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domingo, 30 de noviembre de 2008

JULIO CORTAZAR---RAYUELA---PRIMERA PARTE

LIBERDADE con AMOR e FORTALEZA CONSTANTE


Julio Cortazar
Rayuela

Y animado de la esperanza de ser particularmente útil
a la juventud, y de contribuir a la reforma de las
costumbres en general, he formado la presente
colección de máximas, consejos y preceptos, que son
la base de aquella moral universal, que es tan
proporcionada a la felicidad espiritual y temporal de
todos los hombres de cualquiera edad, estado y
condición que sean, y a la prosperidad y buen orden,
no sólo de la república civil y cristiana en que
vivimos, sino de cualquiera otra república o gobierno
que los filósofos más especulativos y profundos del
orbe quieran discurrir.
Espíritu de la Biblia y Moral Universal,
sacada del Antiguo y Nuevo Testamento.
Escrita en toscano por el abad Martini con
las citas al pie:
Traducida en castellano
Por un Clérigo Reglar de la Congregación
de San Cayetano de esta Corte.
Con licencia.
Madrid: Por Aznar, 1797.

Siempre que biene el tiempo fresco, o sea al medio del otonio, a mí me da
la loca de pensar ideas de tipo eséntrico y esótico, como ser por egenplo
que me gustaría venirme golondrina para agarrar y volar a los paíx
adonde haiga calor, o de ser hormiga para meterme bien adentro de una
cueva y comer los productos guardados en el verano o de ser una bívora
como las del solójico, que las tienen bien guardadas en una jaula de vidrio
con calefación para que no se queden duras de frío, que es lo que les pasa
a los pobres seres humanos que no pueden comprarse ropa con lo cara
questá, ni pueden calentarse por la falta del querosén, la falta del carbón,
la falta de lenia, la falta de petrolio y tamién la falta de plata, porque
cuando uno anda con biyuya ensima puede entrar a cualquier boliche y
mandarse una buena grapa que hay que ver lo que calienta, aunque no
conbiene abusar, porque del abuso entra el visio y del visio la dejeneradés
tanto del cuerpo como de las taras moral de cada cual, y cuando se viene
abajo por la pendiente fatal de la falta de buena condupta en todo sentido,
ya nadie ni nadies lo salva de acabar en el más espantoso tacho de basura
del desprastijio humano, y nunca le van a dar una mano para sacarlo de
adentro del fango enmundo entre el cual se rebuelca, ni más ni meno que
si fuera un cóndor que cuando joven supo correr y volar por la punta de
las altas montanias, pero que al ser viejo cayó parabajo como bombardero
en picada que le falia el motor moral. ¡Y ojalá que lo que estoy
escribiendolé sirbalguno para que mire bien su comportamiento y que no
searrepienta cuando es tarde y ya todo se haiga ido al corno por culpa
suya!
CÉSAR BRUTO, Lo que me gustaría ser a mí
si no fuera lo que soy (capítulo: Perro de San
Bernardo).


DEL LADO DE ALLLA
Rien ne vous tue un homme comme d’être obligé de
représenter un pays.
JACQUES VACHÉ, carta a André Breton.

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¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo
por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y
olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada
se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces
detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la
calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la
Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual
era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la
misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el
tubo de dentífrico.
Pero ella no estaría ahora en el puente. Su fina cara de translúcida piel se
asomaría a viejos portales en el ghetto del Marais, quizá estuviera charlando con
una vendedora de papas fritas o comiendo una salchicha caliente en el boulevard
de Sébastopol. De todas maneras subí hasta el puente, y la Maga no estaba.
Ahora la Maga no estaba en mi camino, y aunque conocíamos nuestros
domicilios, cada hueco de nuestras dos habitaciones de falsos estudiantes en
París, cada tarjeta postal abriendo una ventanita Braque o Ghirlandaio o Max
Ernst contra las molduras baratas y los papeles chillones, aun así no nos
buscaríamos en nuestras casas. Preferíamos encontrarnos en el puente, en la
terraza de un café, en un cine-club o agachados junto a un gato en cualquier
patio del barrio latino. Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos


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para encontrarnos. Oh Maga, en cada mujer parecida a vos se agolpaba como un
silencio ensordecedor, una pausa filosa y cristalina que acababa por derrumbarse
tristemente, como un paraguas mojado que se cierra. Justamente un paraguas,
Maga, te acordarías quizá de aquel paraguas viejo que sacrificamos en un
barranco del Parc Montsouris, un atardecer helado de marzo. Lo tiramos porque
lo habías encontrado en la Place de la Concorde, ya un poco roto, y lo usaste
muchísimo, sobre todo para meterlo en las costillas de la gente en el metro y en
los autobuses, siempre torpe y distraída y pensando en pájaros pintos o en un
dibujito que hacían dos moscas en el techo del coche, y aquella tarde cayó un
chaparrón y vos quisiste abrir orgullosa tu paraguas cuando entrábamos en el
parque, y en tu mano se armó una catástrofe de relámpagos fríos y nubes negras,
jirones de tela destrozada cayendo entre destellos de varillas desencajadas, y nos
reíamos como locos mientras nos empapábamos, pensando que un paraguas
encontrado en una plaza debía morir dignamente en un parque, no podía entrar
en el ciclo innoble del tacho de basura o del cordón de la vereda; entonces yo lo
arrollé lo mejor posible, lo llevamos hasta lo alto del parque, cerca del puentecito
sobre el ferrocarril, y desde allí lo tiré con todas mis fuerzas al fondo de la
barranca de césped mojado mientras vos proferías un grito donde vagamente
creí reconocer una imprecación de walkyria. Y en el fondo del barranco se
hundió como un barco que sucumbe al agua verde, al agua verde y procelosa, a
la mer qui est plus félonesse en été qu’en hiver, a la ola pérfida, Maga, según
enumeraciones que detallamos largo rato, enamorados de Joinville y del parque,
abrazados y semejantes a árboles mojados o a actores de cine de alguna pésima
película húngara. Y quedó entre el pasto, mínimo y negro, como un insecto
pisoteado. Y no se movía, ninguno de sus resortes se estiraba como antes.
Terminado. Se acabó. Oh Maga, y no estábamos contentos.
¿Qué venía yo a hacer al Pont des Arts? Me parece que ese jueves de
diciembre tenía pensado cruzar a la orilla derecha y beber vino en el cafecito de
la rue des Lombards donde madame Léonie me mira la palma de la mano y me


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anuncia viajes y sorpresas. Nunca te llevé a que madame Léonie te mirara la
palma de la mano, a lo mejor tuve miedo de que leyera en tu mano alguna
verdad sobre mí, porque fuiste siempre un espejo terrible, una espantosa
máquina de repeticiones, y lo que llamamos amarnos fue quizá que yo estaba de
pie delante de vos, con una flor amarilla en la mano, y vos sostenías dos velas
verdes y el tiempo soplaba contra nuestras caras una lenta lluvia de renuncias y
despedidas y tickets de metro. De manera que nunca te llevé a que madame
Léonie, Maga; y sé, porque me lo dijiste, que a vos no te gustaba que yo te viese
entrar en la pequeña librería de la rue de Verneuil, donde un anciano agobiado
hace miles de fichas y sabe todo lo que puede saberse sobre historiografía. Ibas
allí a jugar con un gato, y el viejo te dejaba entrar y no te hacía preguntas,
contento de que á veces le alcanzaras algún libro de los estantes más altos. Y te
calentabas en su estufa de gran caño negro y no te gustaba que yo supiera que
ibas a ponerte al lado de esa estufa. Pero todo esto había que decirlo en su
momento, sólo que era difícil precisar el momento de una cosa, y aún ahora,
acodado en el puente, viendo pasar una pinaza color borravino, hermosísima
como una gran cucaracha reluciente de limpieza, con una mujer de delantal
blanco que colgaba ropa en un alambre de la proa, mirando sus ventanillas
pintadas de verde con cortinas Hansel y Gretel, aún ahora, Maga, me preguntaba
si este rodeo tenía sentido, ya que para llegar a la rue des Lombards me hubiera
convenido más cruzar el Pont Saint-Michel y el Pont au Change. Pero si hubieras
estado ahí esa noche, como tantas otras veces, yo habría sabido que el rodeo tenía
un sentido, y ahora en cambio envilecía mi fracaso llamándolo rodeo. Era
cuestión, después de subirme el cuello de la canadiense, de seguir por los
muelles hasta entrar en esa zona de grandes tiendas que se acaba en el Chátelet,
pasar bajo la sombra violeta de la Tour Saint-Jacques y subir por mi calle
pensando en que no te había encontrado y en madame Léonie.
Sé que un día llegué a París, sé que estuve un tiempo viviendo de prestado,
haciendo lo que otros hacen y viendo lo que otros ven. Sé que salías de un café

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de la rue du Cherche-Midi y que nos hablamos. Esa tarde todo anduvo mal,
porque mis costumbres argentinas me prohibían cruzar continuamente de una
vereda a otra para mirar las cosas más insignificantes en las vitrinas apenas
iluminadas de unas calles que ya no recuerdo. Entonces te seguía de mala gana,
encontrándote petulante y malcriada, hasta que te cansaste de no estar cansada y
nos metimos en un café del Boul’Mich’ y de golpe, entre dos medialunas, me
contaste un gran pedazo de tu vida Cómo podía yo sospechar que aquello que
parecía tan mentira era verdadero, un Figari con violetas de anochecer, con caras
lívidas, con hambre y golpes en los rincones. Más tarde te creí, más tarde hubo
razones, hubo madame Léonie que mirándome la mano que había dormido con
tus senos me repitió casi tus mismas palabras. «Ella sufre en alguna parte.
Siempre ha sufrido. Es muy alegre, adora el amarillo, su pájaro es el mirlo, su
hora la noche, su puente el Pont des Arts.» (Una pinaza color borravino, Maga, y
por qué no nos habremos ido en ella cuando todavía era tiempo.)
Y mirá que apenas nos conocíamos y ya la vida urdía lo necesario para
desencontrarnos minuciosamente. Como no sabías disimular me di cuenta en
seguida de que para verte como yo quería era necesario empezar por cerrar los
ojos, y entonces primero cosas como estrellas amarillas (moviéndose en una jalea
de terciopelo), luego saltos rojos del humor y de las horas, ingreso paulatino en
un mundo-Maga que era la torpeza y la confusión pero también helechos con la
firma de la araña Klee, el circo Miró, los espejos de ceniza Vieira da Silva, un
mundo donde te movías como un caballo de ajedrez que se moviera como una
torre que se moviera como un alfil. Y entonces en esos días íbamos a los
cineclubs a ver películas mudas, porque yo con mi cultura, no es cierto, y vos
pobrecita no entendías absolutamente nada de esa estridencia amarilla convulsa
previa a tu nacimiento, esa emulsión estriada donde corrían los muertos; pero de
repente pasaba por ahí Harold Lloyd y entonces te sacudías el agua del sueño y
al final te convencías de que todo había estado muy bien, y que Pabst y que Fritz
Lang. Me hartabas un poco con tu manía de perfección, con tus zapatos rotos,

