órdenes de Remorino, salía al
patio para anunciar que la 31 estaba descompuesta y que llamaban por teléfono
de Mar del Plata. Su expulsión violenta a cargo de Remorino ayudó a que los
administradores y Ovejero evacuaran el patio sin excesiva pérdida de prestigio.
—Ay, ay, ay —dijo Oliveira, balanceándose en la ventana—, y yo que creía
que las farmacéuticas eran tan educadas.
—¿Vos te das cuenta? —dijo Traveler—. Estuvo gloriosa.
—Se sacrificó por mí —dijo Oliveira—. La otra no se lo va a perdonar ni en el
lecho de muerte.
—Para lo que me importa —dijo Talita—. «Con medialunas fresquitas», date
cuenta un poco.
—¿Y Ovejero, entonces? —dijo Traveler—. ¡Libros en francés! Che, pero lo
único que faltaba era que te quisieran tentar con una banana. Me asombra que no
los hayas mandado al cuerno.
Era así, la armonía duraba increíblemente, no había palabras para contestar a
la bondad de esos dos ahí abajo, mirándolo y hablándole desde la rayuela,
porque Talita estaba parada sin darse cuenta en la casilla tres, y Traveler tenía un
pie metido en la seis, de manera que lo único que él podía hacer era mover un
poco la mano derecha en un saludo tímido y quedarse mirando a la Maga, a
Manú, diciéndose que al fin y al cabo algún encuentro había, aunque no pudiera
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durar más que ese instante terriblemente dulce en el que lo mejor sin lugar a
dudas hubiera sido inclinarse apenas hacia fuera y dejarse ir, paf se acabó.
* * *
(-135)
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DE OTROS LADOS
(Capítulos prescindibles)
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—Estoy refrescando algunas nociones para cuando llegue Adgalle. ¿Qué te
parece si la llevo una noche al Club? A Etienne y a Ronald les va encantar, es tan
loca.
—Llevala.
—A vos también te hubiera gustado.
—¿Por qué hablás como si me hubiera muerto?
—No sé —dijo Ossip—. La verdad, no sé. Pero tenés una facha.
—Esta mañana le estuve contando a Etienne unos sueños muy bonitos. Ahora
mismo se me estaban mezclando con otros recuerdos mientras vos disertabas
sobre el entierro con palabras tan sentidas. Realmente debe haber sido una
ceremonia emotiva, che. Es muy raro poder estar en tres partes a la vez, pero esta
tarde me pasa eso, debe ser la influencia de Morelli. Sí, sí, ya te voy a contar. En
cuatro partes a la vez, ahora que lo pienso. Me estoy acercando a la ubicuidad, de
ahí a volverse loco... Tenés razón, probablemente no conoceré a Adgalle, me voy
a ir al tacho mucho antes.
—Justamente el Zen explica las posibilidades de una preubicuidad, algo como
lo que vos has sentido, si lo has sentido.
—Clarito, che. Vuelvo de cuatro partes simultáneas: El sueño de esta mañana,
que sigue vivito y coleando. Unos interludios con Pola que te ahorro, tu
descripción tan vistosa del sepelio del chico, y ahora me doy cuenta de que al
mismo tiempo yo le estaba contestando a Traveler, un amigo de Buenos Aires
que en su puta vida entendió unos versos míos que empezaban así, fijate un
poco: «Yo entresueño, buzo de lavabos.» Y es tan fácil, si te fijás un poco, a lo
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mejor vos lo comprendés. Cuando te despertás, con los restos de un paraíso
entrevisto en sueños, y que ahora te cuelgan como el pelo de un ahogado: una
náusea terrible, ansiedad, sentimiento de lo precario, lo falso, sobre todo lo inútil.
Te caés hacia adentro, mientras te cepillás los dientes sos verdaderamente un
buzo de lavabos, es como si te absorbiera el lavatorio blanco, te fueras resbalando
por ese agujero que se te lleva el sarro, los mocos, las lagañas, las costras de
caspa, la saliva, y te vas dejando ir con la esperanza de quizá volver a lo otro, a
eso que eras antes de despertar y que todavía flota, todavía está en vos, es vos
mismo, pero empieza a irse... Sí, te caés por un momento hacia adentro, hasta
que las defensas de la vigilia, oh la bonita expresión, oh lenguaje, se encargan de
detener.
—Experiencia típicamente existencial —dijo Gregorovius, petulante.
—Seguro, pero todo depende de la dosis. A mí el lavabo me chupa de verdad,
che.
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—Hiciste muy bien en venir —dijo Gekrepten, cambiando la yerba—. Aquí en
casa estás mucho mejor, cuantimás que allá el ambiente, qué querés. Te tendrías
que tomar dos o tres días de descanso.
—Ya lo creo —dijo Oliveira—. Y mucho más que eso, vieja. Las tortas fritas
están sublimes.
—Qué suerte que te gustaron. No me comas muchas que te vas a empachar.
—No hay problema —dijo Ovejero, encendiendo un cigarrillo—. Usted ahora
me va a dormir una buena siesta, y esta noche ya está en condiciones de
mandarse una escalera real y varios póker de ases.
—No te muevas —dijo Talita—. Es increíble cómo no sabés quedarte quieto.
—Mi esposa está tan disgustada —dijo Ferraguto.
—Servite otra torta frita —dijo Gekrepten.
—No le den más que jugo de frutas —mandó Ovejero.
—Corporación nacional de los doctos en ciencias de lo idóneo y sus casas de
ciencias —se burló Oliveira.
—En serio, che, no me coma nada hasta mañana —dijo Ovejero.
—Esta que tiene mucho azúcar —dijo Gekrepten.
—Tratá de dormir —dijo Traveler.
—Che Remorino, quedate cerca de la puerta y no dejés que el 18 venga a
fastidiarlo —dijo Ovejero—. Se ha agarrado un camote bárbaro y no habla más
que de una pistola no sé cuántos.
—Si querés dormir entorno la persiana —dijo Gekrepten—, así no se oye la
radio de don Crespo.
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—No, dejala —dijo Oliveira—. Están pasando algo de Falú.
—Ya son las cinco —dijo Talita—. ¿No querés dormir un poco?
—Cambiale otra vez la compresa —dijo Traveler—, se ve que eso lo alivia.
—Ya está medio lavado —dijo Gekrepten—. ¿Querés que baje a comprar
Noticias Gráficas?
—Bueno —dijo Oliveira—. Y un atado de cigarrillos.
—Le costó dormirse —dijo Traveler— pero ahora va a seguir viaje toda la
noche, Ovejero le dio una dosis doble.
—Portate bien, tesoro —dijo Gekrepten—, yo vuelvo en seguida. Esta noche.
comemos asado de tira, ¿querés?
—Con ensalada mixta —dijo Oliveira.
—Respira mejor —dijo Talita.
—Y te hago un arroz con leche —dijo Gekrepten—. Tenías tan mala cara
cuando llegaste.
—Me tocó un tranvía completo —dijo Oliveira—. Vos sabés lo que es la
plataforma a las ocho de la mañana y con este calor.
—¿De veras creés que va a seguir durmiendo, Manú?
—En la medida en que me animo a creer algo, sí.
—Entonces subamos a ver al Dire que nos está esperando para echarnos.
—Mi esposa está tan disgustada —dijo Ferraguto.
—¡¿Pero qué significa esa insolencia?! —gritó la Cuca.
—Eran unos tipos macanudos —dijo Ovejero.
—Gente así se ve poca —dijo Remorino.
—No me quiso creer qué necesitaba una Heftpistole —dijo el 18.
—Rajá a tu cuarto o te hago dar un enema —dijo Ovejero.
—Muera el perro —dijo el 18.
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Entonces, para pasar el tiempo, se pescan peces no comestibles; para impedir
que se pudran, a lo largo de las playas se han distribuido carteles en los cuales se
ordena a los pescadores que los entierren en la arena apenas sacados del agua.
CLAUDE LEVI-STRAUSS, Tristes tropiques.
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Morelli había pensado una lista de acknowledgments que nunca llegó a
incorporar a su obra publicada. Dejó varios nombres: Jelly Roll Morton, Robert
Musil, Dasetz Teitaro Suzuki, Raymond Roussel, Kurt Schwitters, Vieira da Silva,
Akutagawa, Anton Webern, Greta Garbo, José Lezama Lima, Buñuel, Louis
Armstrong, Borges, Michaux, Dino Buzzati, Max Ernst, Pevsner, Gilgamesh (?),
Garcilaso, Arcimboldo, René Clair, Piero di Cosimo, Wallace Stevens, Izak
Dinesen. Los nombres de Rimbaud, Picasso, Chaplin, Alban Berg y otros habían
sido tachados con un trazo muy fino, como si fueran demasiado obvios para
citarlos. Pero todos debían serlo al fin y al cabo, porque Morelli no se decidió a
incluir la lista en ninguno de los volúmenes.
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Nota inconclusa de Morelli:
No podré renunciar jamás al sentimiento de que ahí, pegado a mi cara,
entrelazado en mis dedos, hay como una deslumbrante explosión hacia la luz,
irrupción de mí hacia lo otro o de lo otro en mí, algo infinitamente cristalino que
podría cuajar y resolverse en luz total sin tiempo ni espacio. Como una puerta de
ópalo y diamante desde la cual se empieza a ser eso que verdaderamente se es y
que no se quiere y no se sabe y no se puede ser.
Ninguna novedad en esa sed y esa sospecha, pero sí un desconcierto cada vez
más grande frente a los ersatz que me ofrece esta inteligencia del día y de la
noche, este archivo de datos y recuerdos, estas pasiones donde voy dejando
pedazos de tiempo y de piel, estos asomos tan por debajo y lejos de ese otro
asomo ahí al lado, pegado a mi cara, previsión mezclada ya con la visión,
denuncia de esa libertad fingida en que me muevo por las calles y los años.
Puesto que soy solamente este cuerpo ya podrido en un punto cualquiera del
tiempo futuro, estos huesos que escriben anacrónicamente, siento que ese cuerpo
está reclamándose, reclamándole a su conciencia esa operación todavía
inconcebible por la que dejaría de ser podredumbre. Ese cuerpo que soy yo tiene
la presciencia de un estado en que al negarse a sí mismo como tal, y al negar
simultáneamente el correlato objetivo como tal, su conciencia accedería a un
estado fuera del cuerpo y fuera del mundo que sería el verdadero acceso al ser.
