domingo, 30 de noviembre de 2008

JULIO CORTAZAR--RAYUELA--TERCERA PARTE--

LIBERDADE con AMOR e FORTALEZA CONSTANTE


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Vagando por el Quai de Célestins piso unas hojas secas y cuando levanto una
y la miro bien la veo llena de polvo de oro viejo, con por debajo unas tierras
profundas como el perfume musgoso que se me pega en la mando. Por todo eso
traigo las hojas a mi pieza y las sujeto en la pantalla de una lámpara. Viene
Ossip, se queda dos horas y ni siquiera mira la lámpara. Al otro día aparece
Etienne, y todavía con la boina en la mano, Dis donc, c’est épatant, ça!, y levanta la
lámpara, estudias las hojas, se entusiasma, Durero, las nervaduras, etcétera.
Una misma situación, dos versiones... me quedo pensando en todas las hojas
que no veré yo, el juntador de hojas secas, en tanta cosas que habrá en el aire y
que no ven estos ojos, pobres murciélagos de novelas y cines y flores disecadas.
Por todos lados habrá lámparas, habrá hojas que no veré.
Y así, de feuille en aiguille, pienso en esos estados excepcionales en que por un
instante se adivinan las hojas y las lámparas invisibles, se las siente en un aire
que está fuera del espacio. Es muy simple, toda exaltación o depresión me
empuja a un estado propicio a
lo llamaré paravisiones
es decir (lo malo es eso, decirlo)
una aptitud instantánea para salirme, para de pronto desde fuera
aprehenderme, o de dentro pero en otro plano,
como si fuera alguien que me está mirando


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(mejor todavía —porque en realidad, no me veo— : como alguien que me está
viviendo).
No dura nada, dos pasos a la calle, el tiempo de respirar profundamente (a
veces al despertarse dura un poco más, pero entonces es fabuloso)
y en ese instante sé lo que soy porque estoy exactamente sabiendo lo que no soy
(eso que ignoraré luego astutamente). Pero no hay palabras para una materia
palabra y visión pura, como un bloque de evidencia. Imposible objetivar,
precisar ese defectividad que aprehendí en el instante y que era clara ausencia o
claro error o clara insuficencia pero
sin saber de qué, qué
Otra manera de tratar de decirlo: Cuando es eso, ya no estoy mirando hacia el
mundo, de mí a lo otro, sino que por un segundo soy el mundo, el plano de
fuera, lo demás mirándome. Me veo como pueden verme los otros. Es inapreciable:
por eso dura apenas. Mido mi defectividad, advierto todo lo que por ausencia o
defecto no nos vemos nunca. Veo lo que no soy. Por ejemplo (esto lo armo de
vuelta, pero sale de ahí): hay enormes zonas a las que no he llegado nunca, y lo
que no se ha conocido es lo que se es. Ansiedad por echar a correr, entrar en una
casa, en esa tienda, saltar a un tren, devorar todo Jouhandeau, saber alemán,
conocer Aurangabad... Ejemplos localizados y lamentables pero que pueden dar
una idea. (¿una idea?)
Otra manera de querer decirlo: Lo defectivo se siente más como una pobreza
intuitiva que como una mera falta de experiencia. Realmente no me aflige gran
cosa no haber leído Jouhandeau, a lo sumo la melancolía de una vida demasiado
corta para tantas bibliotecas, etc. La falta de experiencia es inevitable, si leo a
Joyce estoy sacrificando automáticamente otro libro y viceversa, etc. La sensación
de falta es más aguda en
Es un poco así: hay líneas de aire a los lados de tu cabeza, de tu mirada,
zonas de detención de tus ojos, tu olfato tu gusto,
es decir que andás con tu límite por fuera


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y más allá de ese límite no podés llegar cuando creés que has aprehendido
plenamente cualquier cosa, la cosa lo mismo que un iceberg tiene un pedacito
por fuera y te lo muestra, y el resto enorme está más allá de tu límite y así es
como se hundió el Titanic. Heste Holiveira siempre con sus hejemplos.
Seamos serios. Ossip no vio las hojas secas en la lámpara simplemente porque
su límite está más acá de lo que significaba esa lámpara. Etienne las vio
perfectamente, pero en cambio su límite no le dejó ver que yo estaba amargo y
sin saber qué hacer por lo de Pola. Ossip se dio inmediatamente cuenta, y me lo
hizo notar. Así vamos todos.
Imagino al hombre como una ameba que tira seudópodos para alcanzar y
envolver su alimento. Hay seudópodos largos y cortos, movimientos, rodeos. Un
día esos se fija (lo que llama la madurez, el hombre hecho y derecho). Por un lado
alcanza lejos, por otro no una lámpara a dos pasos. Y ya no hay nada que hacer,
como dicen los reos, uno es favorito de esto o de aquello. En esa forma el tipo va
viviendo bastante convencido de que no se le escapa nada interesante, hasta que
un instantáneo corrimiento a un costado le muestra por un segundo, sin por
desgracia darle tiempo a saber qué,
le muestra su parcelado ser, sus seudópodos irregulares,
la sospecha de que más allá, donde ahora ve el aire limpio,
o en esta indecisión, en la encrucijada de la opción,
yo mismo, en el resto de la realidad que ignoro
me estoy esperando inútilmente.
(Suite)
Individuos como Goethe no debieron abundar en experiencias de este tipo.
Por aptitud o decisión (el genio es elegirse genial y acertar) están cono los
seudópodos tendidas al máximo en todas direcciones. Abarcan con un diámetro
uniforme, su límite es su piel proyectada espiritualmente a enorme distancia. No


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parece que necesiten desear lo que empieza (o continúa) más allá de su enorme
esfera. Por eso son clásicos, che.
A la ameba a uso nostro lo desconocido se le acerca por todas partes. Puedo
saber mucho o vivir mucho en un sentido dado, pero entonces lo otro se arrima
por el lado de mis carencias y me rasca la cabeza con su uña fría. Lo malo es que
me rasca cuando no me pica, y a la hora de la comezón —cuando quisiera
conocer–-, todo lo que me rodea está tan plantado, tan ubicado, tan completo y
macizo y etiquetado, que llego a creer que soñaba, que estoy bien así, que me
defiendo bastante y que no debo dejarme llevar por la imaginación.
(Última Suite)
Se ha elogiado en exceso a la imaginación. La pobre no puede ir un centímetro
más allá del límite de los seudópodos. Hacia acá: gran variedad y vivacidad.
Pero en el otro espacio, donde sopla el viento cósmico que Rilke sentía pasar
sobre su cara, Dame Imagination no corre. Ho detto.
(-4)


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Las vidas que terminan como los artículos literarios de periódicos y revistas,
tan fastuosos en la primera plana y rematando en una cola desvaída, allá por la
página treinta y dos, entre avisos de remate y tubos de dentífrico.
(-150)


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Los del Club, con dos excepciones, sostenían que era más fácil entender a
Morelli por sus citas que por sus meandros personales. Wong insistió hasta su
partida de Francia (la policía no quiso renovarle la carte de séjour) que no valía la
pena seguir molestándose en champollionizar las rosettas del viejo, una vez
localizadas las dos citas siguientes, ambas de Pauwels y Bergier:
«Quizá haya un lugar en el hombre desde donde pueda percibirse la realidad
entera. Esta hipótesis parece delirante. Auguste Comte declaraba que jamás se
conocería la composición química de una estrella. Al año siguiente, Bunsen
inventaba el espectroscopio.
. . . . . . . . . . . . . .
«El lenguaje, al igual que el pensamiento, procede del funcionamiento
aritmético binario de nuestro cerebro. Clasificamos en sí y no, en positivo y
negativo. (...) Lo único que prueba mi lenguaje es la lentitud de una visión del
mundo limitada a lo binario. Esta insuficiencia del lenguaje es evidente, y se la
deplora vivamente. ¿Pero qué decir de la insuficiencia de la inteligencia binaria
en sí misma? La existencia interna, la esencia de las cosas se le escapa. Puede
descubrir que la luz es continua y discontinua a la vez, que la molécula de la
bencina establece entre sus seis átomos relaciones dobles y que sin embargo se
excluyen mutuamente; lo admite, pero no puede comprenderlo, no puede
incorporar a su propia estructura la realidad de las estructuras profundas que



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examina. Para conseguirlo, debería cambiar de estado, sería necesario que otras
máquinas que las usuales se pusieran a funcionar en el cerebro, que el
razonamiento binario fuese sustituido por una conciencia analógica que
asumiera las formas y asimilara los ritmos inconcebibles de esas estructuras
profundas...»
Le matin des magiciens.
(-78)


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En el 32, Ellington grabó Baby when you ain’t there, uno de sus temas menos
alabados y al que el fiel Barry Ulanov no dedica mención especial. Con voz
curiosamente seca canta Cootie Williams los versos:
I get the blues down North,
The blues down South,
Blues anywhere,
I get the blues down East,
Blues down West,
Blues anywhere.
I get the blues very well
O my baby when you ain't there ain't there
ain't there-
¿Por qué, a ciertas horas, es tan necesario decir: «Amé esto?» Amé unos blues,
una imagen en la calle, un pobre río seco del norte. Dar testimonio, luchar contra
la nada que nos barrerá. Así quedan todavía en el aire del alma esas pequeñas
cosas, un gorrioncito que fue de Lesbia, unos blues que ocupan en el recuerdo el
sitio menudo de los perfumes, las estampas y los pisapapeles.
(-105)




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—Che, pero si movés así la pierna te voy a clavar la aguja en las costillas
—dijo Traveler.
—Seguime contando eso del colorado del amarillo —dijo Oliveira—. Con los
ojos tapados es como un calidoscopio.
—El colorado del amarillo —dijo Traveler, frotándole el muslo con un
algodón—, está a cargo de la corporación nacional de agentes comisionados en
las especies correspondientes.
—Animales de pelaje amarillo, vegetales de flor amarilla y minerales de
aspecto amarillo —recitó obedientemente Oliveira—. ¿Por qué no? Al fin y al
cabo aquí el jueves es el día de moda, el domingo no se trabaja, las metamorfosis
entre la mañana y la tarde del, sábado son extraordinarias, y la gente tan
tranquila. Me estás haciendo doler que da miedo. ¿Es algún metal de aspecto
amarillo, o qué?
—Agua destilada —dijo Traveler—. Para que te creas que es morfina. Tenés
mucha razón, el mundo de Ceferino sólo les puede parecer raro a los tipos que
creen en sus instituciones con prescindencia de las ajenas. Si se piensa en todo lo
que cambia apenas dejás el cordón de la vereda y das tres pasos en la calzada...
—Como pasar del colorado del amarillo al colorado del pampa —dijo
Oliveira—. Esto da un poco de sueño, che.
—El agua es soporífera. Si fuera por mí te hubiera inyectado nebiolo y estarías
lo más despierto.
—Explicame una cosa antes de que me duerma.
—Dudo de que te duermas, pero dale no más.


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Había dos cartas del licenciado Juan Cuevas, pero era materia de polémica el
orden en que debían leerse. La primera constituía la exposición poética de lo que
él llamaba «soberanía mundial»; la segunda, también dictada a un mecanógrafo
del portal de Santo Domingo, se desquitaba del obligado recato de la primera:
Pueden sacar de la presente carta todas las copias que deseen, especialmente
para los miembros de la ONU y gobiernos del mundo, que son puros cerdos y
chacalazos internacionales. Por otra parte, el portal de Santo Domingo es la
tragedia de los ruidos, pero por otra parte me gusta, porque aquí vengo a tirar
las piedras más grandes de la historia.
Entre las piedras figuraban las siguientes:
El Papa Romano es el cerdo más grande de la historia, pero de ninguna
manera el representante de Dios; el clericalismo romano es la pura mierda de
Satanás; todos los templos clericales romanos deben ser arrasados por completo,
para que esplenda la luz del Cristo, no solamente en lo profundo de los
corazones humanos, sino transparentada en la luz universal de Dios, y digo todo
esto, porque la carta anterior la hice delante de una señorita muy amable, en
donde no pude decir ciertos disparates, que me miraba con una mirada muy
lánguida.


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¡Caballeresco licenciado! Enemigo acérrimo de Kant, insistía en «humanizar la
filosofía actual del mundo», tras de lo cual decretaba:
Y que la novela sea más bien psicopsiquiátrica, es decir, que los elementos
realmente espirituales del alma, se constituyan como elementos científicos de la
verdadera psiquiatría universal...
Abandonando por momentos un arsenal dialéctico considerable, entreveía el
reino de la religión mundial:
Pero siempre que la humanidad se encarrile por los dos mandamientos
universales; y hasta las piedras duras del mundo, tórnanse cera sedosa de luz
iluminada...
Poeta, y de los buenos.
Las voces de todas las piedras del mundo resuenan en todas las cataratas y
barrancas del mundo, con hilillos de voces de plata, ocasión infinita de amar a las
mujeres y a Dios...
De golpe, la visión arquetípica invadiendo y derramándose:
El Cosmos de la Tierra, interior como la imagen mental universal de Dios, que
más tarde se había de tornar materia condensada, está simbolizado en el Antiguo
Testamento por aquel arcángel que voltea la cabeza y ve un mundo obscuro de
luces, claro que literalmente no puedo recordar párrafos del Antiguo
Testamento, pero más o menos ahí va la cosa: es como si el rostro del Universo se
tornara la misma luz de la Tierra, y quedara como órbita de energía universal,
alrededor del sol... Del mismo modo la Humanidad entera y sus pueblos, han de




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voltear sus cuerpos, sus almas y sus cabezas... Es el universo y toda la Tierra que
se vuelven al Cristo, poniendo a sus pies todas las leyes de la Tierra...
Y entonces,
...solamente queda como una luz universal de lámparas iguales, iluminando
el corazón más profundo de los pueblos...
Lo malo era que, de golpe,
Señoras y señores: La presente carta la estoy haciendo en medio de un ruido
espantoso. Y sin embargo aquí le vamos dando; es que ustedes todavía no se dan
cuenta de que para que la SOBERANÍA MUNDIAL se escriba (?) de una manera
más perfecta y que tenga realmente alcances universales de entendimiento, por
lo menos he de merecer de ustedes que me ayuden amplísimamente para que
cada renglón y cada letra esté en su lugar, y no este relajo de hijos de hijos de hijo
de la chingada madre de todas las madres; chinguen a su madre todos los ruidos.
¿Pero qué importaba? A renglón seguido era otra vez el éxtasis:
¡Qué prestancia de universos! Que florecen como luz espiritual de rosas
encantadoras en el corazón de todos los pueblos...
Y la carta iba a terminar floralmente, aunque con curiosos injertos de último
minuto:
...Parece que se clarifica todo el universo, como luz de Cristo universal, en
cada flor humana, de pétalos infinitos que alumbran eternamente por todos los
caminos de la tierra; así queda clarificada en la luz de la SOBERANÍA




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MUNDIAL, dicen que tú ya no me quieres, porque tienes otras mañas. — Muy
atentamente. México, D.F., 20 septiembre 1956—. 5 de mayo 32, int. 111.—Edif.
París. LIC. JUAN CUEVAS.
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En esos días andaba caviloso, y la mala costumbre de rumiar largo cada cosa
se le hacía cuesta arriba pero inevitable. Había estado dándole vueltas al gran
asunto, y la incomodidad en que vivía por culpa de la Maga y de Rocamadour lo
incitaba a analizar con creciente violencia la encrucijada en que se sentía metido.
En esos casos Oliveira agarraba una hoja de papel y escribía las grandes palabras
por las que iba resbalando su rumia. Escribía, por ejemplo: «El gran asunto», o
«la encrucijada». Era suficiente para ponerse a reír y cebar otro mate con más
ganas. «La unidad», hescribía Holiveira. «El hego y el hotro.» Usaba las haches
como otros la penicilina. Después volvía más despacio al asunto, se sentía mejor.
«Lo himportante es no hinflarse», se decía Holiveira. A partir de esos momentos
se sentía capaz de pensar sin que las palabras le jugaran sucio. Apenas un
progreso metódico porque el gran asunto seguía invulnerable. «¿Quién te iba a
decir, pibe, que acabarías metafísico?», se interpelaba Oliveira. «Hay que
resistirse al ropero de tres cuerpos, che, conformate con la mesita de luz del
insomnio cotidiano.» Ronald había venido a proponerle que lo acompañara en
unas confusas actividades políticas, y durante toda la noche (la Maga no había
traído todavía a Rocamadour del campo) habían discutido como Arjuna y el
Cochero, la acción y la pasividad, las razones de arriesgar el presente por el
futuro, la parte de chantaje de toda acción con un fin social, en la medida en que
el riesgo corrido sirve por lo menos para paliar la mala conciencia individual, las
canallerías personales de todos los días. Ronald había acabado por irse cabizbajo,
sin convencer a Oliveira de que era necesario apoyar con la acción a los rebeldes
argelinos. El mal gusto en la boca le había durado todo el día a Oliveira, porque



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había sido más fácil decirle que no a Ronald que a sí mismo. De una sola cosa
estaba bastante seguro, y era que no podía renunciar sin traición a la pasiva
espera a la que vivía entregado desde su venida a París. Ceder a la generosidad
fácil y largarse a pegar carteles clandestinos en las calles le parecía una
explicación mundana, un arreglo de cuentas con los amigos que apreciarían su
coraje, más que una verdadera respuesta a las grandes preguntas. Midiendo la
cosa desde lo temporal y lo absoluto, sentía que erraba en el primer caso y
acertaba en el segundo. Hacía mal en no luchar por la independencia argelina, o
contra el antisemitismo o el racismo. Hacía bien en negarse al fácil estupefaciente
de la acción colectiva y quedarse otra vez solo frente al mate amargo, pensando
en el gran asunto, dándole vueltas como un ovillo donde no se ve la punta o
donde hay cuatro o cinco puntas.
Estaba bien, sí, pero además había que reconocer que su carácter era como un
pie que aplastaba toda dialéctica de la acción al modo de la Bhagavadgita. Entre
cebar el mate y que se lo cebara la Maga no había duda posible. Pero todo era
escindible y admitía en seguida una interpretación antagónica: a carácter pasivo
correspondía una máxima libertad y disponibilidad, la perezosa ausencia de
principios y convicciones lo volvía más sensible a la condición axial de la vida (lo
que se llama un tipo veleta) capaz de rechazar por haraganería pero a la vez de
llenar el hueco dejado por el rechazo con un contenido libremente escogido por
una conciencia o un instinto más abiertos, más ecuménicos por decirlo así.
«Más ecuménicos», anotó prudentemente Oliveira.
Además, ¿cuál era la verdadera moral de la acción? Una acción social como la
de los sindicalistas se justificaba de sobra en el terreno histórico. Felices los que
vivían y dormían en la historia. Una abnegación se justificaba casi siempre como
una actitud de raíz religiosa. Felices los que amaban al prójimo como a sí
mismos. En todos los casos Oliveira rechazaba esa salida del yo, esa invasión
magnánima del redil ajeno, bumerang ontológico destinado a enriquecer en
última instancia al que lo soltaba, a darle más humanidad, más santidad.



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Siempre se es santo a costa de otro, etc. No tenía nada que objetar a esa acción en
sí, pero la apartaba desconfiado de su conducta personal. Sospechaba la traición
apenas cediera a los carteles en las calles o a las actividades de carácter social;
una traición vestida de trabajo satisfactorio, de alegrías cotidianas, de conciencia
satisfecha, de deber cumplido. Conocía de sobra a algunos comunistas de Buenos
Aires y de París, capaces de las peores vilezas pero rescatados en su propia
opinión por «la lucha», por tener que levantarse a mitad de la cena para correr a
una reunión o completar una tarea. En esas gentes la acción social se parecía
demasiado a una coartada, como los hijos suelen ser la coartada de las madres
para no hacer nada que valga la pena en esta vida, como la erudición con
anteojeras sirve para no enterarse de que en la cárcel de la otra cuadra siguen
guillotinando a tipos que no deberían ser guillotinados. La falsa acción era casi
siempre la más espectacular, la que desencadenaba el respeto, el prestigio y las
hestatuas hecuestres. Fácil de calzar como un par de zapatillas, podía incluso
llegar a ser meritoria («al fin y al cabo estaría tan bien que los argelinos se
independizaran y que todos ayudáramos un poco», se decía Oliveira); la traición
era de otro orden, era como siempre la renuncia al centro, la instalación en la
periferia, la maravillosa alegría de la hermandad con otros hombres embarcados
en la misma acción. Allí donde cierto tipo humano podía realizarse como héroe,
Oliveira se sabía condenado a la peor de las comedias. Entonces valía más pecar
por omisión que por comisión. Ser actor significaba renunciar a la platea, y él
parecía nacido para ser espectador en fila uno. «Lo malo», se decía Oliveira, «es
que además pretendo ser un espectador activo y ahí empieza la cosa».
Hespectador hactivo. Había que hanalizar despacio el hasunto. Por el
momento ciertos cuadros, ciertas mujeres, ciertos poemas, le daban una
esperanza de alcanzar alguna vez una zona desde donde le fuera posible
aceptarse con menos asco y menos desconfianza que por el momento. Tenía la
ventaja nada despreciable de que sus peores defectos tendían a servirle en eso
que no era un camino sino la búsqueda de un alto previo a todo camino. «Mi





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fuerza está en mi debilidad», pensó Oliveira. «Las grandes decisiones las he
tomado siempre como máscaras de fuga.» La mayoría de sus empresas (de sus
hempresas) culminaban not with a bang but a whimper; las grandes rupturas, los
bang sin vuelta eran mordiscos de rata acorralada y nada más. Lo otro giraba
ceremoniosamente, resolviéndose en tiempo o en espacio o en comportamiento,
sin violencia, por cansancio —como el fin de sus aventuras sentimentales— o por
una lenta retirada como cuando se empieza a visitar cada vez menos a un amigo,
leer cada vez menos a un poeta, ir cada vez menos a un café, dosando
suavemente la nada para no lastimarse.
«A mí en realidad no me puede suceder ni medio» pensaba Oliveira. «No me
va a caer jamás una maceta en el coco.» ¿Por qué entonces la inquietud, si no era
la manida atracción de los contrarios, la nostalgia de la vocación y la acción? Un
análisis de la inquietud, en la medida de lo posible, aludía siempre a una
descolocación, a una excentración con respecto a una especie de orden que
Oliveira era incapaz de precisar. Se sabía espectador al margen del espectáculo,
como estar en un teatro con los ojos vendados; a veces le llegaba el sentido
segundo de alguna palabra, de alguna música, llenándolo de ansiedad porque
era capaz de intuir que ahí estaba el sentido primero. En esos momentos se sabía
más próximo al centro que muchos que vivían convencidos de ser el eje de la
rueda, pero la suya era una proximidad inútil, un instante tantálico que ni
siquiera adquiría calidad de suplicio. Alguna vez había creído en el amor como
enriquecimiento, exaltación de las potencias intercesoras. Un día se dio cuenta de
que sus amores eran impuros porque presuponían esa esperanza, mientras que el
verdadero amante amaba sin esperar nada fuera del amor, aceptando ciegamente
que el día se volviera más azul y la noche más dulce y el tranvía menos
incómodo. «Hasta de la sopa hago una operación dialéctica», pensó Oliveira. De
sus amantes acababa por hacer amigas, cómplices en una especial contemplación
de la circunstancia. Las mujeres empezaban por adorarlo (realmente lo
hadoraban), por admirarlo (una hadmiración hilimitada), después algo les hacía






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sospechar el vacío, se echaban atrás y él les facilitaba la fuga, les abría la puerta
para que se fueran a jugar a otro lado. En dos ocasiones había estado a punto de
sentir lástima y dejarles la ilusión de que lo comprendían, pero algo le decía que
su lástima no era auténtica, más bien un recurso barato de su egoísmo y su
pereza y sus costumbres. «La Piedad está liquidando», se decía Oliveira y las
dejaba irse, se olvidaba pronto de ellas.
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Los papeles sueltos en la mesa. Una mano (de Wong). Una voz lee despacio,
equivocándose, las t como ganchos, las e incalificables. Apuntes, fichas donde
hay una palabra, un verso en cualquier idioma, la cocina del escritor. Otra mano
(Ronald). Una voz grave que sabe leer. Saludos en voz baja a Ossip y a Oliveira
que llegan contritos (Babs ha ido a abrirles, los ha recibido con un cuchillo en
cada mano). Coñac, luz de oro, la leyenda de la profanación de la hostia, un
pequeño De Stäel. Las gabardinas se pueden dejar en el dormitorio. Una
escultura de (quizá) Brancusi. En el fondo del dormitorio, perdida entre un
maniquí vestido de húsar y una pila de cajas donde hay alambres y cartones. Las
sillas no alcanzan, pero Oliveira trae dos taburetes. Se produce uno de esos
silencios comparables, según Gênet, al que observan las gentes bien educadas
cuando perciben de pronto, en un salón, el olor de un pedo silencioso. Recién
entonces Etienne abre el portafolios y saca los papeles.
—Nos pareció mejor esperarte para clasificarlos —dice—. Entre tanto
estuvimos mirando algunas hojas sueltas. Esta bruta tiró un huevo hermosísimo
a la basura.
—Estaba podrido —dice Babs.
Gregorovius pone una mano que tiembla visiblemente sobre una de las
carpetas. Debe hacer mucho frío en la calle, entonces un coñac doble. El color de
la luz los calienta, y la carpeta verde, el Club. Oliveira mira el centro de la mesa,
la ceniza de su cigarrillo empieza a sumarse a la que llena el cenicero.
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Ahora se daba cuenta de que en los momentos mas altos del deseo no había
sabido meter la cabeza en la cresta de la ola y pasar a través del fragor fabuloso
de la sangre. Querer a la Maga había sido como un rito del que ya no se esperaba
la iluminación; palabras y actos se habían sucedido con una inventiva
monotonía, una danza de tarántulas sobre un piso lunado, una viscosa y
prolongada manipulación de ecos. Y todo el tiempo él había esperado de esa
alegre embriaguez algo como un despertar, un ver mejor lo que lo circundaba, ya
fueran los papeles pintados de los hoteles o las razones de cualquiera de sus
actos, sin querer comprender que limitarse a esperar abolía toda posibilidad real,
como si por adelantado se condenara a un presente estrecho y nimio. Había
pasado de la Maga a Pola en un solo acto, sin ofender a la Maga ni ofenderse, sin
molestarse en acariciar la rosada oreja de Pola con el nombre excitante de la
Maga. Fracasar en Pola era la repetición de innúmeros fracasos, un juego que se
pierde al final pero que ha sido bello jugar, mientras que de la Maga empezaba a
salirse resentido, con una conciencia de sarro y un pucho oliendo a madrugada
en un rincón de la boca. Por eso llevó a Pola al mismo sitio hotel de la rue
Valette, encontraron a la misma vieja que los saludó comprensivamente, qué otra
cosa se podía hacer con ese sucio tiempo. Seguía oliendo a blando, a sopa, pero
habían limpiado la mancha azul en la alfombra y había sitio para nuevas
manchas.
—¿Por qué aquí? —dijo Pola, sorprendido. Miraba el cobertor amarillo, la
pieza apagada y mohosa, la pantalla de flecos rosa colgando en lo alto.
—Aquí, o en otra parte...



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—Si es por una cuestión de dinero, no había más que decirlo, querido.
—Si es por una cuestión de asco, no hay más que mandarse mudar, tesoro.
—No me da asco. Es feo, simplemente. A lo mejor...
Le había sonreído, como si tratara de comprender. A lo mejor... Su mano
encontró la de Oliveira cuando al mismo tiempo se agachaban para levantar el
cobertor. Toda esa tarde él asistió otra vez, una vez más, una de tantas veces más,
testigo irónico y conmovido de su propio cuerpo, a las sorpresas, los encantos y
las decepciones de la ceremonia. Habituado sin saberlo a los ritmos de la Maga,
de pronto un nuevo mar, un diferente oleaje lo arrancaba a los automatismos, lo
confrontaba, parecía denunciar oscuramente su soledad enredada de simulacros.
Encanto y desencanto de pasar de una boca a otra, de buscar con los ojos
cerrados un cuello donde la mano ha dormido recogida, y sentir que la curva es
diferente, una base más espesa, no tendón que se crispa brevemente con el
esfuerzo de incorporarse para besar o morder. Cada momento de su cuerpo
frente a un desencuentro delicioso, tener que alargarse un poco más, o bajar la
cabeza para encontrar la boca que antes estaba ahí tan cerca, acariciar una cadera
más ceñida, incitar a una réplica y no encontrarla, insistir, distraído, hasta darse
cuenta de que todo hay que inventarlo otra vez, que el código no ha sido
estatuido, que las claves y las cifras van a nacer de nuevo, serán diferentes,
responderán a otra cosa. El peso, el olor, el tono de una risa o de una súplica, los
tiempos y las precipitaciones, nada coincide siendo igual, todo nace de nuevo
siendo inmortal, el amor juega a inventarse, huye de sí mismo para volver en su
espiral sobrecogedora, los senos cantan de otro modo, la boca besa más
profundamente o como de lejos, y en un momento donde antes había como
cólera y angustia es ahora el juego puro, el retozo increíble, o al revés, a la hora
en que antes se caía en el sueno, el balbuceo de dulces cosas tontas, ahora hay
una tensión, algo incomunicado pero presente que exige incorporarse, algo como
una rabia insaciable. Sólo el placer en su aletazo último es el mismo; antes y




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después el mundo se ha hecho pedazos y hay que nombrarlo de nuevo, dedo por
dedo, labio por labio, sombra por sombra.
La segunda vez fue en la pieza de Pola, en la rue Dauphine. Si algunas frases
habían podido darle una idea de lo que iba a encontrar, la realidad fue mucho
más allá de lo imaginable. Todo estaba en su lugar y había un lugar para cada
cosa. La historia del arte contemporáneo se inscribía módicamente en tarjetas
postales: un Klee, un Poliakoff, un Picasso (ya con cierta condescendencia
bondadosa), un Manessier y un Fautrier. Clavados artísticamente, con un buen
cálculo de distancias. En pequeña escala ni el David de la Signoria molesta. Una
botella de pernod y otra de coñac. En la cama un poncho mexicano. Pola tocaba a
veces la guitarra, recuerdo de un amor de altiplanicies. En su pieza se parecía a
Michèle Morgan, pero era resueltamente morocha. Dos estantes de libros
incluían el cuarteto alejandrino de Durreli, muy leído y anotado, traducciones de
Dylan Thomas manchadas de rouge, números de Two Cities, Christiane
Rochefort, Blondin, Sarraute (sin cortar) y algunas NRF. El resto gravitaba en
torno a la cama, donde Pola lloró un rato mientras se acordaba de una amiga
suicida (fotos, la página arrancada a un diario intimo, una flor seca). Después a
Oliveira no le pareció extraño que Pola se mostrara perversa, que fuese la
primera en abrir el camino a las complacencias, que la noche los encontrara como
tirados en una playa donde la arena va cediendo lentamente al agua llena de
algas. Fue la primera vez que la llamó Pola Paris, por jugar, y que a ella le gustó
y lo repitió, y le mordió la boca murmurando Pola París, como si asumiera el
nombre y quisiera merecerlo, polo de París, París de Pola, la luz verdosa del
neón encendiéndose y apagándose contra la cortina de rafia amarilla, Pola París,
Pola París, la ciudad desnuda con el sexo acordado a la palpitación de la cortina,
Pola París, Pola París, cada vez más suya, senos sin sorpresa, la curva del vientre
exactamente recorrida por la caricia, sin el ligero desconcierto al llegar al límite
antes o después, boca ya encontrada y definida, lengua más pequeña y más
aguda, saliva más parca, dientes sin filo, labios que se abrían para que él le tocara




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las encías, entrara y recorriera cada repliegue tibio donde se olía un poco el coñac
y el tabaco.
(-103)



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Pero el amor, esa palabra... Moralista Horacio, temeroso de pasiones sin una
razón de aguas hondas, desconcertado y arisco en la ciudad donde el amor se
llama con todos los nombres de todas las calles, de todas las casas, de todos los
pisos, de todas las habitaciones, de todas las camas, de todos los sueños, de todos
los olvidos o los recuerdos. Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los
dos juntos, no te quiero porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque
no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitás a saltar y no puedo
dar el salto, porque en lo más profundo de la posesión no estás en mí, no te
alcanzo, no paso de tu cuerpo, de tu risa, hay horas en que me atormenta que me
ames (cómo te gusta usar el verbo amar, con qué cursilería lo vas dejando caer
sobre los platos y las sábanas y los autobuses), me atormenta tu amor que no me
sirve de puente porque un puente no se sostiene de un solo lado, jamás Wright ni
Le Corbusier van a hacer un puente sostenido de un solo lado, y no me mires con
esos ojos de pájaro, para vos la operación del amor es tan sencilla, te curarás
antes que yo y eso que me querés como yo no te quiero. Claro que te curarás,
porque vivís en la salud, después de mí será cualquier otro, eso se cambia como
los corpiños. Tan triste oyendo al cínico Horacio que quiere un amor pasaporte,
amor pasamontañas, amor llave, amor revólver, amor que le dé los mil ojos de
Argos, la ubicuidad, el silencio desde donde la música es posible, la raíz desde
donde se podría empezar a tejer una lengua. Y es tonto porque todo eso duerme
un poco en vos, no habría más que sumergirte en un vaso de agua como una flor
japonesa y poco a poco empezarían a brotar los pétalos coloreados, se hincharían
las formas combadas, crecería la hermosura. Dadora de infinito, yo no sé tomar,