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con tu negativa a aceptar lo aceptable. Comíamos hamburgers en el Carrefour de
l’Odéon, y nos íbamos en bicicleta a Montparnasse, a cualquier hotel, a cualquier
almohada. Pero otras veces seguíamos hasta la Porte d’Orléans, conocíamos cada
vez mejor la zona de terrenos baldíos que hay más allá del Boulevard Jourdan,
donde a veces a medianoche se reunían los del Club de la Serpiente para hablar
con un vidente ciego, paradoja estimulante. Dejábamos las bicicletas en la calle y
nos internábamos de a poco, parándonos a mirar el cielo porque ésa es una de las
pocas zonas de París donde el cielo vale más que la tierra. Sentados en un
montón de basuras fumábamos un rato, y la Maga me acariciaba el pelo o
canturreaba melodías ni siquiera inventadas, melopeas absurdas cortadas por
suspiros o recuerdos. Yo aprovechaba para pensar en cosas inútiles, método que
había empezado a practicar años atrás en un hospital y que cada vez me parecía
más fecundo y necesario. Con un enorme esfuerzo, reuniendo imágenes
auxiliares, pensando en olores y caras, conseguía extraer de la nada un par de
zapatos marrones que había usado en Olavarría en 1940. Tenían tacos de goma,
suelas muy finas, y cuando llovía me entraba el agua hasta el alma. Con ese par
de zapatos en la mano del recuerdo, el resto venía solo: la cara de doña Manuela,
por ejemplo, o el poeta Ernesto Morroni. Pero los rechazaba porque el juego
consistía en recobrar tan sólo lo insignificante, lo inostentoso, lo perecido.
Temblando de no ser capaz de acordarme, atacado por la polilla que propone la
prórroga, imbécil a fuerza de besar el tiempo, terminaba por ver al lado de los
zapatos una latita de Té Sol que mi madre me había dado en Buenos Aires. Y la
cucharita para el té, cuchara-ratonera donde las lauchitas negras se quemaban
vivas en la taza de agua lanzando burbujas chirriantes. Convencido de que el
recuerdo lo guarda todo y no solamente a las Albertinas y a las grandes
efemérides del corazón y los riñones, me obstinaba en reconstruir el contenido de
mi mesa de trabajo en Floresta, la cara de una muchacha irrecordable llamada
Gekrepten, la cantidad de plumas cucharita que había en mi caja de útiles de
quinto grado, y acababa temblando de tal manera y desesperándome (porque

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nunca he podido acordarme de esas plumas cucharita, sé que estaban en la caja
de útiles, en un compartimento especial, pero no me acuerdo de cuántas eran ni
puedo precisar el momento justo en que debieron ser dos o seis), hasta que la
Maga, besándome y echándome en la cara el humo del cigarrillo y su aliento
caliente, me recobraba y nos reíamos, empezábamos a andar de nuevo entre los
montones de basura en busca de los del Club. Ya para entonces me había dado
cuenta de que buscar era mi signo, emblema de los que salen de noche sin
propósito fijo, razón de los matadores de brújulas. Con la Maga hablábamos de
patafísica hasta cansarnos, porque a ella también le ocurría (y nuestro encuentro
era eso, y tantas cosas oscuras como el fósforo) caer de continuo en las
excepciones, verse metida en casillas que no eran las de la gente, y esto sin
despreciar a nadie, sin creernos Maldorores en liquidación ni Melmoths
privilegiadamente errantes. No me parece que la luciérnaga extraiga mayor
suficiencia del hecho incontrovertible de que es una de las maravillas más
fenomenales de este circo, y sin embargo basta suponerle una conciencia para
comprender que cada vez que se le encandila la barriguita el bicho de luz debe
sentir como una cosquilla de privilegio. De la misma manera a la Maga le
encantaban los líos inverosímiles en que andaba metida siempre por causa del
fracaso de las leyes en su vida. Era de las que rompen los puentes con sólo
cruzarlos, o se acuerdan llorando a gritos de haber visto en una vitrina el décimo
de lotería que acaba de ganar cinco millones. Por mi parte ya me había
acostumbrado a que me pasaran cosas modestamente excepcionales, y no
encontraba demasiado horrible que al entrar en un cuarto a oscuras para recoger
un álbum de discos, sintiera bullir en la palma de la mano el cuerpo vivo de un
ciempiés gigante que había elegido dormir en el lomo del álbum. Eso, y
encontrar grandes pelusas grises o verdes dentro de un paquete de cigarrillos, u
oír el silbato de una locomotora exactamente en el momento y el tono necesarios
para incorporarse ex officio a un pasaje de una sinfonía de Ludwig van, o entrar
a una pissotière de la rue de Médicis y ver a un hombre que orinaba

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aplicadamente hasta el momento en que, apartándose de su compartimento,
giraba hacia mí y me mostraba, sosteniéndolo en la palma de la mano como un
objeto litúrgico y precioso, un miembro de dimensiones y colores increíbles, y en
el mismo instante darme cuenta de que ese hombre era exactamente igual a otro
(aunque no era el otro) que veinticuatro horas antes, en la Salle de Géographie,
había disertado sobre tótems y tabúes, y había mostrado al público,
sosteniéndolos preciosamente en la palma de la mano, bastoncillos de marfil,
plumas de pájaro lira, monedas rituales, fósiles mágicos, estrellas de mar,
pescados secos, fotografías de concubinas reales, ofrendas de cazadores, enormes
escarabajos embalsamados que hacían temblar de asustada delicia a las
infaltables señoras.
En fin, no es fácil hablar de la Maga que a esta hora anda seguramente por
Belleville o Pantin, mirando aplicadamente el suelo hasta encontrar un pedazo
de género rojo. Si no lo encuentra seguirá así toda la noche, revolverá en los
tachos de basura, los ojos vidriosos, convencida de que algo horrible le va a
ocurrir si no encuentra esa prenda de rescate, la señal del perdón o del
aplazamiento. Sé lo que es eso porque también obedezco a esas señales, también
hay veces en que me toca encontrar trapo rojo. Desde la infancia apenas se me
cae algo al suelo tengo que levantarlo, sea lo que sea, porque si no lo hago va a
ocurrir una desgracia, no a mí sino a alguien a quien amo y cuyo nombre
empieza con la inicial del objeto caído. Lo peor es que nada puede contenerme
cuando algo se me cae al suelo, ni tampoco vale que lo levante otro porque el
maleficio obraría igual. He pasado muchas veces por loco a causa de esto y la
verdad es que estoy loco cuando lo hago, cuando me precipito a juntar un lápiz o
un trocito de papel que se me han ido de la mano, como la noche del terrón de
azúcar en el restaurante de la rue Scribe, un restaurante bacán con montones de
gerentes, putas de zorros plateados y matrimonios bien organizados. Estábamos
con Ronald y Etienne, y a mí se me cayó un terrón de azúcar que fue a parar
abajo de una mesa bastante lejos de la nuestra. Lo primero que me llamó la

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atención fue la forma en que el terrón se había alejado, porque en general los
terrones de azúcar se plantan apenas tocan el suelo por razones paralelepípedas
evidentes. Pero éste se conducía como si fuera una bola de naftalina, lo cual
aumentó mi aprensión, y llegué a creer que realmente me lo habían arrancado de
la mano. Ronald, que me conoce, miró hacia donde había ido a parar el terrón y
se empezó a reír. Eso me dio todavía más miedo, mezclado con rabia. Un mozo
se acercó pensando que se me había caído algo precioso, una Párker o una
dentadura postiza, y en realidad lo único que hacía era molestarme, entonces sin
pedir permiso me tiré al suelo y empecé a buscar el terrón entre los zapatos de la
gente que estaba llena de curiosidad creyendo (y con razón) que se trataba de
algo importante. En la mesa había una gorda pelirroja, otra menos gorda pero
igualmente putona, y dos gerentes o algo así. Lo primero que hice fue darme
cuenta de que el terrón no estaba a la vista y eso que lo había visto saltar hasta
los zapatos (que se movían inquietos como gallinas). Para peor el piso tenía
alfombra, y aunque estaba asquerosa de usada el terrón se había escondido entre
los pelos y no podía encontrarlo. El mozo se tiró del otro lado de la mesa, y ya
éramos dos cuadrúpedos moviéndonos entre los zapatos gallina que allá arriba
empezaban a cacarear como locas. El mozo seguía convencido de la Párker o el
luis de oro, y cuando estábamos bien metidos debajo de la mesa, en una especie
de gran intimidad y penumbra y él me preguntó y yo le dije, puso una cara que
era como para pulverizarla con un fijador, pero yo no tenía ganas de reír, el
miedo me hacía una doble llave en la boca del estómago y al final me dio una
verdadera desesperación (el mozo se había levantado furioso) y empecé a
agarrar los zapatos de las mujeres y a mirar si debajo del arco de la suela no
estaría agazapado el azúcar, y las gallinas cacareaban, los gallos gerentes me
picoteaban el lomo, oía las carcajadas de Ronald y de Etienne mientras me movía
de una mesa a otra hasta encontrar el azúcar escondido detrás de una pata
Segundo Imperio. Y todo el mundo enfurecido, hasta yo con el azúcar apretado
en la palma de la mano y sintiendo cómo se mezclaba con el sudor de la piel,


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cómo asquerosamente se deshacía en una especie de venganza pegajosa, esa
clase de episodios todos los días.
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Aquí había sido primero como una sangría, un vapuleo de uso interno, una
necesidad de sentir el estúpido pasaporte de tapas azules en el bolsillo del saco,
la llave del hotel bien segura en el clavo del tablero. El miedo, la ignorancia, el
deslumbramiento: Esto se llama así, eso se pide así, ahora esa mujer va a sonreír,
más allá de esa calle empieza el Jardin des Plantes. París, una tarjeta postal con
un dibujo de Klee al lado de un espejo sucio. La Maga había aparecido una tarde
en la rue du Cherche-Midi, cuando subía a mi pieza de la rue de la Tombe Issoire
traía siempre una flor, una tarjeta Klee o Miró, y si no tenía dinero elegía una
hoja de plátano en el parque. Por ese entonces yo juntaba alambres y cajones
vacíos en las calles de la madrugada y fabricaba móviles, perfiles que giraban
sobre las chimeneas, máquinas inútiles que la Maga me ayudaba a pintar. No
estábamos enamorados, hacíamos el amor con un virtuosismo desapegado y
crítico, pero después caíamos en silencios terribles y la espuma de los vasos de
cerveza se iba poniendo como estopa, se entibiaba y contraía mientras nos
mirábamos y sentíamos que eso era el tiempo. La Maga acababa por levantarse y
daba inútiles vueltas por la pieza. Más de una vez la vi admirar su cuerpo en el
espejo, tomarse los senos con las manos como las estatuillas sirias y pasarse los
ojos por la piel en una lenta caricia. Nunca pude resistir al deseo de llamarla a mi
lado, sentirla caer poco a poco sobre mí, desdoblarse otra vez después de haber
estado por un momento tan sola y tan enamorada frente a la eternidad de su
cuerpo.