Mi cuerpo será, no el mío Morelli, no yo que en mil novecientos cincuenta ya
estoy podrido en mil novecientos ochenta, mi cuerpo será porque detrás de la
puerta de luz (cómo nombrar esa asediante certeza pegada a la cara) el ser será
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otra cosa que cuerpos y, que cuerpos y almas y, que yo y lo otro, que ayer y
mañana. Todo depende de... (una frase tachada).
Final melancólico: Un satori es instantáneo y todo lo resuelve. Pero para llegar
a él habría que desandar la historia de fuera y la de dentro. Trop tard pour moi.
Crever en italien, voire en occidental, c’est tout ce qui me reste. Mon petit café
crème le matin, si agréable...
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En un tiempo Morelli había pensado un libro que se quedó en notas sueltas.
La que mejor lo resumía es ésta: «Psicología, palabra con aire de vieja. Un sueco
trabaja en una teoría química del pensamiento.1 Química, electromagnetismo,
1 L’ Express, París, sin fecha.
Hace dos meses un neurobiólogo sueco, Holger Hyden, de la universidad de Göteborg, presentó a los
especialistas más destacados del mundo, reunidos en San Francisco, sus teorías sobre la naturaleza
química de los procesos mentales. Para Hyden, el hecho de pensar, de recordar, de sentir o de adoptar
una decisión se manifiesta por la aparición en el cerebro y en los nervios que vinculan a éste con los otros
órganos, de ciertas moléculas particulares que las células nerviosas elaboran en función de la excitación
exterior. (...) El equipo sueco logró la delicada separación de las dos clases de células en tejidos todavía
vivientes de conejos, las pesó (en millonésimos de millonésimo de gramo) y determinó por análisis de
que manera esas células utilizan su combustible en diversos casos.
Una de las funciones esenciales de las neuronas es la de transmitir los impulsos nerviosos. Esa
transmisión se opera por medio de reacciones electroquímicas casi instantáneas. No es fácil sorprender a
una célula nerviosa en funcionamiento, pero parece que los suecos lo han conseguido mediante el
acertado empleo de diversos métodos.
Se ha comprobado que el estímulo se traduce por incremento, en las neuronas, de ciertas proteínas,
cuya molécula varía según la naturaleza del mensaje. Al mismo tiempo la cantidad de proteínas cuya
molécula de las células satélites disminuye, como si sacrificaran sus reservas en beneficio de la neurona.
La información contenida en la molécula de proteína se convierte, según Hyden, en el impulso que la
neurona envía a sus vecinos.
Las funciones superiores del cerebro —la memoria y la facultad de razonar— se explican, para
Hyden, por la forma particular de las moléculas de proteínas que corresponde a cada clase de excitación.
Cada neurona del cerebro contiene millones de moléculas de ácidos ribonucleicos diferentes, que se
distinguen por la disposición de sus elementos constituyentes simples. Cada molécula particular de ácido
ribonucleico (RNA) corresponde a una proteína bien definida, a la manera como una llave se adapta
exactamente a una cerradura. Los ácidos nucleicos dictan a la neurona la forma de la molécula de
proteína que va a formar. Esas moléculas son, según los investigadores suecos, la traducción química de
los pensamientos.
La memoria correspondería, pues, a la ordenación de las moléculas de ácidos nucleicos en el cerebro,
que desempeñan el papel de las tarjetas perforadas en las computadoras modernas. Por ejemplo, el
impulso que corresponde a la nota »mi» captada por el oído, se desliza rápidamente de una neurona a
otra hasta alcanzar a todas aquellas que contienen las moléculas de ácido RNA correspondiente a esta
excitación particular. Las células fabrican de inmediato moléculas de la proteína correspondiente regida
por este ácido, y realizamos la audición de dicha nota.
La riqueza, la variedad del pensamiento se explican por el hecho de que un cerebro medio contiene
unos diez mil millones de neuronas, cada una de las cuales encierra varios millones de moléculas de
distintos ácidos nucleicos: el número de combinaciones posible es astronómico. Esta teoría tiene, por otra
parte, la ventaja de explicar por qué en el cerebro no se han podido descubrir zonas netamente definidas
y particulares de cada una de las funciones cerebrales superiores; como cada neurona dispone de varios
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flujos secretos de la materia viva, todo vuelve a evocar extrañamente la noción
del mana; así, al margen de las conductas sociales, podría sospecharse una
interacción de otra naturaleza, un billar que algunos individuos suscitan o
padecen, un drama sin Edipos, sin Rastignacs, sin Fedras, drama impersonal en la
medida en que la conciencia y las pasiones de los personajes no se ven
comprometidas más que a posteriori. Como si los niveles subliminales fueran los
que atan y desatan el ovillo del grupo comprometido en el drama. O para darle
el gusto al sueco: como si ciertos individuos incidieran sin proponérselo en la
química profunda de los demás y viceversa, de modo que se operaran las más
curiosas e inquietantes reacciones en cadena, fisiones y transmutaciones.
»Así las cosas, basta una amable extrapolación para postular un grupo
humano que cree reaccionar psicológicamente en el sentido clásico de esa vieja,
vieja palabra, pero que no representa más que una instancia de ese flujo de la
materia inanimada, de las infinitas interacciones de lo que antaño llamábamos
deseos, simpatías, voluntades, convicciones, y que aparecen aquí como algo
irreductible a toda razón y a toda descripción: fuerzas habitantes, extranjeras,
que avanzan en procura de su derecho de ciudad; una búsqueda superior a
nosotros mismos como individuos y que nos usa para sus fines, una oscura
necesidad de evadir el estado de homo sapiens hacía... ¿qué homo? Porque
sapiens es otra vieja, vieja palabra, de esas que hay que lavar a fondo antes de
pretender usarla con algún sentido.
»Si escribiera ese libro, las conductas standard (incluso las más insólitas, su
categoría de lujo) serían inexplicables con el instrumental psicológico al uso. Los
actores parecerían insanos o totalmente idiotas. No que se mostrarán totalmente
incapaces de los challenge and response corrientes: amor, celos, piedad y así
sucesivamente, sino que en ellos algo que el homo sapiens guarda en lo
ácidos nucleicos, puede participar en procesos mentales diferentes y evocar pensamientos y recuerdos
diversos.
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subliminal se abriría penosamente un camino como si un tercer ojo2 parpadeara
penosamente debajo del hueso frontal. Todo sería como una inquietud, un
desasosiego, un desarraigo continuo, un territorio donde la causalidad
psicológica cedería desconcertada, y esos fantoches se destrozarían o se amarían
o se reconocerían sin sospechar demasiado que la vida trata de cambiar la clave
en y a través y por ellos, que una tentativa apenas concebible nace en el hombre
como en otro tiempo fueron naciendo la clave-razón, la clave-sentimiento, la
clave-pragmatismo. Que a cada sucesiva derrota hay un acercamiento a la
mutación final, y que el hombre no es sino que busca ser, proyecta ser,
manoteando entre palabras y conducta y alegría salpicada de sangre y otras
retóricas como esta.»
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2 Nota de Wong (con lápiz): »Metáfora elegida deliberadamente para insinuar la dirección a que
apunta.»
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—No te muevas —dijo Talita—. Parecería que en vez de una compresa fría te
estuviera echando vitriolo.
—Tiene como una especie de electricidad —dijo Oliveira.
—No digas pavadas.
—Veo toda clase de fosforescencias, parece una de Norman McLaren.
—Levantá un momento la cabeza, la almohada es demasiado baja, te la voy a
cambiar.
—Mejor sería que dejaras tranquila la almohada y me cambiaras la cabeza —
dijo Oliveira— La cirugía está en pañales, hay que admitirlo.
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Una de las veces en que se encontraron en el barrio latino, Pola estaba
mirando la vereda y medio mundo miraba la vereda. Hubo que pararse y
contemplar a Napoleón de perfil, al lado una excelente reproducción de
Chartres, y un poco más lejos una yegua con su potrillo en un campo verde. Los
autores eran dos muchachos rubios y una chica indochina. La caja de tizas estaba
llena de monedas de diez y veinte francos. De cuando en cuando uno de los
artistas se agachaba para perfeccionar algún detalle, y era fácil advertir que en
ese momento aumentaba el número de dádivas.
—Aplican el sistema Penélope, pero sin destejer antes —dijo Oliveira—. Esa
señora, por ejemplo, no aflojó los cordones de la faltriquera hasta que la pequeña
Tsong Tsong se tiró al suelo para retocar a la rubia de ojos azules. El trabajo los
emociona, es un hecho.
—¿Se llama Tsong Tsong? —preguntó Pola.
—Qué sé yo. Tiene lindos tobillos.
—Tanto trabajo y esta noche vendrán los barrenderos y se acabó.
—Justamente ahí está lo bueno. De las tizas de colores como figura
escatológica, tema de tesis. Si las barredoras municipales no acabaran con todo
eso al amanecer, Tsong Tsong vendría en persona con un balde de agua. Sólo
termina de veras lo que recomienza cada mañana. La gente echa monedas sin
saber que la están estafando, porque en realidad estos cuadros no se han borrado
nunca. Cambian de vereda o de color, pero ya están hechos en una mano, una
caja de tizas, un astuto sistema de movimientos. En rigor, si uno de estos
muchachos se pasara la mañana agitando los brazos en el aire, merecería diez
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francos con el mismo derecho que cuando dibuja a Napoleón. Pero necesitamos
pruebas. Ahí están. Echales veinte francos, no seas tacaña.
—Ya les di antes que llegaras.
—Admirable. En el fondo esas monedas las ponemos en la boca de los
muertos, el óbolo propiciatorio. Homenaje a lo efímero, a que esa catedral sea un
simulacro de tiza que un chorro de agua se llevará en un segundo. La moneda
está ahí, y la catedral renacerá mañana. Pagamos la inmortalidad, pagamos la
duración. No money, no cathedral. ¿Vos también sos de tiza?