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perdoname. Me estás alcanzando una manzana y yo he dejado los dientes en la
mesa de luz. Stop, ya está bien así. También puedo ser grosero, fájate. Pero fijate
bien, porque no es gratuito.
¿Por qué stop? Por miedo de empezar las fabricaciones, son tan fáciles. Sacás
una idea de ahí, un sentimiento del otro estante, los atás con ayuda de palabras,
perras negras, y resulta que te quiero. Total parcial: te quiero. Total general: te
amo. Así viven muchos amigos míos, sin hablar de un tío y dos primos,
convencidos del amor-que-sienten-por-sus-esposas. De la palabra a los actos, che;
en general sin verba no hay res. Lo que mucha gente llama amar consiste en
elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se
pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te
deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo
creo que es al verse. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís
la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto. Pero
estoy solo en mi pieza, caigo en artilugios de escriba, las perras negras se vengan
cómo pueden, me mordisquean desde abajo de la mesa. ¿Se dice abajo o debajo?
Lo mismo te muerden. ¿Por qué, por qué, pourquoi, why, warum, perchè este
horror a las perras negras? Miralas ahí en ese poema de Nashe, convertidas en
abejas. Y ahí, en dos versos de Octavio Paz, muslos del sol, recintos del verano.
Pero un mismo cuerpo de mujer es María y la Brinvilliers, los ojos que se nublan
mirando un bello ocaso son la misma óptica que se regala con los retorcimientos
de un ahorcado. Tengo miedo de ese proxenetismo, de tinta y de voces, mar de
lenguas lamiendo el culo del mundo. Miel y leche hay debajo de tu lengua... Sí,
pero también está dicho que las moscas muertas hacen heder el perfume del
perfumista. En guerra con la palabra, en guerra, todo lo que sea necesario
aunque haya que renunciar a la inteligencia, quedarse en el mero pedido de
papas fritas y los telegramas Reuter, en las cartas de mi noble hermano y los
diálogos del cine. Curioso, muy curioso que Puttenham sintiera las palabras
como si fueran objetos, y hasta criaturas con vida propia. También a mí, a veces,



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me parece estar engendrando ríos de hormigas feroces que se comerán el mundo.
Ah, si en el silencio empollara el Roc... Logos, faute éclatante. Concebir una raza
que se expresara por el dibujo, la danza, el macramé o una mímica abstracta.
¿Evitarían las connotaciones, raíz del engaño? Honneur des hommes, etc. Sí, pero
un honor que se deshonra a cada frase, como un burdel de vírgenes si la cosa
fuera posible.
Del amor a la filología, estás lucido, Horacio. La culpa la tiene Morelli que te
obsesiona, su insensata tentativa te hace entrever una vuelta al paraíso perdido,
pobre preadamita de snack-bar, de edad de oro envuelta en celofán. This is a
plastic’s age, man, a plastic’s age. Olvidate de la perras. Rajá, jauría, tenemos que
pensar, lo que se llama pensar, es decir sentir, situarse y confrontarse antes de
permitir el paso de la más pequeña oración principal o subordinada. París es un
centro, entendés, un mandala que hay que recorrer sin dialéctica, un laberinto
donde las fórmulas pragmáticas no sirven más que para perderse. Entonces un
cogito que sea como respirar París, entrar en él dejándolo entrar, neuma y no
logos. Argentino compadrón, desembarcando con la suficiencia de una cultura
de tres por cinco, entendido en todo, al día en todo, con un buen gusto aceptable,
la historia de la raza humana bien sabida, los períodos artísticos, el románico y el
gótico, las corrientes filosóficas, las tensiones políticas, la Shell Mex, la acción y la
reflexión, el compromiso y la libertad, Piero della Francesca y Anton Weber, la
tecnología bien catalogada, Lettera 22, Fiat 1600, Juan XXIII. Qué bien, qué bien.
Era una pequeña librería de la rue du Cherche-Midi, era un aire suave de
pausados giros, era la tarde y la hora, era del año la estación florida, era el Verbo
(en el principio), era un hombre que se creía un hombre. Qué burrada infinita,
madre mía. Y ella salió de la librería (recién ahora me doy cuenta de que era
como una metáfora, ella saliendo nada menos que de una librería) y cambiamos
dos palabras y nos fuimos a tomar una copa de pelure d’oignon a un café de
Sèvres-Babylone (hablando de metáforas, yo delicada porcelana recién
desembarcada, HANDLE WITH CARE, y ella Babilonia, raíz de tiempo, cosa



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anterior, primeval being, terror y delicia de los comienzos, romanticismo de Atala
pero con un tigre auténtico esperando detrás del árbol). Y así Sèvres se fue con
Babylone a tomar un vaso de pelure d’oignon, nos mirábamos y yo creo que ya
empezábamos a deseamos (pero eso fue más tarde, en la rue Réaumur) y
sobrevino un diálogo memorable, absolutamente recubierto de malentendidos,
de desajustes que se resolvían en vagos silencios, hasta que las manos empezaron
a tallar, era dulce acariciarse las manos mirándose y sonriendo, encendíamos los
Gauloises el uno en el pucho del otro, nos frotábamos con los ojos, estábamos tan
de acuerdo en todo que era una vergüenza, París danzaba afuera esperándonos,
apenas habíamos desembarcado, apenas vivíamos, todo estaba ahí sin nombre y
sin historia (sobre todo para Babylone, y el pobre Sèvres hacía un enorme
esfuerzo, fascinado por esa manera Babylone de mirar lo gótico sin ponerle
etiquetas, de andar por las orillas del río sin ver remontar los drakens
normandos). Al despedirnos éramos como dos chicos que se han hecho
estrepitosamente amigos en una fiesta de cumpleaños y se siguen mirando
mientras los padres los tiran de la mano y los arrastran, y es un dolor dulce y una
esperanza, y se sabe que uno se llama Tony y la otra Lulú, y basta para que el
corazón sea como una frutilla, y...
Horacio, Horacio.
Merde, alors. ¿Por qué no? Hablo de entonces, de Sèvres-Babylone, no de este
balance elegíaco en que ya sabemos que el juego está jugado.
(-68)





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94
Morelliana.
Una prosa puede corromperse como un bife de lomo. Asisto hace años a los
signos de podredumbre en mi escritura. Como yo, hace sus anginas, sus
ictericias, sus apendicitis, pero me excede en el camino de la disolución final.
Después de todo podrirse significa terminar con la impureza de los compuestos
y devolver sus derechos al sodio, al magnesio, al carbono químicamente puros.
Mi prosa se pudre sintácticamente y avanza —con tanto trabajo— hacia la
simplicidad. Creo que por eso ya no sé escribir «coherente»; un encabritamiento
verbal me deja de a pie a los pocos pasos. Fixer des vertiges, qué bien. Pero yo
siento que debería fijar elementos. El poema está para eso, y ciertas situaciones
de novela o cuento o teatro. Lo demás es tarea de relleno y me sale mal.
—Sí, pero los elementos, ¿son lo esencial? Fijar el carbono vale menos que fijar
la historia de los Guermantes.
—Creo oscuramente que los elementos a que apunto son un término de la
composición. Se invierte el punto de vista de la química escolar. Cuando la
composición ha llegado a su extremo límite, se abre el territorio de lo elemental.
Fijarlos y, si es posible, serlos.
(-91)





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En una que otra nota, Morelli se había mostrado curiosamente explícito acerca
de sus intenciones. Dando muestra de un extraño anacronismo, se interesaba por
estudios o desestudios tales como el budismo Zen, que en esos años era la
urticaria de la beat generation. El anacronismo no estaba en eso sino en que
Morelli parecía mucho más radical y más joven en sus exigencias espirituales que
los jóvenes californianos borrachos de palabras sánscritas y cerveza en lata. Una
de las notas aludía suzukianamente al lenguaje como una especie de exclamación
o grito surgido directamente de la experiencia interior. Seguían varios ejemplos
de diálogos entre maestros y discípulos, por completo ininteligibles para el oído
racional y para toda lógica dualista y binaria, así como de respuestas de los
maestros a las preguntas de sus discípulos, consistentes por lo común en
descargarles un bastón en la cabeza, echarles un jarro de agua, expulsarlos a
empellones de la casa o, en el mejor de los casos, repetirles la pregunta en la cara.
Morelli parecía moverse a gusto en ese universo aparentemente demencial, y dar
por supuesto que esas conductas magistrales constituían la verdadera lección, el
único modo de abrir el ojo espiritual del discípulo y revelarle la verdad. Esa
violenta irracionalidad le parecía natural, en el sentido de que abolía las
estructuras que constituyen la especialidad del Occidente, los ejes donde pivota
el entendimiento histórico del hombre y que tienen en el pensamiento discursivo
(e incluso en el sentimiento estético y hasta poético) su instrumento de elección.
El tono de las notas (apuntes con vistas a una mnemotecnia o a un fin no bien
explicado) parecía indicar que Morelli estaba lanzado a una aventura análoga en
la obra que penosamente había venido escribiendo y publicando en esos años.





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Para algunos de sus lectores (y para él mismo) resultaba irrisoria la intención de
escribir una especie de novela prescindiendo de las articulaciones lógicas del
discurso. Se acababa por adivinar como una transacción, un procedimiento
(aunque quedara en pie el absurdo de elegir una narración para fines que no
parecían narrativos).*
* ¿Por qué no? La pregunta se la hacia el mismo Morelli en un papel cuadriculado en cuyo
margen había una lista de legumbres, probablemente un memento buffandi. Los profetas, los
místicos, la noche oscura del alma: utilización frecuente del relato en forma de apólogo o visión.
Claro que una novela... Pero ese escándalo nacía más de la manía genérica y clasificatoria del
mono occidental que de una verdadera contradicción interna.**
** Sin contar que cuanto más violenta fuera la contradicción interna, más eficacia podría dar
a una, digamos, técnica al modo Zen. A cambio del bastonazo en la cabeza, una novela
absolutamente antinovelesca, con el escándalo y el choque consiguiente, y quizá con una
apertura para los más avisados.***
*** Como esperanza de esto último, otro papelito continuaba la cita suzukiana en el sentido
de que la comprensión del extraño lenguaje de los maestros significa la comprensión de sí
mismo por parte del discípulo y no la del sentido de ese lenguaje. Contrariamente a lo que
podría deducir el astuto filósofo europeo, el lenguaje del maestro Zen transmite ideas y no
sentimientos o intuiciones. Por eso no sirve en cuanto lenguaje en sí, pero como la elección de
las frases proviene del maestro, el misterio se cumple en la región que le es propia y el discípulo
se abre a sí mismo, se comprende, y la frase pedestre se vuelve llave.****
**** Por eso Etienne, que había estudiado analíticamente los trucos de Morelli (cosa que a
Oliveira le hubiera parecido una garantía de fracaso) creía reconocer en ciertos pasajes del libro,
incluso en capítulos enteros, una especie de gigantesca amplificación ad usum homo sapiens de
ciertas bofetadas Zen. A esas partes del libro Morelli las llamaba «arquepítulos» y «capetipos»,
adefesios verbales donde se adivinaba una mezcla no por nada joyciana. En cuanto a lo que
tuvieran que hacer ahí los arquetipos, era tema de desasosiego para Wong y Gregorovius.*****





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***** Observación de Etienne: De ninguna manera Morelli parecía querer treparse al árbol
bodhi, al Sinaí o a cualquier plataforma revelatoria. No se proponía actitudes magistrales desde
las cuales guiar al lector hacia nuevas y verdes praderas. Sin servilismo (el viejo era de origen
italiano y se encaramaba fácilmente al do de pecho, hay que decirlo) escribía como si él mismo,
en una tentativa desesperada y conmovedora, imaginara al maestro que debería iluminarlo.
Soltaba su frase Zen, se quedaba escuchándola —a veces a lo largo de cincuenta páginas, el muy
monstruo—, y hubiera sido absurdo y de mala fe sospechar que esas páginas estaban orientadas
a un lector. Si Morelli las publicaba era en parte por su lado italiano («Ritorna vincitor! ») y en
parte porque estaba encantado de lo vistosas que le resultaban.******
****** Etienne veía en Morelli al perfecto occidental, al colonizador. Cumplida su modesta
cosecha de amapolas búdicas, se volvía con las semillas al Quartier Latin. Si la revelación última
era lo que quizá lo esperanzaba más, había que reconocer que su libro constituía ante todo una
empresa literaria, precisamente porque se proponía como una destrucción de formas (de
fórmulas) literarias.*******
******* También era occidental, dicho sea en su alabanza, por la convicción cristiana de que
no hay salvación individual posible, y que las faltas del uno manchan a todos y viceversa.
Quizá por eso (pálpito de Oliveira) elegía la forma novela para sus andanzas, y además
publicaba lo que iba encontrando o desencontrando.
(-146)



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La noticia corriócomounreguerodepólvora, y prácticamente todo el Club
estaba allí a las diez de la noche. Etienne portador de la llave, Wong inclinándose
hasta el suelo para contrarrestar la furiosa recepción de la portera, mais qu’estce
qu’ils viennent fiche, non mais vraiment ces étrangers, écoutez, je veux bien vous
laisser monter puisque vous dites que vous étes des amis du vi... de monsieur
Morelli, mais quand même il aurait fallu prévenir, quoi, une bande qui s’amène à
dix heures du soir, non, vraiment, Gustave, tu devrais parler au syndic, ça
devient trop con, etc., Babs armada de lo que Ronald llamaba the alligator’s
smile, Ronald entusiasmado y golpeando a Etienne en la espalda, empujándolo
para que se apurara, Perico Romero maldiciendo la literatura, primer piso
RODEAU, FOURRURES, segundo piso DOCTEUR, tercer piso HUSSENOT, era
demasiado increíble, Ronald metiendo un codo en las costillas de Etienne y
hablando mal de Oliveira, the bloody bastard, just another of his practical jokes I
imagine, dis donc, tu vas me foutre la paix, toi, París no es más que esto, coño,
una puñetera escalera atrás de otra, ya está uno más harto de ellas que del quinto
carajo. Si tous les gars du monde... Wong cerrando la marcha, Wong sonrisa para
Gustave, sonrisa para la portera, bloody bastard, coño, ta gueule, salaud. En el
cuarto piso la puerta de la derecha se abrió unos tres centímetros y Perico vio
una gigantesca rata de camisón blanco que espiaba con un ojo y toda la nariz.
Antes de que pudiera cerrar otra vez la puerta, calzó un zapato adentro y le
recitó aquello de entre las serpientes, el basilisco crió la natura tan ponzoñoso y
conquistador de todas las otras, que con su silbo las asombra y con su venida las
ahuyenta y desparte, con su vista las mata. Madame René Lavalette, née




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Francillon, no entendió gran cosa pero contestó con un bufido y un empujón,
Perico sacó el zapato 1/8 de segundo antes, PLAF. En el quinto se pararon a
mirar cómo Etienne introducía solemnemente la llave.
—No puede ser —repitió por última vez Ronald—. Estamos soñando, como
dicen las princesas de la Tour et Taxis. ¿Trajiste la bebida, Babsie? Un óbolo a
Caronte, sabés. Ahora se va abrir la puerta y empezarán los prodigios, yo espero
cualquier cosa de esta noche, hay como una atmósfera de fin del mundo.
—Casi me destroza el pie la puñetera bruja —dijo Perico mirándose el
zapato—. Abre de una vez, hombre, ya estoy de escaleras hasta la coronilla.
Pero la llave no andaba, aunque Wong insinuó que en las ceremonias
iniciáticas los movimientos más sencillos se ven trabados por Fuerzas que hay
que vencer con Paciencia Astucia. Se apagó la luz.
Alguno que saque el yesquero,
coño. Tu pourrais quand même
parler français, non? Ton copain
l’argencul n’est pas là pour piger ton
charabia. Un fósforo, Ronald.
Maldita llave, se ha herrumbrado, el
viejo la guardaba dentro de un vaso
con agua. Mon copain, mon copain,
c’est pas mon copain. No creo que
venga. No lo conocés. Mejor que vos.
Qué va. Wanna bet something? Ah
merde, mais c’est la tour de Babel,
ma parole. Amène ton briquet,
Fleuve Jaune de mon cul, la poisse,
quoi. Los días del Yin hay que
armarse de Paciencia. Dos litros pero
del bueno. Por Dios, que no se te
Babs
Ronald
Ettienne
Etienne
Wong
PERICO
Ronald
PERICO
Wong
Babs
ETIENNE
Babs Ronald
Babs Babs
Ronald
ETIENNE
& chorus



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caigan por la escalera. Me acuerdo de
una noche, en Alabama. Eran las
estrellas, mi amor. How funny, you
ought to be in the radio. Ya está,
empieza a dar vueltas, estaba
atascada, el Yin, por supuesto, stars
fell in Alabama, me ha dejado el pie
hecho una mierda, otro fósforo, no se
ve nada, où qu’elle est, la minuterie?
No funciona. Alguien me está
tocando el culo, amor mío... Sh... Sh...
Que entre primero Wong para exorcizar a los demonios. Oh, de ninguna
manera. Dale un empujón, Perico, total es chino.
—A callarse —dijo Ronald—. Esto es otro territorio, lo digo en serio. Si
alguien vino a divertirse, que se mande mudar. Dame las botellas, tesoro,
siempre acaban por caérsete cuando estás emocionada.
—No me gusta que me anden sobando en la oscuridad —dijo Babs mirando a
Perico y a Wong.
Etienne pasó lentamente la mano por el marco interior de la puerta. Esperaron
callados a que encontrara la llave de la luz. El departamento era pequeño y
polvoriento, las luces bajas y domesticadas lo envolvían en un aire dorado donde
el Club primero suspiró con alivio y después se fue a mirar el resto de la casa y se
comunicó impresiones en voz baja: la reproducción de la tableta de Ur, la
leyenda de la profanación de la hostia (Paolo Uccello pinxit), la foto de Pound y
de Musil, el cuadrito de De Stäel, la enormidad de libros por las paredes, en el
suelo, las mesas, en el water, en la minúscula cocina donde había un huevo frito
entre podrido y petrificado, hermosísimo para Etienne, cajón de basura para
Babs, ergo discusión sibilada mientras Wong abría respetuoso el Dissertatio de
morbos a fascino et fascino contra morbos, de Zwinger, Perico subido en un taburete







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como era su especialidad recorría una ringlera de poetas españoles del siglo de
oro, examinaba un pequeño astrolabio de estaño y marfil, y Ronald ante la mesa
de Morelli se quedaba inmóvil, una botella de coñac debajo de cada brazo,
mirando la carpeta de terciopelo verde, exactamente el lugar para que se sentara
a escribir Balzac y no Morelli. Entonces era cierto, el viejo había estado viviendo
ahí, a dos pasos del Club, y el maldito editor que lo declaraba en Austria o la
Costa Brava cada vez que se le pedían las señas por teléfono. Las carpetas a la
derecha y a la izquierda, entre veinte y cuarenta, de todos colores, vacías o llenas,
y en el medio un cenicero que era como otro archivo de Morelli, un
amontonamiento pompeyano de ceniza y fósforos quemados.
—Tiró la naturaleza muerta a la basura —dijo Etienne, rabioso—. Si llega a
estar la Maga no le deja un pelo en la cabeza. Pero vos, el marido...
—Mirá —dijo Ronald, mostrándole la mesa para calmarlo—. Y además Babs
dijo que estaba podrido, no hay razón para que te empecines. Queda abierta la
sesión. Etienne preside, qué le vamos a hacer. ¿Y el argentino?
—Faltan el argentino y el transilvanio, Guy que se ha ido al campo, y la Maga
que anda vaya a saber por dónde. De todos modos hay quórum. Wong, redactor
de actas.
—Esperamos un rato a Oliveira y a Ossip. Babs, revisora de cuentas.
—Ronald, secretario. A cargo del bar. Sweet, get some glasses, will you?
—Se pasa a cuarto intermedio —dijo Etienne, sentándose a un lado de la
mesa—. El Club se reúne esta noche para cumplir un deseo de Morelli. Mientras
llega Oliveira, si llega, bebamos porque el viejo vuelva a sentarse aquí uno de
estos días. Madre mía, qué espectáculo penoso. Parecemos una pesadilla que a lo
mejor Morelli está soñando en el hospital. Horrible. Que conste en acta.
—Pero entre tanto hablemos de él —dijo Ronald que tenía los ojos llenos de
lágrimas naturales y luchaba con el corcho del coñac—. Nunca habrá otra sesión
como ésta, hace años que yo estaba haciendo el noviciado y no lo sabía. Y vos,



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Wong, y Perico. Todos. Damn it, I could cry. Uno se debe sentir así cuando llega
a la cima de una montaña o bate un récord, ese tipo de cosas. Sorry.
Etienne le puso la mano en el hombro. Se fueron sentando alrededor de la
mesa. Wong apagó las lámparas, salvo la que iluminaba la carpeta verde. Era casi
una escena para Eusapia Paladino, pensó Etienne que respetaba el espiritismo.
Empezaron a hablar de los libros de Morelli y a beber coñac.
(-94)


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A Gregorovius, agente de fuerzas heteróclitas, le había interesado una nota de
Morelli: «Internarse en una realidad o en un modo posible de una realidad, y
sentir cómo aquello que en una primera instancia parecía el absurdo más
desaforado, llega a valer, a articularse con otras formas absurdas o no, hasta que
del tejido divergente (con relación al dibujo estereotipado de cada día) surge y se
define un dibujo coherente que sólo por comparación temerosa con aquél
parecerá insensato o delirante o incomprensible. Sin embargo, ¿no peco por
exceso de confianza? Negarse a hacer psicologías y osar al mismo tiempo poner a
un lector —a un cierto lector, es verdad— en contacto con un mundo personal,
con una vivencia y una meditación personales... Ese lector carecerá de todo
puente, de toda ligazón intermedia, de toda articulación causal. Las cosas en
bruto: conductas, resultantes, rupturas, catástrofes, irrisiones. Allí donde debería
haber una despedida hay un dibujo en la pared; en vez de un grito, una caña de
pescar; una muerte se resuelve en un trío para mandolinas. Y eso es despedida,
grito y muerte, pero, ¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a
descentrarse, a descubrirse? Las formas exteriores de la novela han cambiado,
pero sus héroes siguen siendo los avatares de Tristán, de Jane Eyre, de Lafcadio,
de Leopold Bloom, gente de la calle, de la casa, de la alcoba, caracteres. Para un
héroe como Ulrich (more Musil) o Molloy (more Beckett), hay quinientos Darley
(more Durrell). Por lo que me toca, me pregunto si alguna vez conseguiré hacer
sentir que el verdadero y único personaje que me interesa es el lector, en la
medida en que algo de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a desplazarlo,







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a extrañarlo, a enajenarlo.» Pese a la tácita confesión de derrota de la última
frase, Ronald encontraba en esta nota una presunción que le desagradaba.
(-18)





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Y así es como los que nos iluminan son los ciegos.
Así es como alguien, sin saberlo, llega a mostrarte irrefutablemente un camino
que por su parte sería incapaz de seguir. La Maga no sabrá nunca cómo su dedo
apuntaba hacia la fina raya que triza el espejo, hasta qué punto ciertos silencios,
ciertas atenciones absurdas, ciertas carreras de ciempiés deslumbrado eran el
santo y seña para mi bien plantado estar en mí mismo, que no era estar en
ninguna parte. En fin, eso de la fina raya... Si quieres ser feliz como me dices /
No poetices, Horacio, no poetices.
Visto objetivamente: Ella era incapaz de mostrarme nada dentro de mi
terreno, incluso en el suyo giraba desconcertada, tanteando, manoteando. Un
murciélago frenético, el dibujo de la mosca en el aire de la habitación. De pronto,
para mí sentado ahí mirándola, un indicio, un barrunto. Sin que ella lo supiera, la
razón de sus lágrimas o el orden de sus compras o su manera de freír las papas
eran signos. Morelli hablaba de algo así cuando escribía: «Lectura de Heisenberg
hasta mediodía, anotaciones, fichas. El niño de la portera me trae el correo, y
hablamos de un modelo de avión que está armando en la cocina de su casa.
Mientras me cuenta, da dos saltitos sobre el pie izquierdo, tres sobre el derecho,
dos sobre el izquierdo. Le pregunto por qué dos y tres, y no dos y dos o tres y
tres. Me mira sorprendido, no comprende. Sensación de que Heisenberg y yo
estamos del otro lado de un territorio, mientras que el niño sigue todavía a
caballo, con un pie en cada uno, sin saberlo, y que pronto no estará más que de
nuestro lado y toda comunicación se habrá perdido. ¿Comunicación con qué,
para qué? En fin, sigamos leyendo; a lo mejor Heisenberg...»




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—No es la primera vez que alude al empobrecimiento del lenguaje —dijo
Etienne—. Podría citar varios momentos en que los personajes desconfían de sí
mismos en la medida en que se sienten como dibujados por su pensamiento y su
discurso, y temen que el dibujo sea engañoso. Honneur des hommes, Saint
Langage... Estamos lejos de eso.
—No tan lejos —dijo Ronald— Lo que Morelli quiere es devolverle al lenguaje
sus derechos. Habla de expurgarlo, castigarlo, cambiar «descender» por «bajar»
como medida higiénica; pero lo que él busca en el fondo es devolverle al verbo
«descender» todo su brillo, para que pueda ser usado como yo uso los fósforos y
no como un fragmento decorativo, un pedazo de lugar común.
—Sí, pero ese combate se cumple en varios planos —dijo Oliveira saliendo de
un largo mutismo—. En lo que acabás de leernos está bien claro que Morelli
condena en el lenguaje el reflejo de una óptica y de un Organum falsos o
incompletos, que nos enmascaran la realidad, la humanidad. A él en el fondo no
le importa demasiado el lenguaje, salvo en el plano estético. Pero esa referencia
al ethos es inequívoca. Morelli entiende que el mero escribir estético es un
escamoteo y una mentira, que acaba por suscitar al lector-hembra, al tipo que no
quiere problemas sino soluciones, o falsos problemas ajenos que le permiten
sufrir cómodamente sentado en su sillón, sin comprometerse en el drama que
también debería ser el suyo. En la Argentina, si puedo incurrir en localismos con
permiso del Club, ese tipo de escamoteo nos ha tenido de lo más contentos y
tranquilos durante un siglo.


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—Feliz del que encuentra sus pares, los lectores activos —recitó Wong—. Está
en ese papelito azul, en la carpeta 21. Cuando leí por primera vez a Morelli (en
Meudon, una película secreta, amigos cubanos) me pareció que todo el libro era
la Gran Tortuga patas arriba. Difícil de entender.
Morelli es un filósofo extraordinario, aunque sumamente bruto a ratos.
—Como tú —dijo Perico bajándose del taburete y entrando a codazos en el
círculo de la mesa—. Todas esas fantasías de corregir el lenguaje son vocaciones
de académico, chico, por no decirte de gramático. Descender o bajar, la cuestión
es que el personaje se largó escalera abajo y se acabó.
—Perico —dijo Etienne— nos salva de un excesivo confinamiento, de
remontar a las abstracciones que a veces le gustan demasiado a Morelli.
—Te diré —dijo Perico conminatorio—. A mí eso de las abstracciones...
El coñac le quemó la garganta a Oliveira, que resbalaba agradecido a la
discusión donde por un rato todavía podría perderse. En algún pasaje (no sabía
exactamente cuál, tendría que buscarlo) Morelli daba algunas claves sobre un
método de composición. Su problema previo era siempre el resecamiento, un
horror mallarmeano frente a la página en blanco, coincidente con la necesidad de
abrirse paso a toda costa. Inevitable que una parte de su obra fuese una reflexión
sobre el problema de escribirla. Se iba alejando así cada vez más de la utilización
profesional de la literatura, de ese tipo de cuentos o poemas que le habían valido
su prestigio inicial. En algún otro pasaje Morelli decía haber releído con nostalgia
y hasta con asombro textos suyos de años atrás. ¿Cómo habían podido brotar
esas invenciones, ese desdoblamiento maravilloso pero tan cómodo y tan
simplificante de un narrador y su narración? En aquel tiempo había sido como si
lo que escribía estuviese ya tendido delante de él, escribir era pasar una Lettera
22 sobre palabras invisibles pero presentes, como el diamante por el surco del
disco. Ahora sólo podía escribir laboriosamente, examinando a cada paso el
posible contrario, la escondida falacia (habría que releer, pensó Oliveira, un
curioso pasaje que hacía las delicias de Etienne), sospechando que toda idea clara




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era siempre error o verdad a medias, desconfiando de las palabras que tendían a
organizarse eufónica, rítmicamente, con el ronroneo feliz que hipnotiza al lector
después de haber hecho su primera víctima en el escritor mismo. («Sí, pero el
verso...» «Sí, pero esta nota en que habla del ‘swing’ que pone en marcha el
discurso...») Por momentos Morelli optaba por una conclusión amargamente
simple: no tenía ya nada que decir, los reflejos condicionados de la profesión
confundían necesidad con rutina, caso típico de los escritores después de los
cincuenta años y los grandes premios. Pero al mismo tiempo sentía que jamás
había estado tan deseoso, tan urgido de escribir. ¿Reflejo, rutina, esa ansiedad
deliciosa al entablar la batalla consigo mismo, línea a línea? ¿Por qué, en seguida,
un contragolpe, la carrera descendente del pistón, la duda acezante, la sequedad,
la renuncia?
—Che —dijo Oliveira— ¿dónde estaba el pasaje de la sola palabra que te
gustaba tanto?
—Lo sé de memoria —dijo Etienne—. Es la preposición si seguida de una
llamada al pie, que a su vez tiene una llamada al pie que a su vez tiene otra
llamada al pie. Le estaba diciendo a Perico que las teorías de Morelli no son
precisamente originales. Lo que lo hace entrañable es su práctica, la fuerza con
que trata de desescribir, como él dice, para ganarse el derecho (y ganárselo a
todos) de entrar de nuevo con el buen pie en la casa del hombre. Uso sus mismas
palabras, o muy parecidas.
—Para surrealistas ya ha habido de sobra —dijo Perico. —No se trata de una
empresa de liberación verbal —dijo Etienne—. Los surrealistas creyeron que el
verdadero lenguaje y la verdadera realidad estaban censurados y relegados por
la estructura racionalista y burguesa del occidente. Tenían razón, como lo sabe
cualquier poeta, pero eso no era más que un momento en la complicada peladura
de la banana. Resultado, más de uno se la comió con la cáscara. Los surrealistas
se colgaron de las palabras en vez de despegarse brutalmente de ellas, como
quisiera hacer Morelli desde la palabra misma. Fanáticos del verbo en estado



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puro, pitonisos frenéticos, aceptaron cualquier cosa mientras no pareciera
excesivamente gramatical. No sospecharon bastante que la creación de todo un
lenguaje, aunque termine traicionando su sentido, muestra irrefutablemente la
estructura humana, sea la de un chino o la de un piel roja. Lenguaje quiere decir
residencia en una realidad, vivencia en una realidad. Aunque sea cierto que el
lenguaje que usamos nos traiciona (y Morelli no es el único en gritarlo a todos los
vientos) no basta con querer liberarlo de sus tabúes. Hay que re-vivirlo, no reanimarlo.
—Suena solemnísimo —dijo Perico.
—Está en cualquier buen tratado de filosofía —dijo tímidamente Gregorovius,
que había hojeado entomológicamente las carpetas y parecía medio dormido—.
No se puede revivir el lenguaje si no se empieza por intuir de otra manera casi
todo lo que constituye nuestra realidad. Del ser al verbo, no del verbo al ser.
—Intuir —dijo Oliveira— es una de esas palabras que lo mismo sirven para
un barrido que para un fregado. No le atribuyamos a Morelli los problemas de
Dilthey, de Husserl o de Wittgenstein. Lo único claro en todo lo que ha escrito el
viejo es que si seguimos utilizando el lenguaje en su clave corriente, con sus
finalidades corrientes, nos moriremos sin haber sabido el verdadero nombre del
día. Es casi tonto repetir que nos venden la vida, como decía Malcolm Lowry,
que nos la dan prefabricada. También Morelli es casi tonto al insistir en eso, pero
Etienne acierta en el clavo: por la práctica el viejo se muestra y nos muestra la
salida. ¿Para qué sirve un escritor sino para destruir la literatura? Y nosotros, que
no queremos ser lectores-hembra, ¿para qué servimos sino para ayudar en lo
posible a esa destrucción?
—¿Pero y después, qué vamos a hacer después? —dijo Babs.
—Me pregunto —dijo Oliveira—. Hasta hace unos veinte años había la gran
respuesta: la Poesía, ñata, la Poesía. Te tapaban la boca con la gran palabra.
Visión poética del mundo, conquista de una realidad poética. Pero después de la