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En ese entonces no hablábamos mucho de Rocamadour, el placer era egoísta y
nos topaba gimiendo con su frente estrecha, nos ataba con sus manos llenas de
sal. Llegué a aceptar el desorden de la Maga como la condición natural de cada
instante, pasábamos de la evocación de Rocamadour a un plato de fideos
recalentados, mezclando vino y cerveza y limonada, bajando a la carrera para
que la vieja de la esquina nos abriera dos docenas de ostras, tocando en el piano
descascarado de madame Noguet melodías de Schubert y preludios de Bach, o
tolerando Porgy and Bess con bifes a la plancha y pepinos salados. El desorden en
que vivíamos, es decir el orden en que un bidé se va convirtiendo por obra
natural y paulatina en discoteca y archivo de correspondencia por contestar, me
parecía una disciplina necesaria aunque no quería decírselo a la Maga. Me había
llevado muy poco comprender que a la Maga no había que plantearle la realidad
en términos metódicos, el elogio del desorden la hubiera escandalizado tanto
como su denuncia. Para ella no había desorden, lo supe en el mismo momento en
que descubrí el contenido de su bolso (era en un café de la rue Réaumur, llovía y
empezábamos a desearnos), mientras que yo lo aceptaba y lo favorecía después
de haberlo identificado; de esas desventajas estaba hecha mi relación con casi
todo el mundo, y cuántas veces, tirado en una cama que no se tendía en muchos
días, oyendo llorar a la Maga porque en el metro un niño le había traído el
recuerdo de Rocamadour, o viéndola peinarse después de haber pasado la tarde
frente al retrato de Leonor de Aquitania y estar muerta de ganas de parecerse a
ella, se me ocurría como una especie de eructo mental que todo ese abecé de mi
vida era una penosa estupidez porque se quedaba en mero movimiento
dialéctico, en la elección de una inconducta en vez de una conducta, de una
módica indecencia en vez de una decencia gregaria. La Maga se peinaba, se
despeinaba, se volvía a peinar. Pensaba en Rocamadour; cantaba algo de Hugo
Wolf (mal), me besaba, me preguntaba por el peinado, se ponía a dibujar en un
papelito amarillo, y todo eso era ella indisolublemente mientras yo ahí, en una
cama deliberadamente sucia, bebiendo una cerveza deliberadamente tibia, era


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siempre yo y mi vida, yo con mi vida frente a la vida de los otros. Pero lo mismo
estaba bastante orgulloso de ser un vago consciente y por debajo de lunas y
lunas, de incontables peripecias donde la Maga y Ronald y Rocamadour, y el
Club y las calles y mis enfermedades morales y otras piorreas, y Berthe Trépat y
el hambre a veces y el viejo Trouille que me sacaba de apuros, por debajo de
noches vomitadas de música y tabaco y vilezas menudas y trueques de todo
género, bien por debajo o por encima de todo eso no había querido fingir como
los bohemios al uso que ese caos de bolsillo era un orden superior del espíritu o
cualquier otra etiqueta igualmente podrida, y tampoco había querido aceptar
que bastaba un mínimo de decencia (¡decencia, joven!) para salir de tanto
algodón manchado. Y así me había encontrado con la Maga, que era mi testigo y
mi espía sin saberlo, y la irritación de estar pensando en todo eso y sabiendo que
como siempre me costaba mucho menos pensar que ser, que en mi caso el ergo de
la frasecita no era tan ergo ni cosa parecida, con lo cual así íbamos por la orilla
izquierda, la Maga sin saber que era mi espía y mi testigo, admirando
enormemente mis conocimientos diversos y mi dominio de la literatura y hasta
del jazz cool, misterios enormísimos para ella. Y por todas esas cosas yo me sentía
antagónicamente cerca de la Maga, nos queríamos en una dialéctica de imán y
limadura, de ataque y defensa, de pelota y pared. Supongo que la Maga se hacía
ilusiones sobre mí, debía creer que estaba curado de prejuicios o que me estaba
pasando a los suyos, siempre más livianos y poéticos. En pleno contento
precario, en plena falsa tregua, tendí la mano y toqué el ovillo París, su materia
infinita arrollándose a sí misma, el magma del aire y de lo que se dibujaba en la
ventana, nubes y buhardillas; entonces no había desorden, entonces el mundo
seguía siendo algo petrificado y establecido, un juego de elementos girando en
sus goznes, una madeja de calles y árboles y nombres y meses. No había un
desorden que abriera puertas al rescate, había solamente suciedad y miseria,
vasos con restos de cerveza, medias en un rincón, una cama que olía a sexo y a
pelo, una mujer que me pasaba su mano fina y transparente por los muslos,

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retardando la caricia que me arrancaría por un rato a esa vigilancia en pleno
vacío. Demasiado tarde, siempre, porque aunque hiciéramos tantas veces el amor
la felicidad tenía que ser otra cosa, algo quizá más triste que esta paz y este
placer, un aire como de unicornio o isla, una caída interminable en la
inmovilidad. La Maga no sabía que mis besos eran como ojos que empezaban a
abrirse más allá de ella, y que yo andaba como salido, volcado en otra figura del
mundo, piloto vertiginoso en una proa negra que cortaba el agua del tiempo y la
negaba.
En esos días del cincuenta y tantos empecé a sentirme como acorralado entre
la Maga y una noción diferente de lo que hubiera tenido que ocurrir. Era idiota
sublevarse contra el mundo Maga y el mundo Rocamadour, cuando todo me
decía que apenas recobrara la independencia dejaría de sentirme libre. Hipócrita
como pocos, me molestaba un espionaje a la altura de mi piel, de mis piernas, de
mi manera de gozar con la Maga, de mis tentativas de papagayo en la jaula
leyendo a Kierkegaard a través de los barrotes, y creo que por sobre todo me
molestaba que la Maga no tuviera conciencia de ser mi testigo y que al contrario
estuviera convencida de mi soberana autarquía; pero no, lo que verdaderamente
me exasperaba era saber que nunca volvería a estar tan cerca de mi libertad como
en esos días en que me sentía acorralado por el mundo Maga, y que la ansiedad
por liberarme era una admisión de derrota. Me dolía reconocer que a golpes
sintéticos, a pantallazos maniqueos o a estúpidas dicotomías resecas no podía
abrirme paso por las escalinatas de la Gare de Montparnasse adonde me
arrastraba la Maga para visitar a Rocamadour. ¿Por qué no aceptar lo que estaba
ocurriendo sin pretender explicarlo, sin sentar las nociones de orden y de
desorden, de libertad y Rocamadour como quien distribuye macetas con
geranios en un patio de la calle Cochabamba? Tal vez fuera necesario caer en lo
más profundo de la estupidez para acertar con el picaporte de la letrina o del
Jardín de los Olivos. Por el momento me asombraba que la Maga hubiera podido
llevar la fantasía al punto de llamarle Rocamadour a su hijo. En el Club nos



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habíamos cansado de buscar razones, la Maga se limitaba a decir que su hijo se
llamaba como su padre pero desaparecido el padre había sido mucho mejor
llamarlo Rocamadour y mandarlo al campo para que lo criaran en nourrice. A
veces la Maga se pasaba semanas sin hablar de Rocamadour, y eso coincidía
siempre con sus esperanzas de llegar a ser una cantante de lieder. Entonces
Ronald venía a sentarse al piano con su cabezota colorada de cowboy, y la Maga
vociferaba Hugo Wolf con una ferocidad que hacía estremecerse a madame
Noguet mientras, en la pieza vecina, ensartaba cuentas de plástico para vender
en un puesto del Boulevard de Sébastopol. La Maga cantando Schumann nos
gustaba bastante, pero todo dependía de la luna y de lo que fuéramos a hacer esa
noche, y también de Rocamadour porque apenas la Maga se acordaba de
Rocamadour el canto se iba al diablo y Ronald, solo en el piano, tenía todo el
tiempo necesario para trabajar sus ideas de bebop o matarnos dulcemente a
fuerza de blues.
No quiero escribir sobre Rocamadour, por lo menos hoy, necesitaría tanto
acercarme mejor a mí mismo, dejar caer todo eso que me separa del centro.
Acabo siempre aludiendo al centro sin la menor garantía de saber lo que digo,
cedo a la trampa fácil de la geometría con que pretende ordenarse nuestra vida
de occidentales: Eje, centro, razón de ser, Omphalos, nombres de la nostalgia
indoeuropea. Incluso esta existencia que a veces procuro describir, este París
donde me muevo como una hoja seca, no serían visibles si detrás no latiera la
ansiedad axial, el reencuentro con el fuste. Cuantas palabras, cuántas
nomenclaturas para un mismo desconcierto. A veces me convenzo de que la
estupidez se llama triángulo, de que ocho por ocho es la locura o un perro
Abrazado a la Maga, esa concreción de nebulosa, pienso que tanto sentido tiene
hacer un muñequito con miga de pan como escribir la novela que nunca escribiré
o defender con la vida las ideas que redimen a los pueblos. El péndulo cumple su
vaivén instantáneo y otra vez me inserto en las categorías tranquilizadoras:
muñequito insignificante, novela trascendente, muerte heroica. Los pongo en




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fila, de menor a mayor: muñequito, novela, heroísmo. Pienso en las jerarquías de
valores tan bien exploradas por Ortega, por Scheler: lo estético, lo ético, lo
religioso. Lo religioso, lo estético, lo ético. Lo ético, lo religioso, lo estético. El
muñequito, la novela. La muerte, el muñequito. La lengua de la Maga me hace
cosquillas. Rocamadour, la ética, el muñequito, la Maga. La lengua, la cosquilla,
la ética.
(-116)