Pero Pola no le contestó, y él le puso el brazo sobre los hombros y caminaron
Boul’Mich’ abajo y Boul’Mich’ arriba, antes de irse vagando lentamente hacia la
rue Dauphine. Un mundo de tiza de colores giraba en torno y los mezclaba en su
danza, papas fritas de tiza amarilla, vino de tiza roja, un pálido y dulce cielo de
tiza celeste con algo de verde por el lado del río. Una vez más echarían la
moneda en la caja de cigarros para detener la fuga de la catedral, y con su mismo
gesto la condenarían a borrarse para volver a ser, a irse bajo el chorro de agua
para retornar tizas tras tizas negras y azules y amarillas. La rue Dauphine de tiza
gris, la escalera aplicadamente tizas pardas, la habitación con sus líneas de fuga
astutamente tendidas con tiza verde claro, las cortinas de tiza blanca, la cama con
su poncho donde todas las tizas ¡viva México!, el amor, sus tizas hambrientas de
un fijador que las clavara en el presente, amor de tiza perfumada, boca de tiza
naranja, tristeza y hartura de tizas sin color girando en un polvo imperceptible,
posándose en las caras dormidas, en la tiza agobiada de los cuerpos.
—Todo se deshace cuando lo agarrás, hasta cuando lo mirás —dijo Pola—.
Sos como un ácido terrible, te tengo miedo.
—Hacés demasiado caso de unas pocas metáforas.
—No es solamente que lo digas, es una manera de... No sé, como un embudo.
A veces me parece que me voy a ir resbalando entre tus brazos y que me voy a
caer en un pozo. Es peor que soñar que uno se cae en el vacío.
—Tal vez —dijo Oliveira— no estás perdida del todo.
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—Oh, dejame tranquila. Yo sé vivir, entendés. Yo vivo muy bien como vivo.
Aquí, con mis cosas y mis amigos.
—Enumerá, enumerá. Eso ayuda. Sujetate a los nombres, así no te caés. Ahí
está la mesa de luz, la cortina no se ha movido de la ventana, Claudette sigue en
el mismo número, DAN-ton 34 no sé cuántos, y tu mamá te escribe desde Aix-en-
Provence. Todo va bien.
—Me das miedo, monstruo americano —dijo Pola apretándose contra él—.
Habíamos quedado en que en mi casa no se iba a hablar de...
—De tizas de colores.
—De todo eso.
Oliveira encendió un Gauloise y miró el papel doblado sobre la mesa de luz.
—¿Es la orden para los análisis?
—Sí, quiere que me los haga hacer en seguida. Tocá aquí, está peor que la
semana pasada.
Era casi de noche y Pola parecía una figura de Bonnard, tendida en la cama
que la última luz de la ventana envolvía en un verde amarillento. «La barredora
del amanecer», pensó Oliveira inclinándose para besarla en un seno, exactamente
donde ella acababa de señalar con un dedo indeciso. «Pero no suben hasta el
cuarto piso, no se ha sabido de ninguna barredora ni regadora que suba hasta un
cuarto piso. Aparte de que mañana vendría el dibujante y repetiría exactamente
lo mismo, esta curva tan fina en la que algo...» Consiguió dejar de pensar,
consiguió por apenas un instante besarla sin ser más que su propio beso.
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Modelo de ficha del Club.
Gregorovius, Ossip.
Apátrida.
Luna llena (lado opuesto, invisible en ese entonces presputnik): ¿cráteres,
mares, cenizas?
Tiende a vestir de negro, de gris, de pardo. Nunca se lo ha visto con un traje
completo. Hay quienes afirman que tiene tres pero que combina invariablemente
el saco de uno con el pantalón de otro. No sería difícil verificar esto.
Edad: dice tener cuarenta y ocho años.
Profesión: intelectual. Tía abuela envía módica pensión.
Carte de séjour AC 3456923 (por seis meses, renovable. Ya ha sido renovada
nueve veces, cada vez con mayor dificultad).
País de origen: nacido en Borzok (partida de nacimiento probablemente falsa,
según declaración de Gregorovius a la policía de París. Las razones de su
presunción constan en el prontuario).
País de origen: en el año de su nacimiento, Borzok formaba parte del imperio
austrohúngaro. Origen magyar evidente. A él le gusta insinuar que es checo.
País de origen: probablemente Gran Bretaña. Gregorovius habría nacido en
Glasgow, de padre marino y madre terrícola, resultado de una escala forzosa, un
arrumaje precario, stout ale y complacencias xenofílicas excesivas por parte de
Miss Marjorie Babington, 22 Stewart Street.
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A Gregorovius le agrada establecer una picaresca prenatal y difama a sus
madres (tiene tres, según la borrachera) atribuyéndoles costumbres licenciosas.
La Herzogin Magda Razenswill, que aparece con el whisky o el coñac, era una
lesbiana autora de un tratado seudocientífico sobre la carezza (traducción a cuatro
idiomas). Miss Babington, que se ectoplasmiza con el gin, acabó de puta en
Malta. La tercera madre es un constante problema para Etienne, Ronald y
Oliveira, testigos de su esfumada aparición vía Beaujolais, Côtes du Rhône o
Bourgogne Aligoté. Según los casos se llama Galle, Adgalle o Minti, vive
libremente en Herzegovina o Nápoles, viaja a Estados Unidos con una compañía
de vaudeville, es la primera mujer que fuma en España, vende violetas a la salida
de la Opera de Viena, inventa métodos anticonceptivos, muere de tifus, está viva
pero ciega en Huerta, desaparece junto con el chofer del Zar en Tsarskoie-Selo,
extorsiona a su hijo en los años bisiestos, cultiva la hidroterapia, tiene relaciones
sospechosas con un cura de Pontoise, ha muerto, al nacer Gregorovius, que
además sería hijo de Santos Dumont. De manera inexplicable los testigos han
notado que estas sucesivas (o simultáneas) versiones de la tercera madre van
siempre acompañadas de referencias a Gurdiaeff, a quien Gregorovius admira y
detesta pendularmente.
(-11)
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66
Facetas de Morelli, su lado Bouvard et Pécuchet, su lado compilador de
almanaque literario (en algún momento llama «Almanaque» a la suma de su
obra).
Le gustaría dibujar ciertas ideas, pero es incapaz de hacerlo. Los diseños que
aparecen al margen de sus notas son pésimos. Repetición obsesiva de una espiral
temblorosa, con un ritmo semejante a las que adornan la stupa de Sanchi.
Proyecta uno de los muchos finales de su libro inconcluso, y deja una
maqueta. La página contiene una sola frase: «En el fondo sabía que no se puede
ir más allá porque no lo hay.» La frase se repite a lo largo de toda la página,
dando la impresión de un muro, de un impedimento. No hay puntos ni comas ni
márgenes. De hecho un muro de palabras ilustrando el sentido de la frase, el
choque contra una barrera detrás de la cual no hay nada. Pero hacia abajo y a la
derecha, en una de las frases falta la palabra lo. Un ojo sensible descubre el hueco
entre los ladrillos, la luz que pasa.
(-149)
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67
Me estoy atando los zapatos, contento, silbando, y de pronto la infelicidad.
Pero esta vez te pesqué, angustia, te sentí previa a cualquier organización mental,
al primer juicio de negación. Como un color gris que fuera un dolor y fuera el
estómago. Y casi a la par (pero después, esta vez no me engañas) se abrió paso el
repertorio inteligible, con una primera idea explicatoria: «Y ahora vivir otro día,
etc.» De donde se sigue: «Estoy angustiado porque... etc.»
Las ideas a vela, impulsadas por el viento primordial que sopla desde abajo
(pero abajo es sólo una localización física). Basta un cambio de brisa (¿pero qué es
lo que la cambia de cuadrante?) y al segundo están aquí las barquitas felices, con sus
velas de colores. «Después de todo no hay razón para quejarse, che», ese estilo.
Me desperté y vi la luz del amanecer en las mirillas de la persiana. Salía de tan
adentro de la noche que tuve como un vómito de mí mismo, el espanto de
asomar a un nuevo día con su misma presentación, su indiferencia mecánica de
cada vez: conciencia, sensación de luz, abrir los ojos, persiana, el alba.
En ese segundo, con la omnisciencia del semisueño, medí el horror de lo que
tanto maravilla y encanta a las religiones: la perfección eterna del cosmos, la
revolución inacabable del globo sobre su eje. Náusea, sensación insoportable de
coacción. Estoy obligado a tolerar que el sol salga todos los días. Es monstruoso. Es
inhumano.
Antes de volver a dormirme imaginé (vi) un universo plástico, cambiante,
lleno de maravilloso azar, un cielo elástico, un sol que de pronto falta o se queda
fijo o cambia de forma.
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Ansié la dispersión de las duras constelaciones, esa sucia propaganda
luminosa del Trust Divino Relojero.
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Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en
hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él
procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y
tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las
arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar
tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas
fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un
momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él
aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un
ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el
clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia
del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa.
¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balparamar,
perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se
resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en
carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.
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(Renovigo, N° 5)
Otro suisida
Ingrata sorpresa fue leer en «Ortográfiko» la notisia de aber fayesido en San
Luis Potosí el 1° de marso último, el teniente koronel (acendido a koronel para
retirarlo del serbisio), Adolfo Abila Sanhes. Sorpresa fue porke no teníamos
notisia de ke se ayara en kama. Por lo demás, ya ase tiempo lo teníamos
katalogado entre nuestros amigos los suisidas, i en una okasión se refirió
«Renovigo» a siertos síntomas en él obserbados. Solamente ke Abila Sanhes no
eskojió el rebólber komo el eskritor antiklerikal Giyermo Delora, ni la soga como
el esperantista fransés Eujenio Lanti.
Abila Sanhes fue un ombre meresedor de atención i de apresio. Soldado
pundonoroso onró a su institusión en la teoría i en la práktica. Tubo un alto
konsepto de la lealtad i fue asta el kampo de bataya. Ombre de kultura, enseñó
siensias a jóbenes i adultos. Pensador, eskribió bastante en periódikos i dejó
algunas obras inéditas, entre eyas «Máximas de Kuartel». Poeta, bersifikaba kon
gran fasilidad en distintos jéneros. Artista del lápis y la pluma, nos regaló barias
beses kon sus kreasiones. Linguista, era muy afekto a tradusir sus propias
produksiones al inglés, esperanto i otros idiomas.