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última guerra, te habrás dado cuenta de que se acabó. Quedan poetas, nadie lo
niega, pero no los lee nadie.
—No digas tonterías —dijo Perico—. Yo leo montones de versos.
—Claro, yo también. Pero no se trata de los versos, che, se trata de eso que
anunciaban los surrealistas y que todo poeta desea y busca, la famosa realidad
poética. Creeme, querido, desde el año cincuenta estamos en plena realidad
tecnológica, por lo menos estadísticamente hablando. Muy mal, una lástima,
habrá que mesarse los cabellos, pero es así.
—A mí se me importa un bledo la tecnología —dijo Perico—. Fray Luis, por
ejemplo...
—Estamos en mil novecientos cincuenta y pico. —Ya lo sé, coño.
—No parece.
—¿Pero es que te crees que yo me voy a colocar en una puñetera posición
historicista?
—No, pero deberías leer los diarios. A mí me gusta tan poco la tecnología
como a vos, solamente que siento lo que ha cambiado el mundo en los últimos
veinte años. Cualquier tipo con más de cuarenta abriles tiene que darse cuenta, y
por eso la pregunta de Babs nos pone a Morelli y a nosotros contra la pared. Está
muy bien hacerle la guerra al lenguaje emputecido, a la literatura por llamarla
así, en nombre de una realidad que creemos verdadera, que creemos alcanzable,
que creemos en alguna parte del espíritu, con perdón de la palabra. Pero el
mismo Morelli no ve más que el lado negativo de su guerra. Siente que tiene que
hacerla, como vos y como todos nosotros. ¿Y?
—Seamos metódicos —dijo Etienne—. Dejemos tranquilo tu « ¿y?». La lección
de Morelli basta como primera etapa. —No podés hablar de etapas sin
presuponer una meta. —Llamale hipótesis de trabajo, cualquier cosa así. Lo que
Morelli busca es quebrar los hábitos mentales del lector. Como ves, algo muy
modesto, nada comparable al cruce de los Alpes por Aníbal. Hasta ahora, por lo
menos, no hay gran cosa de metafísica en Morelli, salvo que vos, Horacio


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Curiacio, sos capaz de encontrar metafísica en una lata de tomates. Morelli es un
artista que tiene una idea especial del arte, consistente más que nada en echar
abajo las formas usuales, cosa corriente en todo buen artista. Por ejemplo, le
revienta la novela rollo chino. El libro que se lee del principio al final como un
niño bueno. Ya te habrás fijado que cada vez le preocupa menos la ligazón de las
partes, aquello de que una palabra trae la otra... Cuando leo a Morelli tengo la
impresión de que busca una interacción menos mecánica, menos causal de los
elementos que maneja; se siente que lo ya escrito condiciona apenas lo que está
escribiendo, sobre todo que el viejo, después de centenares de páginas, ya ni se
acuerda de mucho de lo que ha hecho.
—Con lo cual —dijo Perico— le ocurre que una enana de la página veinte
tiene dos metros cinco en la página cien. Me he percatado más de una vez. Hay
escenas que empiezan a las seis de la tarde y acaban a las cinco y media. Un asco.
—¿Y a vos no te ocurre ser enano o gigante según andés de ánimo? —dijo
Ronald.
—Estoy hablando del soma —dijo Perico.
—Cree en el soma —dijo Oliveira—. El soma en el tiempo. Cree en el tiempo,
en el antes y en el después. El pobre no ha encontrado en algún cajón una carta
suya escrita hace veinte años, no la ha releído, no se ha dado cuenta de que nada
se sostiene si no lo apuntalamos con miga de tiempo, si no inventamos el tiempo
para no volvernos locos.
—Todo eso es oficio —dijo Ronald —. Pero detrás, detrás...
—Un poeta —dijo Oliveira, sinceramente conmovido—. Vos te deberías
llamar Behind o Beyond, americano mío. O Yonder, que es tan bonita palabra.
—Nada de eso tendría sentido si no hubiera un detrás —dijo Ronald —.
Cualquier best-seller escribe mejor que Morelli. Si lo leemos, si estamos aquí esta
noche, es porque Morelli tiene lo que tenía el Bird, lo que de golpe tienen
Cummings o Jackson Pollock, en fin, basta de ejemplos. ¿Y por qué basta de
ejemplos? —gritó Ronald enfurecido, mientras Babs lo miraba admirada y


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bebiendosuspalabrasdeunsolotrago—. Citaré todo lo que me dé la gana.
Cualquiera se da cuenta de que Morelli no se complica la vida por gusto, y
además su libro es una provocación desvergonzada como todas las cosas que
valen la pena. En ese mundo tecnológico de que hablabas, Morelli quiere salvar
algo que se está muriendo, pero para salvarlo hay que matarlo antes o por lo
menos hacerle tal transfusión de sangre que sea como una resurrección. El error
de la poesía futurista —dijo Ronald, con inmensa admiración de Babs— fue
querer comentar el maquinismo, creer que así se salvarían de la leucemia. Pero
no es con hablar literariamente de lo que ocurre en el Cabo Cañaveral que vamos
a entender mejor la realidad, me parece.
—Te parece muy bien —dijo Oliveira—. Sigamos en busca del Yonder, hay
montones de Yonders que ir abriendo uno detrás de otro. Yo diría para empezar
que esta realidad tecnológica que aceptan hoy los hombres de ciencia y los
lectores de France-Soir, este mundo de cortisona, rayos gamma y elución del
plutonio, tiene tan poco que ver con la realidad como el mundo del Roman de la
Rose. Si se lo mencioné hace un rato a nuestro Perico, fue para hacerle notar que
sus criterios estéticos y su escala de valores están más bien liquidados y que el
hombre, después de haberlo esperado todo de la inteligencia y el espíritu, se
encuentra como traicionado, oscuramente consciente de que sus armas se han
vuelto contra él, que la cultura, la civiltà, lo han traído a este callejón sin salida
donde la barbarie de la ciencia no es más que una reacción muy comprensible.
Perdón por el vocabulario.
—Eso ya lo dijo Klages —dijo Gregorovius.
—No pretendo ningún copyright —dijo Oliveira—. La idea es que la realidad,
aceptes la de la Santa Sede, la de René Char o la de Oppenheimer, es siempre una
realidad convencional, incompleta y parcelada. La admiración de algunos tipos
frente a un microscopio electrónico no me parece más fecunda que la de las
porteras por los milagros de Lourdes. Creer en lo que llaman materia, creer en lo
que llaman espíritu, vivir en Emmanuel o seguir cursos de Zen, plantearse el


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destino humano como un problema económico o como un puro absurdo, la lista
es larga, la elección múltiple. Pero el mero hecho de que pueda haber elección y
que la lista sea larga basta para mostrar que estamos en la prehistoria y en la
prehumanidad. No soy optimista, dudo mucho de que alguna vez accedamos a
la verdadera historia de la verdadera humanidad. Va a ser difícil llegar al famoso
Yonder de Ronald, porque nadie negará que el problema de la realidad tiene que
plantearse en términos colectivos, no en la mera salvación de algunos elegidos.
Hombres realizados, hombres que han dado el salto fuera del tiempo y se han
integrado en una suma, por decirlo así... Sí, supongo que los ha habido y los hay.
Pero no basta, yo siento que mi salvación, suponiendo que pudiera alcanzarla,
tiene que ser también la salvación de todos, hasta el último de los hombres. Y
eso, viejo... Ya no estamos en los campos de Asís, ya no podemos esperar que el
ejemplo de un santo siembre la santidad, que cada gurú sea la salvación de todos
los discípulos.
—Volvé de Benarés —aconsejó Etienne. Hablábamos de Morelli, me parece. Y
para empalmar con lo que decías se me ocurre que ese famoso Yonder no puede
ser imaginado como futuro en el tiempo o en el espacio. Si seguimos
ateniéndonos a categorías kantianas, parece querer decir Morelli, no saldremos
nunca del atolladero. Lo que llamamos realidad, la verdadera realidad que
también llamamos
Yonder (a veces ayuda darle muchos nombres a una entrevisión, por lo menos
se evita que la noción se cierre y se acartone), esa verdadera realidad, repito, no
es algo por venir, una meta, el último peldaño, el final de una evolución. No, es
algo que ya está aquí, en nosotros. Se la siente, basta tener el valor de estirar la
mano en la oscuridad. Yo la siento mientras estoy pintando.
—Puede ser el Malo —dijo Oliveira—. Puede ser una mera exaltación estética.
Pero también podría ser ella. Sí, también podría ser ella.
—Está aquí —dijo Babs, tocándose la frente—. Yo la siento cuando estoy un
poco borracha, o cuando...


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Soltó una carcajada y se tapó la cara. Ronald le dio un empujón cariñoso.
—No está —dijo Wong, muy serio—. Es.
—No iremos muy lejos por ese camino —dijo Oliveira—. ¿Qué nos da la
poesía sino esa entrevisión? Vos, yo, Babs... El reino del hombre no ha nacido por
unas pocas chispas aisladas. Todo el mundo ha tenido su instante de visión, pero
lo malo es la recaída en el hinc y el nunc.
—Bah, vos no entendés nada si no es en términos de absoluto —dijo Etienne—
. Dejame terminar lo que quería decir. Morelli cree que si los liróforos, como dice
nuestro Perico, se abrieran paso a través de las formas petrificadas y periclitadas,
ya sea un adverbio de modo, un sentido del tiempo o lo que te dé la gana, harían
algo útil por primera vez en su vida. Al acabar con el lector-hembra, o por lo
menos al menoscabarlo seriamente, ayudarían a todos los que de alguna manera
trabajan para llegar al Yonder. La técnica narrativa de tipos como él no es más
que una incitación a salirse de las huellas.
—Sí, para meterse en el barro hasta el cogote —dijo Perico, que a las once de
la noche estaba contra cualquier cosa.
—Heráclito —dijo Gregorovius— se enterró en la mierda hasta el cogote y se
curó de la hidropesía.
—Dejá tranquilo a Heráclito —dijo Etienne—. Ya me empieza a dar sueño
tanto macaneo, pero de todos modos voy a decir lo siguiente, dos puntos: Morelli
parece convencido de que si el escritor sigue sometido al lenguaje que le han
vendido junto con la ropa que lleva puesta y el nombre y el bautismo y la
nacionalidad, su obra no tendrá otro valor que el estético, valor que el viejo
parece despreciar cada vez más. En alguna parte es bastante explicito: según el
no se puede denunciar nada si se lo hace dentro del sistema al que pertenece lo
denunciado. Escribir en contra del capitalismo con el bagaje mental y el
vocabulario que derivan del capitalismo el perder el tiempo. Se lograrían
resultados históricos como el marxismo y lo que te guste, pero el Yonder no es



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precisamente historia, el Yonder es como las puntas de los dedos que sobresalen
de las aguas de la historia, buscando dónde agarrarse.
—Pamemas —dijo Perico.
—Y por eso el escritor tiene que incendiar el lenguaje, acabar con las formas
coaguladas e ir todavía más allá, poner en duda la posibilidad de que este
lenguaje esté todavía en contacto con lo que pretende mentar. No ya las palabras
en sí, porque eso importa menos, sino la estructura total de una lengua, de un
discurso.
—Para todo lo cual se sirve de una lengua sumamente clara —dijo Perico.
—Por supuesto, Morelli no cree en los sistemas onomatopéyicos ni en los
letrismos. No se trata de sustituir la sintaxis por la escritura automática o
cualquier otro truco al uso. Lo que él quiere es transgredir el hecho literario total,
el libro, si querés. A veces en la palabra, a veces en lo que la palabra transmite.
Procede como un guerrillero, hace saltar lo que puede, el resto sigue su camino.
No creas que no es un hombre de letras.
—Habría que pensar en irse —dijo Babs que tenía sueño.
—Tú dirás lo que quieras —se emperró Perico— pero ninguna revolución de
verdad se hace contra las formas. Lo que cuenta es el fondo, chico, el fondo.
—Llevamos decenas de siglos de literatura de fondo dijo Oliveira— y los
resultados ya los estás viendo. Por literatura entiendo, te darás cuenta, todo lo
hablable y lo pensable.
—Sin contar que el distingo entre fondo y forma es falso —dijo Etienne—.
Hace años que cualquiera lo sabe. Distingamos mas bien entre elemento
expresivo, o sea el lenguaje en sí, y la cosa expresada, o sea la realidad
haciéndose conciencia.
—Como quieras —dijo Perico—. Lo que me gustaría saber es si esa ruptura
que pretende Morelli, es decir la ruptura de eso que llamas elemento expresivo
para alcanzar mejor la cosa expresable, tiene verdaderamente algún valor a esta
altura,



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—Probablemente no servirá para nada —dijo Oliveira — pero nos hace
sentirnos un poco menos solos en este callejón sin salida al servicio de la Gran-
Infatuación-Idealista-Realista-Espiritualista-Materialista del Occidente, S.R.L..
—¿Creés que algún otro hubiera podido abrirse paso a través del lenguaje
hasta tocar las raíces? —preguntó Ronald.
—Tal vez. Morelli no tiene el genio o la paciencia que se necesitan. Muestra
un camino, da unos golpes de pico... Deja un libro. No es mucho.
—Vámonos —dijo Babs—. Es tarde, se ha acabado el coñac.
—Y hay otra cosa —dijo Oliveira—. Lo que él persigue es absurdo en la
medida en que nadie sabe sino lo que sabe, es decir una circunscripción
antropológica. Wittgensteinianamente, los problemas se eslabonan hacia atrás, es
decir que lo que un hombre sabe es el saber de un hombre, pero del hombre
mismo ya no se sabe todo lo que se debería saber para que su noción de la
realidad fuera aceptable. Los gnoseólogos se plantearon el problema y hasta
creyeron encontrar un terreno firme desde donde reanudar la carrera hacia
adelante, rumbo a la metafísica. Pero el higiénico retroceso de un Descartes se
nos aparece hoy como parcial y hasta insignificante, porque en este mismo
minuto hay un señor Wilcox, de Cleveland, que con electrodos y otros artefactos
está probando la equivalencia del pensamiento y de un circuito electromagnético
(cosas que a su vez cree conocer muy bien porque conoce muy bien el lenguaje
que las define, etc.). Por si fuera poco, un sueco acaba de lanzar una teoría muy
vistosa sobre la química cerebral. Pensar es el resultado de la interacción de unos
ácidos de cuyo nombre no quiero acordarme. Acido, ergo sum. Te echás una gota
en las meninges y a lo mejor Oppenheimer o el doctor Petiot, asesino eminente.
Ya ves cómo el cogito, la Operación Humana por excelencia, se sitúa hoy en una
región bastante vaga, entre electromagnética y química, y probablemente no se
diferencia tanto como pensábamos de cosas tales como una aurora boreal o una
foto con rayos infrarrojos. Ahí va tu cogito, eslabón del vertiginoso flujo de
fuerzas cuyos peldaños en 1950 se llaman inter alia impulsos eléctricos,



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moléculas, átomos, neutrones, protones, potirones, microlxitones, isótopos
radiactivos, pizcas de cinabrio, rayos cósmicos: Words, words, words. Hamlet,
acto segundo, creo. Sin contar —agregó Oliveira suspirando— que a lo mejor es
al revés, y resulta que la aurora boreal es un fenómeno espiritual, y entonces sí
que estamos como queremos...
—Con semejante nihilismo, harakiri —dijo Etienne.
—Pues claro, manito —dijo Oliveira—. Pero para volver al viejo, si lo que él
persigue es absurdo, puesto que es como pegarle con una banana a Sugar Ray
Robinson, puesto que es una insignificante ofensiva en medio de la crisis y la
quiebra total de la idea clásica del homo sapiens, no hay que olvidarse de que
vos sos vos y yo soy yo, o que por lo menos nos parece, y que aunque no
tengamos la menor certidumbre sobre todo lo que nuestros gigantes padres
aceptaban como irrefutable, nos queda la amable posibilidad de vivir y de obrar
como si, eligiendo hipótesis de trabajo, atacando como Morelli lo que nos parece
más falso en nombre de alguna oscura sensación de certidumbre, que
probablemente será tan incierta como el resto, pero que nos hace levantar la
cabeza y contar las Cabritas, o buscar una vez más las Pléyades, esos bichos de
infancia, esas luciérnagas insondables. Coñac.
—Se acabó —dijo Babs—. Vamos, me estoy durmiendo.
—Al final, como siempre, un acto de fe —dijo Etienne, riendo—. Sigue siendo
la mejor definición del hombre. Ahora, volviendo al asunto del huevo frito...
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Puso la ficha en la ranura, marcó lentamente el número. A esa hora Etienne
debía estar pintando y le reventaba que le telefonearan en mitad del trabajo, pero
lo mismo tenía que llamarlo. El teléfono empezó a sonar del otro lado, en un
taller cerca de la Place d’Italie, a cuatro kilómetros de la oficina de correos de la
rue Danton. Una vieja con aire de rata se había apostado delante de la casilla de
vidrio, miraba disimuladamente a Oliveira sentado en el banco con la cara
pegada al aparato telefónico, y Oliveira sentía que la vieja lo estaba mirando, que
implacablemente empezaba a contar los minutos. Los vidrios de la casilla
estaban limpios, cosa rara: la gente iba y venía en el correo, se oía el golpe sordo
(y fúnebre, no se sabía por qué) de los sellos inutilizando las estampillas. Etienne
dijo algo del otro lado, y Oliveira apretó el botón niquelado que abría la
comunicación y se tragaba definitivamente la ficha de veinte francos.
—Te podías dejar de joder —rezongó Etienne que parecía haberlo reconocido
en seguida—. Sabés que a esta hora trabajo como un loco.
—Yo también —dijo Oliveira—. Te llamé porque justamente mientras
trabajaba tuve un sueño.
—¿Cómo mientras trabajabas?
—Sí, a eso de las tres de la mañana. Soñé que iba a la cocina, buscaba pan y
me cortaba una tajada. Era un pan diferente de los de aquí, un pan francés como
los de Buenos Aires, entendés, que no tienen nada de franceses pero se llaman





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panes franceses. Date cuenta de que es un pan más bien grueso, de color claro,
con mucha miga. Un pan para untar con manteca y dulce, comprendés.
—Ya sé —dijo Etienne—. En Italia los he comido.
—Estás loco. No tienen nada que ver. Un día te voy a hacer un dibujo para
que te des cuenta. Mirá, tiene la forma de un pescado ancho y corto, apenas
quince centímetros pero bien gordo en el medio. Es el pan francés de Buenos
Aires.
—El pan francés de Buenos Aires —repitió Etienne.
—Sí, pero esto sucedía en la cocina de la rue de la Tombe Issoire, antes de que
yo me mudara con la Maga. Tenía hambre y agarré el pan para cortarme una
tajada. Entonces oí que el pan lloraba. Sí, claro que era un sueño, pero el pan
lloraba cuando yo le metía el cuchillo. Un pan francés cualquiera y lloraba. Me
desperté sin saber qué iba a pasar, yo creo que todavía tenía el cuchillo clavado
en el pan cuando me desperté.
—Tiens —dijo Etienne.
—Ahora vos te das cuenta, uno se despierta de un sueño así, sale al pasillo a
meter la cabeza debajo del agua, se vuelve a acostar, fuma toda la noche... Qué sé
yo, era mejor que hablara con vos, aparte de que nos podríamos citar para ir a
ver al viejito ese del accidente que te conté.
—Hiciste bien —dijo Etienne—. Parece un sueño de chico. Los chicos todavía
pueden soñar cosas así, o imaginárselas. Mi sobrino me dijo una vez que había
estado en la luna. Le pregunté qué había visto. Me contestó: «Había un pan y un
corazón.» Te das cuenta que después de estas experiencias de panadería uno va
no puede mirar a un chico sin tener miedo.
—Un pan y un corazón —repitió Oliveira—. Sí, pero yo solamente veo un
pan. En fin. Ahí afuera hay una vieja que me empieza a mirar de mala manera.
¿Cuántos minutos se puede hablar en estas casillas?
—Seis. Después te va a golpear el vidrio. ¿Hay solamente una vieja?




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—Una vieja, una mujer bizca con un chico, y una especie de viajante de
comercio. Debe ser un viajante de comercio porque aparte de una libreta que está
hojeando como un loco, le salen tres puntas de lápiz por el bolsillo de arriba.
—También podría ser un cobrador.
—Ahora llegan otros dos, un chico de unos catorce años que se hurga la nariz,
y una vieja con un sombrero extraordinario, como para un cuadro de Cranach.
—Te vas sintiendo mejor —dijo Etienne.
—Sí, esta casilla no está mal. Lástima que haya tanta gente esperando. ¿Te
parece que ya hemos hablado seis minutos?
—De ninguna manera —dijo Etienne—. Apenas tres, y ni siquiera eso.
Entonces la vieja no tiene ningún derecho de golpearme el vidrio, ¿no creés?
—Que se vaya al diablo. Por supuesto que no tiene derecho. Vos disponés de
seis minutos para contarme todos los sueños que te dé la gana.
—Era solamente eso —dijo Oliveira— pero lo malo no es el sueño. Lo malo es
que eso que llaman despertarse... ¿A vos no te parece que en realidad es ahora
que yo estoy soñando?
—¿Quién te dice? Pero es un tema trillado, viejo, el filósofo y la mariposa, son
cosas que se saben.
—Sí, pero disculpame si insisto un poco. Yo quisiera que te imaginaras un
mundo donde podés cortar un pan en pedazos sin que se queje.
—Es difícil de creer, realmente —dijo Etienne.
—No, en serio, che. ¿A vos no te pasa que te despertás a veces con la exacta
conciencia de que en ese momento empieza una increíble equivocación?
—En medio de esa equivocación —dijo Etienne— yo pinto magníficos
cuadros y poco me importa si soy una mariposa o Fu-Manchú.
—No tiene nada que ver. Parece que gracias a diversas equivocaciones Colón
llegó a Guanahani o como se llamara la isla. ¿Por qué ese criterio griego de
verdad y de error?



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—Pero si no soy yo —dijo Etienne, resentido. Fuiste vos el que habló de una
increíble equivocación.
—También era una figura —dijo Oliveira—. Lo mismo que llamarle sueño.
Eso no se puede calificar, precisamente la equivocación es que no se puede decir
siquiera que es una equivocación.
—La vieja va a romper el vidrio —dijo Etienne—. Se oye desde aquí.
—Que se vaya al demonio —dijo Oliveira—. No puede ser que hayan pasado
seis minutos.
—Más o menos. Y además está la cortesía sudamericana, tan alabada siempre.
—No son seis minutos. Me alegro de haberte contado el sueño, y cuando nos
veamos...
—Vení cuando quieras —dijo Etienne—. Ya no voy a pintar más esta mañana,
me has reventado.
—¿Vos te das cuenta cómo me golpea el vidrio? —dijo Oliveira—. No
solamente la vieja con cara de rata, sino el chico y la bizca. De un momento a otro
va a venir un empleado.
—Te vas a agarrar a trompadas, claro.
—No, para qué. El gran sistema es hacerme el que no entiendo ni una palabra
en francés.
—En realidad vos no entendés mucho —dijo Etienne.
—No. Lo triste es que para vos eso es una broma, y en realidad no es una
broma. La verdad es que no quiero entender nada, si por entender hay que
aceptar eso que llamábamos la equivocación. Che, han abierto la puerta, hay un
tipo que me golpea en el hombro. Chau, gracias por escucharme.
—Chau —dijo Etienne.
Arreglándose el saco, Oliveira salió de la casilla. El empleado le gritaba en la
oreja el repertorio reglamentario. «Si ahora tuviera el cuchillo en la mano», pensó
Oliveira, sacando los cigarrillos, … «a lo mejor este tipo se pondría a cacarear o
se convertiría en un ramo de flores». Pero las cosas se petrificaban, duraban


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terriblemente, había que encender el cigarrillo, cuidando de no quemarse porque
le temblaba bastante la mano, y seguir oyendo los gritos del tipo que se alejaba,
dándose vuelta cada dos pasos para mirarlo y hacerle gestos, y la bizca y el
viajante de comercio lo miraban con un ojo y con el otro ya se habían puesto a
vigilar a la vieja para que no se pasara de los seis minutos, la vieja dentro de la
casilla era exactamente una momia quechua del Museo del Hombre, de esas que
se iluminan si uno aprieta un botoncito. Pero era al revés como en tantos sueños,
la vieja desde adentro apretaba el botoncito y empezaba a hablar con alguna otra
vieja metida en cualquiera de las bohardillas del inmenso sueño.
(-76)



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101
Alzando apenas la cabeza Pola veía el almanaque del PTT, una vaca rosa en
un campo verde con un fondo de montañas violetas bajo un cielo azul, jueves 1,
viernes 2, sábado 3, domingo 4, lunes 5, martes 6, Saint Mamert, Sainte Solange,
Saint Achille, Saint Servais, Sait Boniface, lever 4 h.12, coucher 19 h.23, lever 4
h.10, coucher 19 h.24, lever coucher, lever coucher, levercoucher, coucher,
coucher, coucher.
Pegando la cara al hombro de Oliveira besó una piel transpirada, tabaco y
sueño. Con una mano lejanísima y libre le acariciaba el vientre, iba y venía por
los muslos, jugaba con el vello, enredaba los dedos y tiraba un poco, suavemente,
para que Horacio se enojara y la mordiera jugando. En la escalera se arrastraban
unas zapatillas, Saint Ferdinand, Sainte Pétronille, Saint Fortuné, Sainte
Blandine, un, deux, un, deux, derecha, izquierda, derecha, izquierda, bien, mal,
bien, mal, adelante, atrás, adelante, atrás. Una mano andaba por su espalda,
bajaba lentamente, jugando a la araña, un dedo, otro, otro, Saint Fortuné, Sainte
Blandine, un dedo aquí, otro más allá, otro encima, otro debajo. La caricia la
penetraba despacio, desde otro plano. La hora del lujo, del surplus, morderse
despacio, buscar el contacto con delicadeza de exploración, con titubeos fingidos,
apoyar la punta de la lengua contra una piel, clavar lentamente una uña,
murmurar, coucher 19 h.24, Saint Ferdinand. Pola levantó un poco la cabeza y
miró a Horacio que tenía los ojos cerrados. Se preguntó si también haría eso con
su amiga, la madre del chico. A él no le gustaba hablar de la otra, exigía como un
respeto al no referirse más que obligadamente a ella. Cuando se lo preguntó,
abriéndole un ojo con dos dedos y besándolo rabiosa en la boca que se negaba a
contestar, lo único consolador a esa hora era el silencio, quedarse así uno contra



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Alzando apenas la cabeza Pola veía el almanaque del PTT, una vaca rosa en
un campo verde con un fondo de montañas violetas bajo un cielo azul, jueves 1,
viernes 2, sábado 3, domingo 4, lunes 5, martes 6, Saint Mamert, Sainte Solange,
Saint Achille, Saint Servais, Sait Boniface, lever 4 h.12, coucher 19 h.23, lever 4
h.10, coucher 19 h.24, lever coucher, lever coucher, levercoucher, coucher,
coucher, coucher.
Pegando la cara al hombro de Oliveira besó una piel transpirada, tabaco y
sueño. Con una mano lejanísima y libre le acariciaba el vientre, iba y venía por
los muslos, jugaba con el vello, enredaba los dedos y tiraba un poco, suavemente,
para que Horacio se enojara y la mordiera jugando. En la escalera se arrastraban
unas zapatillas, Saint Ferdinand, Sainte Pétronille, Saint Fortuné, Sainte
Blandine, un, deux, un, deux, derecha, izquierda, derecha, izquierda, bien, mal,
bien, mal, adelante, atrás, adelante, atrás. Una mano andaba por su espalda,
bajaba lentamente, jugando a la araña, un dedo, otro, otro, Saint Fortuné, Sainte
Blandine, un dedo aquí, otro más allá, otro encima, otro debajo. La caricia la
penetraba despacio, desde otro plano. La hora del lujo, del surplus, morderse
despacio, buscar el contacto con delicadeza de exploración, con titubeos fingidos,
apoyar la punta de la lengua contra una piel, clavar lentamente una uña,
murmurar, coucher 19 h.24, Saint Ferdinand. Pola levantó un poco la cabeza y
miró a Horacio que tenía los ojos cerrados. Se preguntó si también haría eso con
su amiga, la madre del chico. A él no le gustaba hablar de la otra, exigía como un
respeto al no referirse más que obligadamente a ella. Cuando se lo preguntó,
abriéndole un ojo con dos dedos y besándolo rabiosa en la boca que se negaba a
contestar, lo único consolador a esa hora era el silencio, quedarse así uno contra


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otro, oyéndose respirar, viajando de cuando en cuando con un pie o una mano
hasta el otro cuerpo, emprendiendo blandos itinerarios sin consecuencias, restos
de caricias perdidas en la cama, en el aire, espectros de besos, menudas larvas de
perfumes o de costumbre. No, no le gustaba hacer eso con su amiga, solamente
Pola podía comprender, plegarse tan bien a sus caprichos. Tan a la medida que
era extraordinario. Hasta cuando gemía, porque en un momento había gemido,
había querido librarse pero ya era demasiado tarde, el lazo estaba cerrado y su
rebelión no había servido más que para ahondar el goce y el dolor, el doble
malentendido que tenían que superar porque era falso, no podía ser que en un
abrazo, a menos que sí, a menos que tuviera que ser así.
(-144)



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Sumamente hormiga, Wong acabó por descubrir en la biblioteca de Morelli un
ejemplar dedicado a Die Vervirrungen des Zöglings Törless, de Musil, con el
siguiente pasaje enérgicamente subrayado:
¿Cuáles son las cosas que me parecen extrañas? Las más triviales. Sobre todo,
los objetos inanimados. ¿Qué es lo que parece extraño en ellos? Algo que no
conozco. ¡Pero es justamente eso! ¿De dónde diablos saco esa noción de «algo»?
Siento que está ahí, que existe. Produce en mí un efecto, como si tratara de
hablar. Me exaspero, como quien se esfuerza por leer en los labios torcidos de un
paralítico, sin conseguirlo. Es como si tuviera un sentido adicional, uno más que
los otros, pero que no se ha desarrollado del todo, un sentido que está ahí y se
hace notar, pero que no funciona. Para mí el mundo está lleno de voces
silenciosas. ¿Significa eso que soy un vidente, o que tengo alucinaciones?
Ronald encontró esta cita de La carta de Lord Chandos, de Hofmannsthal:
Así como había visto cierto día con un vidrio de aumento la piel de mi dedo
meñique, semejante a una llanura con surcos y hondonadas, así veía ahora a los
hombres y sus acciones. Ya no conseguía percibirlos con la mirada simplificadora
de la costumbre. Todo se descomponía en fragmentos que se fragmentaban a su
vez; nada conseguía captar por medio de una noción definida.




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(-45)




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Tampoco Pola hubiera comprendido por qué de noche él retenía el aliento
para escucharla dormir, espiando los rumores de su cuerpo. Boca arriba,
colmada, alentaba pesadamente y apenas si alguna vez, desde algún sueño
incierto, agitaba una mano o soplaba alzando el labio inferior y proyectando el
aire contra la nariz. Horacio se mantenía inmóvil, la cabeza un poco levantada o
apoyada en el puño, el cigarrillo colgando. A las tres de la mañana la rue
Dauphine callaba, la respiración de Pola iba y venía, entonces había como un
leve corrimiento, un menudo torbellino instantáneo, un agitarse interior como de
segunda vida, Oliveira se enderezaba lentamente y acercaba la oreja a la piel
desnuda, se apoyaba contra el curvo tambor tenso y tibio, escuchaba. Rumores,
descensos y caídas, ludiones y murmullos, andar de cangrejos y babosas, un
mundo negro y apagado deslizándose sobre felpa, estallando aquí y allá y
disimulándose otra vez (Pola suspiraba, se movía un poco). Un cosmos líquido,
fluido, en gestación nocturna, plasma subiendo y bajando, la máquina opaca y
lenta moviéndose a desgano, y de pronto un chirrido, una carrera vertiginosa
casi contra la piel, una fuga y un gorgoteo de contención o de filtro, el vientre de
Pola un cielo negro con estrellas gordas y pausadas, cometas fulgurantes, rodar
de inmensos planetas vociferantes, el mar con un plancton de susurro, sus
murmuradas medusas, Pola microcosmo, Pola resumen de la noche universal en
su pequeña noche fermentada donde el yoghourt y el vino blanco se mezclaban
con la carne y las legumbres, centro de una química infinitamente rica y
misteriosa y remota y contigua.