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3
El tercer cigarrillo del insomnio se quemaba en la boca de Horacio Oliveira
sentado en la cama; una o dos veces había pasado levemente la mano por el pelo
de la Maga dormida contra él. Era la madrugada del lunes, habían dejado irse la
tarde y la noche del domingo, leyendo, escuchando discos, levantándose
alternativamente para calentar café o cebar mate. Al final de un cuarteto de
Haydn la Maga se había dormido y Oliveira, sin ganas de seguir escuchando,
desenchufó el tocadiscos desde la cama; el disco siguió girando unas pocas
vueltas, ya sin que ningún sonido brotara del parlante. No sabía por qué pero esa
inercia estúpida lo había hecho pensar en los movimientos aparentemente
inútiles de algunos insectos, de algunos niños. No podía dormir, fumaba
mirando la ventana abierta, la bohardilla donde a veces un violinista con joroba
estudiaba hasta muy tarde. No hacía calor, pero el cuerpo de la Maga le
calentaba la pierna y el flanco derecho; se apartó poco a poco, pensó que la noche
iba a ser larga.
Se sentía muy bien, como siempre que la Maga y él habían conseguido llegar
al final de un encuentro sin chocar y sin exasperarse. Le importaba muy poco la
carta de su hermano, rotundo abogado rosarino que producía cuatro pliegos de
papel avión acerca de los deberes filiales y ciudadanos malbaratados por
Oliveira. La carta era una verdadera delicia y ya la había fijado con scotch tape
en la pared para que la saborearan sus amigos. Lo único importante era la
confirmación de un envío de dinero por la bolsa negra, que su hermano llamaba

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delicadamente «el comisionista». Oliveira pensó que podría comprar unos libros
que andaba queriendo leer, y que le daría tres mil francos a la Maga para que
hiciese lo que le diera la gana, probablemente comprar un elefante de felpa de
tamaño casi natural para estupefacción de Rocamadour. Por la mañana tendría
que ir a lo del viejo Trouille y ponerle al día la correspondencia con
Latinoamérica. Salir, hacer, poner al día, no eran cosas que ayudaran a dormirse.
Poner al día, vaya expresión. Hacer. Hacer algo, hacer el bien, hacer pis, hacer
tiempo, la acción en todas sus barajas. Pero detrás de toda acción había una
protesta, porque todo hacer significaba salir de para llegar a, o mover algo para
que estuviera aquí y no allí, o entrar en esa casa en vez de no entrar o entrar en la
de al lado, es decir que en todo acto había la admisión de una carencia, de algo
no hecho todavía y que era posible hacer, la protesta tácita frente a la continua
evidencia de la falta, de la merma, de la parvedad del presente. Creer que la
acción podía colmar, o que la suma de las acciones podía realmente equivaler a
una vida digna de este nombre, era una ilusión de moralista. Valía más
renunciar, porque la renuncia a la acción era la protesta misma y no su máscara.
Oliveira encendió otro cigarrillo, y su mínimo hacer lo obligó a sonreírse
irónicamente y a tomarse el pelo en el acto mismo. Poco le importaban los
análisis superficiales, casi siempre viciados por la distracción y las trampas
filológicas. Lo único cierto era el peso en la boca del estómago, la sospecha física
de que algo no andaba bien, de que casi nunca había andado bien. No era ni
siquiera un problema, sino haberse negado desde temprano a las mentiras
colectivas o a la soledad rencorosa del que se pone a estudiar los isótopos
radiactivos o la presidencia de Bartolomé Mitre. Si algo había elegido desde
joven era no defenderse mediante la rápida y ansiosa acumulación de una
«cultura», truco por excelencia de la clase media argentina para hurtar el cuerpo
a la realidad nacional y a cualquier otra, y creerse a salvo del vacío que la
rodeaba. Tal vez gracias a esa especie de fiaca sistemática, como la definía su
camarada Traveler, se había librado de ingresar en ese orden fariseo (en el que



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militaban muchos amigos suyos, en general de buena fe porque la cosa era
posible, había ejemplos), que esquivaba el fondo de los problemas mediante una
especialización de cualquier orden, cuyo ejercicio confería irónicamente las más
altas ejecutorias de argentinidad. Por lo demás le parecía tramposo y fácil
mezclar problemas históricos como el ser argentino o esquimal, con problemas
como el de la acción o la renuncia. Había vivido lo suficiente para sospechar eso
que, pegado a las narices de cualquiera, se le escapa con la mayor frecuencia: el
peso del sujeto en la noción del objeto. La Maga era de las pocas que no
olvidaban jamás que la cara de un tipo influía siempre en la idea que pudiera
hacerse del comunismo o la civilización cretomicénica, y que la forma de sus
manos estaba presente en lo que su dueño pudiera sentir frente a Ghirlandaio o
Dostoievski. Por eso Oliveira tendía a admitir que su grupo sanguíneo, el hecho
de haber pasado la infancia rodeado de tíos majestuosos, unos amores
contrariados en la adolescencia y una facilidad para la astenia podían ser factores
de primer orden en su cosmovisión. Era clase media, era porteño, era colegio
nacional, y esas cosas no se arreglan así nomás. Lo malo estaba en que a fuerza
de temer la excesiva localización de los puntos de vista, había terminado por
pesar y hasta aceptar demasiado el sí y el no de todo, a mirar desde el fiel los
platillos de la balanza. En París todo le era Buenos Aires y viceversa; en lo más
ahincado del amor padecía y acataba la pérdida y el olvido. Actitud
perniciosamente cómoda y hasta fácil a poco que se volviera un reflejo y una
técnica; la lucidez terrible del paralítico, la ceguera del atleta perfectamente
estúpido. Se empieza a andar por la vida con el paso pachorriento del filósofo y
del clochard, reduciendo cada vez más los gestos vitales al mero instinto de
conservación, al ejercicio de una conciencia más atenta a no dejarse engañar que
a aprehender la verdad. Quietismo laico, ataraxia moderada, atenta desatención.
Lo importante para Oliveira era asistir sin desmayo al espectáculo de esa
parcelación Tupac-Amarú, no incurrir en el pobre egocentrismo (criollicentrismo,
suburcentrismo, cultucentrismo, folklocentrismo) que cotidianamente se



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proclamaba en torno a él bajo todas las formas posibles. A los diez años, una
tarde de tíos y pontificantes homilías histórico-políticas a la sombra de unos
paraísos, había manifestado tímidamente su primera reacción contra el tan
hispanoítalo-argentino «¡Se lo digo yo!», acompañado de un puñetazo rotundo
que debía servir de ratificación iracunda. Glielo dico io! ¡Se lo digo yo, carajo! Ese
yo, había alcanzado a pensar Oliveira, ¿qué valor probatorio tenía? El yo de los
grandes, ¿qué omnisciencia conjugaba? A los quince años se había enterado del
«sólo sé que no sé nada»; la cicuta concomitante le había parecido inevitable, no
se desafía a la gente en esa forma, se lo digo yo. Más tarde le hizo gracia
comprobar cómo en las formas superiores de cultura el peso de las autoridades y
las influencias, la confianza que dan las buenas lecturas y la inteligencia,
producían también su «se lo digo yo» finamente disimulado, incluso para el que
lo profería: ahora se sucedían los «siempre he creído», «si de algo estoy seguro»,
«es evidente que», casi nunca compensado por una apreciación desapasionada
del punto de vista opuesto. Como si la especie velara en el individuo para no
dejarlo avanzar demasiado por el camino de la tolerancia, la duda inteligente, el
vaivén sentimental. En un punto dado nacía el callo, la esclerosis, la definición: o
negro o blanco, radical o conservador, homosexual o heterosexual, figurativo o
abstracto, San Lorenzo o Boca Juniors, carne o verduras, los negocios o la poesía.
Y estaba bien, porque la especie no podía fiarse de tipos como Oliveira; la carta
de su hermano era exactamente la expresión de esa repulsa.
«Lo malo de todo esto», pensó, «es que desemboca inevitablemente en el
animula vagula blandula. ¿Qué hacer? Con esta pregunta empecé a no dormir.
Oblomov, cosa facciamo? Las grandes voces de la Historia instan a la acción:
Hamlet, revenge! ¿Nos vengamos, Hamlet, o tranquilamente Chippendale y
zapatillas y un buen fuego? El sirio, después de todo, elogió escandalosamente a
Marta, es sabido. ¿Das la batalla, Aduna? No podés negar los valores, rey
indeciso. La lucha por la lucha misma, vivir peligrosamente, pensá en Mario el
Epicúreo, en Richard Hillary, en Kyo, en T.E. Lawrence... Felices los que eligen,




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los que aceptan ser elegidos, los hermosos héroes, los hermosos santos, los
escapistas perfectos».
Quizá. ¿Por qué no? Pero también podía ser que su punto de vista fuera el de
la zorra mirando las uvas. Y también podía ser que tuviese razón, pero una razón
mezquina y lamentable, una razón de hormiga contra cigarra. Si la lucidez
desembocaba en la inacción, ¿no se volvía sospechosa, no encubría una forma
particularmente diabólica de ceguera? La estupidez del héroe militar que salta
con el polvorín, Cabral soldado heroico cubriéndose de gloria, insinuaban quizá
una supervisión, un instantáneo asomarse a algo absoluto, por fuera de toda
conciencia (no se le pide eso a un sargento), frente a lo cual la clarividencia
ordinaria, la lucidez de gabinete, de tres de la mañana en la cama y en mitad de
un cigarrillo, eran menos eficaces que las de un topo.
Le habló de todo eso a la Maga, que se había despertado y se acurrucaba
contra él maullando soñolienta. La Maga abrió los ojos, se quedó pensando.
—Vos no podrías —dijo—. Vos pensás demasiado antes de hacer nada.
—Parto del principio de que la reflexión debe preceder a la acción, bobalina.
—Partís del principio —dijo la Maga—. Qué complicado. Vos sos como un
testigo, sos el que va al museo y mira los cuadros. Quiero decir que los cuadros
están ahí y vos en el museo, cerca y lejos al mismo tiempo. Yo soy un cuadro,
Rocamadour es un cuadro. Etienne es un cuadro, esta pieza es un cuadro. Vos
creés que estás en esta pieza pero no estás. Vos estás mirando la pieza, no estás
en la pieza.
—Esta chica lo dejaría verde a Santo Tomás —dijo Oliveira.
—¿Por qué Santo Tomás? —dijo la Maga—. ¿Ese idiota que quería ver para
creer?
—Sí, querida —dijo Oliveira, pensando que en el fondo la Maga había
embocado el verdadero santo. Feliz de ella que podía creer sin ver, que formaba
cuerpo con la duración, el continuo de la vida. Feliz de ella que estaba dentro de
la pieza, que tenía derecho de ciudad en todo lo que tocaba y convivía, pez río