En konkreto, Abila Sanhes fue ombre de pensamiento y aksión, de moral i de
kultura. Esto son las partidas de su aber.
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En la otra kolumna de su kuenta, ai kargadas barias, i es natural titubear antes
de lebantar el belo de su bida pribada. Pero komo no la tiene el ombre públiko i
Abila Sanhes lo fue, inkuriríamos en la falta ke antes señalamos okultando el
reberso de la medaya. En nuestro karákter de biógrafos e istoriadores debemos
romper kon los eskrúpulos.
Konosimos personalmente a Abila Sanhes aya por 1936 en Linares, N.L., i
luego en Monterei lo tratamos en su ogar, ke paresía próspero y felis. Años
después ke lo bisitamos en Samora, la impresión fue totalmente opuesta, nos
dimos kuenta de ke el ogar se derumbaba, i as¡ fue semanas más tarde, lo
abandonó la primera esposa i después se dispersaron los ijos. Posteriormente en
San Luis Potosí, enkontró a una joben bondadosa ke le tubo simpatía y aseptó
kasarse kon él: por eso kreó una segunda familia, ke abnegadamente soportó
más ke la primera i no yegó a abandonarlo.
Ké ubo primero en Abila Sanhes, el desarreglo mental o el alkoolismo? No lo
sabemos, pero ambos, kombinados, fueron la ruina de su bida y la kausa de su
muerte. Un enfermo en sus últimos años, lo abíamos desausiado sabiendo ke era
un suisida kaminando rápidamente asia su inebitable fin. El fatalismo se impone
kuando obserba uno a personas tan klaramente dirijidas asia un serkano y trájico
okaso.
El desaparesido kreía en la bida futura. Si lo konfirmó, ke aye en eya la
felisidad ke, aunke kon distintas karakterísticas, anelamos todos los umanos.
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(Renovigo, N° 5)
Otro suisida
Ingrata sorpresa fue leer en «Ortográfiko» la notisia de aber fayesido en San
Luis Potosí el 1° de marso último, el teniente koronel (acendido a koronel para
retirarlo del serbisio), Adolfo Abila Sanhes. Sorpresa fue porke no teníamos
notisia de ke se ayara en kama. Por lo demás, ya ase tiempo lo teníamos
katalogado entre nuestros amigos los suisidas, i en una okasión se refirió
«Renovigo» a siertos síntomas en él obserbados. Solamente ke Abila Sanhes no
eskojió el rebólber komo el eskritor antiklerikal Giyermo Delora, ni la soga como
el esperantista fransés Eujenio Lanti.
Abila Sanhes fue un ombre meresedor de atención i de apresio. Soldado
pundonoroso onró a su institusión en la teoría i en la práktica. Tubo un alto
konsepto de la lealtad i fue asta el kampo de bataya. Ombre de kultura, enseñó
siensias a jóbenes i adultos. Pensador, eskribió bastante en periódikos i dejó
algunas obras inéditas, entre eyas «Máximas de Kuartel». Poeta, bersifikaba kon
gran fasilidad en distintos jéneros. Artista del lápis y la pluma, nos regaló barias
beses kon sus kreasiones. Linguista, era muy afekto a tradusir sus propias
produksiones al inglés, esperanto i otros idiomas.
En konkreto, Abila Sanhes fue ombre de pensamiento y aksión, de moral i de
kultura. Esto son las partidas de su aber.
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En la otra kolumna de su kuenta, ai kargadas barias, i es natural titubear antes
de lebantar el belo de su bida pribada. Pero komo no la tiene el ombre públiko i
Abila Sanhes lo fue, inkuriríamos en la falta ke antes señalamos okultando el
reberso de la medaya. En nuestro karákter de biógrafos e istoriadores debemos
romper kon los eskrúpulos.
Konosimos personalmente a Abila Sanhes aya por 1936 en Linares, N.L., i
luego en Monterei lo tratamos en su ogar, ke paresía próspero y felis. Años
después ke lo bisitamos en Samora, la impresión fue totalmente opuesta, nos
dimos kuenta de ke el ogar se derumbaba, i as¡ fue semanas más tarde, lo
abandonó la primera esposa i después se dispersaron los ijos. Posteriormente en
San Luis Potosí, enkontró a una joben bondadosa ke le tubo simpatía y aseptó
kasarse kon él: por eso kreó una segunda familia, ke abnegadamente soportó
más ke la primera i no yegó a abandonarlo.
Ké ubo primero en Abila Sanhes, el desarreglo mental o el alkoolismo? No lo
sabemos, pero ambos, kombinados, fueron la ruina de su bida y la kausa de su
muerte. Un enfermo en sus últimos años, lo abíamos desausiado sabiendo ke era
un suisida kaminando rápidamente asia su inebitable fin. El fatalismo se impone
kuando obserba uno a personas tan klaramente dirijidas asia un serkano y trájico
okaso.
El desaparesido kreía en la bida futura. Si lo konfirmó, ke aye en eya la
felisidad ke, aunke kon distintas karakterísticas, anelamos todos los umanos.
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«Cuando estaba yo en mi causa primera, no tenía a Dios...; me quería a mí
mismo y no quería nada más; era lo que quería, y quería lo que era, y estaba libre
de Dios y de todas las cosas... Por eso suplicamos a Dios que nos libre de Dios, y
que concibamos la verdad y gocemos eternamente de ella, allí donde los ángeles
supremos, la mosca y el alma son semejantes, allí donde yo estaba y donde
quería eso que era y era eso que quería...»
Meister Eckhardt, sermón Beati pauperes spiritu
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Morelliana
¿Qué es en el fondo esa historia de encontrar un reino milenario, un edén, un
otro mundo? Todo lo que se escribe en estos tiempos y que vale la pena leer está
orientado hacia la nostalgia. Complejo de la Arcadia, retorno al gran útero, back
to Adam, le bon sauvage (y van...), Paraíso perdido, perdido por buscarte, yo, sin luz
para siempre... Y dale con las islas (cf. Musil) o con los gurús (si se tiene plata para
el avión París-Bombay) o simplemente agarrando una tacita de café y mirándola
por todos lados, no ya como una taza sino como un testimonio de la inmensa
burrada en que estamos metidos todos, creer que ese objeto es nada más que una
tacita de café cuando el más idiota de los periodistas encargados de resumirnos
los quanta, Planck y Heisenberg, se mata explicándonos a tres columnas que
todo vibra y tiembla y está como un gato a la espera de dar el enorme salto de
hidrógeno, o de cobalto que nos va a dejar a todos con las patas para arriba.
Grosero modo de expresarse, realmente.
La tacita de café es blanca, el buen salvaje es marrón, Planck era un alemán
formidable. Detrás de todo eso (siempre es detrás, hay que convencerse de que es
la idea clave del pensamiento moderno) el Paraíso, el otro mundo, la inocencia
hollada que oscuramente se busca llorando, la tierra de Hurgalyâ. De una
manera u otra todos la buscan, todos quieren abrir la puerta para ir a jugar. Y no
por el Edén, no tanto por el Edén en sí, sino solamente por dejar a la espalda los
aviones a chorro, la cara de Nikita o de Dwight o de Charles o de Francisco, el
despertar a campanilla, el ajustarse a termómetro y ventosa, la jubilación a
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415
patadas en el culo (cuarenta años de fruncir el traste para que duela menos, pero
lo mismo duele, lo mismo la punta del zapato entra cada vez un poco más, a
cada patada desfonda un momentito más el pobre culo del cajero o del
subteniente o del profesor de literatura o de la enfermera), y decíamos que el
homo sapiens no busca la puerta para entrar en el reino milenario (aunque no
estaría nada mal, nada mal realmente) sino solamente para poder cerrarla a su
espalda y menear el culo como un perro contento sabiendo que el zapato de la
puta vida se quedó atrás, reventándose contra la puerta cerrada, y que se puede
ir aflojando con un suspiro el pobre botón del culo, enderezarse y empezar a
caminar entre las florcitas del jardín y sentarse a mirar una nube nada más que
cinco mil años, o veinte mil si es posible y si nadie se enoja y si hay una chance
de quedarse en el jardín mirando las florcitas.
De cuando en cuando entre la legión de los que andan con el culo a cuatro
manos hay alguno que no solamente quisiera cerrar la puerta para protegerse de
las patadas de las tres dimensiones tradicionales, sin contar las que vienen de las
categorías del entendimiento, del más que podrido principio de razón suficiente
y otras pajolerías infinitas, sino que además estos sujetos creen con otros locos
que no estamos en el mundo, que nuestros gigantes padres nos han metido en un
corso a contramano del que habrá que salir si no se quiere acabar en una estatua
ecuestre o convertido en abuelo ejemplar, y que nada está perdido si se tiene por
fin el valor de proclamar que todo está perdido y que hay que empezar de
nuevo, como los famosos obreros que en 1907 se dieron cuenta una mañana de
agosto de que el túnel del Monte Brasco estaba mal enfilado y que acabarían
saliendo a más de quince metros del túnel que excavaban los obreros yugoslavos
viniendo de Dublivna. ¿Qué hicieron los famosos obreros? Los famosos obreros
dejaron como estaba su túnel, salieron a la superficie, y después de varios días y
noches de deliberación en diversas cantinas del Piemonte, empezaron a excavar
por su cuenta y riesgo en otra parte del Brasco, y siguieron adelante sin
preocuparse de los obreros yugoslavos, llegando después de cuatro meses y
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416
cinco días a la parte sur de Dublivna, con no poca sorpresa de un maestro de
escuela jubilado que los vio aparecer a la altura del cuarto de baño de su casa.
Ejemplo loable que hubieran debido seguir los obreros de Dublivna (aunque
preciso es reconocer que los famosos obreros no les habían comunicado sus
intenciones) en vez de obstinarse en empalmar con un túnel inexistente como es
el caso de tantos poetas asomados con más de medio cuerpo a la ventana de la
sala de estar, a altas horas de la noche.