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La vida, como un comentario de otra cosa que no alcanzamos, y que está ahí al
alcance del salto que no damos.
La vida, un ballet sobre un tema histórico, una historia sobre un hecho vivido,
un hecho vivido sobre un hecho real. La vida, fotografía del número, posesión en
las tinieblas (¿mujer, monstruo?), la vida, proxeneta de la muerte, espléndida
baraja, tarot de claves olvidadas que unas manos gotosas rebajan a un triste
solitario.
(-10)



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Morelliana.
Pienso en los gestos olvidados, en los múltiples ademanes y palabras de los
abuelos, poco a poco perdidos, no heredados, caídos uno tras otro del árbol del
tiempo. Esta noche encontré una vela sobre una mesa, y por jugar la encendí y
anduve con ella en el corredor. El aire del movimiento iba a apagarla, entonces vi
levantarse sola mi mano izquierda, ahuecarse, proteger la llama con una pantalla
viva que alejaba el aire. Mientras el fuego se enderezaba otra vez alerta, pensé
que ese gesto había sido el de todos nosotros (pensé nosotros y pensé bien, o sentí
bien) durante miles de años, durante la Edad del Fuego, hasta que nos la
cambiaron por la luz eléctrica. Imaginé otros gestos, el de las mujeres alzando el
borde de las faldas, el de los hombres buscando el puño de la espada. Como las
palabras perdidas de la infancia, escuchadas por última vez a los viejos que se
iban muriendo. En mi casa ya nadie dice «la cómoda de alcanfor», ya nadie habla
de «las trebes» —las trébedes—. Como las músicas del momento, los valses del
año veinte, las polkas que enternecían a los abuelos.
Pienso en esos objetos, esas cajas, esos utensilios que aparecen a veces en
graneros, cocinas o escondrijos, y cuyo uso ya nadie es capaz de explicar. Vanidad
de creer que comprendemos las obras del tiempo: él entierra sus muertos y
guarda las llaves. Sólo en sueños, en la poesía, en el juego —encender una vela,
andar con ella por el corredor— nos asomamos a veces a lo que fuimos antes de
ser esto que vaya a saber si somos.
(-96)





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Johnny Temple:
Between midnight and dawn, baby we may ever have to part,
But there’s one thing about it, baby, please remember I’ ve always been your heart.
The Yas Yas Girl:
Well it’s blues in my house, from the roof to the ground,
And it’s blues everywhere since my good man left town.
Blues in my mail— box cause I cain’t get no mail,
Says blues in my bread— box ‘cause my bread got stale.
Blues in my meal-barrel and there’s blues upon my shelf
And there’s blues in my bed, ‘cause I’m sleepin’ by myself.
(-13)



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Escrito por Morelli en el hospital:
La mejor cualidad de mis antepasados es la de estar muertos; espero modesta
pero orgullosamente el momento de heredarla. Tengo amigos que no dejarán de
hacerme una estatua en la que me representarán tirado boca abajo en el acto de
asomarme a un charco con ranitas auténticas. Echando una moneda en una
ranura se me verá escupir en el agua, y las ranitas se agitarán alborozadas y
croarán durante un minuto y medio, tiempo suficiente para que la estatua pierda
todo interés.
(-113)








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—La cloche, le clochard, la clocharde, clocharder. Pero si hasta han
presentado una tesis en la Sorbona sobre la psicología de los clochards.
—Puede ser —dijo Oliveira—. Pero no tienen ningún Juan Filloy que les
escriba Caterva. ¿Qué será de Filloy, che?
Naturalmente la Maga no podía saberlo, empezando porque ignoraba su
existencia. Hubo que explicarle por qué Filloy, por qué Caterva. A la Maga le
gustó muchísimo el argumento del libro, la idea de que los linyeras criollos
estaban en la línea de los clochards. Se quedó firmemente convencida de que era
un insulto confundir a un linyera con un mendigo, y su simpatía por la clocharde
del Pont des Arts se arraigó en razones que ahora le parecían científicas. Sobre
todo en esos días en que habían descubierto, andando por las orillas, que la
clocharde estaba enamorada, la simpatía y el deseo de que todo terminara bien
era para la Maga algo así como el arco de los puentes, que siempre la
emocionaban, o esos pedazos de latón o de alambre que Oliveira juntaba
cabizbajo al azar de los paseos.
—Filloy, carajo —decía Oliveira mirando las torres de la Conserjería y
pensando en Cartouche—. Qué lejos está mi país, che, es increíble que pueda
haber tanta agua salada en este mundo de locos.
—En cambio hay menos aire —decía la Maga—. Treinta y dos horas, nada
más.
—Ah. Cierto. Y qué me decís de la menega.



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—Y de las ganas de ir. Porque yo no tengo.
—Ni yo. Pero ponele. No hay caso, irrefutablemente.
—Vos nunca hablabas de volver —dijo la Maga.
—Nadie habla, cumbres borrascosas, nadie habla. Es solamente la conciencia
de que todo va como la mona para el que no tiene guita.
—París es gratis —citó la Maga—. Vos lo dijiste el día que nos conocimos. Ir a
ver la clocharde es gratis, hacer el amor es gratis, decirte que sos malo es gratis,
no quererte... ¿Por qué te acostaste con Pola?
—Una cuestión de perfumes —dijo Oliveira sentándose en el riel al borde del
agua—. Me pareció que olía a cantar de los cantares, a cinamomo, a mirra, esas
cosas. Era cierto, además.
—La clocharde no va a venir esta noche. Ya tendría que estar aquí, no falta
casi nunca.
—A veces los meten presos —dijo Oliveira—. Para despiojarlos, supongo, o
para que la ciudad duerma tranquila a orillas de su río impasible. Un clochard es
más escándalo que un ladrón, es sabido; en el fondo no pueden contra ellos,
tienen que dejarlos en paz.
—Contame de Pola. A lo mejor entre tanto vemos a la clocharde.
—Va cayendo la noche, los turistas americanos se acuerdan de sus hoteles, les
duelen los pies, han comprado cantidad de porquerías, ya tienen completos sus
Sade, sus Miller, sus Onze mille verges, las fotos artísticas, las estampas libertinas,
los Sagan y los Buffet. Mirá cómo se va despejando el paisaje por el lado del
puente. Y dejala tranquila a Pola, eso no se cuenta. Bueno, el pintor está
plegando el caballete, ya nadie se para a mirarlo. Es increíble cómo se ve de
nítido, el aire está lavado como el pelo de esa chica que corre allá, mirala, vestida
de rojo.
—Contame de Pola —repitió la Maga, golpeándole el hombro con el revés de
la mano.
—Pura pornografía —dijo Oliveira—. No te va a gustar.



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—Pero a ella seguramente que le contaste de nosotros.
—No. En líneas generales, solamente. ¿Qué le puedo contar? Pola no existe, lo
sabés. ¿Dónde está? Mostrámela.
—Sofismas —dijo la Maga, que había aprendido el término en las discusiones
de Ronald y Etienne—. No estará aquí, pero está en la rue Dauphine, eso es
seguro.
—¿Pero dónde está la rue Dauphine? —dijo Oliveira—. Tiens, la clocharde qui
s’amène. Che, pero está deslumbrante. Bajando la escalinata, tambaleándose bajo
el peso de un enorme fardo de donde sobresalían mangas de sobretodos
deshilachados, bufandas rotas, pantalones recogidos en los tachos de basura,
pedazos de género y hasta un rollo de alambre ennegrecido, la clocharde llegó al
nivel del muelle más bajo y soltó una exclamación entre berrido y suspiro.
Sobre un fondo indescifrable donde se acumularían camisones pegados a la
piel, blusas regaladas y algún corpiño capaz de contener unos senos ominosos, se
iban sumando, dos, tres, quizá cuatro vestidos, el guardarropas completo, y por
encima un saco de hombre con una manga casi arrancada, una bufanda sostenida
por un broche de latón con una piedra verde y otra roja, y en el pelo
increíblemente teñido de rubio una especie de vincha verde de gasa, colgando de
un lado.
—Está maravillosa —dijo Oliveira—. Viene a seducir a los del puente.
—Se ve que está enamorada —dijo la Maga—. Y cómo se ha pintado, mirale
los labios. Y el rimmel, se ha puesto todo lo que tenía.
—Parece Grock en peor. O algunas figuras de Ensor. Es sublime. ¿Cómo se las
arreglarán para hacer el amor esos dos? Porque no me vas a decir que se aman a
distancia.
—Conozco un rincón cerca del hotel de Sens donde los clochards se juntan
para eso. La policía los deja. Madame Léonie me dijo que siempre hay algún
soplón de la policía entre ellos, a esa hora aflojan los secretos. Parece que los
clochards saben muchas cosas del hampa.




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—El hampa, qué palabra —dijo Oliveira—. Sí, claro que saben. Están en el
borde social, en el filo del embudo. También deben saber muchas cosas de los
rentistas y los curas. Una buena ojeada a los tachos de basura...
—Allá viene el clochard. Está más borracho que nunca. Pobrecita, cómo lo
espera, mirá cómo ha dejado el paquete en el suelo para hacerle señas, está tan
emocionada.
—Por más hotel de Sens que digas, me pregunto cómo se las arreglan
—murmuró Oliveira—. Con toda esa ropa, che. Porque ella no se saca más que
una o dos cosas cuando hace menos frío, pero debajo tiene cinco o seis más, sin
hablar de lo que llaman ropa interior. ¿Vos te imaginás lo que puede ser eso, y en
un terreno baldío? El tipo es más fácil, los pantalones son tan manejables.
—No se desvisten —conjeturó la Maga—. La policía no los dejaría. Y la lluvia,
pensá un poco. Se meten en los rincones, en ese baldío hay como unos pozos de
medio metro, con cascotes en los bordes, donde los obreros tiran basuras y
botellas. Me imagino que hacen el amor parados.
—¿Con toda esa ropa? Pero es inconcebible. ¿Quiere decir que el tipo no la ha
visto nunca desnuda? Eso tiene que ser una porquería.
—Mirá cómo se quieren —dijo la Maga—. Se miran de una manera.
—Al tipo se le sale el vino por los ojos, che. Ternura a once grados y bastante
tanino.
—Se quieren, Horacio, se quieren. Ella se llama Emmanuèle, fue puta en las
provincias. Vino en una péniche, se quedó en los muelles. Una noche que yo
estaba triste hablamos. Huele que es un horror, al rato tuve que irme. ¿Sabés qué
le pregunté? Le pregunté cuándo se cambiaba de ropa. Qué tontería preguntarle
eso. Es muy buena, está bastante loca, esa noche creía ver las flores del campo en
los adoquines, las iba nombrando.
—Como Ofelia —dijo Horacio—. La naturaleza imita el arte.
—¿Ofelia?


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—Perdoná, soy un pedante. ¿Y qué te contestó cuando le preguntaste lo de la
ropa?
—Se puso a reír y se bebió medio litro de un trago. Dijo que la última vez que
se había sacado algo había sido por abajo, tirando desde las rodillas. Todo iba
saliendo a pedazos. En invierno tienen mucho frío, se echan encima todo lo que
encuentran.
—No me gustaría ser enfermero y que me la trajeran en camilla alguna noche.
Un prejuicio como cualquier otro. Pilares de la sociedad. Tengo sed, Maga.
—Andá a lo de Pola —dijo la Maga, mirando a la clocharde que se acariciaba
con su enamorado debajo del puente—. Fijate, ahora va a bailar, siempre baila un
poco a esta hora.
—Parece un oso.
—Es tan feliz —dijo la Maga juntando una piedrita blanca y mirándola por
todos lados.
Horacio le quitó la piedra y la lamió. Tenía gusto a sal y a piedra.
—Es mía —dijo la Maga, queriendo recuperarla.
—Sí, pero mirá qué color tiene cuando está conmigo. Conmigo se ilumina.
—Conmigo está más contenta. Dámela, es mía.
Se miraron. Pola.
—Y bueno —dijo Horacio—. Lo mismo da ahora que cualquier otra vez. Sos
tan tonta, muchachita, si supieras lo tranquila que podés dormir.
—Dormir sola, vaya la gracia. Ya ves, no lloro. Podés seguir hablando, no voy
a llorar. Soy como ella, mirala bailando, mirá, es como la luna, pesa más que una
montaña y baila, tiene tanta roña y baila. Es un ejemplo. Dame la piedrita.
—Tomá. Sabés, es tan difícil decirte: te quiero. Tan difícil, ahora.
—Sí, parecería que a mí me das la copia con papel carbónico.
—Estamos hablando como dos águilas —dijo Horacio.
—Es para reírse —dijo la Maga—. Si querés te la presto un momentito,
mientras dure el baile de la clocharde.



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—Bueno —dijo Horacio, aceptando la piedra y lamiéndola otra vez—. ¿Por
qué hay que hablar de Pola? Está enferma y sola, la voy a ver, hacemos el amor
todavía, pero basta, no quiero convertirla en palabras, ni siquiera con vos.
—Emmanuèle se va a caer al agua —dijo la Maga—. Está más borracha que el
tipo.
—No, todo va a terminar con la sordidez de siempre —dijo Oliveira,
levantándose del riel—. ¿Ves al noble representante de la autoridad que se
acerca? Vámonos, es demasiado triste. Si la pobre tenía ganas de bailar...
—Alguna vieja puritana armó un lío ahí arriba. Si la encontramos vos le pegás
una patada en el traste.
—Ya está. Y vos me disculpás diciendo que a veces se me dispara la pierna
por culpa del obús que recibí defendiendo Stalingrado.
—Y entonces vos te cuadrás y hacés la venia.
—Eso me sale muy bien, che, lo aprendí en Palermo. Vení, vamos a beber
algo. No quiero mirar para atrás, oí cómo el cana la putea. Todo el problema está
en eso. ¿No tendría que volver y encajarle a él la patada? Oli Arjuna, aconséjame.
Y debajo de los uniformes está el olor de la ignominia de los civiles. Ho detto.
Vení, rajemos una vez más. Estoy más sucio que tu Emmanuèle, es una roña que
empezó hace tantos siglos, Pernil lave plus blanc, haría falta un detergente padre,
muchachita, una jabonada cósmica. ¿Te gustan las palabras bonitas? Salut,
Gaston.
—Salut messieurs dames —dijo Gaston—. Alors, deux petits blancs secs
comme d’habitude, hein?
—Comme d’habitude, mon vieux, comme d’habitude. Avec du Pernil dedans.
Gaston lo miró y se fue moviendo la cabeza. Oliveira se apoderó de la mano
de la Maga y le contó atentamente los dedos. Después colocó la piedra sobre la
palma, fue doblando los dedos uno a uno, y encima de todo puso un beso. La
Maga vio que había cerrado los ojos y parecía como ausente. «Comediante»,
pensó enternecida.





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(-64)


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En alguna parte Morelli procuraba justificar sus incoherencias narrativas,
sosteniendo que la vida de los otros, tal como nos llega en la llamada realidad, no
es cine sino fotografía, es decir que no podemos aprehender la acción sino tan
sólo sus fragmentos eleáticamente recortados. No hay más que los momentos en
que estamos con ese otro cuya vida creemos entender, o cuando nos hablan de él,
o cuando él nos cuenta lo que le ha pasado o proyecta ante nosotros lo que tiene
intención de hacer. Al final queda un álbum de fotos, de instantes fijos; jamás el
devenir realizándose ante nosotros, el paso del ayer al hoy, la primera aguja del
olvido en el recuerdo. Por eso no tenía nada de extraño que él hablara de sus
personajes en la forma más espasmódica imaginable; dar coherencia a la serie de
fotos para que pasaran a ser cine (como le hubiera gustado tan enormemente al
lector que él llamaba el lector-hembra) significaba rellenar con literatura,
presunciones, hipótesis e invenciones los hiatos entre una y otra foto. A veces las
fotos mostraban una espalda, una mano apoyada en una puerta, el final de un
paseo por el campo, la boca que se abre para gritar, unos zapatos en el ropero,
personas andando por el Champ de Mars, una estampilla usada, el olor de Ma
Griffe, cosas así. Morelli pensaba que la vivencia de esas fotos, que procura
presentar con toda la cuidad posible, debía poner al lector en condiciones de
aventurarse, de participar casi en el destino de sus personajes. Lo que él iba
sabiendo de ellos por vía imaginativa, se concretaba inmediatamente en acción,
sin ningún artificio destinado a integrarlo en lo ya escrito o por escribir. Los





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puentes entre una y otra instancia de esas vidas tan vagas y poco caracterizadas,
debería presumirlos o inventarles el lector, desde la manera de peinarse, si
Morelli no la mencionaba, hasta las razones de una conducta o una inconducta, si
parecía insólita o excéntrica. El libro debía ser como esos dibujos que proponen
los psicólogos de la Gestalt, y así ciertas líneas inducirían al observador a trazar
imaginativamente las que cerraban la figura. Pero a veces las líneas ausentes eran
las más importantes, las únicas que realmente contaban. La coquetería y la
petulancia de Morelli en este terreno no tenían límite.
Leyendo el libro, se tenía por momentos la impresión de que Morelli había
esperado que la acumulación de fragmentos cristalizara bruscamente en una
realidad total. Sin tener que inventar los puentes, o coser los diferentes pedazos
del tapiz, que de golpe hubiera ciudad, hubiera tapiz, hubiera hombres y mujeres
en la perspectiva absoluta de su devenir, y que Morelli, el autor, fuese el primer
espectador maravillado de ese mundo que ingresaba en la coherencia.
Pero no había que fiarse, porque coherencia quería decir en el fondo
asimilación al espacio y al tiempo, ordenación a gusto del lector-hembra. Morelli
no hubiera consentido en eso, más bien parecía buscar una cristalización que, sin
alterar el desorden en que circulaban los cuerpos de su pequeño sistema
planetario, permitiera la comprensión ubicua y total de sus razones de ser,
fueran éstas el desorden mismo, la inanidad o la gratuidad. Una cristalización en
la que nada quedara subsumido, pero donde un ojo lúcido pudiese asomarse al
calidoscopio y entender la gran rosa policroma, entenderla como una figura,
imago mundis que por fuera del calidoscopio se resolvía en living room de estilo
provenzal, o concierto de tías tomando té con galletitas Bagley.
(-27)



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110
El sueño estaba compuesto como una torre formada por capas sin fin que se
alzaran y se perdieran en el infinito, o bajaran en círculos perdiéndose en las
entrañas de la tierra. Cuando me arrastró en sus ondas la espiral comenzó, y esa
espiral era un laberinto. No había ni techo ni fondo, ni paredes ni regreso. Pero
había temas que se repetían con exactitud.
ANAÏS NIN, Winter of Artifice.
(-48)





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Esta narración se la hizo su protagonista, Ivonne Guitry, a Nicolás Díaz,
amigo de Gardel en Bogotá.
«Mi familia pertenecía a la clase intelectual húngara. Mi madre era directora
de un seminario femenino donde se educaba la élite de una ciudad famosa cuyo
nombre no quiero decirle. Cuando llegó la época turbia de la posguerra, con el
desquiciamiento de tronos, clases sociales y fortunas, yo no sabía qué rumbo
tomar en la vida. Mi familia quedó sin fortuna, víctima de las fronteras del
Trianón (sic) como otros miles y miles. Mi belleza, mi juventud y mi educación
no me permitían convertirme en una humilde dactilógrafa. Surgió entonces en
mi vida el príncipe encantador, un aristócrata del alto mundo cosmopolita, de los
resorts europeos. Me casé con él con toda la ilusión de la juventud, a pesar de la
oposición de mi familia, por ser yo tan joven y él extranjero.
Viaje de bodas. París, Niza, Capri. Luego, el fracaso de la ilusión. No sabía
adónde ir ni osaba contar a mis gentes la tragedia de mi matrimonio. Un marido
que jamás podría hacerme madre. Ya tengo dieciséis años y viajo como una
peregrina sin rumbo, tratando de disipar mi pena. Egipto, Java, Japón, el Celeste
Imperio, todo el Lejano Oriente, en un carnaval de champagne y de falsa alegría,
con el alma rota.
Corren los años. En 1927 nos radicamos definitivamente en la Côte d’Azur. Yo
soy una mujer de alto mundo y la sociedad cosmopolita de los casinos, de los
dancings, de las pistas hípicas, me rinde pleitesía.



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524
Un bello día de verano tomé una resolución definitiva: la separación. Toda la
naturaleza estaba en flor: el mar, el cielo, los campos se abrían en una canción de
amor y festejaban la juventud.
La fiesta de las mimosas en Cannes, el carnaval florido de Niza, la primavera
sonriente de París. Así abandoné hogar, lujo y riquezas, y me fui sola hacia el
mundo...
Tenía entonces dieciocho años y vivía sola en París, sin rumbo definido. París
de 1928. París de las orgías y el derroche de champán. París de los francos sin
valor. París, paraíso del extranjero. Impregnado de yanquis y sudamericanos,
pequeños reyes del oro. París de 1928, donde cada día nacía un nuevo cabaret,
una nueva sensación que hiciese aflojar la bolsa al extranjero.
Dieciocho años, rubia, ojos azules. Sola en París.
Para suavizar mi desgracia me entregué de lleno a los placeres. En los cabarets
llamaba la atención porque siempre iba sola, a derrochar champaña con los
bailarines y propinas fabulosas a los sirvientes. No tenía noción del valor del
dinero.
Alguna vez, uno de aquellos elementos que me rodean siempre en aquel
ambiente cosmopolita, descubre mi pena secreta y me recomienda el remedio
para el olvido... Cocaína, morfina, drogas. Entonces empecé a buscar lugares
exóticos, bailarines de aspecto extraño, sudamericanos de tinte moreno y
opulentas cabelleras.
En aquella época cosechaba éxitos y aplausos un recién llegado, cantante de
cabaret. Debutaba en el Florida y cantaba canciones extrañas en un idioma
extraño.
Cantaba en un traje exótico, desconocido en aquellos sitios hasta entonces,
tangos, rancheras y zambas argentinas. Era un muchacho más bien delgado, un
tanto moreno, de dientes blancos, a quien las bellas de París colmaban de
atenciones. Era Carlos Gardel. Sus tangos llorones, que cantaba con toda el alma,
capturaban al público sin saberse por qué. Sus canciones de entonces —Caminito,




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La chacarera, Aquel tapado de armiño, Queja indiana, Entre sueños —no eran tangos
modernos, sino canciones de la vieja Argentina, el alma pura del gaucho de las
pampas. Gardel estaba de moda. No había comida elegante o recepción galante a
que no se le invitase. Su cara morena, sus dientes blancos, su sonrisa fresca y
luminosa, brillaba en todas partes. Cabarets, teatros, music-hall, hipódromos. Era
un huésped permanente de Auteuil y de Longchamps.
Pero a Gardel le gustaba más que todo divertirse a su manera, entre los suyos,
en el círculo de sus íntimos.
Por aquella época había en París un cabaret llamado «Palermo», en la calle
Clichy, frecuentado casi exclusivamente por sudamericanos... Allí lo conocí. A
Gardel le interesaban todas las mujeres, peroa mí no me interesaba más que la
cocaína... y el champán. Cierto que halagaba mi vanidad femenina el ser vista en
París con el hombre del día, con el ídolo de las mujeres, pero nada decía a mi
corazón.
Aquella amistad se reafirmó en otras noches, otros paseos, otras confidencias,
bajo la pálida luna parisién, a través de los campos floridos. Pasaron muchos días
de un interés romántico. Ese hombre se me iba entrando en el alma. Sus palabras
eran de seda, sus frases iban cavando la roca de mi indiferencia. Me volví loca.
Mi pisito lujoso pero triste estaba ahora lleno de luz. No volví a los cabarets. En
mi bella sala gris, al fulgor de las farolas eléctricas, una cabecita rubia se acoplaba
a un firme rostro de morenos matices. Mi alcoba azul, que conoció todas las
nostalgias de un alma sin rumbo, era ahora un verdadero nido de amor. Era mi
primer amor.
Voló el tiempo raudo y fugaz. No puedo decir cuánto tiempo pasó. La rubia
exótica que deslumbraba a París con sus extravagancias, con sus toiletts dernière
cri (sic), con sus fiestas galantes en que el caviar ruso y la champaña formaban el
plato de resistencia cotidiana, había desaparecido.
Meses después, los habitués eternos de Palermo, de Florida y de Garón, se
enteraban por la prensa de que una bailarina rubia, de ojos azules que ya tenía




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veinte años, enloquecía a los señoritos de la capital platense con sus bailes
etéreos, con su desfachatez inaudita, con toda la voluptuosidad de su juventud
en flor.
Era IVONNE GUITRY.
(Etc.)
La escuela gardeleana,
Editorial Cisplatina, Montevideo.
(-49)







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112
Morelliana.
Estoy revisando un relato que quisiera lo menos literario posible. Empresa
desesperada desde el vamos, en la revisión saltan en seguida las frases
insoportables. Un personaje llega a una escalera: «Ramón emprendió el
descenso...» Tacho y escribo: «Ramón empezó a bajar...» Dejo la revisión para
preguntarme una vez mas las verdaderas razones de esta repulsión por el
lenguaje «literario». Emprender el descenso no tiene nada de malo como no sea su
facilidad: pero empezar a bajar es exactamente lo mismo salvo que más crudo,
prosaico (es decir, mero vehículo de información), mientras que la otra forma
parece ya combinar lo útil con lo agradable. En suma, lo que me repele en
«emprendió el descenso» es el uso decorativo de un verbo y un sustantivo que
no empleamos casi nunca en el habla corriente; en suma, me repele el lenguaje
literario (en mi obra, se entiende). ¿Por qué?
De persistir en esa actitud, que empobrece vertiginosamente casi todo lo que
he escrito en los últimos años, no tardaré en sentirme incapaz de formular la
menor idea, de intentar la más simple descripción. Si mis razones fueran las del
Lord Chandos de Hofmannsthal, no habría motivo de queja, pero si esta
repulsión a la retórica (porque en el fondo es eso) sólo se debe a un desecamiento
verbal, correlativo y paralelo a otro vital entonces sería preferible renunciar de
raíz a toda escritura. Releer los resultados de lo que escribo en estos tiempos me
aburre. Pero a la vez, detrás de esa pobreza deliberada, detrás de ese «empezar a
bajar» que sustituye a «emprender el descenso», entreveo algo que me alienta.
Escribo muy mal, pero algo pasa a través. El «estilo» de antes era un espejo para


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lectores-alondra; se miraban, se solazaban, se reconocían, como ese público que
espera, reconoce y goza las réplicas de los personajes de un Salacrou o un
Anouilh. Es mucho más fácil escribir así que escribir («describir», casi) como
quisiera hacerlo ahora, porque ya no hay diálogo o encuentro con el lector, hay
solamente esperanza de un cierto diálogo con un cierto y remoto lector. Por
supuesto, el problema se sitúa en un plano moral. Quizá la arteriosclerosis, el
avance de la edad acentúan esta tendencia —un poco misantrópica, me temo— a
exaltar el ethos y descubrir (en mi caso es un descubrimiento bien tardío) que los
órdenes estéticos son más un espejo que un pasaje para la ansiedad metafísica.
Sigo tan sediento de absoluto como cuando tenía veinte años, pero la delicada
crispación, la delicia ácida y mordiente del acto creador o de la simple
contemplación de la belleza, no me parecen ya un premio, un acceso a una
realidad absoluta y satisfactoria. Sólo hay una belleza que todavía puede darme
ese acceso: aquella que es un fin y no un medio, y que lo es porque su creador ha
identificado en sí mismo su sentido de la condición humana con su sentido de la
condición de artista. En cambio el plano meramente estético me parece eso:
meramente. No puedo explicarme mejor.
(-154)







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Nódulos de un viaje a pie de la rue de la Glacière hasta la rue du Sommerard:
—¿Hasta cuándo vamos a seguir fechando «d.J.C.»?
—Documentos literarios vistos dentro de doscientos años: coprolitos.
—Klages tenía razón.
—Morelli y su lección. De a ratos inmundo, horrible, lastimoso. Tanta palabra
para lavarse de otras palabras, tanta suciedad para dejar de oler a Piver, a Caron,
a Carven, a d.J.C. Quizá haya que pasar por todo eso para recobrar un derecho
perdido, el uso original de la palabra.
—El uso original de la palabra (? ). Probablemente una frase hueca.
—Pequeño ataúd, caja de cigarros, Caronte soplará apenas y cruzarás el
charco balanceándote como una cuna. La barca es para adultos solamente.
Damas y niños gratis, un empujón y ya del otro lado. Una muerte mexicana,
calavera de azúcar; Totenhinder lieder...
—Morelli mirará a Caronte. Un mito frente al otro. ¡Que viaje imprevisible por
las aguas negras!
—Una rayuela en la acera: tiza roja, tiza verde. CIEL. La vereda, allá en
Burzaco, la piedrita tan amorosamente elegida, el breve empujón con la punta
del zapato, despacio, despacio, aunque el Cielo esté cerca, toda la vida por
delante.
—Un ajedrez infinito, tan fácil postularlo. Pero el frío entra por una suela rota,
en la ventana de ese hotel una cara como de payaso hace muecas detrás del
vidrio. La sombra de una paloma roza un excremento de perro: Paris


113
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—Pola París. ¿Pola? Ir a verla, faire l’amour. Carezza. Como larvas perezosas.
Pero larva también quiere decir máscara, Morelli lo ha escrito en alguna parte.
(-30)


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4 de mayo de 195... (A.P.) A pesar de los esfuerzos de sus abogados y de un
último recurso de apelación interpuesto del 2 del corriente, Lou Vincent fue
ejecutado esta mañana en la cámara de gas de la prisión de San Quintín, estado
de California.
...las manos y los tobillos atados a la silla. El carcelero jefe ordenó a los cuatro
ayudantes que salieran de la cámara, y luego de palmear vincent el hombro, salió
a su vez. El condenado quedó solo en la habitación, mientras cincuenta y tres
testigos observaban a través de las ventanillas...
...echó la cabeza hacia atrás y aspiro profundamente.
...dos minutos más tarde su rostro se cubrió de sudor, mientras los dedos se
movían como queriendo librarse de las correas...
...seis minutos, las convulsiones se repitieron, y Vincent echó hacia delante y
hacia atrás la cabeza. Un poco de espuma empezó a salirle de la boca.
...ocho minutos, la cabeza cayó sobre el pecho, después de una última
convulsión.
...A las diez y doce minutos, el doctor Reynolds anunció que el condenado
acababa de morir. Los testigos, entre los que se contaban tres periodistas de...
(-117)


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115
Morelliana.
Basándose en una serie de notas sueltas, muchas veces contradictorias, el Club
dedujo que Morelli veía en la narrativa contemporánea un avance hacia la mal
llamada abstracción. «La música pierde melodía, la pintura pierde anécdota, la
novela pierde descripción.» Wong, maestro en collages dialécticos, sumaba aquí
este pasaje: «La novela que nos interesa no es la que va colocando los personajes
en la situación, sino la que instala la situación en los personajes. Con lo cual éstos
dejan de ser personajes para volverse personas. Hay como una extrapolación
mediante la cual ellos saltan hacia nosotros, o nosotros hacia ellos. El K. de Kafka
se llama como su lector, o al revés.» Y a esto debía agregarse una nota bastante
confusa, donde Morelli tramaba un episodio en el que dejaría en blanco el
nombre de los personajes, para que en cada caso esa supuesta abstracción se
resolviera obligadamente en una atribución hipotética.
(-14)


116
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116
En un pasaje de Morelli, este epígrafe de L’Abbé C, de Georges Bataille: «Il
souffrait d’avoir introduit des figures décharnées, qui se déplaçaient dans un
monde dément, qui jamais ne pourraient convaincre.»
Una nota con lápiz, casi ilegible: «Sí, se sufre de a ratos, pero es la única salida
decente. Basta de novelas hedónicas, premasticadas, con psicologías. Hay que
tenderse al máximo, ser voyant como quería Rimbaud. El novelista hedónico no
es más que un voyeur. Por otro lado, basta de técnicas puramente descriptivas, de
novelas, ‘del comportamiento’, meros guiones de cine sin el rescate de las
imágenes.»
A relacionar con otro pasaje: «¿Cómo contar sin cocina, sin maquillaje, sin
guiñadas de ojo al lector? Tal vez renunciando al supuesto de que una narración
es una obra de arte. Sentirla como sentiríamos el yeso que vertemos sobre un
rostro para hacerle una mascarilla. Pero el rostro debería ser el nuestro.»
Y quizá también esta nota suelta: «Lionello Venturi, hablando de Manet y su
Olympia, señala que Manet prescinde de la naturaleza, la belleza, la acción y las
intenciones morales, para concentrarse en la imagen plástica. Así, sin que él lo
sepa, está operando como un retorno del arte moderno a la Edad Media. Esta
había entendido el arte como una serie de imágenes, sustituidas durante el
Renacimiento y la época moderna por la representación de la realidad. El mismo
Venturi (¿o es Giulio Carlo agrega: ‘La ironía de la historia ha querido que en el
mismo momento en que la representación de la realidad se volvía objetiva, y por
ende fotográfica y mecánica, un brillante parisiense que quería hacer realismo