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abajo, hoja en el árbol, nube en el cielo, imagen en el poema. Pez, hoja, nube,
imagen: exactamente eso, a menos que...
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Así habían empezado a andar por un París fabuloso, dejándose llevar por los
signos de la noche, acatando itinerarios nacidos de una frase de clochard, de una
bohardilla iluminada en el fondo de una calle negra, deteniéndose en las placitas
confidenciales para besarse en los bancos o mirar las rayuelas, los ritos infantiles
del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo. La Maga hablaba de
sus amigas de Montevideo, de años de infancia, de un tal Ledesma, de su padre.
Oliveira escuchaba sin ganas, lamentando un poco no poder interesarse;
Montevideo era lo mismo que Buenos Aires y él necesitaba consolidar una
ruptura precaria (¿qué estaría haciendo Traveler, ese gran vago, en qué líos
majestuosos se habría metido desde su partida? Y la pobre boba de Gekrepten, y
los cafés del centro), por eso escuchaba displicente y hacía dibujos en el
pedregullo con una ramita mientras la Maga explicaba por qué Chempe y
Graciela eran buenas chicas, y cuánto le había dolido que Luciana no fuera a
despedirla al barco, Luciana era una snob, eso no lo podía aguantar en nadie.
—¿Qué entendés por snob? —preguntó Oliveira, más interesado.
—Bueno —dijo la Maga, agachando la cabeza con el aire de quien presiente
que va a decir una burrada— yo me vine en tercera clase, pero creo que si
hubiera venido en segunda Luciana hubiera ido a despedirme.
—La mejor definición que he oído nunca —dijo Oliveira.
—Y además estaba Rocamadour —dijo la Maga.


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Así fue como Oliveira se enteró de la existencia de Rocamadour, que en
Montevideo se llamaba modestamente Carlos Francisco. La Maga no parecía
dispuesta a proporcionar demasiados detalles sobre la génesis de Rocamadour,
aparte de que se había negado a un aborto y ahora empezaba a lamentarlo.
—Pero en el fondo no lo lamento, el problema es cómo voy a vivir, Madame
Irène me cobra mucho, tengo que tomar lecciones de canto, todo eso cuesta.
La Maga no sabía demasiado bien por qué había venido a París, y Oliveira se
fue dando cuenta de que con una ligera confusión en materia de pasajes,
agencias de turismo y visados, lo mismo hubiera podido recalar en Singapur que
en Ciudad del Cabo; lo único importante era haber salido de Montevideo,
ponerse frente a frente con eso que ella llamaba modestamente «la vida». La gran
ventaja de París era que sabía bastante francés (more Pitman) y que se podían ver
los mejores cuadros, las mejores películas, la Kultur en sus formas más preclaras.
A Oliveira lo enternecía este panorama (aunque Rocamadour había sido un
sosegate bastante desagradable, no sabía por qué), y pensaba en algunas de sus
brillantes amigas de Buenos Aires, incapaces de ir más allá de Mar del Plata a
pesar de tantas metafísicas ansiedades de experiencia planetaria. Esta mocosa,
con un hijo en los brazos para colmo, se metía en una tercera de barco y se
largaba a estudiar canto a París sin un vintén en el bolsillo. Por si fuera poco ya le
daba lecciones sobre la manera de mirar y de ver; lecciones que ella no
sospechaba, solamente su manera de pararse de golpe en la calle para espiar un
zaguán donde no había nada, pero más allá un vislumbre verde, un resplandor,
y entonces colarse furtivamente para que la portera no se enojara, asomarse al
gran patio con a veces una vieja estatua o un brocal con hiedra, o nada,
solamente el gastado pavimento de redondos adoquines, verdín en las paredes,
una muestra de relojero, un viejito tomando sombra en un rincón, y los gatos,
siempre inevitablemente los minouche morrongos miaumiau kitten kat chat cat
gatoo grises y blancos y negros y de albañal, dueños del tiempo y de las baldosas
tibias, invariables amigos de la Maga que sabía hacerles cosquillas en la barriga y


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les hablaba un lenguaje entre tonto y misterioso, con citas a plazo fijo, consejos y
advertencias. De golpe Oliveira se extrañaba andando con la Maga, de nada le
servía irritarse porque a la Maga se le volcaban casi siempre los vasos de cerveza
o sacaba el pie de debajo de una mesa justo para que el mozo tropezara y se
pusiera a maldecir; era feliz a pesar de estar todo el tiempo exasperado por esa
manera de no hacer las cosas como hay que hacerlas, de ignorar resueltamente
las grandes cifras de la cuenta y quedarse en cambio arrobada delante de la cola
de un modesto 3, o parada en medio de la calle (el Renault negro frenaba a dos
metros y el conductor sacaba la cabeza y puteaba con el acento de Picardía),
parada como si tal cosa para mirar desde el medio de la calle una vista del
Panteón a lo lejos, siempre mucho mejor que la vista que se tenía desde la
vereda. Y cosas por el estilo.
Oliveira ya conocía a Perico y a Ronald. La Maga le presentó a Etienne y
Etienne les hizo conocer a Gregorovius; el Club de la Serpiente se fue formando
en las noches de Saint-Germain-des-Prés. Todo el mundo aceptaba en seguida a
la Maga como una presencia inevitable y natural, aunque se irritaran por tener
que explicarle casi todo lo que se estaba hablando, o porque ella hacía volar un
cuarto kilo de papas fritas por el aire simplemente porque era incapaz de
manejar decentemente un tenedor y las papas fritas acababan casi siempre en el
pelo de los tipos de la otra mesa, y había que disculparse o decirle a la Maga que
era una inconsciente. Dentro del grupo la Maga funcionaba muy mal, Oliveira se
daba cuenta de que prefería ver por separado a todos los del Club, irse por la
calle con Etienne o con Babs, meterlos en su mundo sin pretender nunca meterlos
en su mundo pero metiéndolos porque era gente que no estaba esperando otra
cosa que salirse del recorrido ordinario de los autobuses y de la historia, y así de
una manera o de otra todos los del Club le estaban agradecidos a la Maga
aunque la cubrieran de insultos a la menor ocasión. Etienne, seguro de sí mismo
como un perro o un buzón, se quedaba lívido cuando la Maga le soltaba una de
las suyas delante de su último cuadro, y hasta Perico Romero condescendía a




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admitir que-para-ser-hembra-la-Maga-se-las-traía. Durante semanas o meses (la
cuenta de los días le resultaba difícil a Oliveira, feliz, ergo sin futuro) anduvieron
y anduvieron por París mirando cosas, dejando que ocurriera lo que tenía que
ocurrir, queriéndose y peleándose y todo esto al margen de las noticias de los
diarios, de las obligaciones de familia y de cualquier forma de gravamen fiscal o
moral.
Toc, toc.
—Despertémonos —decía Oliveira alguna que otra vez.
—Para qué —contestaba la Maga, mirando correr las péniches desde el Pont
Neuf—. Toc, toc, tenés un pajarito en la cabeza. Toc, toc, te picotea todo el
tiempo, quiere que le des de comer comida argentina. Toc, toc.
—Está bien —rezongaba Oliveira—. No me confundás con Rocamadour.
Vamos a acabar hablándole en glíglico al almacenero o a la portera, se va a armar
un lío espantoso. Mirá ese tipo que anda siguiendo a la negrita.
—A ella la conozco, trabaja en un café de la rue de Provence. Le gustan las
mujeres, el pobre tipo está sonado.
—¿Se tiró un lance con vos, la negrita?
—Por supuesto. Pero lo mismo nos hicimos amigas, le regalé mi rouge y ella
me dio un librito de un tal Retef, no... esperá, Retif...
—Ya entiendo, ya. ¿De verdad no te acostaste con ella? Debe ser curioso para
una mujer como vos.
—¿Vos te acostaste con un hombre, Horacio?
—Claro. La experiencia, entendés.
La Maga lo miraba de reojo, sospechando que le tomaba el pelo, que todo
venía porque estaba rabioso a causa del pajarito en la cabeza toc, toc, del pajarito
que le pedía comida argentina. Entonces se tiraba contra él con gran sorpresa de
un matrimonio que paseaba por la rue Saint-Sulpice, lo despeinaba riendo,
Oliveira tenía que sujetarle los brazos, empezaban a reírse, el matrimonio los


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miraba y el hombre se animaba apenas a sonreír, su mujer estaba demasiado
escandalizada por esa conducta.
—Tenés razón —acababa confesando Oliveira—. Soy un incurable, che.
Hablar de despertarse cuando por fin se está tan bien así dormido.
Se paraban delante de una vidriera para leer los títulos de los libros. La Maga
se ponía a preguntar, guiándose por los colores y las formas. Había que situarle a
Flaubert, decirle que Montesquieu, explicarle cómo Raymond Radiguet,
informarla sobre cuándo Théophile Gautier. La Maga escuchaba, dibujando con
el dedo en la vidriera. «Un pajarito en la cabeza, quiere que le des de comer
comida argentina», pensaba Oliveira, oyéndose hablar. «Pobre de mí, madre
mía.»
—¿Pero no te das cuenta que así no se aprende nada? —acababa por decirle—.
Vos pretendés cultivarte en la calle, querida, no puede ser. Para eso abonate al
Reader’s Digest.
—Oh, no, esa porquería.
Un pajarito en la cabeza, se decía Oliveira. No ella, sino él. ¿Pero qué tenía ella
en la cabeza? Aire o gofio, algo poco receptivo. No era en la cabeza donde tenía
el centro. «Cierra los ojos y da en el blanco», pensaba Oliveira. «Exactamente el
sistema Zen de tirar al arco. Pero da en el blanco simplemente porque no sabe
que ése es el sistema. Yo en cambio... Toc toc. Y así vamos.»
Cuando la Maga preguntaba por cuestiones como la filosofía Zen (eran cosas
que podían ocurrir en el Club, donde se hablaba siempre de nostalgias, de
sapiencias tan lejanas como para que se las creyera fundamentales, de anversos
de medallas, del otro lado de la luna siempre), Gregorovius se esforzaba por
explicarle los rudimentos de la metafísica mientras Oliveira sorbía su pernod y
los miraba gozándolos. Era insensato querer explicarle algo a la Maga.
Fauconnier tenía razón, para gentes como ella el misterio empezaba
precisamente con la explicación. La Maga oía hablar de inmanencia y
trascendencia y abría unos ojos preciosos que le cortaban la metafísica a