Y así uno puede reírse, y creer que no está hablando en serio, pero sí se está
hablando en serio, la risa ella sola ha cavado más túneles útiles que todas las
lágrimas de la tierra, aunque mal les sepa a los cogotudos empecinados en creer
que Melpómene es más fecunda que Queen Mab. De una vez por todas sería
bueno ponernos de desacuerdo en esta materia. Hay quizá una salida, pero esa
salida debería ser una entrada. Hay quizá un reino milenario, pero no es
escapando de una carga enemiga que se toma por asalto una fortaleza. Hasta
ahora este siglo se escapa de montones de cosas, busca las puertas y a veces las
desfonda. Lo que ocurre después no se sabe, algunos habrán alcanzado a ver y
han perecido, borrados instantáneamente por el gran olvido negro, otros se han
conformado con el escape chico, la casita en las afueras, la especialización
literaria o científica, el turismo. Se planifican los escapes, se los tecnologiza, se los
arma con el Modulor o con la Regla de Nylon. Hay imbéciles que siguen
creyendo que la borrachera puede ser un método, o la mescalina o la
homosexualidad, cualquier cosa magnífica o inane en sí pero estúpidamente
exaltada a sistema, a llave del reino. Puede ser que haya otro mundo dentro de
éste, pero no lo encontraremos recortando su silueta en el tumulto fabuloso de
los días y las vidas, no lo encontraremos ni en la atrofia ni en la hipertrofia. Ese
mundo no existe, hay que crearlo como el fénix. Ese mundo existe en éste, pero
como el agua existe en el oxígeno y el hidrógeno, o como en las páginas 78, 457,
3, 271, 688, 75 y 456 del diccionario de la Academia Española está lo necesario
para escribir un cierto endecasílabo de Garcilaso. Digamos que el mundo es una
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figura, hay que leerla. Por leerla entendamos generarla. ¿A quién le importa un
diccionario por el diccionario mismo? Si de delicadas alquimias, osmosis y
mezclas de simples surge por fin Beatriz a orillas del río, ¿cómo no sospechar
maravilladamente lo que a su vez podría nacer de ella? Qué inútil tarea la del
hombre, peluquero de sí mismo, repitiendo hasta la náusea el recorte quincenal,
tendiendo la misma mesa, rehaciendo la misma cosa, comprando el mismo
diario, aplicando los mismos principios a las mismas coyunturas. Puede ser que
haya un reino milenario, pero si alguna vez llegamos a él, si somos él, ya no se
llamará así. Hasta no quitarle al tiempo su látigo de historia, hasta no acabar con
la hinchazón de tantos hasta, seguiremos tomando la belleza por un fin, la paz
por un desiderátum, siempre de este lado de la puerta donde en realidad no
siempre se está mal, donde mucha gente encuentra una vida satisfactoria,
perfumes agradables, buenos sueldos, literatura de alta calidad, sonido
estereofónico, y por qué entonces inquietarse si probablemente el mundo es
finito, la historia se acerca al punto óptimo, la raza humana sale de la edad media
para ingresar en la era cibernética. Tout va très bien, madame la Marquise, tout
va très bien, tout va très bien.
Por lo demás hay que ser imbécil, hay que ser poeta, hay que estar en la luna
de Valencia para perder más de cinco minutos con estas nostalgias perfectamente
liquidables a corto plazo. Cada reunión de gerentes internacionales, de hombresde-
ciencia, cada nuevo satélite artificial, hormona o reactor atómico aplastan un
poco más estas falaces esperanzas. El reino será de material plástico, es un hecho.
Y no que el mundo haya de convertirse en una pesadilla orwelliana o huxleyana;
será mucho peor, será un mundo delicioso, a la medida de sus habitantes, sin
ningún mosquito, sin ningún analfabeto, con gallinas de enorme tamaño y
probablemente dieciocho patas, exquisitas todas ellas, con cuartos de baño
telecomandados, agua de distintos colores según el día de la semana, una
delicada atención del servicio nacional de higiene,
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con televisión en cada cuarto, por ejemplo grandes paisajes tropicales para los
habitantes del Reijavik, vistas de igloos para los de La Habana, compensaciones
sutiles que conformarán todas las rebeldías,
etcétera.
Es decir un mundo satisfactorio para gentes razonables. ¿Y quedará en él
alguien, uno solo, que no sea razonable?
En algún rincón, un vestigio del reino olvidado. En alguna muerte violenta, el
castigo por haberse acordado del reino. En alguna risa, en alguna lágrima, la
sobrevivencia del reino. En el fondo no parece que el hombre acabe por matar al
hombre. Se le va a escapar, le va a agarrar el timón de la máquina electrónica, del
cohete sideral, le va a hacer una zancadilla y después que le echen un galgo. Se
puede matar todo menos la nostalgia del reino, la llevamos en el color de los
ojos, en cada amor, en todo lo que profundamente atormenta y desata y engaña.
Wishful thinking, quizá, pero ésa es otra definición posible del bípedo implume.
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—Hiciste bien en venir a casa, amor, si estabas tan cansado.
—There’s not a place like home —dijo Oliveira.
—Tomá otro matecito, está recién cebado.
—Con los ojos cerrados parece todavía más amargo, es una maravilla. Si me
dejaras dormir un rato mientras leés alguna revista.
—Sí, querido —dijo Gekrepten secándose las lágrimas y buscando Idilio por
pura obediencia, aunque hubiera sido incapaz de leer nada.
—Gekrepten.
—Sí, amor.
—No te preocupes por esto, vieja.
—Claro que no, monono. Esperá que te pongo otra compresa fría.
—Dentro de un rato me levanto y nos vamos a dar una vuelta por Almagro. A
lo mejor dan alguna musical en colores.
—Mañana, amor, ahora mejor descansá. Viniste con una cara...
—Es la profesión, qué le vas a hacer. No te tenés que preocupar. Oí cómo
canta Cien Pesos ahí abajo.
—Le estarán cambiando la sepia, animalito de Dios —dijo Gekrepten—. Es
más agradecido...
—Agradecido —repitió Oliveira—. Mirá que agradecerle al que lo tiene
enjaulado.
—Los animales no se dan cuenta.
—Los animales —repitió Oliveira.
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Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al
anochecer por la rue de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los
parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los
vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que
prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las
sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente
hasta calcinarnos. Entonces es mejor pactar como los gatos y los musgos, trabar
amistad inmediata con las porteras de roncas voces, con las criaturas pálidas y
sufrientes que acechan en las ventanas jugando con una rama seca. Ardiendo así
sin tregua, soportando la quemadura central que avanza como la madurez
paulatina en el fruto, ser el pulso de una hoguera en esta maraña de piedra
interminable, caminar por las noches de nuestra vida con la obediencia de la
sangre en su circuito ciego.
Cuántas veces me pregunto si esto no es más que escritura, en un tiempo en
que corremos al engaño entre ecuaciones infalibles y máquinas de conformismos.
Pero preguntarse si sabremos encontrar el otro lado de la costumbre o si más
vale dejarse llevar por su alegre cibernética, ¿no será otra vez literatura?
Rebelión, conformismo, angustia, alimentos terrestres, todas las dicotomías: el
Yin y el Yang, la contemplación o la Tatigkeit, avena arrollada o perdices
faisandées, Lascaux o Mathieu, qué hamaca de palabras, qué dialéctica de bolsillo
con tormentas en piyama y cataclismos de living room. El solo hecho de
interrogarse sobre la posible elección vicia y enturbia lo elegible. Que sí, que no,
que en ésta está... Parecería que una elección no puede ser dialéctica, que su
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planteo la empobrece, es decir la falsea, es decir la transforma en otra cosa. Entre
el Yin y el Yang, ¿cuántos eones? Del sí al no, ¿cuántos quizá? Todo es escritura,
es decir fábula. ¿Pero de qué nos sirve la verdad que tranquiliza al propietario
honesto? Nuestra verdad posible tiene que ser invención, es decir escritura,
literatura, pintura, escultura, agricultura, piscicultura, todas las turas de este
mundo. Los valores, turas, la santidad, una tura, la sociedad, una tura, el amor,
pura tura, la belleza, tura de turas. En uno de sus libros Morelli habla del
napolitano que se pasó años sentado a la puerta de su casa mirando un tornillo
en el suelo. Por la noche lo juntaba y lo ponía debajo del colchón. El tornillo fue
primero risa, tomada de pelo, irritación comunal, junta de vecinos, signo de
violación de los deberes cívicos, finalmente encogimiento de hombros, la paz, el
tornillo fue la paz, nadie podía pasar por la calle sin mirar de reojo el tornillo y
sentir que era la paz. El tipo murió de un síncope, y el tornillo desapareció
apenas acudieron los vecinos. Uno de ellos lo guarda, quizá lo saca en secreto y
lo mira, vuelve a guardarlo y se va a la fábrica sintiendo algo que no comprende,
una oscura reprobación. Sólo se calma cuando saca el tornillo y lo mira, se queda
mirándolo hasta que oye pasos y tiene que guardarlo presuroso. Morelli pensaba
que el tornillo debía ser otra cosa, un dios o algo así. Solución demasiado fácil.
Quizá el error estuviera en aceptar que ese objeto era un tornillo por el hecho de
que tenía la forma de un tornillo. Picasso toma un auto de juguete y lo convierte
en el mentón de un cinocéfalo. A lo mejor el napolitano era un idiota pero
también pudo ser el inventor de un mundo. Del tornillo a un ojo, de un ojo a una
estrella... ¿Por qué entregarse a la Gran Costumbre? Se puede elegir la tura, la
invención, es decir el tornillo o el auto de juguete. Así es cómo París nos destruye
despacio, deliciosamente, triturándonos entre flores viejas y manteles de papel
con manchas de vino, con su fuego sin color que corre al anochecer saliendo de
los portales carcomidos. Nos arde un fuego inventado, una incandescente tura,
un artilugio de la raza, una ciudad que es el Gran Tornillo, la horrible aguja con
su ojo nocturno por donde corre el hilo del Sena, máquina de torturas como
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puntillas, agonía en una jaula atestada de golondrinas enfurecidas. Ardemos en
nuestra obra, fabuloso honor mortal, alto desafío del fénix. Nadie nos curará del
fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette.