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haya sido impulsado por su formidable genio a devolver el arte a su función de
creador de imágenes...’»
Morelli añade: «Acostumbrarse a emplear la expresión figura en vez de
imagen, para evitar confusiones. Sí. Todo coincide. Pero no se trata de una vuelta
a la Edad Media ni cosa parecida. Error de postular un tiempo histórico absoluto:
Hay tiempos diferentes aunque paralelos. En ese sentido, uno de los tiempos de la
llamada Edad Media puede coincidir con uno de los tiempos de la llamada Edad
Moderna. Y ese tiempo es el percibido y habitado por pintores y escritores que
rehúsan apoyarse en la circunstancia, ser ‘modernos’ en el sentido en que lo
entienden los contemporáneos, lo que no significa que opten por ser anacrónicos;
sencillamente están al margen del tiempo superficial de su época, y desde ese
otro tiempo donde todo accede a la condición de figura, donde todo vale como
signo y no como tema de descripción, intentan una obra que puede parecer ajena
o antagónica a su tiempo y a su historia circundantes, y que sin embargo los
incluye, los explica, y en último término los orienta hacia una trascendencia en
cuyo término está esperando el hombre.»
(-3)



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117
He visto a un tribunal apremiado y hasta amenazado para que condenara a
muerte a dos niños, en contra de la ciencia, en contra de la filosofía, en contra del
humanitarismo, en contra de la experiencia, en contra de las ideas más humanas
y mejores de la época. ¿Por qué razón mi amigo Mr. Marshall, que exhumó entre
las reliquias del pasado precedentes que harían enrojecer de vergüenza a un
salvaje, no leyó esta frase de Blackstone:
»Si un niño de menos de catorce años, aunque sea juzgado incapaz de culpa
prima facie es, en opinión del tribunal y el jurado, capaz de culpa y de
discernimiento entre el bien y el mal, puede ser convicto y condenado a muerte.’?
Así, una niña de trece años fue quemada por haber muerto a su maestra.
Un niño de diez y otro de once años que habían matado a sus compañeros,
fueron condenados a muerte, y el de diez ahorcado. ¿Porqué?
Porque sabía la diferencia que hay entre lo que está bien y lo que está mal. Lo
había aprendido en la escuela dominical.
CLARENCE DARROW, Defensa de Leopold y Loeb, 1924.
(-15)



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¿Cómo convencerá el asesinado a su asesino de que no ha de aparecérsele?
MALCOLM LOWRY, Under the Volcano.
(-50)





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119
¡COTORRITA AUSTRALIANA IMPOSIBILITADA DE TENDER SUS ALAS!
¡Un inspector de la R.S.P.C.A. entró en una casa y encontró el pájaro en una
jaula de apenas 8 pulgadas de diámetro! El dueño del pájaro tuvo que pagar una
multa de 2 libras. Para proteger a las criaturas indefensas necesitamos algo más
que su ayuda moral. La R.S.P.C.A. precisa ayuda económica. Dirigirse a la
Secretaría, etc.
The Observer, Londres.
(-51)


120
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120
a la hora de la siesta todos dormían, era fácil bajarse de la cama sin que se
despertara su madre, gatear hasta la puerta, salir despacio oliendo con avidez la
tierra húmeda del piso, escaparse por la puerta hasta los pastizales del fondo; los
sauces estaban llenos de bichos-canasto, Ireneo elegía uno bien grande, se
sentaba al lado de un hormiguero y empezaba a apretar poco a poco el fondo del
canasto hasta que el gusano asomaba la cabeza por la golilla sedosa, entonces
había que tomarlo delicadamente por la piel del cuello como a un gato, tirar sin
mucha fuerza para no lastimarlo, y el gusano ya estaba desnudo, retorciéndose
cómicamente en el aire; Ireneo lo colocaba al lado del hormiguero y se instalaba a
la sombra, boca abajo, esperando; a esa hora las hormigas negras trabajaban
furiosamente, cortando pasto v acarreando bichos muertos o vivos de todas
partes, en seguida una exploradora avistaba el gusano, su mole retorciéndose
grotescamente, lo palpaba con las antenas como si no pudiera convencerse de
tanta suerte, corría a un lado y a otro rozando las antenas de las otras hormigas,
un minuto después el gusano estaba rodeado, montado, inútilmente se retorcía
queriendo librarse de las pinzas que se clavaban en su piel mientras las hormigas
tiraban en dirección del hormiguero, arrastrándolo, Ireneo gozaba sobre todo de
la perplejidad de las hormigas cuando no podían hacer entrar el gusano por la
boca del hormiguero, el juego estaba en elegir un gusano más grueso que la
entrada del hormiguero, las hormigas eran estúpidas y no entendían, tiraban de
todos lados queriendo meter el gusano pero el gusano se retorcía furiosamente,
debía ser horrible lo que sentía, las patas y las pinzas de las hormigas en todo el
cuerpo, en los ojos y la piel, se debatía queriendo librarse y era peor porque





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venían más hormigas, algunas realmente rabiosas que le clavaban las pinzas y no
soltaban hasta conseguir que la cara del gusano se fuera enterrando un poco en
el pozo del hormiguero, y otras que venían del fondo debían estar tirando con
todas sus fuerzas para meterlo, Ireneo hubiera querido poder estar también
dentro del hormiguero para ver cómo las hormigas tiraban del gusano
metiéndole las pinzas en los ojos y en la boca y tirando con todas sus fuerzas
hasta meterlo del todo, hasta llevárselo a las profundidades y matarlo y
comérselo
(-16)


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Con tinta roja y manifiesta complacencia, Morelli había copiado en una libreta
el final de un poema de Ferlinghetti:
Yet I have slept with beauty
in my own weird way
and I have made a hungry scene or two
with beauty on my bed
and so spilled out another poem or two
and so spilled out another poem or two
upon the Bosch-like world
(-36)





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venían más hormigas, algunas realmente rabiosas que le clavaban las pinzas y no
soltaban hasta conseguir que la cara del gusano se fuera enterrando un poco en
el pozo del hormiguero, y otras que venían del fondo debían estar tirando con
todas sus fuerzas para meterlo, Ireneo hubiera querido poder estar también
dentro del hormiguero para ver cómo las hormigas tiraban del gusano
metiéndole las pinzas en los ojos y en la boca y tirando con todas sus fuerzas
hasta meterlo del todo, hasta llevárselo a las profundidades y matarlo y
comérselo
(-16)





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Con tinta roja y manifiesta complacencia, Morelli había copiado en una libreta
el final de un poema de Ferlinghetti:
Yet I have slept with beauty
in my own weird way
and I have made a hungry scene or two
with beauty on my bed
and so spilled out another poem or two
and so spilled out another poem or two
upon the Bosch-like world
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Las enfermeras iban y venían hablando de Hipócrates. Con un mínimo de
trabajo, cualquier pedazo de realidad podía plegarse a un verso ilustre. Pero para
qué plantearle enigmas a Etienne que había sacado su carnet y dibujaba
alegremente una fuga de puertas blancas, camillas adosadas a las paredes y
ventanales por donde entraba una materia gris y sedosa, un esqueleto de árbol
con dos palomas de buches burgueses. Le hubiera gustado contarle el otro sueño,
era tan curioso que toda la mañana hubiera estado obsesionado por el sueño del
pan, y zás, en la esquina de Raspail y Montparnasse el otro sueño se le había
caído encima como una pared, o más bien como si toda la mañana hubiera
estado aplastado por la pared del pan quejándose y de golpe, como en una
película al revés, la pared se hubiera salido de él, enderezándose de un salto para
dejarlo frente al recuerdo del otro sueño.
—Cuando vos quieras —dijo Etienne, guardando el carnet—. Cuando te
venga bien, no hay ningún apuro. Todavía espero vivir unos cuarenta años, de
modo que...
—Time present and time past —recitó Oliveira— are both perhaps present in
time future. Está escrito que hoy todo va a parar a los versos de T.S. Estaba
pensando en un sueño, che, disculpá. Ahora mismo vamos.
Sí, porque con lo del sueño ya está bien. Uno aguanta, aguanta, pero al final...
—En realidad se trata de otro sueño.
—Misère! —dijo Etienne.
—No te lo conté por teléfono porque en ese momento no me acordaba.




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—Y estaba el asunto de los seis minutos —dijo Etienne—. En el fondo las
autoridades son sabias. Uno se caga todo el tiempo en ellas, pero hay que decir
que saben lo que hacen. Seis minutos...
—Si me hubiera acordado en ese momento, no tenía más que salir de la cabina
y meterme en la de al lado.
—Está bien —dijo Etienne—. Vos me contás el sueño, y después bajamos por
esa escalera y nos vamos a tomar un vinito a Montparno. Te cambio a tu famoso
viejo por un sueño. Las dos cosas son demasiado.
—Diste justo en el clavo —dijo Oliveira, mirándolo con interés—. El problema
es saber si esas cosas se pueden cambiar. Lo que me decías justamente hoy:
¿mariposa o Chang-Kai-Chek? A lo mejor al cambiarme al viejo por un sueño, lo
que me estás cambiando es un sueño por el viejo.
—Para decirte la verdad, maldito lo que me importa.
—Pintor —dijo Oliveira.
—Metafísico —dijo Etienne—. Y ya que estamos, ahí hay una enfermera que
empieza a preguntarse si somos un sueño o un par de vagos. ¿Qué va a pasar? Si
viene a echarnos, ¿es una enfermera que nos echa o un sueño que echa a dos
filósofos que están soñando con un hospital donde entre otras cosas hay un viejo
y una mariposa enfurecida?
—Era mucho más sencillo —dijo Oliveira, resbalando un poco en el banco y
cerrando los ojos—. Mirá, no era más que la casa de mi infancia y la pieza de la
Maga, las dos cosas juntas en el mismo sueño. No me acuerdo cuándo lo soñé,
me lo había olvidado completamente y esta mañana. mientras iba pensando en lo
del pan...
—Lo del pan ya me lo contaste.
—De golpe es otra vez lo otro y el pan se va al demonio, porque no se puede
comparar. El sueño del pan me lo puede haber inspirado... Inspirado, mirá qué
palabra.
—No tengas vergüenza de decirlo, si es lo que me imagino.



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—Pensaste en el chico, claro. Una asociación forzosa. Pero yo no tengo ningún
sentimiento de culpa, che. Yo no lo maté.
—Las cosas no son tan fáciles —dijo Etienne, incómodo—. Vamos a ver al
viejo, basta de sueños idiotas.
—En realidad casi no te lo puedo contar —dijo Oliveira. resignado—.
Imaginate que al llegar a marte un tipo te pidiera que le describas la ceniza. Más
o menos eso.
—¿Vamos o no a ver al viejo?
—Me da absolutamente lo mismo. Ya que estamos... La cama diez, creo. Le
podríamos haber traído alguna cosa, es estúpido venir así. En todo caso regalale
un dibujito.
—Mis dibujos se venden —dijo Etienne.
(-112)




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El verdadero sueño se situaba en una zona imprecisa, del lado del despertar
pero sin que él estuviera verdaderamente despierto; para hablar de eso hubiera
sido necesario valerse de otras referencias, eliminar esos rotundos soñar y
despertar que no querían decir nada, situarse más bien en esa zona donde otra vez
se proponía la casa de la infancia, la sala y el jardín en un presente nítido, con
colores como se los ve a los diez años, rojos tan rojos, azules de mamparas de
vidrios coloreados, verde de hojas, verde de fragancia, olor y color una sola
presencia a la altura de la nariz y los ojos y la boca. Pero en el sueño, la sala con
las dos ventanas que daban al jardín era a la vez la pieza de la Maga; el olvidado
pueblo bonaerense y la rue du Sommerard se aliaban sin violencia, no
yuxtapuestos ni imbricados sino fundidos, y en la contradicción abolida sin
esfuerzo había la sensación de estar en lo propio, en lo esencial, como cuando se
es niño y no se duda de que la sala va a durar toda la vida: una pertenencia
inalienable. De manera que la casa de Burzaco y la pieza de la rue du Sommerard
eran el lugar, y en el sueño había que elegir la parte más tranquila del lugar, la
razón del sueño parecía ser solamente ésa, elegir una parte tranquila. En el lugar
había otra persona, su hermana que lo ayudaba sin palabras a elegir la parte
tranquila, como se interviene en algunos sueños sin siquiera estar, dándose por
sentado que la persona o la cosa están ahí e intervienen; una potencia sin
manifestaciones visibles, algo que es o hace a través de una presencia que puede
pasarse de apariencia. Así él y su hermana elegían la sala como la parte más


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tranquila del lugar, y estaba bien elegido porque en la pieza de la Maga no se
podía tocar el piano o escuchar radio después de las diez de la noche,
inmediatamente el viejo de arriba empezaba a golpear en el techo o los del cuarto
piso delegaban a una enana bizca para que subiera a quejarse. Sin una sola
palabra, puesto que ni siquiera parecían estar ahí, él y su hermana elegían la sala
que daba al jardín, descartando la pieza de la Maga. En ese momento del sueño
Oliveira se había despertado, tal vez porque la Maga había pasado una pierna
por entre las suyas. En la oscuridad lo único sensible era el haber estado hasta
ese instante en la sala de la infancia con su hermana, y además unas ganas
terribles de orinar. Empujando sin ceremonias la pierna de la Maga, se levantó y
salió al rellano, encendió a tientas la mala luz del water, y sin molestarse en
cerrar la puerta se puso a mear apoyado con una mano en la pared, luchando por
no quedarse dormido y caerse en esa porquería de water, completamente metido
en el aura del sueño, mirando sin ver el chorro que le salía por entre los dedos y
se perdía en el agujero o erraba vagamente por los bordes de loza negruzca. Tal
vez el verdadero sueño se le apareció en ese momento cuando se sintió despierto
y meando a las cuatro de la mañana en un quinto piso de la rue du Sommerard y
supo que la sala que daba al jardín en Burzaco era la realidad, lo supo como se
saben unas pocas cosas indesmentibles, como se sabe que se es uno mismo, que
nadie sino uno mismo está pensando eso, supo sin ningún asombro ni escándalo
que su vida de hombre despierto era un fantaseo al lado de la solidez y la
permanencia de la sala aunque después al volverse a la cama no hubiera ninguna
sala y solamente la pieza de la rue du Sommerard, supo que el lugar era la sala
de Burzaco con el olor de los jazmines del Cabo que entraba por las dos
ventanas, la sala con el viejo piano Bluthner, con su alfombra rosa y sus sillitas
enfundadas y su hermana también enfundada. Hizo un violento esfuerzo para
salirse del aura, renunciar al lugar que lo estaba engañando, lo bastante despierto
como para dejar entrar la noción de engaño, de sueño y vigilia, pero mientras
sacudía unas últimas gotas y apagaba la luz y frotándose los ojos cruzaba el





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rellano para volver a meterse en la pieza, todo era menos, era signo menus,
menos rellano, menos puerta, menos luz, menos cama, menos Maga. Respirando
con esfuerzo murmuró: «Maga», murmuró «París», quizá murmuró: «Hoy.»
Sonaba todavía a lejano, a hueco, a realmente no vivido. Se volvió a dormir como
quien busca su lugar y su casa después de un largo camino bajo el agua y el frío.
(-145)




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Había que proponerse, según Morelli, un movimiento al margen de toda
gracia. En lo que él llevaba cumplido de ese movimiento, era fácil advertir el casi
vertiginoso empobrecimiento de su mundo novelístico, no solamente manifiesto
en la inopia casi simiesca de los personajes sino en el mero transcurso de sus
acciones y sobre todo de sus inacciones. Acababa por no pasarles nada, giraban
en un comentario sarcástico de su inanidad, fingían adorar ídolos ridículos que
presumían haber descubierto. A Morelli eso debía parecerle importante porque
había multiplicado las notas sobre una supuesta exigencia, un recurso final y
desesperado para arrancarse de las huellas de la ética inmanente y trascendente,
en busca de una desnudez que él llamaba axial y a veces el umbral. ¿Umbral de
qué, a qué? Se deducía una incitación a algo como darse vuelta al modo de un
guante, de manera de recibir desolladamente un contacto con una realidad sin
interposición de mitos, religiones, sistemas y reticulados. Era curioso que Morelli
abrazaba con entusiasmo las hipótesis de trabajo más recientes de la ciencia física
y la biología, se mostraba convencido de que el viejo dualismo se había agrietado
ante la evidencia de una común reducción de la materia y el espíritu a nociones
de energía. En consecuencia, sus monos sabios parecían querer retroceder cada
vez más hacia sí mismos, anulando por una parte las quimeras de una realidad
mediatizada y traicionada por los supuestos instrumentos cognoscitivos, y
anulando a la vez su propia fuerza mitopoyética, su «alma», para acabar en una
especie de encuentro ab ovo, de encogimiento al máximo, a ese punto en que va a
perderse la última chispa de (falsa) humanidad. Parecía proponer —aunque no
llegaba a formularlo nunca— un camino que empezara a partir de esa




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liquidación externa e interna. Pero había quedado casi sin palabras, sin gente, sin
cosas, y potencialmente, claro, sin lectores. El Club suspiraba, entre deprimido y
exasperado, y era siempre la misma cosa o casi.
(-128)





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La noción de ser como un perro entre los hombres: materia de desganada
reflexión a lo largo de dos cañas y una caminata por los suburbios, sospecha
creciente de que sólo el alfa da el omega, de que toda obstinación en una etapa
intermedia —épsilon, lambda— equivale a girar con un pie clavado en el suelo.
La flecha va de la mano al blanco: no hay mitad de camino, no hay siglo XX entre
el X y el XXX. Un hombre debería ser capaz de aislarse de la especie dentro de la
especie misma, y optar por el perro o el pez original como punto inicial de la
marcha hacia sí mismo. No hay pasaje para el doctor en letras, no hay apertura
para el alergólogo eminente. Incrustados en la especie, serán lo que deben ser y si
no no serán nada. Muy meritorios, ni qué hablar, pero siempre épsilon, lambda o
pi, nunca alfa y nunca omega. El hombre de que se habla no acepta esas seudo
realizaciones, la gran máscara podrida de Occidente. El tipo que ha llegado
vagando hasta el puente de la Avenida San Martín y fuma en una esquina,
mirando a una mujer que se ajusta una media, tiene una idea completamente
insensata de lo que él llama realización, y no lo lamenta porque algo le dice que
en la insensatez está la semilla, que el ladrido del perro anda más cerca del
omega que una tesis sobre el gerundio en Tirso de Molina. Qué metáforas
estúpidas. Pero él sigue emperrado, es el caso de decirlo. ¿Qué busca? ¿Se busca?
No se buscaría si ya no se hubiera encontrado. Quiere decir que se ha encontrado
(pero esto ya no es insensato, ergo hay que desconfiar. Apenas la dejás suelta, La
Razón te saca un boletín especial, te arma el primer silogismo de una cadena que




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no te lleva a ninguna parte como no sea a un diploma o a un chalecito
californiano y los nenes jugando en la alfombra con enorme encanto de mamá).
A ver, vamos despacio: ¿Qué es lo que busca ese tipo? ¿Se busca? ¿Se busca en
tanto que individuo? ¿En tanto que individuo pretendidamente intemporal, o
como ente histórico? Si es esto último, tiempo perdido. Si en cambio se busca al
margen de toda contingencia, a lo mejor lo del perro no está mal. Pero vamos
despacio (le encanta hablarse así, como un padre a su hijo, para después darse el
gran gusto de todos los hijos y patearle el nido al viejo), vamos piano piano, a ver
qué es eso de la búsqueda. Bueno, la búsqueda no es. Sutil, eh. No es búsqueda
porque ya se ha encontrado. Solamente que el encuentro no cuaja. Hay carne,
papas y puerros, pero no hay puchero. O sea que ya no estamos con los demás,
que ya hemos dejado de ser un ciudadano (por algo me sacan carpiendo de todas
partes, que lo diga Lutecia), pero tampoco hemos sabido salir del perro para
llegar a eso que no tiene nombre, digamos a esa conciliación, a esa reconciliación.
Terrible tarea la de chapotear en un círculo cuyo centro está en todas partes y
su circunferencia en ninguna, por decirlo escolásticamente. ¿Qué se busca? ¿Qué
se busca? Repetirlo quince mil veces, como martillazos en la pared. ¿Qué se
busca? ¿Qué es esa conciliación sin la cual la vida no pasa de una oscura tomada
de pelo? No la conciliación del santo, porque si en la noción de bajar al perro, de
recomenzar desde el perro o desde el pez o desde la mugre y la fealdad y la
miseria y cualquier otro disvalor, hay siempre como una nostalgia de santidad,
parecería que se añora una santidad no religiosa (y ahí empieza la insensatez), un
estado sin diferencia, sin santo (porque el santo es siempre de alguna manera el
santo y los que no son santos, y eso escandaliza a un pobre tipo como el que
admira la pantorrilla de la muchacha absorta en arreglarse la media torcida), es
decir que si hay conciliación tiene que ser otra cosa que un estado de santidad,
estado excluyente desde el vamos. Tiene que ser algo inmanente, sin sacrificio
del plomo por el oro, del celofán por el cristal, del menos por el más; al contrario,
la insensatez exige que el plomo valga el oro, que el más esté en el menos. Una





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alquimia, una geometría no euclidiana, una indeterminación up to date para las
operaciones del espíritu y sus frutos. No se trata de subir, viejo ídolo mental
desmentido por la historia, vieja zanahoria que ya no engaña al burro. No se
trata de perfeccionar, de decantar, de rescatar, de escoger, de librealbedrizar, de
ir del alfa hacia el omega. Ya se está. Cualquiera ya está. El disparo está en la
pistola; pero hay que apretar un gatillo y resulta que el dedo está haciendo señas
para parar el ómnibus, o algo así.
Cómo habla, cuánto habla este vago fumador de suburbio. La chica ya se
acomodó la media, listo. ¿Ves? Formas de la conciliación. Il mio supplizio... A lo
mejor todo es tan sencillo, un tironcito a las mallas, un dedito mojado con saliva
que pasa sobre la parte corrida. A lo mejor bastaría agarrarse la nariz y ponérsela
a la altura de la oreja, desacomodar una nada la circunstancia. Y no, tampoco así.
Nada más fácil que cargarle la romana a lo de afuera, como si se estuviera seguro
de que afuera y adentro son las dos vigas maestras de la casa. Pero es que todo
está mal, la historia te lo está diciendo, y el hecho mismo de estarlo pensando en
vez de estarlo viviendo te prueba que está mal, que nos hemos metido en una
desarmonía total que todos nuestros recursos disfrazan con el edificio social, con
la historia, con el estilo jónico, con la alegría del Renacimiento, con la tristeza
superficial del romanticismo, y así vamos y que nos echen un galgo.
(-44)






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—Por qué, con tus encantamientos infernales, me has arrancado a la
tranquilidad de mi primera vida... El sol y la luna brillaban para mí sin artificio;
me despertaba entre apacibles pensamientos, y al amanecer plegaba mis hojas
para hacer mis oraciones. No veía nada de malo, pues no tenía ojos; no
escuchaba nada de malo, pues no tenía oídos; ¡pero me vengaré!
Discurso de la mandrágora,
en Isabel de Egipto, dé ACHIM VON ARNIM.
(-21)


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Así los monstruos le pateaban el nido a la Cuca para que se fuera de la
farmacia y los dejara tranquilos. De paso y mucho más en serio, discutían el
sistema de Ceferino Piriz y las ideas de Morelli. Como a Morelli se lo conocía mal
en la Argentina, Oliveira les pasó los libros y les habló de algunas notas sueltas
que había conocido en otro tiempo. Descubrieron que Remorino, que seguiría
trabajando como enfermero y que se aparecía a la hora del mate y de la caña, era
un gran entendido en Roberto Arlt, y eso le produjo una emoción considerable,
por lo cual durante una semana no se habló más que de Arlt y de cómo nadie le
había pisado el poncho en un país donde se preferían las alfombras. Pero sobre
todo hablaban de Ceferino con gran seriedad, y cada tanto les ocurría mirarse de
una manera especial, por ejemplo levantando la vista al mismo tiempo y dándose
cuenta de que los tres hacían lo mismo, es decir mirarse de una manera especial e
inexplicable, como ciertas miradas en el truco o cuando un hombre que ama
desesperadamente tiene que sobrellevar un té con masas y varias señoras y hasta
un coronel retirado que explica las causas de que todo ande mal en el país, y
metido en su silla el hombre mira por igual a todos, al coronel y a la mujer que
ama y a las tías de la mujer, los mira afablemente porque en realidad sí, es una
vergüenza que el país esté en manos de una pandilla de criptocomunistas,
entonces de la masa de crema, la tercera a la izquierda de la bandeja, y de la
cucharita boca arriba sobre el mantel bordado por las tías, la mirada afable se
alza un instante y por encima de los criptocomunistas se enlaza en el aire con la
otra mirada que ha subido desde la azucarera de material plástico verde nilo, y
ya no hay nada, una consumación fuera del tiempo se vuelve secreto dulcísimo,




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y si los hombres de hoy fueran verdaderos hombres, joven, y no unos maricas de
mierda («¡Pero Ricardo!» «Está bien, Carmen, pero es que me subleva, me su-bleva
lo que pasa con el país»), mutatis mutandis era un poco la mirada de los
monstruos cuando alguna que otra vez les ocurría mirarse con una mirada a la
vez furtiva y total, secreta y mucho más clara que cuando se miraban largo
tiempo, pero no por nada se es un monstruo, como le decía la Cuca a su marido,
y los tres soltaban la risa y se avergonzaban enormemente de haberse mirado así
sin estar jugando al truco y sin tener amores culpables. A menos que.
(-56)



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Nous sommes quelques-uns à cette époque à avoir voulu attenter aux choses,
créer en nous des espaces à la vie, des espaces qui n'étaient pas et ne semblaient
pas devoir trouver place dans l’espace.
ARTAUD , Le Pèse-nerfs.
(-24)



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Pero Traveler no dormía, después de una o dos tentativas la pesadilla lo
seguía rondando y al final se sentó en la cama y encendió la luz. Talita no estaba,
esa sonámbula, esa falena de insomnios, y Traveler se bebió un vaso de caña y se
puso el saco del piyama. El sillón de mimbre parecía más fresco que la cama, y
era una buena noche para seguir estudiando a Ceferino Piriz.
Dans cet annonce ou cante —decía textualmente Ceferino— ye reponds
devam ou sur votre demande de suggérer idées pour UNESCO et écrìt en el
journal «El Diario» de Montevideo.
¡Afrancesado Ceferino! Pero no había peligro, «La Luz de la Paz del Mundo»,
cuyos extractos poseía preciosamente Traveler, estaba escrito en admirable
castellano, como por ejemplo la introducción:
En este anuncio presento a algunas partes extractadas de una obra
recientemente escrita por mí y titulada «La Luz de la Paz del Mundo». Tal obra
ha sido o está presentada a un concurso internacional... pero sucede de que a
cuya obra no la puedo enviar entera a vosotros, ya que cuya Revista no permite
por cierto tiempo de que cuya obra sea entregada en su formación completa, a
ninguna persona ajena a cuya Revista...
Así que yo en este anuncio me limito solamente a enviar algunos extractos de
cuya obra, los cuales, éstos que irán a continuación, no deben ser publicados por
ahora.



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Muchísimo más claro que un texto equivalente de Julián Marías, por ejemplo.
Con dos copas de caña se establecía el contacto, y vamos allá. A Traveler le
empezó a gustar el haberse levantado, y que Talita anduviera por ahí
prodigando romanticismo. Por décima vez se internó lentamente en el texto de
Ceferino.
En este libro se hace la presentación de lo que pudiéramos llamar «gran
fórmula en pro de la paz mundial». Tanto es así que en cuya fórmula grande
entran una Sociedad de Naciones o una U.N., donde esta Sociedad es de
tendencia hacia valores (preciosos, etc.) y razas humanas; y finalmente, como
ejemplo indiscutido en lo internacional, entra un país que es verdadero ejemplar,
ya que el cual está compuesto por 45 CORPORACIONES NACIONALES o
ministerios de lo simple, y de 4 Poderes nacionales.
Tal cual: un ministerio de lo simple. Ah, Ceferino filósofo natural, herborista
de paraísos uruguayos, nefelibata...
Por otra parte esta fórmula grande, en su medida de ella, no es ajena,
respectivamente, al mundo de los videntes; a la naturaleza de los principios
NIÑOS; de las medidas naturales que, en una fórmula que se dé de por sí, no
admiten ninguna alteración en la cuya fórmula dada de por sí; etc.
Como siempre, el sabio parecía añorar la videncia y la intuición, pero a las
primeras de cambio la manía clasificatoria del homo occidentalis entraba a saco
en el ranchito de Ceferino, y entre mate y mate le organizaba la civilización en
tres etapas:
Etapa primera de civilización




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Se puede concebir a una etapa primera de civilización a contar desde tiempos
desconocidos en el pasado, hasta el año 1940. Etapa que consistía en que todo se
inclinaba hacia la guerra mundial de allá por el año 1940.
Etapa segunda de civilización
También se puede concebir a una etapa segunda de civilización, a contar
desde el año 1940, hasta el año 1953. Etapa que ha consistido en que todo se ha
inclinado hacia la paz mundial o reconstrucción mundial.
(Reconstrucción mundial: hacer de que en el mundo, cada cual quede con lo
que suyo; reconstruir eficazmente, a todo lo va deshecho antes: edificios,
derechos humanos, equilibrios universales de precios; etc; etc.)
Etapa tercera de civilización
También hoy día o actualmente se puede concebir a una etapa tercera de
civilización, contando desde el año 1953, hasta el futuro año 2000. Etapa que
consiste en que todo marche firmemente hacia el arreglo eficaz de las cosas.
Evidentemente, para Toynbee... Pero la crítica enmudecía ante el planteo
antropológico de Ceferino:
Ahora bien, he aquí los humanos ante las mencionadas etapas:
A) Los humanos vivientes en la etapa segunda mismamente, en aquellos
mismos días, no atinaban mayormente de pensar de la etapa primera.
B) Los humanos vivientes, o que somos vivientes en esta etapa tercera de hoy
día, en estos mismos tiempos no atinan, o no atinamos mayormente de pensar de
la etapa segunda. Y


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C) En el mañana que ha de estar después, o ha de partir del año 2000, los
humanos de esos días, y en esos días, ellos no atinarán mayormente de pensar de
la etapa tercera: la de hoy día.
Lo de no pensar mayormente era bastante cierto, beati pauperes spiritu, y ya
Ceferino se largaba a lo Paul Rivet cuesta abajo de una clasificación que había
sido la delicia de las tardes en el patio de don Crespo, a saber:
En el mundo se pueden contar hasta seis razas humanas: la blanca, la
amarilla, la parda, la negra, la roja y la pampa.
RAZA BLANCA: son de tal raza, todos los habitantes de piel blanca, tales, los
de los países bálticos, nórdicos, europeos, americanos, etc.
RAZA AMARILLA: son de tal raza, todos los habitantes de piel amarilla,
tales, chinos, japoneses, mongoles, hindúes en su mayoría de ellos, etc.
RAZA PARDA: son de tal raza, todos los habitantes de piel parda por
naturaleza, tales, los rusos pardos propiamente, los turcos de piel parda, los
árabes de piel parda, los gitanos, etc.
RAZA NEGRA: son de tal raza, todos los habitantes de piel negra, tales los
habitantes del África Oriental en su gran mayoría de ellos, etc.
RAZA ROJA: son de tal raza, todos los habitantes de piel roja, tales una gran
parte de etíopes de piel rojiza oscura, y donde el NEGUS o rey de Etiopía es un
ejemplar rojo; una gran parte de hindúes de piel rojiza oscura o de «color café»;
una gran parte de egipcios de piel rojiza oscura; etc.
RAZA PAMPA: son de tal raza, todos los habitantes de piel de color vario o
pampa, tales como todos los indios de las tres Américas.
—Aquí tendría que estar Horacio —se habló Traveler—. Esta parte él la
comentaba muy bien. Al fin y al cabo, ¿por qué no? El pobre Cefe tropieza con




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las clásicas dificultades de la Etiqueta Engomada, y hace lo que puede, como
Linneo o los cuadros sinópticos de las enciclopedias. Lo de la raza parda es una
solución genial, hay que reconocerlo.
Se oía caminar en el pasillo, y Traveler se asomó a la puerta, que daba sobre el
ala administrativa. Como hubiera dicho Ceferino, la primera puerta, la segunda
puerta y la tercera puerta estaban cerradas. Talita se habría vuelto a su farmacia,
era increíble cómo la entusiasmaba su reingreso en la ciencia, en las balancitas y
los sellos antipiréticos.
Ajeno a esas nimiedades, Ceferino pasaba a explicar su Sociedad de Naciones
modelo:
Una sociedad que sea fundada en cualquier parte del mundo, aun siendo el
mejor lugar la Europa. Una Sociedad que funcione permanentemente, y por ende
todos los días hábiles. Una sociedad donde su gran local o palacio, disponga al
menos de siete (7) cámaras o recintos bien grandes. Etc.
Ahora bien; de las siete mencionadas cámaras del palacio de cuya Sociedad
una primera cámara ha de ser ocupada por los Delegados de los países de raza
blanca, y su Presidente de igual color; una segunda cámara ha de ser ocupada
por los Delegados de los países de raza amarilla, y su Presidente de igual color;
una tercer...
Y así todas las razas, o sea que se podía saltar la enumeración, pero no era lo
mismo después de cuatro copitas de caña (Mariposa y no Ancap, lástima, porque
el homenaje patriótico hubiera valido la pena); no era en absoluto lo mismo,
porque el pensamiento de Ceferino era cristalográfico, cuajaba con todas las
aristas y los puntos de intersección, regido por la simetría y el horror vacui, o sea
que



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...una tercer cámara ha de ser ocupada por los Delegados de los países de raza
parda, y su Presidente de igual color; una cuarta cámara ha de ser ocupada por
los Delegados de los países de raza negra, y su Presidente de igual color; una
quinta cámara ha de ser ocupada por los Delegados de los países de raza roja, y
su Presidente de igual color; una sexta cámara ha de ser ocupada por los
Delegados de los países de raza pampa, y su Presidente de igual color; y una -laséptima
cámara ha de ser ocupada por el «Estado Mayor» de toda cuya Sociedad
de Naciones.
A Traveler lo había fascinado siempre ese «-la-» que interrumpía la rigurosa
cristalización del sistema, como el misterioso jardín del zafiro, ese misterioso
punto de la gema que quizá determinaba la coalescencia del sistema y que en los
zafiros irradiaba su transparente cruz celeste corro una energía congelada en el
corazón de la piedra. (¿Y por qué se llamaba jardín, a menos de imaginar los
jardines de pedrerías de las fábulas orientales?)
Cefe, mucho menos delicuescente, explicaba en seguida la importancia de la
cuestión:
Más detalles sobre la mencionada séptima cámara: en cuya séptima cámara
del palacio de la Sociedad de las Naciones, han de estar el Secretario General de
toda cuya Sociedad, y el Presidente General, también de toda cuya Sociedad,
pero tal Secretario General al mismo tiempo también ha de ser el Secretario
directo del mencionado Presidente General.
Más detalles aun: bien; en la cámara primera ha de estar su correspondiente
Presidente, el cual siempre ha de presidir a cuya cámara primera; si hablamos
con respecto a la cámara segunda, ídem.
si hablamos con respecto a la cámara tercera, ídem; si hablamos con respecto a
la cámara cuarta, ídem; si hablamos con respecto a la cámara quinta, ídem; y si
hablamos con respecto a la cámara sexta, ídem.