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Gregorovius. Al final llegaba a convencerse de que había comprendido el Zen, y
suspiraba fatigada. Solamente Oliveira se daba cuenta de que la Maga se
asomaba a cada rato a esas grandes terrazas sin tiempo que todos ellos buscaban
dialécticamente.
—No aprendas datos idiotas —le aconsejaba—. Por qué te vas a poner
anteojos si no los necesitas.
La Maga desconfiaba un poco. Admiraba terriblemente a Oliveira y a Etienne,
capaces de discutir tres horas sin parar. En torno a Etienne y Oliveira había como
un círculo de tiza, ella quería entrar en el círculo, comprender por qué el
principio de indeterminación era tan importante en la literatura, por qué Morelli,
del que tanto hablaban, al que tanto admiraban, pretendía hacer de su libro una
bola de cristal donde el micro y el macrocosmo se unieran en una visión
aniquilante.
—Imposible explicarte —decía Etienne—. Esto es el Meccano número 7 y vos
apenas estás en el 2.
La Maga se quedaba triste, juntaba una hojita al borde de la vereda y hablaba
con ella un rato, se la paseaba por la palma de la mano, la acostaba de espaldas o
boca abajo, la peinaba, terminaba por quitarle la pulpa y dejar al descubierto las
nervaduras, un delicado fantasma verde se iba dibujando contra su piel. Etienne
se la arrebataba con un movimiento brusco y la ponía contra la luz. Por cosas así
la admiraban, un poco avergonzados de haber sido tan brutos con ella, y la Maga
aprovechaba para pedir otro medio litro y si era posible algunas papas fritas.
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5
La primera vez había sido un hotel de la rue Valette, andaban por ahí
vagando y parándose en los portales, la llovizna después del almuerzo es
siempre amarga y había que hacer algo contra ese polvo helado, contra esos
impermeables que olían a goma, de golpe la Maga se apretó contra Oliveira y se
miraron como tontos, HOTEL, la vieja detrás del roñoso escritorio los saludó
comprensivamente y qué otra cosa se podía hacer con ese sucio tiempo.
Arrastraba una pierna, era angustioso verla subir parándose en cada escalón
para remontar la pierna enferma mucho más gruesa que la otra, repetir la
maniobra hasta el cuarto piso. Olía a blando, a sopa, en la alfombra del pasillo
alguien había tirado un líquido azul que dibujaba como un par de alas. La pieza
tenía dos ventanas con cortinas rojas, zurcidas y llenas de retazos; una luz
húmeda se filtraba como un ángel hasta la cama de acolchado amarillo.
La Maga había pretendido inocentemente hacer literatura, quedarse al lado de
la ventana fingiendo mirar la calle mientras Oliveira verificaba la falleba de la
puerta. Debía tener un esquema prefabricado de esas cosas, o quizá le sucedían
siempre de la misma manera, primero se dejaba la cartera en la mesa, se
buscaban los cigarrillos, se miraba la calle, se fumaba aspirando a fondo el humo,
se hacía un comentario sobre el empapelado, se esperaba, evidentemente se
esperaba, se cumplían todos los gestos necesarios para darle al hombre su mejor
papel, dejarle todo el tiempo necesario la iniciativa. En algún momento se habían




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puesto a reír, era demasiado tonto. Tirado en un rincón, el acolchado amarillo
quedó como un muñeco informe contra la pared.
Se acostumbraron a comparar los acolchados, las puertas, las lámparas, las
cortinas; las piezas de los hoteles del cinquième arrondissement eran mejores que
las del sixième para ellos, en el septième no tenían suerte, siempre pasaba algo,
golpes en la pieza de al lado o los caños hacían un ruido lúgubre, ya por entonces
Oliveira le había contado a la Maga la historia de Troppmann, la Maga
escuchaba pegándose contra él, tendría que leer el relato de Turguéniev, era
increíble todo lo que tendría que leer en esos dos años (no se sabía por qué eran
dos), otro día fue Petiot, otra vez Weidmann, otra vez Christie, el hotel acababa
casi siempre por darles ganas de hablar de crímenes, pero también a la Maga la
invadía de golpe una marea de seriedad, preguntaba con los ojos fijos en el cielo
raso si la pintura sienesa era tan enorme como afirmaba Etienne, si no sería
necesario hacer economías para comprarse un tocadiscos y las obras de Hugo
Wolf, que a veces canturreaba interrumpiéndose a la mitad, olvidada y furiosa. A
Oliveira le gustaba hacer el amor con la Maga porque nada podía ser más
importante para ella y al mismo tiempo, de una manera difícilmente
comprensible, estaba como por debajo de su placer, se alcanzaba en él un
momento y por eso se adhería desesperadamente y lo prolongaba, era como un
despertarse y conocer su verdadero nombre, y después recaía en una zona
siempre un poco crepuscular que encantaba a Oliveira temeroso de perfecciones,
pero la Maga sufría de verdad cuando regresaba a sus recuerdos y a todo lo que
oscuramente necesitaba pensar y no podía pensar, entonces había que besarla
profundamente, incitarla a nuevos juegos, y la otra, la reconciliada, crecía debajo
de él y lo arrebataba, se daba entonces como una bestia frenética, los ojos
perdidos y las manos torcidas hacia adentro, mítica y atroz como una estatua
rodando por una montaña, arrancando el tiempo con las uñas, entre hipos y un
ronquido quejumbroso que duraba interminablemente. Una noche le clavó los
dientes, le mordió el hombro hasta sacarle sangre porque él se dejaba ir de lado,

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un poco perdido ya, y hubo un confuso pacto sin palabras, Oliveira sintió como
si la Maga esperara de él la muerte, algo en ella que no era su yo despierto, una
oscura forma reclamando una aniquilación, la lenta cuchillada boca arriba que
rompe las estrellas de la noche y devuelve el espacio a las preguntas y a los
terrores. Sólo esa vez, excentrado como un matador mítico para quien matar es
devolver el toro al mar y el mar al cielo, vejó a la Maga en una larga noche de la
que poco hablaron luego, la hizo Pasifae, la dobló y la usó como a un
adolescente, la conoció y le exigió las servidumbres de la más triste puta, la
magnificó a constelación, la tuvo entre los brazos oliendo a sangre, le hizo beber
el semen que corre por la boca como el desafío al Logos, le chupó la sombra del
vientre y de la grupa y se la alzó hasta la cara para untarla de sí misma en esa
última operación de conocimiento que sólo el hombre puede dar a la mujer, la
exasperó con piel y pelo y baba y quejas, la vació hasta lo último de su fuerza
magnífica, la tiró contra una almohada y una sábana y la sintió llorar de felicidad
contra su cara que un nuevo cigarrillo devolvía a la noche del cuarto y del hotel.
Más tarde a Oliveira le preocupó que ella se creyera colmada, que los juegos
buscaran ascender a sacrificio. Temía sobre todo la forma más sutil de la gratitud
que se vuelve cariño canino, no quería que la libertad, única ropa que le caía bien
a la Maga, se perdiera en una feminidad diligente. Se tranquilizó porque la
vuelta de la Maga al plano del café negro y la visita al bidé se vio señalada por
una recaída en la peor de las confusiones. Maltratada de absoluto durante esa
noche, abierta a una porosidad de espacio que late y se expande, sus primeras
palabras de este lado tenían que azotarla como látigos, y su vuelta al borde de la
cama, imagen de una consternación progresiva que busca neutralizarse con
sonrisas y una vaga esperanza, dejó particularmente satisfecho a Oliveira. Puesto
que no la amaba, puesto que el deseo cesaría (porque no la amaba, y el deseo
cesaría), evitar como la peste toda sacralización de los juegos. Durante días,
durante semanas, durante algunos meses, cada cuarto de hotel y cada plaza, cada
postura amorosa y cada amanecer en un café de los mercados: circo feroz,


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operación sutil y balance lúcido. Se llegó así a saber que la Maga esperaba
verdaderamente que Horacio la matara, y que esa muerte debía ser de fénix, el
ingreso al concilio de los filósofos, es decir a las charlas del Club de la Serpiente:
la Maga quería aprender, quería ins-truir-se. Horacio era exaltado, concitado a la
función del sacrificador lustral, y puesto que casi nunca se alcanzaban porque en
pleno diálogo eran tan distintos y andaban por tan opuestas cosas (y eso ella lo
sabía, lo comprendía muy bien), entonces la única posibilidad de encuentro
estaba en que Horacio la matara en el amor donde ella podía conseguir
encontrarse con él, en el cielo de los cuartos de hotel se enfrentaban iguales y
desnudos y allí podía consumarse la resurrección del fénix después que él la
hubiera estrangulado deliciosamente, dejándole caer un hilo de baba en la boca
abierta, mirándola extático como si empezara a reconocerla, a hacerla de verdad
suya, a traerla de su lado.
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La técnica consistía en citarse vagamente en un barrio a cierta hora. Les
gustaba desafiar el peligro de no encontrarse, de pasar el día solos, enfurruñados
en un café o en un banco de plaza, leyendo-un-libro-más. La teoría del libro-más
era de Oliveira, y la Maga la había aceptado por pura ósmosis. En realidad para
ella casi todos los libros eran libro-menos, hubiese querido llenarse de una
inmensa sed y durante un tiempo infinito (calculable entre tres y cinco años) leer
la ópera omnia de Goethe, Homero, Dylan Thomas, Mauriac, Faulkner,
Baudelaire, Roberto Arlt, San Agustín y otros autores cuyos nombres la
sobresaltaban en las conversaciones del Club. A eso Oliveira respondía con un
desdeñoso encogerse de hombros, y hablaba de las deformaciones rioplatenses,
de una raza de lectores a fulltime, de bibliotecas pululantes de marisabidillas
infieles al sol y al amor, de casas donde el olor a la tinta de imprenta acaba con la
alegría del ajo. En esos tiempos leía poco, ocupadísimo en mirar los árboles, los
piolines que encontraba por el suelo, las amarillas películas de la Cinemateca y
las mujeres del barrio latino. Sus vagas tendencias intelectuales se resolvían en
meditaciones sin provecho y cuando la Maga le pedía ayuda, una fecha o una
explicación, las proporcionaba sin ganas, como algo inútil. Pero es que vos ya lo
sabés, decía la Maga, resentida. Entonces él se tomaba el trabajo de señalarle la
diferencia entre conocer y saber, y le proponía ejercicios de indagación
individual que la Maga no cumplía y que la desesperaban.