Incurables, perfectamente incurables, elegimos por tura el Gran Tornillo, nos
inclinamos sobre él, entramos en él, volvemos a inventarlo cada día, a cada
mancha de vino en el mantel, a cada beso del moho en las madrugadas de la
Cour de Rohan, inventamos nuestro incendio, ardemos de dentro afuera, quizá
eso sea la elección, quizá las palabras envuelvan esto como la servilleta el pan y
dentro esté la fragancia, la harina esponjándose, el sí sin el no, o el no sin el sí, el
día sin Manes, sin Ormuz o Arimán, de una vez por todas y en paz y basta.
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El inconformista visto por Morelli, en una nota sujeta con un alfiler de gancho
a una cuenta de lavandería: «Aceptación del guijarro y de Beta del Centauro, de
lo puro-por-anodino a lo puro-por-desmesura. Este hombre se mueve en las
frecuencias más bajas y las más altas, desdeñando deliberadamente las
intermedias, es decir la zona corriente de la aglomeración espiritual humana.
Incapaz de liquidar la circunstancia, trata de darle la espalda; inepto para
sumarse a quienes luchan por liquidarla, pues cree que esa liquidación será una
mera sustitución por otra igualmente parcial e intolerable, se aleja encogiéndose
de hombros. Para sus amigos, el hecho de que encuentre su contento en lo nimio,
en lo pueril, en un pedazo de piolín o en un solo de Stan Getz, indica un
lamentable empobrecimiento; no saben que también está el otro extremo, los
arrimos a una suma que se rehúsa y se va ahilando y escondiendo, pero que la
cacería no tiene fin y que no acabará ni siquiera con la muerte de ese hombre,
porque su muerte no será la muerte de la zona intermedia, de las frecuencias que
se escuchan con los oídos que escuchan la marcha fúnebre de Sigfrido.»
Quizá para corregir el tono exaltado de esa nota, un papel amarillo
garabateado con lápiz: «Guijarro y estrella: imágenes absurdas. Pero el comercio
íntimo con los cantos rodados acerca a veces a un pasaje; entre la mano y el
guijarro vibra un acorde fuera del tiempo. Fulgurante... (palabra ilegible)... de
que también eso es Beta del Centauro; los nombres y las magnitudes ceden, se
disuelven, dejan de ser lo que la ciencia pretende que sean. Y así se está en algo
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que puramente es (¿qué?, ¿qué?): una mano que tiembla envolviendo una piedra
trasparente que también tiembla.» (Más abajo, con tinta: «No se trata de
panteísmo, ilusión deliciosa, caída hacia arriba en un cielo incendiado al borde
del mar.»)
En otra parte, esta aclaración: «Hablar de frecuencias bajas y altas es ceder
una vez más a los idola fori y al lenguaje científico, ilusión de Occidente. Para mi
inconformista, fabricar alegremente un barrilete y remontarlo para alegría de los
chicos presentes no representa una ocupación menor (bajo con respecto a alto,
poco con respecto a mucho, etc.), sino una coincidencia con elementos puros, y
de ahí una momentánea armonía, una satisfacción que lo ayuda a sobrellevar el
resto. De la misma manera los momentos de extrañamiento, de enajenación
dichosa que lo precipitan a brevísimos tactos de algo que podría ser su paraíso,
no representan para él una experiencia más alta que el hecho de fabricar el
barrilete; es como un fin, pero no por encima o más allá. Y tampoco es un fin
entendido temporalmente, una accesión en la que culmina un proceso de
despojamiento enriquecedor; le puede ocurrir sentado en el WC, y sobre todo le
ocurre entre muslos de mujeres, entre nubes de humo y a la mitad de lecturas
habitualmente poco cotizadas por los cultos rotograbados del domingo.»
»En un plano de hechos cotidianos, la actitud de mi inconformista se traduce
por su rechazo de todo lo que huele a idea recibida, a tradición, a estructura
gregaria basada en el miedo y en las ventajas falsamente recíprocas. Podría ser
Robinson sin mayor esfuerzo. No es misántropo, pero sólo acepta de hombres y
mujeres la parte que no ha sido plastificada por la superestructura social; él
mismo tiene medio cuerpo metido en el molde y lo sabe, pero ese saber es activo
y no la resignación del que marca el paso. Con su mano libre se abofetea la cara
la mayor parte del día, y en los momentos libres abofetea la de los demás, que se
lo retribuyen por triplicado. Ocupa así su tiempo con líos monstruosos que
abarcan amantes, amigos, acreedores y funcionarios, y en los pocos ratos que le
quedan libres hace de su libertad un uso que asombra a los demás y que acaba
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siempre en pequeñas catástrofes irrisorias, a la medida de él y de sus ambiciones
realizables; otra libertad más secreta y evasiva lo trabaja, pero solamente él (y eso
apenas) podría dar cuenta de sus juegos.»
(-6)
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75
Había sido tan hermoso, en viejos tiempos, sentirse instalado en un estilo imperial de
vida que autorizaba los sonetos, el diálogo con los astros, las meditaciones en las noches
bonaerenses, la serenidad goethiana en la tertulia del Colón o en las conferencias de los
maestros extranjeros. Todavía lo rodeaba un mundo que vivía así, que se quería así,
deliberadamente hermoso y atildado, arquitectónico. Para sentir la distancia que lo
aislaba ahora de ese columbario, Oliveira no tenía más que remedar, con una sonrisa
agria, las decantadas frases y los ritmos lujosos del ayer, los modos áulicos de decir y de
callar. En Buenos Aires, capital del miedo, volvía a sentirse rodeado por ese discreto
allanamiento de aristas que se da en llamar buen sentido y, por encima, esa afirmación de
suficiencia que engolaba las voces de los jóvenes y los viejos, su aceptación de lo
inmediato como lo verdadero, de lo vicario como lo, como lo, como lo (delante del
espejo, con el tubo de dentífrico en el puño cerrándose, Oliveira una vez más se
soltaba la risa en la cara y en vez de meterse el cepillo en la boca lo acercaba a su
imagen y minuciosamente le untaba la falsa boca de pasta rosa, le dibujaba un
corazón en plena boca, manos, pies, letras, obscenidades, corría por el espejo con
el cepillo y a golpe de tubo, torciéndose de risa hasta que Gekrepten entraba
desolada con una esponja, etcétera).
(-43)
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76
Lo de Pola fueron las manos, como siempre. Hay el atardecer, hay el
cansancio de haber perdido el tiempo en los cafés, leyendo diarios que son
siempre el mismo diario, hay como una tapa de cerveza apretando suavemente a
la altura del estómago. Se está disponible para cualquier cosa, se podría caer en
las peores trampas de la inercia y el abandono, y de golpe una mujer abre el
bolso para pagar un café crème, los dedos juegan un instante con el cierre
siempre imperfecto del bolso. Se tiene la impresión de que el cierre defiende el
ingreso a una casa zodiacal, que cuando los dedos de esa mujer encuentren la
manera de deslizar el fino vástago dorado y que con una media vuelta
imperceptible se suelte la traba, una irrupción va a deslumbrar a los
parroquianos embebidos en pernod y Vuelta de Francia, o mejor se los va a
tragar, un embudo de terciopelo violeta arrancará al mundo de su quicio, a todo
el Luxembourg, la rue Soufflot, la rue Gay-Lussac, el café Capoulade, la Fontaine
de Médicis, la rue Monsieur-le-Prince, va a sumirlo todo en un gorgoteo final que
no dejará más que una mesa vacía, el bolso abierto, los dedos de la mujer que
sacan una moneda de cien francos y la alcanzan al Père Ragon, mientras
naturalmente Horacio Oliveira, vistoso sobreviviente de la catástrofe, se prepara
a decir lo que se dice en ocasión de los grandes cataclismos.
—Oh, usted sabe —contestó Pola—. El miedo no es mi fuerte.
Dijo: Oh, vous savez, un poco como debió hablar la esfinge antes de plantear el
enigma, excusándose casi, rehusando un prestigio que sabía grande. Habló como
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las mujeres de tantas novelas en las que el novelista no quiere perder tiempo y
pone lo mejor de la descripción en los diálogos, uniendo así lo útil a lo agradable.
—Cuando yo digo miedo —observó Oliveira, sentado en la misma banqueta
de peluche rojo, a la izquierda de la esfinge— pienso sobre todo en los reversos.
Usted movía esa mano como si estuviera tocando un límite, y después de eso
empezaba un mundo a contrapelo en el que por ejemplo yo podía ser su bolso y
usted el Père Ragon.
Esperaba que Pola se riera y que las cosas renunciaran a ser tan sofisticadas,
pero Pola (después supo que se llamaba Pola) no encontró demasiado absurda la
posibilidad. Al sonreír mostraba unos dientes pequeños y muy regulares contra
los que se aplastaban un poco los labios pintados de un naranja intenso, pero
Oliveira estaba todavía en las manos, como siempre le atraían las manos de las
mujeres, sentía la necesidad de tocarlas, de pasear sus dedos por cada falange,
explorar con un movimiento como de kinesiólogo japonés la ruta imperceptible
de las venas, enterarse de la condición de las uñas, sospechar quirománticamente
líneas nefastas y montes propicios, oír el fragor de la luna apoyando contra su
oreja la palma de una pequeña mano un poco húmeda por el amor o por una
taza de té.
(-101)
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—Comprenderá que después de esto...
—Res, non verba —dijo Oliveira—. Son ocho días a unos setenta pesos
diarios, ocho por setenta, quinientos sesenta, digamos quinientos cincuenta y con
los otros diez les paga una cola-cola a los enfermos.
—Me hará el favor de retirar inmediatamente sus efectos personales.
—Sí, entre hoy y mañana; más bien mañana que hoy.
—Aquí está el dinero. Firme el recibo, por favor.
—Por favor no. Se lo firmo nomás. Ecco.
—Mi esposa está tan disgustada —dijo Ferraguto, dándole la espalda y
removiendo el cigarro entre los dientes.
—Es la sensibilidad femenina, la menopausia, esas cosas.
—Es la dignidad, señor.
—Exactamente lo que yo estaba pensando. Hablando de dignidad, gracias por
el conchabo en el circo. Era divertido y había poco que hacer.