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A Traveler lo enternecía pensar que ese «ídem» le debía haber costado
bastante a Ceferino. Era una condescendencia extraordinaria hacia el lector. Pero
ya estaba en el fondo del asunto, y procedía a enumerar lo que él llamaba:
«Primoroso cometido de la Sociedad de Naciones modelo», i.e:
1) Ver (por no decir fijar) al o a los valores del dinero en su circulación
internacional; 2) designar a los jornales de obreros, a los sueldos de empleados,
etc; 3) designar valores en pro de lo internacional (dar o fijar precio a todo
artículo de los vendibles, y dar valor o mérito a otras cosas: cuántas armas de
guerra ha de tener un país; cuántos niños ha de dar a luz, por convención
internacional, una mujer, etc.); 4) designar de cuánto deban percibir
monetariamente por concepto de jubilación un jubilado, un pensionado, etc.; 5)
de hasta cuántos niños ha de dar a luz toda respectiva mujer en el mundo; 6) de
las distribuciones equitativas en el terreno internacional; etc.
¿Por qué, se preguntaba sagazmente Traveler, esa repetición en materia de
libertad de vientres y demografía? Bajo 3) se lo entendía como un valor, y bajo 5)
como cuestión concreta de competencia de la Sociedad. Curiosas infracciones a la
simetría, al rigor implacable de la enumeración consecutiva y ordenada, que
quizá traducían una inquietud, la sospecha de que el orden clásico era corno
siempre un sacrificio de la verdad a la belleza. Pero Ceferino se reponía de ese
romanticismo que le sospechaba Traveler, y procedía a una distribución
ejemplar:
Distribución de las armas de guerra:
Ya es sabido que cada respectivo país del mundo cuenta con sus
correspondientes kilómetros cuadrados de territorio.
Ahora bien, he aquí un ejemplo:



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A) El país que en un suponer tiene 1000 kilómetros cuadrados, ha de tener
1000 cañones; el país que en un suponer tiene 5000 kilómetros cuadrados, ha de
tener 5000 cañones; etc.
(En esto se ha de comprender 1 cañón por cada kilómetro cuadrado);
B) El país que en un suponer tiene 1000 kilómetros cuadrados, ha de tener
2000 fusiles; el país que en un suponer tiene 5000 kilómetros cuadrados, ha de
tener 10.000 fusiles; etc.
(En esto se han de comprender 2 fusiles por cada kilómetro cuadrado); etc.
Este ejemplo ha de comprender a todos los respectivos países que existen:
Francia tiene 2 fusiles por cada kilómetro suyo; España, ídem; Bélgica, ídem;
Rusia, ídem; Norteamérica, ídem; Uruguay, ídem; China, ídem; etc.; y también
ha de comprender a todas las clases de armas de guerra que existen: a) tanques;
b) ametralladoras; c) bombas terroríficas; fusiles; etc.
(-139)




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RIESGOS DEL CIERRE RELÁMPAGO
El British Medical Journal informa sobre una nueva clase de accidentes que
pueden sufrir los niños. Dicho accidente es causado por el empleo de cierre
relámpago en lugar de botones en la bragueta de los pantalones (escribe nuestro
corresponsal de medicina).
El peligro está en que el prepucio quede atrapado por el cierre. Ya se han
registrado dos casos. En ambos hubo que practicar la circuncisión para liberar al
niño.
El accidente tiene más probabilidades de ocurrir cuando el niño va solo al
retrete. Al tratar de ayudarlo, los padres pueden empeorar las cosas tirando del
cierre en sentido equivocado, pues el niño no está en condiciones de explicar si el
accidente se ha producido al tirar del cierre hacia arriba o hacia abajo. Si el niño
ya ha sido circuncidado, el daño puede ser mucho más grave.
El médico sugiere que cortando la parte inferior del cierre con alicates o
tenazas se pueden separar fácilmente las dos mitades. Pero habrá que practicar
una anestesia local para extraer la parte incrustada en la piel.
The Observer, Londres
(-151)


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—Qué te parece si ingresamos en la corporación nacional de los monjes de la
oración del santiguamiento.
—Entre eso y entrar en el presupuesto de la nación...
—Tendríamos ocupaciones formidables —dijo Traveler, observando la
respiración de Oliveira—. Me acuerdo perfectamente, nuestras obligaciones
serían las de rezar o santiguar a personas, a objetos, y a esas regiones tan
misteriosas que Ceferino llama lugares de parajes.
—Este debe ser uno —dijo Oliveira como desde lejos—. Es un lugar de paraje
clavado, hermanito.
—Y también santiguaríamos a los sembrados de vegetales, y a los novios mal
afectados por un rival.
—Llamalo a Cefe —dijo la voz de Oliveira desde algún lugar de paraje—.
Cómo me gustaría... Che, ahora que lo pienso, Cefe es uruguayo.
Traveler no le contestó nada, y miró a Ovejero que entraba y se inclinaba para
tomar el pulso de la histeria matinensis yugulata.
—Monjes que han de combatir siempre todo mal espiritual —dijo
distintamente Oliveira.
—Ahá —dijo Ovejero para alentarlo.
(-58)


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Y mientras alguien como siempre explica alguna cosa, yo no sé por qué estoy
en el café, en todos los cafés, en el Elephant & Castle, en el Dupont Barbès, en el
Sacher, en el Pedrocchi, en el Gijón, en el Greco, en el Café de la Paix, en el Café
Mozart, en el Florian, en el Capoulade, en Les Deux Magots, en el bar que saca
las sillas a la plaza del Colleone, en el café Dante a cincuenta metros de la tumba
de los Escalígeros y la cara como quemada por las lágrimas de Santa María
Egipcíaca en un sarcófago rosa, en el café frente a la Giudecca, con ancianas
marquesas empobrecidas que beben un té minucioso y alargado con falsos
embajadores polvorientos, en el Jandilla, en el Floccos, en el Cluny, en el
Richmond de Suipacha, en El Olmo, en la Closerie des Lilas, en el Stéphane (que
está en la rue Mallarmé), en el Tokio (que está en Chivilcoy), en el café Au Chien
qui Fume, en el Opern Café, en el Dôme, en el Café du Vieux Port, en los cafés de
cualquier lado donde
We make our meek adjustments,
Contented with such random consolations
As the wind deposits
In slithered and too ample pockets.
Hart Crane dixit. Pero son más que eso, son el territorio neutral para los
apátridas del alma, el centro inmóvil de la rueda desde donde uno puede
alcanzarse a sí mismo en plena carrera, verse entrar y salir como un maníaco,
envuelto en mujeres o pagarés o tesis epistemológicas, y mientras revuelve el


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café en la tacita que va de boca en boca por el filo de los días, puede
desapegadamente intentar la revisión y el balance, igualmente alejado del yo que
entró hace una hora en el café y del yo que saldrá dentro de otra hora.
Autotestigo y autojuez, autobiógrafo irónico entre dos cigarrillos.
En los cafés me acuerdo de los sueños, un no man’s land suscita el otro; ahora
me acuerdo de uno, pero no, solamente me acuerdo de que debí soñar algo
maravilloso y que al final me sentía como expulsado (o yéndome, pero a la
fuerza) del sueño que irremediablemente quedaba a mis espaldas. No sé si
incluso se cerraba una puerta detrás de mí, creo que sí; de hecho se establecía
una separación entre lo ya soñado (perfecto, esférico, concluido) y el ahora. Pero
yo seguía durmiendo, lo de la expulsión y la puerta cerrándose también lo soñé.
Una certidumbre sola y terrible dominaba ese instante de tránsito dentro del
sueño: saber que irremisiblemente esa expulsión comportaba el olvido total de la
maravilla previa. Supongo que la sensación de puerta cerrándose era eso, el
olvido fatal e instantáneo. Lo más asombroso es acordarme también de haber
soñado que me olvidaba del sueño anterior, y de que ese sueño tenía que ser
olvidado (yo expulsado de su esfera concluida).
Todo eso tendrá, me imagino, una raíz edénica. Tal vez el Edén, como lo
quieren por ahí, sea la proyección mitopoyética de los buenos ratos fetales que
perviven en el inconsciente. De golpe comprendo mejor el espantoso gesto del
Adán de Masaccio. Se cubre el rostro para proteger su visión, lo que fue suyo;
guarda en esa pequeña noche manual el Último paisaje de su paraíso. Y llora
(porque el gesto es también el que acompaña el llanto) cuando se da cuenta de
que es inútil, que la verdadera condena es eso que ya empieza: el olvido del
Edén, es decir la conformidad vacuna, la alegría barata y sucia del trabajo y el
sudor de la frente y las vacaciones pagas.
(-61)


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Claro que, como lo pensó en seguida Traveler, lo que contaba eran los
resultados. Sin embargo, ¿por qué tanto pragmatismo? Cometía una injusticia
con Ceferino, puesto que su sistema geopolítico no había sido ensayado como
muchos otros igualmente insensatos (y por tanto promisorios, eso había que
reconocerlo). Impertérrito, Cefe se mantenía en el terreno teórico y casi de
inmediato entraba en otra demostración aplastante:
Los jornales obreros en el mundo:
De acuerdo con la Sociedad de las Naciones será o ha de ser que si por
ejemplo un obrero francés, un herrero pongamos por caso, gana un jornal diario
y basado entre una base mínima de $ 8,00 y una base máxima de $ 10,00, entonces
ha de ser que un herrero italiano también ha de ganar igual, entre $ 8,00 y $ 10,00
por jornada; más: si un herrero italiano gana lo mismo dicho, entre $ 8,00 y $
10,00 por jornada, entonces un herrero español también ha de ganar entre $ 8,00
y $ 10,00 por jornada; más: si un herrero español gana entre $ 8,00 y $ 10,00 por
jornada, entonces un herrero ruso también ha de ganar entre $ 8,00 y $ 10,00 por
jornada; más: si un herrero ruso gana entre $ 8,00 y $ 10,00 por jornada, entonces
un herrero norteamericano también ha de ganar entre $ 8,00 y $ 10,00 por
jornada; etc.
—¿Cuál es la razón —monologó Traveler— de ese «etc.», de que en un
momento dado Ceferino se pare y opte por ese etcétera tan penoso para él? No
puede ser solamente el cansancio de la repetición, porque es evidente que le


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569
encanta, ni la sensación de monotonía, porque es evidente que le encanta (se le
estaba pegando el estilo). El hecho era que el «etc.» lo dejaba un poco nostálgico
a Ceferino, cosmólogo obligado a conceder un reader’s digest irritante. El pobre
se desquitaba agregando a continuación de su lista de herreros:
(Por lo demás, en esta tesis, de seguir hablando, caben o cabrían desde luego
todos los países respectivamente, o bien todos los herreros de todo respectivo
país.)
«En fin», pensó Traveler sirviéndose otra caña y rebajándola con soda, «es
raro que Talita no vuelva». Habría que ir a ver. Le daba lástima salirse del
mundo de Ceferino en pleno arreglo, justamente cuando Cefe se ponía a
enumerar las 45 Corporaciones Nacionales que debían componer un país
ejemplar:
1) CORPORACIÓN NACIONAL DE MINISTERIO DEL INTERIOR (todas las
dependencias y empleados en general de Ministerio del Interior). (Ministración
de toda estabilidad de todo establecimiento, etc.); 2) CORPORACIÓN
NACIONAL DE MINISTERIO DE HACIENDA (todas las dependencias y
empleados en general de Ministerio de Hacienda). (Ministración a modo de
patrocinio, de todo bien (toda propiedad) dentro de territorio nacional, etc.); 3)
Y así, corporaciones en número de 45, entre las que se destacaban por derecho
propio la 5, la 10, la 11 y la 12:
5) CORPORACIÓN NACIONAL DE MINISTERIO DE LA PRIVANZA CIVIL
(todas las dependencias y empleados en general de cuyo Ministerio).
(Instrucción, Ilustración, Amor de un prójimo para con otro, Control, Registro
(libros de), Salud, Educación Sexual, etc.). (Ministración o Control y Registro


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(letrado...) que ha de suplir a «Juzgados de Instrucción», a «Juzgados de lo
Civil», a «Consejo del Niño», a «Juez de Menores», a «Registros»: nacimientos,
defunciones, etc.) (Ministración que ha de comprender a todo lo que sea de la
Privanza Civil: MATRIMONIO, PADRE, HIJO, VECINO, DOMICILIO,
INDIVIDUO, INDIVIDUO DE BUENA O MALA CONDUCTA, INDIVIDUO DE
INMORALIDAD PUBLICA, INDIVIDUO CON MALAS ENFERMEDADES.
HOGAR (FAMILIA Y), PERSONA INDESEABLE, JEFE DE FAMILIA, NIÑO,
MENOR DE EDAD, NOVIO. CONCUBINATO, etc.).
. . . . . . . . . . . . .
10) CORPORACIÓN NACIONAL DE ESTANCIAS (todos los
establecimientos rurales de la Cría Mayor de animales y todos los empleados en
general de cuyos establecimientos). (Cría Mayor o cría de animales corpulentos:
bueyes, caballos, avestruces, elefantes, camellos, jirafas, ballenas, etc.);
11) CORPORACIÓN NACIONAL DE GRANJAS (todas las granjas agrícolas o
chacras grandes, y todos los empleados en general de cuyos establecimientos).
(Plantíos de toda clase respectiva de vegetales, menos hortalizas y árboles
frutales);
12) CORPORACIÓN NACIONAL DE CASAS-CRIADEROS DE ANIMALES
(todos los establecimientos de la Cría Menor de animales, y todos los empleados
en general de cuyos establecimientos). (Cría Menor o cría de animales no
corpulentos: cerdos, ovejas, chivos, perros, tigres, leones, gatos, liebres, gallinas,
patos, avejas, peces, mariposas, ratones, insectos, microbios, etc.)
Enternecido, Traveler se olvidaba de la hora y de cómo bajaba la botella de
caña. Los problemas se le planteaban como caricias: ¿Por qué exceptuar las
hortalizas y los árboles frutales? ¿Por qué la palabra aveja tenía algo de diabólico?


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571
Y esa visión casi edénica de una chacra donde los chivos se criaban al lado de los
tigres, los ratones, las mariposas, los leones y los microbios... Ahogándose de
risa, salió al pasillo. El espectáculo casi tangible de una estancia donde los
empleados-de-cuyo-establecimiento se debatían tratando de criar una ballena, se
superponía a la austera visión del pasillo nocturno. Era una alucinación digna
del lugar y de la hora, parecía perfectamente tonto preguntarse qué andaría
haciendo Talita en la farmacia o en el patio, cuando la ordenación de las
corporaciones se seguía ofreciendo como una lámpara.
25) CORPORACIÓN NACIONAL DE HOSPITALES Y CASAS AFINES
(todos los hospitales de toda clase, los talleres de arreglos y composturas, casas
de curados de cueros, caballerizas de las de componer caballos, clínicas dentales,
peluquerías, casas de podado de vegetales, casas de arreglado le expedientes
intrincados, etc., y también todos los empleados en general de cuyos
establecimientos).
—Ahí está —dijo Traveler—. Una ruptura que prueba la perfecta salud central
de Ceferino. Horacio tiene razón, no hay por qué aceptar los órdenes tal como
nos los alcanza papito. A Cefe le parece que el hecho de componer alguna cosa
vincula al dentista con los expedientes intrincados; los accidentes valen tanto
como las esencias... Pero es la poesía misma, hermano. Cefe rompe la dura costra
mental, como decía no sé quién, y empieza a ver el mundo desde un ángulo
diferente. Claro que a eso es lo que le llaman estar piantado.
Cuando entró Talita, estaba en la Corporación vigesimoctava:
28) CORPORACIÓN NACIONAL DE LOS DETECTIVES CIENTÍFICOS EN
LO ANDANTE Y SUS CASAS DE CIENCIAS (todos los locales de detectives y/o
policías de la investigación, todos los locales de exploradores (recorredores) y
todos los locales de exploradores científicos, y todos los empleados en general de


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572
cuyos mismos establecimientos). (Todos los mencionados empleados han de
pertenecer a una clase que se ha de denominar como «ANDANTE».)
A Talita y a Traveler les gustaba menos esta parte, era como si Ceferino se
abandonara demasiado pronto a una inquietud persecutoria. Pero quizá los
detectives científicos en lo andante no eran meros pesquisas, lo de «andante» los
investía de un aire quijotesco que Cefe, a lo mejor dándolo por sentado, no se
había molestado en subrayar.
29) CORPORACIÓN NACIONAL DE LOS DETECTIVES CIENTIFICOS EN
LO PERTENECIENTE A LA PETICIÓN Y A SUS CASAS DE CIENCIAS (todos
los locales de detectives y/o policía de la Investigación, y todos los locales de
exploradores, y todos los empleados en general de cuyos mismos
establecimientos). (Todos los mencionados empleados han de pertenecer a una
clase que se ha de denominar como «PETICION», y los locales y empleados de
esta clase han de ser aparte de los de otras clases como la ya mencionada
«ANDANTE».)
30) CORPORACIÓN NACIONAL DE LOS DETECTIVES CIENTÍFICOS EN
LO PERTENECIENTE A LA ACOTACIÓN A FIN Y SUS CASAS DE CIENCIAS
(todos los locales de detectives y/o policías de la Investigación, y todos los
locales de exploradores, y todos los empleados en general de cuyos mismos
establecimientos). (Todos los mencionados empleados han de pertenecer a una
clase que se ha de denominar como «ACOTACIÓN», y los locales y empleados
de esta clase han de ser aparte de los de otras clases como las ya mencionadas
«ANDANTE» y «PETICIÓN».)


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573
—Es como si hablara de órdenes de caballería dijo Talita convencida—. Pero
lo raro es que en estas tres corporaciones de detectives, lo único que se menciona
son los locales.
—Por un lado eso, y por otro, ¿qué quiere decir «acotación a fin»?
—Debe ser una sola palabra, afín. Pero no resuelve nada. Qué importa.
—Qué importa —repitió Traveler—. Tenés mucha razón.
Lo hermoso es que exista la posibilidad de un mundo donde haya detectives
andantes, de petición y de acotación. Por eso me parece bastante natural que
ahora Cefe pase de la caballería a las órdenes religiosas, con un intermedio que
viene a ser una concesión al espíritu cientificista (algún nombre hay que darle,
che) de estos tiempos. Te leo:
31) CORPORACIÓN NACIONAL DE LOS DOCTOS EN CIENCIAS DE LO
IDÓNEO Y SUS CASAS DE CIENCIAS (todas las casas o locales de comunidad
de doctos en ciencias de lo idóneo, y todos cuyos mismos doctos). Doctos en
ciencias de lo idóneo: médicos, homeópatas, curanderos (todo cirujano), parteras,
técnicos, mecánicos (toda clase de técnicos), ingenieros de segundo orden o
arquitectos en toda respectiva rama (todo ejecutor de planes ya trazados de
antemano, tal como lo sería un ingeniero de segundo orden), clasificadores en
general, astrónomos, astrólogos, espiritistas, doctores completos en toda rama de
la ley o leyes (todo perito), clasificadores en especies genéricas, contadores,
traductores, maestros de escuelas de las Primarias (todo compositor),
rastreadores —hombres— de asesinos, baquianos o guías, injertadores de
vegetales, peluqueros, etc.
—¡Qué me contás! —dijo Traveler, bebiéndose una caña de un trago—. ¡Es
absolutamente genial!


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—Sería un gran país para los peluqueros —dijo Talita, tirándose en la cama y
cerrando los ojos—. Qué salto que dan en el escalafón. Lo que no entiendo es que
los rastreadores de asesinos tengan que ser hombres.
—Nunca se oyó hablar de una rastreadora —dijo Traveler— y a lo mejor a
Cefe le parece poco apropiado. Ya te habrás dado cuenta de que en materia
sexual es un puritano terrible, se nota todo el tiempo.
—Hace calor, demasiado calor —dijo Talita—. ¿Te fijaste con qué gusto
incluye a los clasificadores, y hasta repite el nombre? Bueno, a ver el salto místico
que ibas a leerme.
—Carpeteá —dijo Traveler.
32) CORPORACIÓN NACIONAL DE LOS MONJES DE LA ORACIÓN DE
SANTIGUAMIENTO Y SUS CASAS DE CIENCIAS (todas las casas de
comunidad de monjes, y todos los monjes). (Monjes u hombres santiguadores,
que han de pertenecer fuera de todo culto extraño, únicamente y solamente al
mundo de la palabra y los misterios curativos y de «vencimiento» de ésta.)
(Monjes que han de combatir siempre a todo mal espiritual, a todo daño ganado
o metido dentro de bienes o cuerpos, etc.) (Monjes penitentes, y anacoretas que
han de orar o santiguar, ya a personas, ya a objetos, ya a lugares de parajes, ya a
sembrados de vegetales, ya a un novio mal afectado por un rival, etcétera.)
33) CORPORACIÓN NACIONAL DE LOS BEATOS GUARDADORES DE
COLECCIONES Y SUS CASAS DE COLECCION (todas las casas de colección, e
ídem, casas —depósitos, almacenes, archivos, museos, cementerios, cárceles,
asilos, institutos de ciegos, etc., y también todos los empleados en general de
cuyos establecimientos). (Colecciones: ejemplo: un archivo guarda expedientes
en colección; un cementerio guarda cadáveres en colección; una cárcel guarda
presos en colección, etc.)


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—Lo del cementerio no se le ocurrió ni a Espronceda —dijo Traveler—. No
me vas a negar que la analogía entre la Chacarita y un archivo... Ceferino adivina
las relaciones, y eso en el fondo es la verdadera inteligencia, ¿no te parece?
Después de semejantes proemios, su clasificación final no tiene nada de extraño,
muy al contrario. Habría que ensayar un mundo así.
Talita no dijo nada, pero levantó el labio superior como un festón y proyectó
un suspiro que venía de eso que llaman el primer sueño. Traveler se tomó otra
caña y entró en las Corporaciones finales y definitivas:
40) CORPORACIÓN NACIONAL DE AGENTES COMISIONADOS EN
ESPECIES COLORADAS DEL COLORADO DEL ROJO Y CASAS DE LABOR
ACTIVA PRO ESPECIES COLORADAS DEL ROJO (todas las casas de
comunidad de agentes comisionados en especies genéricas del colorado del rojo,
u Oficinas grandes de cuyos agentes, y también todos cuyos mismos agentes).
(Especies genéricas del colorado del rojo: animales de pelaje colorado del rojo;
vegetales de flor colorada del rojo, y minerales de aspecto colorado del rojo.)
41) CORPORACIÓN NACIONAL DE AGENTES COMISIONADOS EN
ESPECIES COLORADAS DEL NEGRO Y CASAS DE LABOR ACTIVA PRO
ESPECIES COLORADAS DEL NEGRO (todas las casas de comunidad de agentes
comisionados en especies genéricas del negro, u Oficinas grandes de cuyos
agentes, y también todos cuyos mismos agentes). (Especies genéricas del
colorado del negro o del negro simplemente: animales de pelaje negro, vegetales
de flor negra, y minerales de aspecto negro.)
42) CORPORACIÓN NACIONAL DE AGENTES COMISIO NADOS EN
ESPECIES COLORADAS DEL PARDO Y CASAS DE LABOR ACTIVA PRO
ESPECIES GENERICAS DEL PARDO (todas las casas de comunidad de agentes
comisionados en especies genéricas del colorado del pardo, u Oficinas grandes


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576
de cuyos agentes, y también todos cuyos mismos agentes). (Especies genéricas
del colorado del pardo o del pardo simplemente: animales de pelaje pardo,
vegetales de flor parda, y minerales de aspecto pardo.)
43) CORPORACIÓN NACIONAL DE AGENTES COMISIONADOS EN
ESPECIES COLORADAS DEL AMARILLO Y CASAS DE LABOR ACTIVA PRO
ESPECIES COLORADAS DEL AMARILLO (todas las casas de comunidad de
agentes comisionados en especies genéricas del colorado del amarillo, u Oficinas
grandes de cuyos agentes, y también todos cuyos mismos agentes). (Especies
genéricas del colorado del amarillo o del amarillo simplemente: animales de
pelaje amarillo, vegetales de flor amarilla, y minerales de aspecto amarillo.)
44) CORPORACIÓN NACIONAL DE AGENTES COMISIONADOS EN
ESPECIES GENERICAS DEL BLANCO Y CASAS DE LABOR ACTIVA PRO
ESPECIES GENERICAS DEL COLORADO DEL BLANCO (todas las casas de
comunidad de agentes comisionados en especies genéricas del colorado del
blanco, u Oficinas grandes de cuyos agentes, y también todos cuyos mismos
agentes). (Especies genéricas del colorado del blanco: animales de pelaje blanco,
vegetales de flor blanca, y minerales de aspecto blanco.)
45) CORPORACIÓN NACIONAL DE AGENTES COMISIONADOS EN
ESPECIES GENERICAS DEL PAMPA Y CASAS DE LABOR ACTIVA PRO
ESPECIES GENERICAS DEL COLORADO DEL PAMPA (todas las casas de
comunidad de agentes comisionados en especies genéricas del colorado del
pampa, u Oficinas grandes de cuyos agentes, y también todos cuyos mismos
agentes). (Especies genéricas del colorado del pampa o del pampa simplemente:
animales de pelaje pampa, vegetales de flor pampa, y minerales de aspecto
pampa.)


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Romper la dura costra mental... ¿Cómo veía Ceferino lo que había escrito?
¿Qué realidad deslumbrante (o no) le mostraba escenas donde los osos polares se
movían en inmensos escenarios de mármol, entre jazmines del Cabo? O cuervos
anidando en acantilados de carbón, con un tulipán negro en el pico... ¿Y por qué
«colorado del negro», «colorado del blanco»? ¿No sería «coloreado»? Pero
entonces, ¿por qué: «colorado del amarillo o del amarillo simplemente»? ¿Qué
colores eran esos, que ninguna marihuana michauxina o huxleyana traducía? Las
notas de Ceferino, útiles para perderse un poco más (sí eso era útil) no iban muy
lejos. De todos modos:
Sobre el ya mencionado color pampa: el color pampa es todo aquel color que
sea vario, o que esté o sea formado por dos o más pintas.
Y una aclaración eminentemente necesaria:
Sobre los ya aludidos o mencionados agentes en especies genéricas: cuyos
agentes han de ser Gobernadores, que por medio de ellos nunca llegue a
extinguirse del mundo ninguna de las especies genéricas; que las especies
genéricas, dentro de sus clases, no se crucen, ya una clase con otra, ya un tipo con
otro, ya una raza con otra raza, ya un color de especie con otro color de otra
especie, etc.
¡Purista, racista Ceferino Piriz! ¡Un cosmos de colores puros, mondrianesco a
reventar! ¡Peligroso Ceferino Piriz, siempre posible candidato a diputado, tal vez
a presidente! ¡En guardia, Banda Oriental! Y otra caña antes de irse a dormir
mientras Cefe, borracho de colores, se concedía un último poema donde como en
un inmenso cuadro de Ensor estallaba todo lo estallable en materia de máscaras
y antimáscaras. Bruscamente irrumpía el militarismo en su sistema, y había que


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ver el tratamiento entre macarrónico y trismegístico que le reservaba el filósofo
uruguayo. O sea:
En cuanto a la anunciada obra «La Luz de la Paz del Mundo», se trata de que
en ella se explica algo detallado sobre el militarismo, pero ahora, en breve
explicación, diremos la o las siguientes versiones sobre militarismo:
La Guardia (tipo «Metropolitana») para los militares nacidos bajo el signo zodiacal
Aries; los Sindicatos del antigobierno fundamental, para los militares nacidos bajo el
signo zodiacal Tauro, la Dirección y auspicios de festejos y reuniones sociales (bailes,
reuniones de veladas, conciertos de noviazgos: hacer parejas de novios, etc.) para
los militares nacidos bajo el signo zodiacal Géminis; la Aviación (militar) para los
militares nacidos bajo el signo zodiacal Cáncer; la Pluma pro gobierno fundamental
(periodismo militar, y de las magias políticas en pro de todo el Gobierno
fundamental y nacional) para los militares nacidos bajo el signo zodiacal Leo; la
Artillería (armas pesadas en general y bombas) para los militares nacidos bajo el
signo zodiacal Virgo; Auspicios y representaciones prácticas de fiestas publicas y/o
patrias (usos de disfraces adecuados por parte de militares, en los momentos de
encarnar, ya un desfile militar, ya un desfile de carnaval, ya una comparsa
carnavalesca, ya una fiesta de las de «vendimia», etc.) para los militares nacidos
bajo el signo zodiacal Escorpión; la Caballería (caballerías comunes y caballerías
motorizadas, con las respectivas participaciones, ya de fusileros, ya de lanceros,
ya de macheteros: caso común: «Guardia Republicana», ya de espadachineros,
etc.) para los militares nacidos bajo el signo zodiacal Capricornio; y la ,Servidumbre
militar práctica (chasquis, propios, bomberos, misioneros prácticos, sirvientes de
lo práctico, etc.) para los militares nacidos balo el signo zodiacal Acuario.
Sacudiendo a Talita, que se despertó indignada, Traveler le leyó la parte del
militarismo y los dos tuvieron que meter la cabeza debajo de la almohada para
no despertar a toda la clínica. Pero antes se pusieron de acuerdo en que la


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mayoría de los militares argentinos eran nacidos bajo el signo zodiacal Tauro.
Tan borracho estaba Traveler, nacido bajo el signo zodiacal Escorpión, que se
declaró dispuesto a apelar de inmediato a su condición de subteniente de la
reserva a fin de que le permitieran hacer uso de disfraces adecuados por parte de
militares.
—Organizaremos enormes fiestas de las de vendimia —decía Traveler,
sacando la cabeza de debajo de la almohada y volviéndola a meter apenas
terminaba la frase—. Vos vendrás con todas tus congéneres de la raza pampa,
porque no hay la menor duda de que sos una pampa, o sea que estás formada
por dos o más pintas.
—Yo soy blanca —dijo Talita—. Y es una lástima que vos no hayas nacido
bajo el signo zodiacal Capricornio, porque me encantaría que fueras un
espadachinero. O por lo menos un chasqui o un propio.
—Los chasquis son Acuario, che, Horacio es Cáncer, ¿no?
—Si no lo es, lo merece dijo Talita cerrando los ojos.
—Le toca modestamente la aviación. No hay más que imaginárselo piloteando
un Bang-Bang de ésos y ya te lo está escrachando en la Confitería del Águila a la
hora del té con masitas. Sería fatal.
Talita apagó la luz y se apretó un poco contra Traveler que sudaba y se
retorcía, envuelto por diversos signos del zodíaco, corporaciones nacionales de
agentes comisionados y minerales de aspecto amarillo.
—Horacio vio a la Maga esta noche —dijo Talita, como dormida—. La vio en
el patio, hace dos horas, cuando vos estabas de guardia.
—Ah —dijo Traveler, tendiéndose de espaldas y buscando los cigarrillos
sistema Braille—. Habría que meterlo entre los beatos guardadores de
colecciones.
—La Maga era yo —dijo Talita, apretándose más contra Traveler—. No sé si te
das cuenta.
—Más bien sí.