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De acuerdo en que en ese terreno no lo estarían nunca, se citaban por ahí y
casi siempre se encontraban. Los encuentros eran a veces tan increíbles que
Oliveira se planteaba una vez más el problema de las probabilidades y le daba
vuelta por todos lados, desconfiadamente. No podía ser que la Maga decidiera
doblar en esa esquina de la rue de Vaugirard exactamente en el momento en que
él, cinco cuadras más abajo, renunciaba a subir por la rue de Buci y se orientaba
hacia la rue Monsieur le Prince sin razón alguna, dejándose llevar hasta
distinguirla de golpe, parada delante de una vidriera, absorta en la
contemplación de un mono embalsamado. Sentados en un café reconstruían
minuciosamente los itinerarios, los bruscos cambios, procurando explicarlos
telepáticamente, fracasando siempre, y sin embargo se habían encontrado en
pleno laberinto de calles, casi siempre acababan por encontrarse y se reían como
locos, seguros de un poder que los enriquecía. A Oliveira lo fascinaban las
sinrazones de la Maga, su tranquilo desprecio por los cálculos más elementales.
Lo que para él había sido análisis de probabilidades, elección o simplemente
confianza en la rabdomancia ambulatoria, se volvía para ella simple fatalidad.
«¿Y si no me hubieras encontrado?», le preguntaba. «No sé, ya ves que estás
aquí...» Inexplicablemente la respuesta invalidaba la pregunta, mostraba sus
adocenados resortes lógicos. Después de eso Oliveira se sentía más capaz de
luchar contra sus prejuicios bibliotecarios, y paradójicamente la Maga se rebelaba
contra su desprecio hacia los conocimientos escolares. Así andaban, Punch and
Judy, atrayéndose y rechazándose como hace falta si no se quiere que el amor
termine en cromo o en romanza sin palabras. Pero el amor, esa palabra...
(-7)

7
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Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si
saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta
cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca
que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida
entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en
tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu
boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al
cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan
entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas
se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas
la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene
con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu
pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como
si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de
fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un
breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella.
Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar
contra mí como una luna en el agua.
(-8)


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Íbamos por las tardes a ver los peces del Quai de la Mégisserie, en marzo del
mes leopardo, el agazapado pero ya con un sol amarillo donde el rojo entraba un
poco más cada día. Desde la acera que daba al río, indiferentes a los bouquinistes
que nada iban a darnos sin dinero, esperábamos el momento en que veríamos las
peceras (andábamos despacio, demorando el encuentro), todas las peceras al sol,
y como suspendidos en el aire cientos de peces rosa y negro, pájaros quietos en
su aire redondo. Una alegría absurda nos tomaba de la cintura, y vos cantabas
arrastrándome a cruzar la calle, a entrar en el mundo de los peces colgados del
aire.
Sacan las peceras, los grandes bocales a la calle, y entre turistas y niños
ansiosos y señoras que coleccionan variedades exóticas (550 fr. pièce) están las
peceras bajo el sol con sus cubos, sus esferas de agua que el sol mezcla con el
aire, y los pájaros rosa y negro giran danzando dulcemente en una pequeña
porción de aire, lentos pájaros fríos. Los mirábamos, jugando a acercar los ojos al
vidrio, pegando la nariz, encolerizando a las viejas vendedoras armadas de redes
de cazar mariposas acuáticas, y comprendíamos cada vez peor lo que es un pez,
por ese camino de no comprender nos íbamos acercando a ellos que no se
comprenden, franqueábamos las peceras y estábamos tan cerca como nuestra
amiga, la vendedora de la segunda tienda viniendo del Pont-Neuf, que te dijo:
«El agua fría los mata, es triste el agua fría...» Y yo pensaba en la mucama del
hotel que me daba consejos sobre un helecho: «No lo riegue, ponga un plato con


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agua debajo de la maceta, entonces cuando él quiere beber, bebe, y cuando no
quiere no bebe...» Y pensábamos en esa cosa increíble que habíamos leído, que
un pez solo en su pecera se entristece y entonces basta ponerle un espejo y el pez
vuelve a estar contento...
Entrábamos en las tiendas donde las variedades más delicadas tenían peceras
especiales con termómetro y gusanitos rojos. Descubríamos entre exclamaciones
que enfurecían a las vendedoras —tan seguras de que no les compraríamos nada
a 550 fr. pièce— los comportamientos, los amores, las formas. Era el tiempo
delicuescente, algo como chocolate muy fino o pasta de naranja martiniquesa, en
que nos emborrachábamos de metáforas y analogías, buscando siempre entrar. Y
ese pez era perfectamente Giotto, te acordás, y esos dos jugaban como perros de
jade, o un pez era la exacta sombra de una nube violeta... Descubríamos cómo la
vida se instala en formas privadas de tercera dimensión, que desaparecen si se
ponen de filo o dejan apenas una rayita rosada inmóvil vertical en el agua. Un
golpe de aleta y monstruosamente está de nuevo ahí con ojos bigotes aletas y del
vientre a veces saliéndole y flotando una transparente cinta de excremento que
no acaba de soltarse, un lastre que de golpe los pone entre nosotros, los arranca a
su perfección de imágenes puras, los compromete, por decirlo con una de las
grandes palabras que tanto empleábamos por ahí y en esos días.
(-93)

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Por la rue de Varennes entraron en la rue Vaneau. Lloviznaba, y la Maga se
colgó todavía más del brazo de Oliveira, se apretó contra su impermeable que
olía a sopa fría. Etienne y Perico discutían una posible explicación del mundo por
la pintura y la palabra. Aburrido, Oliveira pasó el brazo por la cintura de la
Maga. También eso podía ser una explicación, un brazo apretando una pintura
fina y caliente, al caminar se sentía el juego leve de los músculos como un
lenguaje monótono y persistente, una Berlitz obstinada, te quie-ro te quie-ro te
quie-ro. No una explicación: verbo puro, que-rer, que-rer. «Y después siempre, la
cópula», pensó gramaticalmente Oliveira. Si la Maga hubiera podido
comprender cómo de pronto la obediencia al deseo lo exasperaba, inútil
obediencia solitaria había dicho un poeta, tan tibia la cintura, ese pelo mojado
contra su mejilla, el aire Toulouse Lautrec de la Maga para caminar arrinconada
contra él. En el principio fue la cópula, violar es explicar pero no siempre
viceversa. Descubrir el método antiexplicatorio, que ese te quie-ro te quie-ro
fuese el cubo de la rueda. ¿Y el Tiempo? Todo recomienza, no hay un absoluto.
Después hay que comer o descomer, todo vuelve a entrar en crisis. El deseo cada
tantas horas, nunca demasiado diferente y cada vez otra cosa: trampa del tiempo
para crear las ilusiones. «Un amor como el fuego, arder eternamente en la
contemplación del Todo. Pero en seguida se cae en un lenguaje desaforado.»
—Explicar, explicar —gruñía Etienne—. Ustedes si no nombran las cosas ni
siquiera las ven. Y esto se llama perro y esto se llama casa, como decía el de
Duino. Perico, hay que mostrar, no explicar. Pinto, ergo soy.
—¿Mostrar qué? —dijo Perico Romero.

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—Las únicas justificaciones de que estemos vivos.
—Este animal cree que no hay más sentido que la vista y sus consecuencias —
dijo Perico.
—La pintura es otra cosa que un producto visual –dijo Etienne—. Yo pinto
con todo el cuerpo, en ese sentido no soy tan diferente de tu Cervantes o tu Tirso
de no sé cuánto. Lo que me revienta es la manía de las explicaciones, el Logos
entendido exclusivamente como verbo.
—Etcétera —dijo Oliveira, malhumorado—. Hablando de los sentidos, el de
ustedes parece un diálogo de sordos. La Maga se apretó todavía más contra él.
«Ahora ésta va a decir alguna de sus burradas», pensó Oliveira. «Necesita
frotarse primero, decidirse epidérmicamente.» Sintió una especie de ternura
rencorosa, algo tan contradictorio que debía ser la verdad misma. «Había que
inventar la bofetada dulce, el puntapié de abejas. Pero en este mundo las síntesis
últimas están por descubrirse. Perico tiene razón, el gran Logos vela. Lástima,
haría falta el amoricidio, por ejemplo, la verdadera luz negra, la antimateria que
tanto da que pensar a Gregorovius.»
—Che, ¿Gregorovius va a venir a la discada? —preguntó Oliveira.
Perico creía que sí, y Etienne creía que Mondrian.
—Fijate un poco en Mondrian —decía Etienne—. Frente a él se acaban los
signos mágicos de un Klee. Klee jugaba con el azar, los beneficios de la cultura.
La sensibilidad pura puede quedar satisfecha con Mondrian, mientras que para
Klee hace falta un fárrago de otras cosas. Un refinado para refinados. Un chino,
realmente. En cambio Mondrian pinta absoluto. Te ponés delante, bien desnudo,
y entonces una de dos: ves o no ves. El placer, las cosquillas, las alusiones, los
terrores o las delicias están completamente de más.
—¿Vos entendés lo que dice? —preguntó la Maga—. A mí me parece que es
injusto con Klee.



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—La justicia o la injusticia no tienen nada que ver con esto —dijo Oliveira,
aburrido—. Lo que está tratando de decir es otra cosa. No hagas en seguida una
cuestión personal.
—Pero por qué dice que todas esas cosas tan hermosas no sirven para
Mondrian.
—Quiere decir que en el fondo una pintura como la de Klee te reclama un
diploma ès lettres, o por lo menos ès poésie, en tanto que Mondrian se conforma
con que uno se mondrianice y se acabó.
—No es eso —dijo Etienne.
—Claro que es eso —dijo Oliveira—. Según vos una tela de Mondrian se basta
a sí misma. Ergo, necesita de tu inocencia más que de tu experiencia. Hablo de
inocencia edénica, no de estupidez. Fijate que hasta tu metáfora sobre estar
desnudo delante del cuadro huele a preadamismo. Paradójicamente Klee es
mucho más modesto porque exige la múltiple complicidad del espectador, no se
basta a sí mismo. En el fondo Klee es historia y Mondrian atemporalidad. Y vos
te morís por lo absoluto. ¿Te explico?
—No —dijo Etienne—. C’est vache comme il pleut.
—Tu parles, coño —dijo Perico—. Y el Ronald de la puñeta, que vive por el
demonio.
—Apretemos el paso —lo remedó Oliveira—, cosa de hurtarle el cuerpo a la
cellisca.
—Ya empiezas. Casi prefiero tu yuvia y tu gayina, coño. Cómo yueve en
Buenos Aires. El tal Pedro de Mendoza, mira que ir a colonizaros a vosotros.
—Lo absoluto —decía la Maga, pateando una piedrita de charco en charco—.
¿Qué es un absoluto, Horacio?
—Mirá —dijo Oliveira—, viene a ser ese momento en que algo logra su
máxima profundidad, su máximo alcance, su máximo sentido, y deja por
completo de ser interesante.
—Ahí viene Wong —dijo Perico—. El chino está hecho una sopa de algas.