—Mi esposa no alcanza a comprender —dijo Ferraguto, pero Oliveira ya
estaba en la puerta. Uno de los dos abrió los ojos, o los cerró. La puerta tenía
también algo de ojo que se abría o se cerraba. Ferraguto encendió de nuevo el
cigarro y se metió las manos en los bolsillos. Pensaba en lo que iba a decirle a ese
exaltado inconsciente apenas se presentara. Oliveira se dejó poner la compresa
en la frente (o sea que era él quien cerraba los ojos) y pensó en lo que iba a decirle
Ferraguto cuando lo mandara llamar.
(-131)
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La intimidad de los Traveler. Cuando me despido de ellos en el zaguán o en el
café de la esquina, de golpe es como un deseo de quedarme cerca, viéndolos
vivir, voyeur sin apetitos, amistoso, un poco triste. Intimidad, qué palabra, ahí
nomás dan ganas de meterle la hache fatídica. Pero qué otra palabra podría
intimar (en primera acepción) la piel misma del conocimiento, la razón epitelial
de que Talita, Manolo y yo seamos amigos. La gente se cree amiga porque
coincide algunas horas por semana en un sofá, una película, a veces una cama, o
porque le toca hacer el mismo trabajo en la oficina. De muchacho, en el café,
cuántas veces la ilusión de la identidad con los camaradas nos hizo felices.
Identidad con hombres y mujeres de los que conocíamos apenas una manera de
ser, una forma de entregarse, un perfil. Me acuerdo, con una nitidez fuera del
tiempo, de los cafés porteños en que por unas horas conseguimos librarnos de la
familia y las obligaciones, entramos en un territorio de humo y confianza en
nosotros y en los amigos, accedimos a algo que nos confortaba en lo precario, nos
prometía una especie de inmortalidad. Y ahí, a los veinte años, dijimos nuestra
palabra más lúcida, supimos de nuestros afectos más profundos, fuimos como
dioses del medio litro cristal y del cubano seco. Cielito del café, cielito lindo. La
calle, después, era como una expulsión, siempre, el ángel con la espada flamígera
dirigiendo el tráfico en Corrientes y San Martín. A casa que es tarde, a los
expedientes, a la cama conyugal, al té de tilo para la vieja, al examen de pasado
mañana, a la novia ridícula que lee a Vicki Baum y con la que nos casaremos, no
hay remedio.
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(Extraña mujer, Talita. Da la impresión de andar llevando una vela encendida
en la mano, mostrando un camino. Y eso que es la modestia misma, cosa rara en
una diplomada argentina, aquí donde basta un título de agrimensor para que
cualquiera se la piye en serio. Pensar que atendía una farmacia, es ciclópeo, es
verdaderamente aglutinante. Y se peina de una manera tan bonita.)
Ahora vengo a descubrir que Manolo se llama Manú en la intimidad. A Talita
le parece tan natural eso de llamarle Manú a Manolo, no se da cuenta de que
para sus amigos es un escándalo secreto, una herida que sangra. Pero yo, con qué
derecho... El del hijo pródigo, en todo caso. Dicho sea al pasar, el hijo pródigo va
a tener que buscar trabajo, el último arqueo ha sido verdaderamente
espeleológico. Si acepto los requiebros de la pobre Gekrepten, que haría
cualquier cosa por acostarse conmigo, tendré una pieza asegurada y camisas, etc.
La idea de salir a vender cortes de género es tan idiota como cualquier otra,
cuestión de ensayar, pero lo más divertido sería entrar en el circo con Manolo y
Talita. Entrar en el circo, bella fórmula. En el comienzo fue un circo, y ese poema
de Cummings donde se dice que para la creación el Viejo juntó tanto aire en los
pulmones como una carpa de circo. No se puede decir en español. Sí se puede,
pero habría que decir: juntó una carpa de circo de aire. Aceptaremos la oferta de
Gekrepten, que es una excelente chica, y eso nos permitirá vivir más cerca de
Manolo y Talita, puesto que topográficamente apenas estaremos separados por
dos paredes y una fina rebanada de aire. Con un clandestino al alcance de la
mano, el almacén cerca, la feria ahí nomás. Pensar que Gekrepten me ha esperado.
Es increíble que cosas así les ocurran a otros. Todos los actos heroicos deberían
quedar por lo menos en la familia de uno, y heakí que esa chica se ha estado
informando en casa de los Traveler de mis derrotas ultramarinas, y entre tanto
tejía y destejía el mismo pulóver violeta esperando a su Odiseo y trabajando en
una tienda de la calle Maipú. Sería innoble no aceptar las proposiciones de
Gekrepten, negarse a su infelicidad total. Y de cinismo en cinismo / te vas
volviendo vos mismo. Hodioso Hodiseo.
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No, pero pensándolo francamente, lo más absurdo de estas vidas que
pretendemos vivir es su falso contacto. Orbitas aisladas, de cuando en cuando
dos manos que se estrechan, una charla de cinco minutos, un día en las carreras,
una noche en la ópera, un velorio donde todos se sienten un poco más unidos (y
es cierto, pero se acaba a la hora de la soldadura). Y al mismo tiempo uno vive
convencido de que los amigos están ahí, de que el contacto existe, de que los
acuerdos o los desacuerdos son profundos y duraderos. Cómo nos odiamos
todos, sin saber que el cariño es la forma presente de ese odio, y cómo la razón
del odio profundo es esta excentración, el espacio insalvable entre yo y vos, entre
esto y aquello. Todo cariño es un zarpazo ontológico, che, una tentativa para
apoderarse de lo inapoderable, y a mí me gustaría entrar en la intimidad de los
Traveler so pretexto de conocerlos mejor, de llegar a ser verdaderamente el
amigo, aunque en realidad lo que quiero es apoderarme del maná de Manú, del
duende de Talita, de sus maneras de ver, de sus presentes y sus futuros
diferentes de los míos. ¿Y por qué esa manía de apoderamientos espirituales,
Horacio? ¿Por qué esa nostalgia de anexiones, vos que acabás de romper cables,
de sembrar la confusión y el desánimo (tal vez debí quedarme un poco más en
Montevideo, buscando mejor) en la ilustre capital del espíritu latino? He aquí
que por una parte te has desconectado deliberadamente de un vistoso capítulo
de tu vida, y que ni siquiera te concedés el derecho a pensar en la dulce lengua
que tanto te gustaba chamuyar hace unos meses; y a la vez, oh hidiota
contradictorio, te rompés literalmente para entrar en la hintimidad de los
Traveler, ser los Traveler, hinstalarte en los Traveler, circo hincluido (pero el
Director no va a querer darme trabajo, de modo que habrá que pensar
seriamente en disfrazarse de marinero y venderles cortes de gabardina a las
señoras). Oh pelotudo. A ver si de nuevo sembrás la confusión en las filas, si te
aparecés para estropearles la vida a gentes tranquilas. Aquella vez que me
contaron del tipo que se creía Judas, razón por la cual llevaba una vida de perro
en los mejores círculos sociales de Buenos Aires. No seamos vanidosos.
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Inquisidor cariñoso, a lo sumo, como tan bien me lo dijeron una noche. Vea
señora qué corte. Sesenta y cinco pesos el metro por ser usted. Su ma... su esposo,
perdone, va a estar tan contento cuando vuelva del la... del empleo, perdone. Se
va a subir por las paredes, créamelo, palabra de marinero del Río Belén. Y sí, un
pequeño contrabando para hacerme un sobresueldo, tengo al pibe con
raquitismo, mi mu... mi señora cose para una tienda, hay que ayudar un poco,
usted me interpreta.
(-40)
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79
Nota pedantísima de Morelli: «Intentar el ‘roman comique’ en el sentido en
que un texto alcance a insinuar otros valores y colabore así en esa antropofanía
que seguimos creyendo posible. Parecería que la novela usual malogra la
búsqueda al limitar al lector a su ámbito, más definido cuanto mejor sea el
novelista. Detención forzosa en los diversos grados de lo dramático, psicológico,
trágico, satírico o político. Intentar en cambio un texto que no agarre al lector
pero que lo vuelva obligadamente cómplice al murmurarle, por debajo del
desarrollo convencional, otros rumbos más esotéricos. Escritura demótica para el
lector-hembra (que por lo demás no pasará de las primeras páginas, rudamente
perdido y escandalizado, maldiciendo lo que le costó el libro), con un vago
reverso de escritura hierática.
»Provocar, asumir un texto desaliñado, desanudado, incongruente,
minuciosamente antinovelístico (aunque no antinovelesco). Sin vedarse los
grandes efectos del género cuando la situación lo requiera, pero recordando el
consejo gidiano, ne jamais profiter de l’élan acquis. Como todas las criaturas de
elección del Occidente, la novela se contenta con un orden cerrado.
Resueltamente en contra, buscar también aquí la apertura y para eso cortar de
raíz toda construcción sistemática de caracteres y situaciones. Método: la ironía,
la autocrítica incesante, la incongruencia, la imaginación al servicio de nadie.
»Una tentativa de este orden parte de una repulsa de la literatura; repulsa
parcial puesto que se apoya en la palabra, pero que debe velar en cada operación
que emprendan autor y lector. Así, usar la novela como se usa un revólver para
defender la paz, cambiando su signo. Tomar de la literatura eso que es puente
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vivo de hombre a hombre, y que el tratado o el ensayo sólo permite entre
especialistas. Una narrativa que no sea pretexto para la transmisión de un
‘mensaje’ (no hay mensaje, hay mensajeros y eso es el mensaje, así como el amor
es el que ama); una narrativa que actúe como coagulante de vivencias, como
catalizadora de nociones confusas y mal entendidas, y que incida en primer
término en el que la escribe, para lo cual hay que escribirla como antinovela
porque todo orden cerrado dejará sistemáticamente afuera esos anuncios que
pueden volvernos mensajeros, acercarnos a nuestros propios límites de los que
tan lejos estamos cara a cara.
»Extraña autocreación del autor por su obra. Si de ese magma que es el día, la
sumersión en la existencia, queremos potenciar valores que anuncien por fin la
antropofanía, ¿qué hacer ya con el puro entendimiento, con la altiva razón
razonante? Desde los eleatas hasta la fecha el pensamiento dialéctico ha tenido
tiempo de sobra para darnos sus frutos. Los estamos comiendo, son deliciosos,
hierven de radiactividad. Y al final del banquete, ¿por qué estamos tan tristes,
hermanos de mil novecientos cincuenta y pico?»