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—Alguna vez tenía que ocurrir. Lo que me asombra es que se haya quedado
tan sorprendido por la confusión.
—Oh, vos sabés, Horacio arma los líos y después los mira con el mismo aire
de los cachorros cuando han hecho caca y se quedan contemplándola
estupefactos.
—Yo creo que empezó el mismo día en que lo fuimos a buscar al puerto —dijo
Talita—. No se puede explicar, porque ni siquiera me miró, y entre los dos me
echaron como a un perro, con el gato abajo del brazo.
—Cría de animales no corpulentos —dijo Traveler.
—Me confundió con la Maga —insistió Talita—. Todo lo demás tenía que
seguir como si lo enumerara Ceferino, una cosa detrás de la otra.
—La Maga —dijo Traveler, chupando del cigarrillo hasta que se le iluminó la
cara en la oscuridad— también es uruguaya. Ya ves que hay un cierto orden.
—Dejame hablar, Manú.
—Mejor no. Para qué.
—Primero vino el viejo con la paloma, y entonces bajamos al sótano. Horacio
hablaba todo el tiempo del descenso, de esos huecos que lo preocupan. Estaba
desesperado, Manú, daba miedo ver lo tranquilo que parecía, y entre tanto...
Bajamos en el montacargas, y él fue a cerrar una de las heladeras, era tan
horrible.
—De manera que bajaste —dijo Traveler—. Está bueno.
—Era diferente —dijo Talita—. No era como bajar. Hablábamos, pero yo
sentía como si Horacio estuviera desde otra parte, hablándole a otra, a una mujer
ahogada, por ejemplo. Ahora se me ocurre eso, pero él todavía no había dicho
que la Maga se había ahogado en el río.
—No se ahogó en lo más mínimo —dijo Traveler— . Me consta, aunque
admito que no tengo la menor idea. Basta con conocerlo a Horacio.
—Cree que está muerta, Manú, y al mismo tiempo la siente cerca y esta noche
fui yo. Me dijo que también la había visto en el barco, y debajo del puente de la


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Avenida San Martín... No lo dice como si hablara de una alucinación, y tampoco
pretende que le creas. Lo dice, nomás, y es verdad, es algo que está ahí. Cuando
cerró la heladera y yo tuve miedo y dije no sé qué, me empezó a mirar y era a la
otra que miraba. Yo no soy el zombie de nadie, Manú, no quiero ser el zombie de
nadie.
Traveler le pasó la mano por el pelo, pero Talita lo rechazó con impaciencia.
Se había sentado en la cama y él la sentía temblar. Con ese calor, temblando. Le
dijo que Horacio la había besado, y trató de explicar el beso y como no
encontraba las palabras iba tocando a Traveler en la oscuridad, sus manos caían
como trapos sobre su cara, sobre sus brazos, le resbalaban por el pecho, se
apoyaban en sus rodillas, y de todo eso nacía como una explicación que Traveler
era incapaz de rechazar, un contagio que venía desde más allá, desde alguna
parte en lo hondo o en lo alto o en cualquier parte que no fuera esa noche y esa
pieza, un contagio que a través de Talita lo poseía a su vez, un balbuceo como un
anuncio intraducible, la sospecha de que estaba delante de algo que podía ser un
anuncio, pero la voz que lo traía estaba quebrada y cuando decía el anuncio lo
decía en un idioma ininteligible, y sin embargo eso era lo único necesario ahí al
alcance de la mano, reclamando el reconocimiento y la aceptación, debatiéndose
contra una pared esponjosa, de humo y de corcho, inasible y ofreciéndose,
desnudo, entre los brazos pero como de agua yéndose entre lágrimas.
«La dura costra mental», alcanzó a pensar Traveler. Oía confusamente que el
miedo, que Horacio, que el montacargas, que la paloma; un sistema comunicable
volvía a entrar poco a poco en el oído. De manera que el pobre infeliz tenía
miedo de que él lo matara, era para reírse.
—¿Te lo dijo así, che? Cuesta creerlo, vos sabes el orgullo que tiene.
—Es otra cosa —dijo Talita, quitándole el cigarrillo y chupando con una
especie de avidez de cine mudo—. Yo creo que el miedo que siente es como un
último refugio, el barrote donde tiene las manos prendidas antes de tirarse. Está
tan contento de tener miedo esta noche, yo sé que está contento en el fondo.


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—Eso —dijo Traveler, respirando como un verdadero yogi— no lo entendería
la Cuca, podés estar segura. Y yo debo estar de lo más inteligente esta noche,
porque lo del miedo alegre es medio duro de tragar, vieja.
Talita se corrió un poco en la cama y se apoyó contra Traveler. Sabía que
estaba otra vez de su lado, que no se había ahogado, que él la estaba sosteniendo
a flor de agua y que en el fondo era una lástima, una maravillosa lástima. Los
dos lo sintieron en el mismo instante, y resbalaron el uno hacia el otro como para
caer en ellos mismos, en la tierra común donde las palabras y las caricias y las
bocas los envolvían como la circunferencia al círculo, esas metáforas
tranquilizadoras, esa vieja tristeza satisfecha de volver a ser el de siempre, de
continuar, de mantenerse a flote contra viento y marea, contra el llamado y la
caída.
(-140)

134
583
134
EL JARDIN DE FLORES
Conviene saber que un jardín planeado de manera muy rigurosa, en el estilo
de los «parques a la francesa», compuesto de macizos, canteros y arriates
dispuestos geométricamente, exige gran competencia y muchos cuidados.
Por el contrario, en un jardín de tipo «inglés», los fracasos del aficionado se
disimularán con más facilidad. Algunos arbustos, un cuadro de césped, y una
sola platabanda de flores mezcladas que se destaquen netamente, al abrigo de
una pared o un seto bien orientados, son los elementos esenciales de un conjunto
muy decorativo y muy práctico.
Si por desgracia algunos ejemplares no dan los resultados previstos, será fácil
reemplazarlos por medio de trasplantes; no por ello se advertirá imperfección o
descuido en el conjunto, pues las demás flores, dispuestas en manchas de
superficie, altura y color distintos, formarán siempre un grupo satisfactorio para
la vista.
Esta manera de plantar, muy apreciada en Inglaterra y los Estados Unidos, se
designa con el nombre de mixed border, es decir, «cantero mezclado». Las flores
así dispuestas, que se mezclan, se confunden y desbordan una sobre otras como
si hubieran crecido espontáneamente, darán a su jardín un aspecto campestre y
natural, mientras que las plantaciones alineadas, en cuadrados y en círculos,
tienen siempre un carácter artificial y exigen una perfección absoluta.


134
584
Así, por razones tanto prácticas como estéticas, cabe aconsejar el arreglo en
mixed border al jardinero aficionado.
Almanaque Haehette
(-25)


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135
—Están riquísimas —dijo Gekrepten—. Ya me comí dos mientras las freía, son
una verdadera espuma, creeme.
—Cebá otro amargo, vieja —dijo Oliveira.
—En seguida, amor. Esperá que primero te cambio la compresa de agua fría.
—Gracias. Es muy raro comer tortas fritas con los ojos tapados, che. Así deben
entrenar a los puntos que van a descubrirnos el cosmos.
—¿Los que van volando a la luna en esos aparatos, no? Los meten en una
cápsula o algo así, ¿verdad?
—Sí, y les dan tortas fritas con mate.
(-63)


136
586
136
La manía de las citas en Morelli:
«Me costaría explicar la publicación, en un mismo libro, de poemas y de una
denegación de la poesía, del diario de un muerto y de las notas de un prelado
amigo mío...»
GEORGES BATAILLE, Haine de la poésie.
(-17)


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137
Morelliana.
Si el volumen o el tono de la obra pueden llevar a creer que el autor intentó
una suma, apresurarse a señalarle que está ante la tentativa contraria, la de una
resta implacable.
(-17)

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138
A la Maga y a mí nos ocurre a veces profanar nuestros recuerdos. Depende de
tan poco, el malhumor de una tarde, la angustia de lo que puede ocurrir si
empezamos a mirarnos en los ojos. Poco a poco, al azar de un diálogo que es
como un trapo en jirones, empezamos a acordarnos. Dos mundos distantes,
ajenos, casi siempre inconciliables, entran en nuestras palabras, y como de
común acuerdo nace la burla. Suelo empezar yo, acordándome con desprecio de
mi antiguo culto ciego a los amigos, de lealtades mal entendidas y peor pagadas,
de estandartes llevados con una humilde obstinación a las ferias políticas, a las
palestras intelectuales, a los amores fervorosos. Me río de una honradez
sospechosa que tantas veces sirvió para la desgracia propia o ajena, mientras por
debajo las traiciones y las deshonestidades tejían sus telas de araña sin que
pudiera impedirlo, simplemente consintiendo que otros, delante de mí, fueran
traidores o deshonestos sin que yo hiciera nada por impedirlo, doblemente
culpable. Me burlo de mis tíos de acrisolada decencia, metidos en la mierda hasta
el pescuezo donde todavía brilla el cuello duro inmaculado. Se caerían de
espaldas si supieran que están nadando en plena bosta, convencidos el uno en
Tucumán, y el otro en Nueve de Julio de que son un dechado de argentinidad
acrisolada (son las palabras que usan). Y sin embargo tengo buenos recuerdos de
ellos. Y sin embargo pisoteo esos recuerdos en los días en que la Maga y yo
tenemos la mufa de París y queremos hacernos daño.
Cuando la Maga deja de reírse para preguntarme por qué digo esas cosas de
mis dos tíos, me gustaría que estuvieran allí, escuchando detrás de la puerta
como el viejo del quinto piso. Preparo con cuidado la explicación, porque no


138
589
quiero ser injusto ni exagerado. Quiero también que le sirva para algo a la Maga,
que jamás ha sido capaz de entender las cuestiones morales (como Etienne, pero
de una manera menos egoísta; simplemente porque sólo cree en la
responsabilidad en presente, en el momento mismo en que hay que ser bueno, o
noble; en el fondo, por razones tan hedónicas y egoístas como las de Etienne).
Entonces le explico que mis dos honradísimos tíos son dos argentinos
perfectos como se entendía en 1915, época cenital de sus vidas entre
agropecuarias y oficinescas. Cuando se habla de esos «criollos de otros tiempos»,
se habla de antisemitas, de xenófobos, de burgueses arraigados a una nostalgia
de la estanzuela con chinitas cebando mate por diez pesos mensuales, con
sentimientos patrios del más puro azul y blanco, gran respeto por todo lo militar
y expedición al desierto, con camisas de plancha por docenas aunque no alcance
el sueldo para pagarle a fin de mes a ese ser abyecto que toda la familia llama «el
ruso» y a quien se trata a gritos, amenazas, y en el mejor de los casos con frases
de perdonavidas. Cuando la Maga empieza a compartir esta visión (de lo que
personalmente no ha tenido jamás la menor idea) me apresuro a demostrarle que
dentro de ese cuadro general mis dos tíos y sus respectivas familias son gentes
llenas de excelentes cualidades. Abnegados padres e hijos, ciudadanos que
concurren a los comicios y leen los diarios más ponderados, funcionarios
diligentes y muy queridos por sus jefes y compañeros, gente capaz de velar
noches enteras al lado de un enfermo, o hacer una gauchada a cualquiera. La
Maga me mira perpleja, temiendo que me burle de ella. Tengo que insistir,
explicarle porque quiero tanto a mis tíos, por qué sólo a veces, cuando estamos
hartos de las calles o del tiempo, me ocurre sacarles los trapos a la sombra y
pisotear los recuerdos que todavía me quedan de ellos. Entonces la Maga se
anima un poco y empieza a hablarme mal de su madre, a la que quiere y detesta
en proporciones dependientes del momento. A veces me aterra cómo puede
volver a referirse a un episodio de infancia que otras veces me ha contado
riéndose como si fuera muy gracioso, y que de golpe es un nudo siniestro, una


138
590
especie de pantano de sanguijuelas y garrapatas que se persiguen y se chupan.
En esos momentos la cara de la Maga se parece a la de un zorro, se le afinan las
aletas de la nariz, palidece, habla entrecortadamente, retorciéndose las manos y
jadeando, y como de un globo de chewing-gum enorme y obsceno empieza a
asomar la cara fofa de la madre, el cuerpo mal vestido de la madre, la calle
suburbana donde la madre se ha quedado como una escupidera vieja en un
baldío, la miseria donde la madre es una mano que pasa un trapo grasiento por
las cacerolas. Lo malo es que la Maga no puede seguir mucho rato, en seguida se
larga a llorar, esconde la cara contra mí, se acongoja a un punto increíble, hay
que preparar té, olvidarse de todo, irse por ahí o hacer el amor, sin los tíos ni la
madre hacer el amor, casi siempre eso o dormir, pero casi siempre eso.
(-127)


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591
139
Las notas del piano (la, re, mi bemol, do, si, si bemol, mi, sol), las del violín (la,
mi, si bemol, mi), las del corno (la, si bemol, la, si bemol, mi, sol), representan el
equivalente musical de los nombres de ArnolD SCHoenberg, Anton WEBErn, y
AIBAn BErG (según el sistema alemán por el cual H representa el si, B el si
bemol y S (ES) el mi bemol). No hay ninguna novedad en esta especie de
anagrama musical. Se recordará que Bach utilizó su propio nombre de manera
similar y que el misa o procedimiento era propiedad común de los maestros
polifonistas del siglo XVI (....) Otra analogía significativa con el futuro Concierto
para violín consiste en la estricta simetría del conjunto. En el Concierto para
violín el número clave es dos: dos movimientos separados, dividido cada uno de
ellos en dos partes, además de la división violín-orquesta en el conjunto
instrumental. En el «Kammerkonzert» se destaca, en cambio, el número tres: la
dedicatoria representa al Maestro y a sus dos discípulos; los instrumentos están
agrupados en tres categorías: piano, violín y una combinación de instrumentos
de viento; su arquitectura es una construcción en tres movimientos encadenados,
cada uno de los cuales revela en mayor o menor medida una composición
tripartita.
Del comentario anónimo sobre el
Concierto de Cámara para violín,
piano y, 13 instrumentos de viento,
de ALBAN BERG (grabación Pathé
Vox PL 8660).


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(-133)


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A la espera de algo más excitante, ejercicios de profanación y extrañamiento
en la farmacia, entre medianoche y dos de la mañana, una vez que la Cuca se ha
ido a dormir-un-sueño-reparador (o antes, para que se vaya: La Cuca persevera,
pero el trabajo de resistir con una sonrisa cobradora y como de vuelta las
ofensivas verbales de los monstruos, la fatiga atrozmente. Cada vez se va más
temprano a dormir, y los monstruos sonríen amablemente al desearle las buenas
noche. Más neutral, Talita pega etiquetas o consulta el Index Pharmacorum
Gottinga).
Ejercicios tipo: Traducir con inversión maniquea un famoso soneto:
El desflorado, muerto y espantoso pasado,
¿habrá de restaurarnos con su sobrio aletazo?
Lectura de una hoja de la libreta de Traveler: «Esperando turno en la
peluquería, caer sobre una publicación de la UNESCO y enterarse de los
nombres siguientes: Opintotoveri/Työläisopiskelija/Työväenopisto. Parece que
son títulos de otras tantas revistas pedagógicas finlandesas. Total irrealidad para
el lector. ¿Eso existe? Para millones de rubios, Opintotoveri significa el Monitor
de la Educación Común. Para mí... (Cólera). Pero ellos no saben lo que quiere
decir ‘cafisho’ (satisfacción porteña). Multiplicación de la irrealidad. Pensar que
los tecnólogos prevén que por el hecho de llegar en unas horas a Helsinki gracias
al Boeing 707... Consecuencias a extraer personalmente. Me hace una media
americana, Pedro.»


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Formas lingüísticas del extrañamiento. Talita pensativa frente a Genshiryoku
Kokunai Jijo, que en modo alguno le parece el desarrollo de las actividades
nucleares en el Japón. Se va convenciendo por superposición y diferenciación
cuando su marido, maligno proveedor de materiales recogidos en peluquerías, le
muestra la variante Genshiryoku Kaigai Jijo, al parecer desarrollo de las
actividades nucleares en el extranjero. Entusiasmo de Talita, convencida
analíticamente de que Kokunai = Japón y Kaigai = extranjero. Desconcierto de
Matsui, tintorero de la calle Lascano, ante una exhibición poliglótica de Talita
que se vuelve, pobre, con la cola entre las piernas.
Profanaciones: partir de supuestos tales como el famoso verso: «La perceptible
homosexualidad de Cristo», y alzar un sistema coherente y satisfactorio. Postular
que Beethoven era coprófago, etc. Defender la innegable santidad de Sir Roger
Casement, tal como se desprende de The Black Diaries. Asombro de la Cuca,
confirmada y comulgante.
De lo que se trata en el fondo es de alienarse por pura abnegación profesional.
Todavía se ríen demasiado (no puede ser que Atila juntara estampillas) pero ese
Arbeit macht Frei dará sus resultados, créame Cuca. Por ejemplo, la violación del
obispo de Fano viene a ser un caso de...
(-138)


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No llevaba muchas páginas darse cuenta de, que Morelli apuntaba a otra cosa.
Sus alusiones a las capas profundas del Zeitgeist, los pasajes donde la ló(gi)ca
acababa ahorcándose con los cordones de las zapatillas, incapaz hasta de
rechazar la incongruencia erigida en ley, evidenciaban la intención espeleologica
de la obra. Morelli avanzaba y retrocedía en una tan abierta violación del
equilibrio y los principios que cabría llamar morales del espacio, que bien podía
suceder (aunque de hecho no sucedía, pero nada podía asegurarse) que los
acaecimientos que relatara sucedieran en cinco minutos capaces de enlazar la
batalla de Actium con el Anschluss de Austria (las tres A tendrían posiblemente
algo que ver en la elección o más probablemente la aceptación de esos momentos
históricos), o que la persona que, apretaba el timbre de una casa de la calle
Cochabamba al mil doscientos franqueara el umbral para salir a un patio de la
casa de Menandro en Pompeya. Todo eso era más bien trivial y Buñuel, y a los
del Club no se les escapaba su valor de mera incitación o de parábola abierta a
otro sentido más hondo y escabroso. Gracias a esos ejercicios de volatinería,
semejantísimos a los que vuelven tan vistosos los Evangelios, los Upanishads y
otras materias cargadas de trinitrotolueno shamánico, Morelli se daba el guto de
seguir fingiendo una literatura que en el fuero interno minaba, contraminaba y
escarnecía. De golpe las palabras, toda una lengua, la superestructura de un
estilo, una semántica, una psicología y una facticidad se precipitaban a
espeluznantes harakiris. ¡Banzai! Hasta nueva orden, o sin garantía alguna: al
final había siempre, un hilo tendido más allá, saliéndose del volumen, apuntando
a un tal vez, a un a lo mejor, a un quién sabe, que dejaba en suspenso toda visión


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petrificante de la obra. Y esto que desesperaba a Perico Romero, hombre
necesitado de certezas, hacía temblar de delicia a Oliveira, exaltaba la
imaiginación de Etienne, de Wong y de Ronald, y obligaba a la Maga a bailar
descalza con un alcaucil en cada mano.
A lo largo de discusiones manchadas de calvados y tabaco, Etienne y Oliveira
se habían preguntado por qué odiaba Morelli la literatura, y por qué la odiaba
desde la literatura misma en vez de repetir el Exeunt de Rimbaud o ejercitar en
su temporal izquierdo la notoria eficacia de un Colt 32. Oliveira se inclinaba a
creer que Morelli había sospechado la naturaleza demoníaca de toda escritura
recreativa (¿y qué literatura no lo era, aunque sólo fuese como excipiente para
hacer tragar una gnosis, una praxis o un ethos de los muchos que andaban por
ahí o podían inventarse?). Después de sopesar los pasajes más incitantes, había
terminado por volverse sensible a un tono especial que teñía la escritura de
Morelli. La primera calificación posible de ese tono era el desencanto, pero por
debajo se sentía que el desencanto no estaba referido a las circunstancias y
acaecimientos que se narraban en el libro, sino a la manera de narrarlos que —
Morelli lo había disimulado todo lo posible— revertía en definitiva sobre lo
contado. La eliminación del seudo conflicto del fondo y la forma volvía a
plantearse en la medida en que el viejo denunciaba, utilizándolo a su modo, el
material formal; al dudar de sus herramientas, descalificaba en el mismo acto los
trabajos realizados con ellas. Lo que el libro contaba no servía de nada, no era
nada, porque estaba mal contado, porque simplemente estaba contado, era
literatura. Una vez más se volvía a la irritación del autor contra su escritura y la
escritura en general. La paradoja aparente estaba en que Morelli acumulaba
episodios imaginados y enfocados en las formas más diversas, procurando
asaltarlos y resolverlos con todos los recursos de un escritor dueño de su oficio.
No parecía proponerse una teoría, no era nada fuerte para la reflexión
intelectual, pero de todo lo que llevaba escrito se desprendía con una eficacia
infinitamente más grande que la de cualquier enunciado o cualquier análisis, la


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corrosión profunda de un mundo denunciado como falso, el ataque por
acumulación y no por destrucción, la ironía casi diabólica que podía sospecharse
en el éxito de los grandes trozos de bravura, los episodios rigurosamente
construidos, la aparente sensación de felicidad literaria que desde hacía años
venía haciendo su fama entre los lectores de cuentos y novelas. Un mundo
suntuosamente orquestado se resolvía, para los olfatos finos, en la nada; pero el
misterio empezaba allí porque al mismo tiempo que se presentía el nihilismo
total de la obra, una intuición más demorada podía sospechar que no era ésa la
intención de Morelli, que la autodestrucción virtual en cada fragmento del libro
era como la búsqueda del metal noble en plena ganga. Aquí había que detenerse,
por miedo de equivocar las puertas y pasarse de listo. Las discusiones más
feroces de Oliveira y Etienne se armaban a esta altura de su esperanza, porque
tenían el pavor de estarse equivocando, de ser un par de perfectos cretinos
empecinados en creer que no se puede levantar la torre de Babel para que al final
no sirva de nada. La moral de occidente se les aparecía a esa hora como una
proxeneta, insinuándoles una a una todas las ilusiones de treinta siglos
inevitablemente heredados, asimilados y masticados. Era duro renunciar a creer
que una flor puede ser hermosa para la nada; era amargo aceptar que se puede
bailar en la oscuridad. Las alusiones de Morelli a la inversión de los signos, a un
mundo visto con otras y desde otras dimensiones, como preparación inevitable a
una visión más pura (y todo esto en un pasaje resplandecientemente escrito, y a
la vez sospechoso de burla, de helada ironía frente al espejo) los exasperaba al
tenderles la percha de una casi esperanza, de una justificación, pero negándoles a
la vez la seguridad total, manteniéndolos en una ambigüedad insoportable. Si
algún consuelo les quedaba era pensar que también Morelli se movía en esa
misma ambigüedad, orquestando una obra cuya legítima primera audición debía
ser quizá el más absoluto de los silencios. Así avanzaban por las páginas,
maldiciendo y fascinados, y la Maga terminaba siempre por enroscarse como un
gato en un sillón, cansada de incertidumbres, mirando cómo amanecía sobre los


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techos de pizarra, a través de todo ese humo que podía caber entre unos ojos y.
una ventana cerrada y una noche ardorosamente inútil.
(-60)


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1. —No sé cómo era —dijo Ronald—. No lo sabremos nunca. De ella
conocíamos los efectos en los demás. Éramos un poco sus espejos, o ella nuestro
espejo. No se puede explicar.
2. —Era tan tonta —dijo Etienne—. Alabados sean los tontos, etcétera. Te,
juro que hablo en serio, que cito en serio. Me irritaba su tontería, Horacio
porfiaba que era solamente falta de información, pero se equivocaba. Hay una
diferencia bien conocida entre el ignorante y el tonto, y cualquiera lo sabe menos
el tonto, por suerte para él. Creía que el estudio, ese famoso estudio, le daría
inteligencia. Confundía saber con entender. La pobre entendía tan bien muchas
cosas que ignorábamos a fuerza de saberlas
3. —No incurras en ecolalia —dijo Ronald—. Toda esa baraja de antinomias,
de polarizaciones. Para mí su tontería era el precio de ser tan vegetal, tan caracol,
tan pegada a las cosas más misteriosas. Ahí está, fijate: no era capaz de creer en
los nombres, tenía que apoyar el dedo sobre algo y sólo entonces lo admitía. No
se va muy lejos así. Es como ponerse de espaldas a todo el occidente, a las
Escuelas. Es malo para vivir en una ciudad, para tener que ganarse la vida. Eso la
iba mordiendo.
4. —Sí, sí, pero en cambio era capaz de felicidades infinitas, yo he sido testigo
envidioso de algunas. La forma de un vaso, por ejemplo. ¿Qué otra cosa busco yo
en la pintura, decime? Matándome, exigiéndome itinerarios abrumadores para
desembocar en un tenedor, en dos aceitunas. La sal y el centro del mundo tienen
que estar ahí, en ese pedazo del mantel. Ella llegaba y lo sentía. Una noche subí a
mi taller, la encontré delante de un cuadro terminado esa mañana. Lloraba como


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lloraba ella, con toda la cara, horrible y maravillosa. Miraba mi cuadro y lloraba.
No fui bastante hombre para decirle que por la mañana yo también había
llorado. Pensar que eso le hubiera dado tanta tranquilidad, vos sabés cuánto
dudaba, cómo se sentía poca cosa rodeada de nuestras brillantes astucias.
5. —Se llora por muchas razones —dijo Ronald—. Eso no prueba nada.
6. —Por lo menos prueba un contacto. Cuántos otros, delante de esa tela, la
apreciaron con frases pulidas, recuento de influencias, todos los comentarios
posibles en torno. Ves, había que llegar a un nivel donde fuera posible reunir las
dos cosas. Yo creo estar ya allí, pero soy de los pocos.
7. —De pocos será el reino —dijo Ronald—. Cualquier cosa te sirve para que
te des bombo.
6. —Sé que es así —dijo Etienne—. Eso sí lo sé. Pero me ha llevado la vida
juntar las dos manos, la izquierda con su corazón, la derecha con su pincel y su
escuadra. Al principio era de los que miraban a Rafael pensando en Perugino,
saltando como una langosta sobre Leo Battista Alberti, conectando, soldando,
Pico por aquí, Lorenzo Valla por allá, pero fijate, Burckhardt dice, Berenson
niega, Argan cree, esos azules son sieneses, esos paños vienen de Masaccio. No
me acuerdo cuándo, fue en Roma, en la galería Barberini, estaba analizando un
Andrea del Sarto, lo que se dice analizar, y en una de esas le, vi. No me pidas que
explique nada. Lo vi (y no todo el cuadro, apenas un detalle del fondo, una
figurita en un camino). Se me saltaron las lágrimas, es todo lo que te puedo decir.
5. —Eso no prueba nada —dijo Ronald—. Se llora por muchas razones.
4. —No vale la pena que te conteste. Ella hubiera comprendido mucho mejor.
En realidad vamos todos por el mismo camino, sólo que unos empezamos por la
izquierda y otros por la derecha. A veces, en el justo medio, alguien ve el pedazo
de mantel con la copa, el tenedor, las aceitunas.
3. —Habla con figuras —dijo Ronald—. Es siempre el mismo.
2. —No hay otra manera de acercarse a todo lo perdido. lo extrañado. Ella
estaba más cerca y lo sentía. Su único error era querer una prueba de que esa


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cercanía valía todas nuestras retóricas. Nadie podía darle esa prueba, primero
porque somos incapaces de concebirla, y segundo porque de una manera u otra
estamos bien instalados y satisfechos en nuestra ciencia colectiva. Es sabido que
el Littré nos hace dormir tranquilos, está ahí al alcance de la mano, con todas las
respuestas. Y es cierto, pero solamente porque ya no sabemos hacer las
preguntas que lo liquidarían. Cuando la Maga preguntaba por qué los árboles se
abrigaban en verano... pero es inútil, viejo, mejor callarse.
1. —Sí, todo eso no se puede explicar —dijo Ronald.
(-34)


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Por la mañana, obstinados todavía en la duermevela que el chirrido
horripilante del despertador no alcanzaba a cambiarles por la filosa vigilia, se
contaban fielmente los sueños de la noche. Cabeza contra cabeza, acariciándose,
confundiendo las piernas y las manos, se esforzaban por traducir con palabras
del mundo de fuera todo lo que habían vivido en las horas de tiniebla. A
Traveler, un amigo de juventud de Oliveira, lo fascinaban los sueños de Talita, su
boca crispada o sonriente según el relato, los gestos y exclamaciones con que lo
acentuaba, sus ingenuas conjeturas sobre la razón y el sentido de sus sueños.
Después le tocaba a él contar los suyos, y a veces a mitad de un relato sus manos
empezaban a acariciarse y pasaban de los sueños al amor, se dormían de nuevo,
llegaban tarde a todas partes.
Oyendo a Talita, su voz un poco pegajosa de sueño, mirando su pelo
derramado en la almohada, Traveler se asombraba de que todo eso pudiera ser
así. Estiraba un dedo, tocaba la sien, la frente de Talita («Y entonces mi hermana
era mi tía Irene, pero no estoy segura»), comprobaba la barrera a tan pocos
centímetros de su propia cabeza («Y yo estaba desnudo en un pajonal y veía el
río lívido que subía, una ola gigantesca...»). Habían dormido con las cabezas
tocándose y ahí, en esa inmediatez física, en la coincidencia casi total de las
actitudes, las posiciones, el aliento, la misma habitación, la misma almohada, la
misma oscuridad, el mismo tictac, los mismos estímulos de la calle y la ciudad,
las mismas radiaciones magnéticas, la misma marca de café, la misma conjunción
estelar, la misma noche para los dos, ahí estrechamente abrazados, habían
soñado sueños distintos, habían vivido aventuras disímiles, el uno había


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sonreído mientras la otra huía aterrada, el uno había vuelto a rendir un examen
de álgebra mientras la otra llegaba a una ciudad de piedras blancas.
En el recuento matinal Talita ponía placer o congoja, pero Traveler se
obstinaba secretamente en buscar las correspondencias. ¿Cómo era posible que la
compañía diurna desembocara inevitablemente en ese divorcio, esa soledad
inadmisible del soñante? A veces su imagen formaba parte de los sueños de
Talita, o la imagen de Talita compartía el horror de una pesadilla de Traveler.
Pero ellos no lo sabían, era necesario que el otro lo contara al despertar:
«Entonces vos me agarrabas de la mano y me decías...» Y Traveler descubría que
mientras en el sueño de Talita él le había agarrado la mano y le había hablado, en
su propio sueño estaba acostado con la mejor amiga de Talita o hablando con el
director del circo «Las Estrellas» o nadando en Mar del Plata. La presencia de su
fantasma en el sueño ajeno lo rebajaba a un mero material de trabajo, sin
prevalencia alguna sobre los maniquíes, las ciudades desconocidas, las estaciones
de ferrocarril, las escalinatas, toda la utilería de los simulacros nocturnos. Unido
a Talita, envolviéndole la cara y la cabeza con los dedos y los labios. Traveler
sentía la barrera infranqueable, la distancia vertiginosa que ni el amor podía
salvar. Durante mucho tiempo esperó un milagro, que el sueño que Talita iba a
contarle por la mañana fuese también lo que él había soñado. Lo esperó, lo incitó,
lo provocó apelando a todas las analogías posibles, buscando semejanzas que
bruscamente lo llevaran a un reconocimiento. Sólo una vez, sin que Talita le
diera la menor importancia, soñaron sueños análogos. Talita habló de un hotel al
que iban ella y su madre y al que había que entrar llevando cada cual su silla.
Traveler recordó entonces su sueño: un hotel sin baños, que lo obligaba a cruzar
una estación de ferrocarril con una toalla para ir a bañarse a algún lugar
impreciso. Se lo dijo: «Casi soñamos el mismo sueño, estábamos en un hotel sin
sillas y sin baños.» Talita se rió divertida, ya era hora de levantarse, una
vergüenza ser tan haraganes.