Otra nota aparentemente complementaria:
«Situación del lector. En general todo novelista espera de su lector que lo
comprenda, participando de su propia experiencia, o que recoja un determinado
mensaje y lo encarne. El novelista romántico quiere ser comprendido por sí
mismo o a través de sus héroes; el novelista clásico quiere enseñar, dejar una
huella en el camino de la historia.
»Posibilidad tercera: la de hacer del lector un cómplice, un camarada de
camino. Simultaneizarlo, puesto que la lectura abolirá el tiempo del lector y lo
trasladará al del autor. Así el lector podría llegar a ser copartícipe y copadeciente
de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma
forma. Todo ardid estético es inútil para lograrlo: sólo vale la materia en
gestación, la inmediatez vivencias (trasmitida por la palabra, es cierto, pero una
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palabra lo menos estética posible; de ahí la novela ‘cómica’, los anticlímax, la
ironía, otras tantas flechas indicadoras que apuntan hacia lo otro).
»Para ese lector, mon semblable, mon frère, la novela cómica (¿y qué es Ulysses?)
deberá trascurrir como esos sueños en los que al margen de un acaecer trivial
presentimos una carga más grave que no siempre alcanzamos a desentrañar. En
ese sentido la novela cómica debe ser de un pudor ejemplar; no engaña al lector,
no lo monta a caballo sobre cualquier emoción o cualquier intención, sino que le
da algo así como una arcilla significativa, un comienzo de modelado, con huellas
de algo que quizá sea colectivo, humano y no individual. Mejor, le da como una
fachada, con puertas y ventanas detrás de las cuales se está operando un misterio
que el lector cómplice deberá buscar (de ahí la complicidad) y quizá no
encontrará (de ahí el copadecimiento). Lo que el autor de esa novela haya
logrado para sí mismo, se repetirá (agigantándose, quizá, y eso sería maravilloso)
en el lector cómplice. En cuanto al lector-hembra, se quedará con la fachada y ya
se sabe que las hay muy bonitas, muy trompe l’oeil, y que delante de ellas se
pueden seguir representando satisfactoriamente las comedias y las tragedias del
honnête homme. Con lo cual todo el mundo sale contento, y a los que protesten
que los agarre el beriberi.»
(-22)
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Cuando acabo de cortarme las uñas o lavarme la cabeza, o simplemente ahora
que, mientras escribo, oigo un gorgoteo en mi estómago, me vuelve la sensación
de que mi cuerpo se ha quedado atrás de mí (no reincido en dualismos pero
distingo entre yo y mis uñas) y que el cuerpo empieza a andarnos mal, que nos
falta o nos sobra (depende).
De otro modo: nos mereceríamos ya una máquina mejor. El psicoanálisis
muestra cómo la contemplación del cuerpo crea complejos tempranos. (Y Sartre,
que en el hecho de que la mujer esté «agujereada» ve implicaciones existenciales
que comprometen toda su vida.) Duele pensar que vamos delante de este cuerpo,
pero que la delantera es ya error y rémora y probable inutilidad, porque estas
uñas, este ombligo, quiero decir otra cosa, casi inasible: que el «alma» (mi yo-nouñas)
es el alma de un cuerpo que no existe. El alma empujó quizá al hombre en
su evolución corporal, pero está cansada de tironear y sigue sola adelante.
Apenas da dos pasos se rompe el alma ay porque su verdadero cuerpo no existe
y la deja caer plaf.
La pobre se vuelve a casa, etc., pero esto no es lo que yo En fin.
Larga charla con Traveler sobre la locura. Hablando de los sueños, nos dimos
cuenta casi al mismo tiempo que ciertas estructuras soñadas serían formas
corrientes de locura a poco que continuaran en la vigilia. Soñando nos es dado
ejercitar gratis nuestra aptitud para la locura. Sospechamos al mismo tiempo que
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toda locura es un sueño que se fija. Sabiduría del pueblo: «Es un pobre loco, un
soñador...»
(-46)
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Lo propio del sofista, según Aristófanes, es inventar razones nuevas.
Procuremos inventar pasiones nuevas, o reproducir las viejas con pareja
intensidad.
Analizo una vez más esta conclusión, de raíz pascaliana: la verdadera creencia
está entre la superstición y el libertinaje.
José Lezama Lima, Tratados en La Habana.
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Morelliana.
¿Por qué escribo esto? No tengo ideas claras, ni siquiera tengo ideas. Hay
jirones, impulsos, bloques, y todo busca una forma, entonces entra en juego el
ritmo y yo escribo dentro de ese ritmo, escribo por él, movido por él y no por eso
que llaman el pensamiento y que hace la prosa, literaria u otra. Hay primero una
situación confusa, que sólo puede definirse en la palabra; de esa penumbra parto,
y si lo que quiero decir (si lo que quiere decirse) tiene suficiente fuerza,
inmediatamente se inicia el swing, un balanceo rítmico que me saca a la
superficie, lo ilumina todo, conjuga esa materia confusa y el que la padece en una
tercera instancia clara y como fatal: la frase, el párrafo, la página, el capítulo, el
libro. Ese balanceo, ese swing en el que se va informando la materia confusa, es
para mí la única certidumbre de su necesidad, porque apenas cesa comprendo
que no tengo ya nada que decir. Y también es la única recompensa de mi trabajo:
sentir que lo que he escrito es como un lomo de gato bajo la caricia, con chispas y
un arquearse cadencioso. Así por la escritura bajo al volcán, me acerco a las
Madres, me conecto con el Centro —sea lo que sea. Escribir es dibujar mi
mandala y a la vez recorrerlo, inventar la purificación purificándose; tarea de
pobre shamán blanco con calzoncillos de nylon.
(-99)
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La invención del alma por el hombre se insinúa cada vez que surge el
sentimiento del cuerpo como parásito, como gusano adherido al yo. Basta
sentirse vivir (y no solamente vivir como aceptación, como cosa-que-está-bienque-
ocurra) para que aun lo más próximo y querido del cuerpo, por ejemplo la
mano derecha, sea de pronto un objeto que participa repugnantemente de la
doble condición de no ser yo y de estarme adherido.
Trago la sopa. Después, en medio de una lectura, pienso: «La sopa está en mí,
la tengo en esa bolsa que no veré jamás, mi estómago.» Palpo con dos dedos y
siento el bulto, el removerse de la comida ahí dentro. Y yo soy eso, un saco con
comida adentro.
Entonces nace el alma: «No, yo no soy eso.»
Ahora que (seamos honestos por una vez)
sí, yo soy eso. Con una escapatoria muy bonita para uso de delicados: «Yo soy
también eso.» O un escaloncito más: «Yo soy en eso.»
Leo The Wawes, esa puntilla cineraria, fábula de espumas. A treinta
centímetros por debajo de mis ojos, una sopa se mueve lentamente en mi bolsa
estomacal, un pelo crece en mi muslo, un quiste sebáceo surge imperceptible en
mi espalda.
Al final de lo que Balzac hubiese llamado una orgía, cierto individuo nada
metafísico me dijo, creyendo hacer un chiste, que defecar le causaba una
impresión de irrealidad. Me acuerdo de sus palabras: «Te levantás, te das vuelta
y mirás, y entonces decís: ¿Pero esto lo hice yo?»
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(Como el verso de Lorca: «Sin remedio, hijo mío, ¡vomita! No hay remedio.» Y
creo que también Swift, loco: «Pero, Celia, Celia, Celia defeca.»)
Sobre el dolor físico como aguijón metafísico abunda la escritura. A mí todo
dolor me ataca con arma doble: hace sentir como nunca el divorcio entre mi yo y
mi cuerpo, me lo pone como dolor. Lo siento más mío que el placer o la mera
cenestesia. Es realmente un lazo. Si supiera dibujar mostraría alegóricamente el
dolor ahuyentando al alma del cuerpo, pero a la vez daría la impresión de que
todo es falso: meros modos de un complejo cuya unidad está en no tenerla.
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Vagando por el Quai de Célestins piso unas hojas secas y cuando levanto una
y la miro bien la veo llena de polvo de oro viejo, con por debajo unas tierras
profundas como el perfume musgoso que se me pega en la mando. Por todo eso
traigo las hojas a mi pieza y las sujeto en la pantalla de una lámpara. Viene
Ossip, se queda dos horas y ni siquiera mira la lámpara. Al otro día aparece
Etienne, y todavía con la boina en la mano, Dis donc, c’est épatant, ça!, y levanta la
lámpara, estudias las hojas, se entusiasma, Durero, las nervaduras, etcétera.
Una misma situación, dos versiones... me quedo pensando en todas las hojas
que no veré yo, el juntador de hojas secas, en tanta cosas que habrá en el aire y
que no ven estos ojos, pobres murciélagos de novelas y cines y flores disecadas.
Por todos lados habrá lámparas, habrá hojas que no veré.
Y así, de feuille en aiguille, pienso en esos estados excepcionales en que por un
instante se adivinan las hojas y las lámparas invisibles, se las siente en un aire
que está fuera del espacio. Es muy simple, toda exaltación o depresión me
empuja a un estado propicio a
lo llamaré paravisiones
es decir (lo malo es eso, decirlo)
una aptitud instantánea para salirme, para de pronto desde fuera
aprehenderme, o de dentro pero en otro plano,
como si fuera alguien que me está mirando
VIVE PARA VIVIR A VIDA. VIVE VIVINDO, DÍA A DÍA. FAI DA TÚA VIDA UN INTRE DE LEDICIA INTENSA. SÉ TI MESMO, SEMPRE. OBSERVA, VIVE OBSERVANDO. SE TES QUE XULGAR FAÍNO, MAIS NON PREXULGUES E XAMÁIS CONDENES A NINGUÉN. SE CONDENARAS O QUE NA FRONTES TES, TI TE CONDENARÍAS A TI MESMO. FAI USO DOS TEUS DEREITOS, SEMPRE. O MAIOR DEREITO QUE CHE CORRESPONDE É O DE SER LIBRE. CREE FIRMEMANTE NA LIBERTADE PERSOAL E FAI USO DAS FERRAMENTES QUE CHE FAN CONVIVIR CÓ RESTO DA SOCIEDADE.
domingo, 30 de noviembre de 2008
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