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Traveler siguió confiando y esperando cada vez menos. Los sueños volvieron,
cada uno por su lado. Las cabezas dormían tocándose y en cada una se alzaba el
telón sobre un escenario diferente. Traveler pensó irónicamente que parecían los
cines contiguos de la calle Lavalle, y alejó del todo su esperanza. No tenía
ninguna fe en que ocurriera lo que deseaba, y sabía que sin fe no ocurriría. Sabía
que sin fe no ocurre nada de lo que debería ocurrir, y con fe casi siempre
tampoco.
(-100)


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Los perfumes, los himnos órficos, las algalias en primera y en segunda
acepción... Aquí olés a sardónica. Aquí a crisoprasio. Aquí, esperá un poco, aquí
es como perejil pero apenas, un pedacito perdido en una piel de gamuza. Aquí
empezás a oler a vos misma. Qué raro, verdad, que una mujer no pueda olerse
como la huele el hombre. Aquí exactamente. No te muevas, dejame. Olés a jalea
real, a miel en un pote de tabaco, a algas aunque sea tópico decirlo. Hay tantas
algas, la Maga olía a algas frescas, arrancadas al último vaivén del mar. A la ola
misma. Ciertos días el olor a alga se mezclaba con una cadencia más espesa,
entonces yo tenía que apelar a la perversidad —pero era una perversidad
palatina, entendé, un lujo de bulgaróctono, de senescal rodeado de obediencia
nocturna—, para acercar los labios a los suyos, tocar con la lengua esa ligera
llama rosa que titilaba rodeada de sombra, y después, como hago ahora con vos,
le iba apartando muy despacio los muslos, la tendía un poco de lado y la
respiraba interminablemente, sintiendo cómo su mano, sin que yo se lo pidiera,
empezaba a desgajarme de mí mismo como la llama empieza a arrancar sus
topacios de un papel de diario arrugado. Entonces cesaban los perfumes,
maravillosamente cesaban y todo era sabor, mordedura, jugos esenciales que
corrían por la boca, la caída en esa sombra, the primeval darkness, el cubo de la
rueda de los orígenes. Sí, en el instante de la animalidad más agachada, más
cerca de la excreción y sus aparatos indescriptibles, ahí se dibujan las figuras
iniciales y finales, ahí en la caverna viscosa de tus alivios cotidianos está


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temblando Aldebarán, saltan los genes y las constelaciones, todo se resume alfa y
omega, coquille, cunt, concha, con, coño, milenio, Armagedón, terramicina, oh
callate, no empecés allá arriba tus apariencias despreciables, tus fáciles espejos.
Qué silencio tu piel, qué abismos donde ruedan dados de esmeralda, cínifes y
fénices y cráteres...
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Morelliana.
Una cita:
Esas, pues, son las fundamentales, capitales y filosóficas razones que me
indujeron a edificar la obra sobre la base de partes sueltas —conceptuando la
obra como una partícula de la obra— y tratando al hombre como una fusión de
partes de cuerpo y partes de alma —mientras a la Humanidad entera la trato
como a un mezclado de partes. Pero si alguien me hiciese tal objeción: que esta
parcial concepción mía no es, en verdad, ninguna concepción, sino una mofa,
chanza, fisga y engaño, y que yo, en vez de sujetarme a las severas reglas y
cánones del Arte, estoy intentando burlarlas por medio de irresponsables
chungas, zumbas y muecas, contestaría que sí, que es cierto, que justamente tales
son mis propósitos. Y, por Dios —no vacilo en confesarlo— yo deseo esquivarme
tanto de vuestro Arte, señores, como de vosotros mismos, pues no puedo
soportaros junto con aquel Arte, con vuestras concepciones, vuestra actitud
artística y con todo vuestro medio artístico!
GOMBROWICZ, Ferdydurke, Cap. IV.
Prefacio al Filidor forrado de niño.
(-122)



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Carta al Observer:
Estimado señor:
¿Ha señalado alguno de sus lectores la escasez de mariposas este año? En esta
región habitualmente prolífica casi no las he visto, a excepción de algunos
enjambres de papilios. Desde marzo sólo he observado hasta ahora un Cigeno,
ninguna Etérea, muy pocas Teclas, una Quelonia, ningún Ojo de Pavorreal,
ninguna Catocala, y ni siquiera un Almirante Rojo en mi jardín, que el verano
pasado estaba lleno de mariposas.
Me pregunto si esta escasez es general, y en caso afirmativo, ¿a qué se debe?
M. Washbourn.
Pitchcombe, Glos.
(-29)



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¿Por qué tan lejos de los dioses? Quizá por preguntarlo.
¿Y qué? El hombre es el animal que pregunta. El día en que verdaderamente
sepamos preguntar, habrá diálogo. Por ahora las preguntas nos alejan
vertiginosamente de las respuestas. ¿Qué epifanía podemos esperar si nos
estamos ahogando en la más falsa de las libertades, la dialéctica judeocristiana?
Nos hace falta un Novum Organum de verdad, hay que abrir de par en par las
ventanas y tirar todo a la calle, pero sobre todo hay que tirar también la ventana,
y nosotros con ella. Es la muerte, o salir volando. Hay que hacerlo, de alguna
manera hay que hacerlo. Tener el valor de entrar en mitad de las fiestas y poner
sobre la cabeza de la relampagueante dueña de casa un hermoso sapo verde,
regalo de la noche, y asistir sin horror a la venganza de los lacayos.
(-31)


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De la etimología que da Gabio Basso a la palabra persona.
Sabia e ingeniosa explicación, a fe mía, la de Gabio Basso, en su tratado Del
origen de los vocablos, de la palabra persona, máscara. Cree que este vocablo toma
origen del verbo personare, retener. He aquí cómo explica su opinión: «No
teniendo la mascara que cubre por completo el rostro más que una abertura en el
sitio de la boca, la voz, en vez de derramarse en todas direcciones, se estrecha
para escapar por una sola salida, y adquiere por ello sonido más penetrante y
fuerte. Así, pues, porque la máscara hace la voz humana más sonora y vibrante,
se le ha dado el nombre de persona, y por consecuencia de la forma de esta
palabra, es larga la letra o en ella.
AULIO GELIO, Noches áticas.
(-42)


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Mis pasos en esta calle
Resuenan
En otra calle
Donde
Oigo mis pasos
Pasar en esta calle
Donde
Sólo es real la niebla.
OCTAVIO PAZ
(-54)





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Inválidos
Del Hospital del Condado de York informan que la Duquesa viuda de
Grafton, que se rompió una pierna el domingo último, pasó ayer un día bastante
bueno.
The Sunday Times, Londres
(-95)






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Morelliana.
Basta mirar un momento con los ojos de todos los días el comportamiento de
un gato o de una mosca para sentir que esa nueva visión a que tiende la ciencia,
esa des-antropomorfización que proponen urgentemente los biólogos y los
físicos como única posibilidad de enlace con hechos tales como el instinto o la
vida vegetal, no es otra cosa que la remota, aislada, insistente voz con que ciertas
líneas del budismo, del vedanta, del sufismo, de la mística occidental, nos instan
a renunciar de una vez por todas a la mortalidad.
(-152)




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ABUSO DE CONCIENCIA
Esta casa en que vivo se asemeja en todo a la mía: disposición de las
habitaciones, olor del vestíbulo, muebles, luz oblicua por la mañana, atenuada a
mediodía, solapada por la tarde; todo es igual, incluso los senderos y los árboles
del jardín, y esta vieja puerta semiderruida y los adoquines del patio.
También las horas y los minutos del tiempo que pasa son semejantes a las
horas y a los minutos de mi vida. En el momento en que giran a mi alrededor,
me digo: «Parecen de veras. ¿Cómo se asemejan a las verdaderas horas que vivo
en este momento!»
Por mi parte, si bien he suprimido en mi casa cualquier superficie de
reflexión, cuando a pesar de todo el vidrio inevitable de una ventana se empeña
en devolverme mi reflejo, veo en él a alguien que se me parece. ¿Sí, que se me
parece mucho, lo reconozco!
¡Pero no se vaya a pretender que soy yo! ¡Vamos! Todo es falso aquí. Cuando
me hayan devuelto mi casa y mi vida, entonces encontraré mi verdadero rostro.
JEAN TARDIEU.
(-143)






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—Porteño y todo, lo han de poner overo, si se descuida.
—Trataré de no descuidarme, entonces.
—Hará bien.
CAMBACERES, Música sentimental.
(-19)





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De todas maneras los zapatos estaban pisando una materia linoleosa, las
narices olían una agridulce aséptica pulverización, en la cama estaba el viejo muy
instalado contra dos almohadas, la nariz como un garfio que se prendiera en el
aire para sostenerlo sentado. Lívido, con ojeras mortuorias. Zigzag
extraordinario de la hoja de temperatura. ¿Y por qué se molestaban?
Se habló de que no era nada, el amigo argentino había sido testigo casual del
accidente, el amigo francés era manchista, todos los hospitales la misma
porquería. Morelli, sí, el escritor.
—No puede ser —dijo Etienne.
Por qué no, ediciones-piedra-en-el-agua: plop, no se vuelve a saber nada.
Morelli se molestó en decirles que se habían vendido (y regalado) unos
cuatrocientos ejemplares. Eso sí, dos en Nueva Zelandia, detalle emocionante.
Oliveira sacó un cigarrillo con una mano que temblaba, y miró a la enfermera
que le hizo una seña afirmativa y se fue, dejándolos metidos entre los dos
biombos amarillentos. Se sentaron a los pies de la cama, después de recoger
algunos de los cuadernillos y rollos de papel.
—Si hubiéramos visto la noticia en los diarios... —dijo Etienne.
—Salió en el Figaro —dijo Morelli—. Debajo de un telegrama sobre el
abominable hombre de las nieves.
—Vos te das cuenta —alcanzó a murmurar Oliveira—. Pero por otro lado es
mejor, supongo. Habría venido cada vieja culona con el álbum de los autógrafos
y un jarro de jalea hecha en casa.
—De ruibarbo —dijo Morelli—. Es la mejor. Pero vale más que no vengan.


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—En cuanto a nosotros —engranó Oliveira, realmente preocupado—, si lo
estamos molestando no tiene más que decirlo. Ya habrá otras oportunidades,
etcétera. Nos entendemos, ¿no?
—Ustedes vinieron sin saber quién era yo. Personalmente opino que vale la
pena que se queden un rato. La sala es tranquila, y el más gritón se calló anoche a
las dos. Los biombos son perfectos, una atención del médico que me vio
escribiendo. Por un lado me prohibió que siguiera, pero las enfermeras pusieron
los biombos y nadie me fastidia.
—¿Cuándo podrá volver a su casa?
—Nunca —dijo Morelli—. Los huesos se quedan aquí, muchachos.
—Tonterías —dijo respetuosamente Etienne.
—Será cuestión de tiempo. Pero me siento bien, se acabaron los problemas
con la portera. Nadie me trae la correspondencia, ni siquiera la de Nueva
Zelandia, con sus estampillas tan bonitas. Cuando se ha publicado un libro que
nace muerto, el único resultado es un correo pequeño pero fiel. La señora de
Nueva Zelandia, el muchacho de Sheffield. Francmasonería delicada,
voluptuosidad de ser tan pocos que participan de una aventura. Pero ahora,
realmente...
—Nunca se me ocurrió escribirle —dijo Oliveira—. Algunos amigos y yo
conocemos su obra, nos parece tan... Ahórreme ese tipo de palabras, creo que se
entiende lo mismo. La verdad es que hemos discutido noches enteras, y sin
embargo nunca pensamos que usted estuviera en París.
—Hasta hace un año vivía en Vierzon. Vine a París porque quería explorar un
poco algunas bibliotecas. Vierzon, claro... El editor tenía órdenes de no dar mi
domicilio. Vaya a saber cómo se enteraron esos pocos admiradores. Me duele
mucho la espalda, muchachos.
—Usted prefiere que nos vayamos —dijo Etienne—. Volveremos mañana, en
todo caso.


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—Lo mismo me va a doler sin ustedes —dijo Morelli—. Vamos a fumar,
aprovechando que me lo han prohibido.
Se trataba de encontrar un lenguaje que no fuera literario.
Cuando pasaba la enfermera, Morelli se metía el pucho dentro de la boca con
una habilidad diabólica y miraba a Oliveira con un aire de chiquilín disfrazado
de viejo que era una delicia.
...partiendo un poco de las ideas centrales de un Ezra Pound, pero sin la
pedantería y la confusión entre símbolos periféricos y significaciones
primordiales.
Treinta y ocho dos. Treinta y siete cinco. Treinta y ocho tres. Radiografía
(signo incomprensible).
...saber que unos pocos podían acercarse a esas tentativas sin creerlas un
nuevo juego literario. Benissimo. Lo malo era que todavía faltaba tanto y se iba a
morir sin terminar el juego.
—Jugada veinticinco, las negras abandonan — dijo Morelli, echando la cabeza
hacia atrás. De golpe parecía mucho más viejo—. Lástima, la partida se estaba
poniendo interesante. ¿Es cierto que hay un ajedrez indio con sesenta piezas de
cada lado?
—Es postulable —dijo Oliveira—. La partida infinita.
—Gana el que conquista el centro. Desde ahí se dominan todas las
posibilidades, y no tiene sentido que el adversario se empeñe en seguir jugando.
Pero el centro podría estar en una casilla lateral, o fuera del tablero.
—O en un bolsillo del chaleco.


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—Figuras —dijo Morelli—. Tan difícil escapar de ellas, con lo hermosas que
son. Mujeres mentales, verdad. Me hubiera gustado entender mejor a Mallarmé,
su sentido de la ausencia y del silencio era mucho más que un recurso extremo,
un impasse metafísico. Un día, en Jerez de la Frontera, oí un cañonazo a veinte
metros y descubrí otro sentido del silencio. Y esos perros que oyen el silbato
inaudible para nosotros... Usted es pintor, creo.
Las manos andaban por su lado, recogiendo, uno a uno los cuadernillos,
alisando algunas hojas arrugadas. De cuando en cuando, sin dejar de hablar,
Morelli echaba una ojeada a una de las páginas y la intercalaba en los
cuadernillos sujetos con clips. Una o dos veces sacó un lápiz del bolsillo del
piyama y numeró una hoja.
—Usted escribe, supongo.
—No —dijo Oliveira—. Qué voy a escribir, para eso hay que tener alguna
certidumbre de haber vivido.
—La existencia precede a la esencia —dijo Morelli sonriendo.
—Si quiere. No es exactamente así, en mi caso.
—Usted se está cansando —dijo Etienne—. Vámonos, Horacio, si te largás a
hablar... Lo conozco, señor, es terrible.
Morelli seguía sonriendo, y juntaba las páginas, las miraba, parecía
identificarlas y compararlas. Resbaló un poco, buscando mejor apoyo para la
cabeza. Oliveira se levantó.
—Es la llave del departamento —dijo Morelli—. Me gustaría, realmente.
—Se va a armar un lío bárbaro —dijo Oliveira.
—No, es menos difícil de lo que parece. Las carpetas los ayudarán, hay un
sistema de colores, de números y de letras. Se comprende en seguida. Por
ejemplo, este cuadernillo va a la carpeta azul, a una parte que yo llamo el mar,



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pero eso es al margen, un juego para entenderme mejor. Número 52: no hay más
que ponerlo en su lugar, entre el 51 y el 53. Numeración arábiga, la cosa más fácil
del mundo.
—Pero usted podrá hacerlo en persona dentro de unos días —dijo Etienne.
—Duermo mal. Yo también estoy fuera de cuadernillo. Ayúdenme, ya que
vinieron a verme. Pongan todo esto en su sitio y me sentiré tan bien aquí. Es un
hospital formidable.
Etienne miraba a Oliveira, y Oliveira, etcétera. La sorpresa imaginable. Un
verdadero honor, tan inmerecido.
—Después hacen un paquete con todo, y se lo mandan a Pakú. Editor de
libros de vanguardia, rue de l’Arbre Sec. ¿Sabían que Pakú es el nombre arcadio
de Hermes? Siempre me pareció... Pero hablaremos otro día.
—Póngale que metamos la pata —dijo Oliveira— y que le armemos una
confusión fenomenal. En el primer tomo había una complicación terrible, éste y
yo hemos discutido horas sobre si no se habrían equivocado al imprimir los
textos.
—Ninguna importancia —dijo Morelli—. Mi libro se puede leer como a uno le
dé la gana. Liber Fulguralis, hojas mánticas, y así va. Lo más que hago es ponerlo
como a mí me gustaría releerlo. Y en el peor de los casos, si se equivocan, a lo
mejor queda perfecto. Una broma de Hermes Pakú, alado hacedor de
triquiñuelas y añagazas. ¿Le gustan esas palabras?
—No —dijo Oliveira—. Ni triquiñuela ni añagaza. Me parecen bastante
podridas las dos.
—Hay que tener cuidado —dijo Morelli, cerrando los ojos—. Todos andamos
detrás de la pureza, reventando las viejas vejigas pintarrajeadas. Un día José
Bergamín casi se cae muerto cuando me permití desinflarle dos páginas,
probándole que... Pero cuidado, amigos, a lo mejor lo que llamamos pureza...
—El cuadrado de Malevich —dijo Etienne.



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—Ecco. Decíamos que hay que pensar en Hermes, dejarlo que juegue. Tomen,
ordenen todo esto, ya que vinieron a verme. Tal vez yo pueda ir por allá y echar
un vistazo.
—Volveremos mañana, si usted quiere.
—Bueno, pero ya habré escrito otras cosas. Los voy a volver locos, piénsenlo
bien. Tráiganme Gauloises.
Etienne le pasó su paquete. Con la llave en la mano, Oliveira no sabía qué
decir. Todo estaba equivocado, eso no tendría que haber sucedido ese día, era
una inmunda jugada del ajedrez de sesenta piezas, la alegría inútil en mitad de la
peor tristeza, tener que rechazarla como a un mosca, preferir la tristeza cuando lo
único que le llegaba hasta las manos era esa llave a la alegría, un paso a algo que
admiraba y necesitaba, una llave que abría la puerta de Morelli, y en mitad de la
alegría sentirse triste y sucio, con la piel cansada y los ojos legañosos, oliendo a
noche sin sueño, a ausencia culpable, a falta de distancia para comprender si
había hecho bien todo lo que había estado haciendo o no haciendo esos días,
oyendo el hipo de la Maga, los golpes en el techo, aguantando la lluvia helada en
la cara, el amanecer sobre el Pont Marie, los eructos agrios de un vino mezclado
con caña y con vodka y con más vino, la sensación de llevar en el bolsillo una
mano que no era suya, una mano de Rocamadour, un pedazo de noche
chorreando baba, mojándole los muslos, la alegría tan tarde o a lo mejor
demasiado pronto, todavía inmerecida, pero entonces, tal vez, vielleicht, maybe,
forse, peut-être, ah mierda, mierda, hasta mañana maestro, mierda mierda
infinitamente mierda, sí, a la hora de visita, interminable obstinación de la
mierda por la cara y por el mundo, mundo de mierda, le traeremos fruta,
archimierda de contramierda, supermierda de inframierda, remierda de
recontramierda, dans cet hôpital Laennec découvrit l’auscultation: a lo mejor
todavía... Una llave, figura inefable. Una llave. Todavía, a lo mejor, se podía salir
a la calle y seguir andando, una llave en el bolsillo. A lo mejor todavía, una llave
de Morelli, una vuelta de llave y entrar en otra cosa, a lo mejor todavía.





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—En el fondo es un encuentro póstumo, días más o menos —dijo Etienne en
el café.
—Andate —dijo Oliveira—. Está muy mal que te deje caer así, pero mejor
andate. Avisales a Ronald y a Perico, nos encontramos a las diez en casa del
viejo.
—Mala hora —dijo Etienne—. La portera no nos va a dejar pasar.
Oliveira sacó la llave, la hizo girar bajo un rayo de sol, se la entregó como si
rindiera una ciudad.
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Es increíble, (de un pantalón puede salir cualquier cosa, pelusas, relojes,
recortes, aspirinas carcomidas, en una de esas metés la mano para sacar el
pañuelo y por la cola sacas una rata muerta, son cosas perfectamente posibles.
Mientras iba a buscar a Etienne, todavía perjudicado por el sueño del pan y otro
recuerdo de sueño que de golpe se le presentaba como se presenta un accidente
callejero, de golpe zás, nada que hacerle, Oliveira había metido la mano en el
bolsillo de su pantalón de pana marrón, justo en la esquina del boulevard
Raspail y Montparnasse, medio mirando al mismo tiempo el sapo gigantesco
retorcido en su robe de chambre, Balzac Rodin o Rodin Balzac, mezcla
inextricable de dos relámpagos en su broncosa helicoide, y la mano había salido
con un recorte de farmacias de turno en Buenos Aires y otro que resultó una lista
de anuncios de videntes y cartománticas. Era divertido enterarse de que la
señora Colomier, vidente húngara (que a lo mejor era una de las madres de
Gregorovius) vivía en la rue des Abbesses y que poseí a secrets des bohèmes pour
d’affections perdues. De ahí se podía pasar gallardamente a la gran promesa:
Désenvoûtements, tras de lo cual la referencia a la voyance sur photo parecia
ligeramente irrisoria. A Etienne, orientalista amateur, le hubiera interesado saber
que el profesor Mihn vs offre le vérit. Talisman de l’Arbre Sacré de l’Inde. Broch. c. I.
NF timb. B.P.27, Cannes. Cómo no asombrarse de la existencia de Mme. Sanson,
Médium-Tarots, prédict. étonnantes, 23 rue Hermel (sobre todo porque Hermel, que
a lo mejor había sido un zoólogo, tenía nombre de alquimista), y descubrir con
orgullo sudamericano la rotunda proclama de Anita, cartes, dates précises, de
Joana-Jopez (sic), secrets indiens, tarots espagnols, y de Mme. Juanita, voyante par



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domino, coguillage, fleur. Había que ir sin falta con la Maga a ver a Mme. Juanita.
Coquillage, fleur! Pero no con la Maga, ya no. A ler Maga le hubiera gustado
conocer el destino por las flores. Seule MARZAK prouve retour affection. ¿Pero qué
necesidad de probar nada? eso se sabe en seguida. Mejor el tono científico de
Jane de Nys, reprend ses VISIONS exactes sur photogr. cheveux, écrit. Tour magnétiste
intégral. A la altura del cementerio de Montparnasse, después de hacer una
bolita, Oliveira calculó atentamente y mandó a las adivinas a juntarse con
Baudelaire del otro lado de la tapia, con Devéria, con Aloysius Bertrand, con
gentes dignas de que las videntes les miraran las manos, que Mme. Frédérika, la
uoyante de l’élite parisienne et internationale, célèbre par ses prédictions dans la presse et
la radio mondiales, de retour de Cannes. Che, y con Barbey d’Aurevilly, que las
hubiera hecho quemar a todas si hubiera podido, y también, claro que sí,
también Maupassant, ojalá que la bolita de papel hubiera caído sobre la tumba
de Maupassant o de Aloysius Bertrand, pero eran cosas que no podían saberse
desde afuera.
A Etienne le parecía estúpido que Oliveira fuera a jorobarlo a esa hora de la
mañana, aunque lo mismo lo esperó con tres cuadros nuevos que tenía ganas de
mostrarle, pero Oliveira dijo inmediatamente que lo mejor era que aprovecharan
el sol fabuloso que colgaba sobre el boulevard de Montparnasse, y que bajaran
hasta el hospital Necker para visitar al viejito. Etienne juró en voz baja y cerró el
taller. La portera, que los quería mucho, les dijo que los dos tenían cara de
desenterrados, de hombres del espacio, y por esto último descubrieron que
madame Bobet leía science-fiction y les pareció enorme. Al llegar al Chien qui fume
se tomaron dos vinos blancos, discutiendo los sueños y la pintura como posibles
recursos contra la OTAN —y otros incordios del momento. A Etienne no le
parecía excesivamente raro que Oliveira fuese a visitar a un tipo que no conocía,
estuvieron de acuerdo en que resultaba más cómodo, etcétera. En el mostrador
una señora hacía una vehemente descripción del atardecer en Nantes, donde
según dijo vivía su hija. Etienne y Oliveira escuchaban atentamente palabras


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tales como sol, brisa, césped, luna, urracas, paz, la renga, Dios, seis mil
quinientos francos, la niebla, rododendros, vejez, tu tía, celeste, ojalá no se
olvide, macetas. Después admiraron la noble placa: DANS CET HÔPITAL,
LAENNEC DECOUVRIT L’AUSCULTATION, y los dos pensaron (y se lo
dijeron) que la auscultación debía ser una especie de serpiente o salamandra
escondidísima en el hospital Necker, perseguida vaya a saber por qué extraños
corredores y sótanos hasta rendirse jadeante al joven sabio. Oliveira hizo
averiguaciones, y los encaminaron hacia la sala Chauffard, segundo piso a la
derecha.
—A lo mejor no viene nadie a verlo —dijo Oliveira—. Y mirá si no es
coincidencia que se llame Morelli.
—Anda a saber si no se ha muerto —dijo Etienne, mirando la fuente con peces
rojos del patio abierto.
—Me lo hubieran dicho. El tipo me miró, nomás. No quise preguntarle si
nadie había venido antes.
—Lo mismo pueden visitarlo sin pasar por la oficina de guardia.
Etcétera. Hay momentos en que por asco, por miedo o porque hay que subir
dos pisos y huele a fenol, el diálogo se vuelve prolijísimo, como cuando hay que
consolar a alguien al que se la ha muerto un hijo y se inventan las conversaciones
más estúpidas, sentado junto a la madre se le abotona la bata que estaba un poco
suelta, y se dice: «Ahí está, no tenés que tomar frío.» La madre suspira:
«Gracias.» Uno dice: «Parece que no, pero en esta época empieza a refrescar
temprano.» La madre dice: «Sí, es verdad.» Uno dice: «¿No querrías una
pañoleta?» No. Capítulo abrigo exterior, terminado. Se ataca el capítulo abrigo
interior: «Te voy a hacer un té.» Pero no, no tiene ganas. «Sí, tenés que tomar
algo. No es posible que pasen tantas horas sin que tomés nada.» Ella no sabe qué
hora es. «Más de las ocho. Desde las cuatro y media no tomas nada. Y esta
mañana apenas quisiste probar bocado. Tenés que comer algo, aunque sea una
tostada con dulce.» No tiene ganas. «Hacelo por mí, ya vas a ver que todo es


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empezar.» Un suspiro, ni sí ni no. «Ves, claro que tenés ganas. Yo te voy a hacer
el té ahora mismo.» Si eso falla, quedan los asientos. «Estás tan incómoda ahí, te
vas a acalambrar.» No, está bien. «Pero no, si debés tener la espalda envarada,
toda la tarde en ese sillón tan duro. Mejor te acostás un rato.» Ah, no, eso no.
Misteriosamente, la cama es como una traición. «Pero sí, a lo mejor te dormís un
rato.» Doble traición. «Te hace falta, ya vas a ver que descansas. Yo me quedo
con vos.» No, está muy bien así. «Bueno, pero entonces te traigo una almohada
para la espalda.» Bueno. «Se te van a hinchar las piernas, te voy a poner un
taburete para que tengas los pies más altos.» Gracias. «Y dentro de un rato, a la
cama. Me lo vas a prometer.» Suspiro. «Si, sí, nada de hacerse la mimosa. Sí te lo
dijera el doctor, tendrías que obedecer.» En fin, «Hay que dormir, querida.»
Variantes ad libitum.
—Perchance to dream murmuró Etienne, que había rumiado las variantes a
razón de una por peldaño.
—Le debíamos haber comprado una botella de coñac —dijo Oliveira—. Vos
que tenés plata.
—Si no lo conocemos. Y a lo mejor está realmente muerto. Mirá esa pelirroja,
yo me dejaría masajear con un gusto. A veces tengo fantasías de enfermedad y
enfermeras. ¿Vos no?
—A los quince años, che. Algo terrible. Eros armado de una inyección
intramuscular a modo de flecha, chicas maravillosas que me lavaban de arriba
abajo, yo me iba muriendo en sus brazos.
—Masturbador, en una palabra.
—¿Y qué? ¿Por qué tener vergüenza de masturbarse? Un arte menor al lado
del otro, pero de todos modos con su divina proporción, sus unidades de tiempo,
acción y lugar, y demás retóricas. A los nueve años yo me masturbaba debajo de
un ombú, era realmente patriótico.
—¿Un ombú?


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—Como una especie de baobab —dijo Oliveira— pero te voy a confiar un
secreto, si jurás no decírselo a ningún otro francés. El ombú no es un árbol: es un
yuyo.
—Ah, bueno, entonces no era tan grave.
—¿Cómo se masturban los chicos franceses, che?
—No me acuerdo.
—Te acordás perfectamente. Nosotros allá tenemos sistemas formidables.
Martillito, paragüita... ¿Captás? No puedo oír ciertos tangos sin acordarme cómo
los tocaba mi tía, che.
—No veo la relación —dijo Etienne.
—Porque no ves el piano. Había un hueco entre el piano y la pared, y yo me
escondía ahí para hacerme la paja. Mi tía tocaba Milonguita o Flores negras, algo
tan triste, me ayudaba en mis sueños de muerte y sacrificio. La primera vez que
salpiqué el parquet fue horrible, pensé que la mancha no iba a salir. Ni siquiera
tenía un pañuelo. Me saqué rápido una media y froté como un loco. Mi tía tocaba
La Payanca, si querés te lo silbo, es de una tristeza...
—No se silba en el hospital. Pero la tristeza se te siente lo mismo. Estás hecho
un asco, Horacio.
—Yo me las busco, ñato. A rey muerto rey puesto. Si te crees que por una
mujer... Ombú o mujer, todos son yuyos en el fondo, che.
—Barato —dijo Etienne—. Demasiado barato. Mal cine, diálogos pagados por
centímetro, ya se sabe lo que es eso. Segundo piso, stop. Madame...
—Par là —dijo la enfermera.
—Todavía no hemos encontrado la auscultación —le informó Oliveira.
—No sea estúpido —dijo la enfermera.
—Aprendé —dijo Etienne—. Mucho soñar con un pan que se queja, mucho
joder a todo el mundo, y después ni siquiera te salen los chistes. ¿Por qué no te
vas al campo un tiempo? De verdad tenés una cara para Soutine, hermano.


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—En el fondo —dijo Oliveira— a vos lo que te revienta es que te haya ido a
sacar de entre tus pajas cromáticas, tu cincuenta puntos cotidiano, y que la
solidaridad te obligue a vagar conmigo por París al otro día del entierro. Amigo
triste, hay que distraerlo. Amigo telefonea, hay que resignarse. Amigo habla de
hospital, y bueno, vamos.
—Para decirte la verdad —dijo Etienne— cada vez se me importa menos de
vos. Con quien yo debería estar paseando es con la pobre Lucía. Esa sí lo
necesita.
—Error —dijo Oliveira, sentándose en un banco—. La Maga tiene a Ossip,
tiene distracciones, Hugo Wolf, esas cosas. En el fondo la Maga tiene una vida
personal, aunque me haya llevado tiempo darme cuenta. En cambio yo estoy
vacío, una libertad enorme para soñar y andar por ahí, todos los juguetes rotos,
ningún problema. Dame fuego.
—No se puede fumar en el hospital.
—We are the makers o f manners, che. Es muy bueno para la auscultación.
—La sala Chauffard está ahí —dijo Etienne—. No nos vamos a quedar todo el
día en este banco.
—Esperá que termine el pitillo.
(-123)

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