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Casi al mismo tiempo vieron a Gregorovius que desembocaba en la esquina
de la rue de Babylone, cargando como de costumbre con un portafolios
atiborrado de libros. Wong y Gregorovius se detuvieron bajo el farol (y parecían
estar tomando una ducha juntos), saludándose con cierta solemnidad. En el
portal de la casa de Ronald hubo un interludio de cierraparaguas comment ça va
a ver si alguien enciende un fósforo está rota la minuterie qué noche inmunda ah
oui c’est vache, y una ascensión más bien confusa interrumpida en el primer
rellano por una pareja sentada en un peldaño y sumida profundamente en el
acto de besarse.
—Allez, c’ést pas une heure pour faire les cons —dijo Etienne.
—Ta gueule —contestó una voz ahogada—. Montez, montez, ne vous gênez
pas. Ta bouche, mon trésor.
—Salaud, va —dijo Etienne—. Es Guy Monod, un gran amigo mío.
En el quinto piso los esperaban Ronald y Babs, cada uno con una vela en la
mano y oliendo a vodka barato. Wong hizo una seña, todo el mundo se detuvo
en la escalera, y brotó a capella el himno profano del Club de la Serpiente.
Después entraron corriendo en el departamento, antes de que empezaran a
asomarse los vecinos.
Ronald se apoyó contra la puerta. Pelirrojamente en camisa a cuadros.
—La casa está rodeada de catalejos, damn it. A las diez de la noche se instala
aquí el dios Silencio, y guay del que lo sacrilegue. Ayer subió a increparnos un
funcionario. Babs, ¿qué nos dice el digno señor?
—Nos dice: «Quejas reiteradas.»
—¿Y qué hacemos nosotros? —dijo Ronald, entreabriendo la puerta para que
entrara Guy Monod.
—Nosotros hacemos esto —dijo Babs, con un perfecto corte de mangas y un
violento pedo oral.
—¿Y tu chica? —preguntó Ronald.

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—No sé, se confundió de camino —dijo Guy—. Yo creo que se ha ido,
estábamos lo más bien en la escalera, y de golpe. Más arriba no estaba. Bah, qué
importa, es suiza.
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Las nubes aplastadas y rojas sobre el barrio latino de noche, el aire húmedo
con todavía algunas gotas de agua que un viento desganado tiraba contra la
ventana malamente iluminada, los vidrios sucios, uno de ellos roto y arreglado
con un pedazo de esparadrapo rosa. Más arriba, debajo de las canaletas de
plomo, dormirían las palomas también de plomo, metidas en sí mismas,
ejemplarmente antigárgolas. Protegido por la ventana el paralelepípedo musgoso
oliente a vodka y a velas de cera, a ropa mojada y a restos de guiso, vago taller
de Babs ceramista y de Ronald músico, sede del Club, sillas de caña, reposeras
desteñidas, pedazos de lápices y alambre por el suelo, lechuza embalsamada con
la mitad de la cabeza podrida, un tema vulgar, mal tocado, un disco viejo con un
áspero fondo de púa, un raspar crujir crepitar incesante, un saxo lamentable que
en alguna noche del 28 o 29 había tocado como con miedo de perderse, sostenido
por una percusión de colegio de señoritas, un piano cualquiera. Pero después
venía una guitarra incisiva que parecía anunciar el paso a otra cosa, y de pronto
(Ronald los había prevenido alzando el dedo) una corneta se desgajó del resto y
dejó caer las dos primeras notas del tema, apoyándose en ellas como en un
trampolín. Bix dio el salto en pleno corazón, el claro dibujo se inscribió en el
silencio con un lujo de zarpazo. Dos muertos se batían fraternalmente,
ovillándose y desatendiéndose, Bix y Eddie Lang (que se llamaba Salvatore
Massaro) jugaban con la pelota I’m coming, Virginia, y dónde estaría enterrado
Bix, pensó Oliveira, y dónde Eddie Lang, a cuántas millas una de otra sus dos




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nadas que en una noche futura de París se batían guitarra contra corneta, gin
contra mala suerte, el jazz.
—Se está bien aquí. Hace calor, está oscuro.
—Bix, qué loco formidable. Poné Jazz me Blues, viejo.
—La influencia de la técnica en el arte —dijo Ronald metiendo las manos en
una pila de discos, mirando vagamente las etiquetas—. Estos tipos de antes del
long play tenían menos de tres minutos para tocar. Ahora te viene un pajarraco
como Stan Getz y se te planta veinticinco minutos delante del micrófono, puede
soltarse a gusto, dar lo mejor que tiene. El pobre Bix se tenía que arreglar con un
coro y gracias, apenas entraban en calor zas, se acabó. Lo que habrán rabiado
cuando grababan discos.
—No tanto —dijo Perico—. Era como hacer sonetos en vez de odas, y eso que
yo de esas pajolerías no entiendo nada. Vengo porque estoy cansado de leer en
mi cuarto un estudio de Julián Marías que no termina nunca.
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Gregorovius se dejó llenar el vaso de vodka y empezó a beber a sorbos
delicados. Dos velas ardían en la repisa de la chimenea donde Babs guardaba las
medias sucias y las botellas de cerveza. A través del vaso hialino Gregorovius
admiró el desapegado arder de las dos velas, tan ajenas a ellos y anacrónicas
como la corneta de Bix entrando y saliendo desde un tiempo diferente. Le
molestaban un poco los zapatos de Guy Monod que dormía en el diván o
escuchaba con los ojos cerrados. La Maga vino a sentarse en el suelo con un
cigarrillo en la boca. En los ojos le brillaban las llamas de las velas verdes.
Gregorovius la contempló extasiado, acordándose de una calle de Morlaix al
anochecer, un viaducto altísimo, nubes.
—Esa luz es tan usted, algo que viene y va, que se mueve todo el tiempo.
—Como la sombra de Horacio —dijo la Maga—. Le crece y le descrece la
nariz, es extraordinario.
—Babs es la pastora de las sombras —dijo Gregorovius—. A fuerza de
trabajar la arcilla, esas sombras concretas... Aquí todo respira, un contacto
perdido se restablece; la música ayuda, el vodka, la amistad... Esas sombras en la
cornisa; la habitación tiene pulmones, algo que late. Sí, la electricidad es eleática,
nos ha petrificado las sombras. Ahora forman parte de los muebles y las caras.
Pero aquí, en cambio... Mire esa moldura, la respiración de su sombra, la voluta
que sube y baja. El hombre vivía entonces en una noche blanda, permeable, en
un diálogo continuo. Los terrores, qué lujo para la imaginación...
Juntó las manos, separando apenas los pulgares: un perro empezó a abrir la
boca en la pared y a mover las orejas. La Maga se reía. Entonces Gregorovius le

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preguntó cómo era Montevideo, el perro se disolvió de golpe, porque él no
estaba bien seguro de que ella fuese uruguaya; Lester Young y los Kansas City
Six. Sh... (Ronald dedo en la boca).
—A mí me suena raro el Uruguay. Montevideo debe estar lleno de torres, de
campanas fundidas después de las batallas. No me diga que en Montevideo no
hay grandísimos lagartos a la orilla del río.
—Por supuesto —dijo la Maga—. Son cosas que se visitan tomando el
ómnibus que va a Pocitos.
—¿Y la gente conoce bien a Lautréamont, en Montevideo?
—¿Lautréamont? —preguntó la Maga.
Gregorovius suspiró y bebió más vodka. Lester Young, saxo tenor, Dickie
Welss, trombón, Joe Bushkin, piano, Bill Coleman, trompeta, John Simmons,
contrabajo, Jo Jones, batería. Four O’Clock Drag. Sí, grandísimos lagartos,
trombones a la orilla del río, blues arrastrándose, probablemente drag quería
decir lagarto de tiempo, arrastre interminable de las cuatro de la mañana. O
completamente otra cosa. «Ah, Lautréamont», decía la Maga recordando de
golpe. «Sí, yo creo que lo conocen muchísimo.»
—Era uruguayo, aunque no lo parezca.
—No parece —dijo la Maga, rehabilitándose.
—En realidad, Lautréamont... Pero Ronald se está enojando, ha puesto a uno
de sus ídolos. Habría que callarse, una lástima. Hablemos muy bajo y usted me
cuenta Montevideo.
—Ah, merde alors —dijo Etienne mirándolos furioso. El vibráfono tanteaba el
aire, iniciando escaleras equívocas, dejando un peldaño en blanco saltaba cinco
de una vez y reaparecía en lo más alto, Lionel Hampton balanceaba Save it pretty
mamma, se soltaba y caía rodando entre vidrios, giraba en la punta de un pie,
constelaciones instantáneas, cinco estrellas, tres estrellas, diez estrellas, las iba
apagando con la punta del escarpín, se hamacaba con una sombrilla japonesa
girando vertiginosamente en la mano, y toda la orquesta entró en la caída final,

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una trompeta bronca, la tierra, vuelta abajo, volatinero al suelo, finibus, se acabó.
Gregorovius oía en un susurro Montevideo vía la Maga, y quizá iba a saber por
fin algo más de ella, de su infancia, si verdaderamente se llamaba Lucía como
Mimí, estaba a esa altura del vodka en que la noche empieza a ponerse
magnánima, todo le juraba fidelidad y esperanza, Guy Monod había replegado
las piernas y los duros zapatos ya no se clavaban en la rabadilla de Gregorovius,
la Maga se apoyaba un poco en él, livianamente sentía la tibieza de su cuerpo,
cada movimiento que hacía para hablar o seguir la música. Entrecerradamente
Gregorovius alcanzaba a distinguir el rincón donde Ronald y Wong elegían y
pasaban los discos, Oliveira y Babs en el suelo, apoyados en una manta esquimal
clavada en la pared, Horacio oscilando cadencioso en el tabaco, Babs perdida de
vodka y alquiler vencido y unas tinturas que fallaban a los trescientos grados, un
azul que se resolvía en rombos anaranjados, algo insoportable. Entre el humo los
labios de Oliveira se movían en silencio, hablaba para adentro, hacia atrás, a otra
cosa que retorcía imperceptiblemente las tripas de Gregorovius, no sabía por
qué, a lo mejor porque esa como ausencia de Horacio era una farsa, le dejaba a la
Maga para que jugara un rato pero él seguía ahí, moviendo los labios en silencio,
hablándose con la Maga entre el humo y el jazz, riéndose para adentro de tanto
Lautréamont y tanto Montevideo.
(-136)



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A Gregorovius siempre le habían gustado las reuniones del Club, porque en
realidad eso no era en absoluto un club y respondía así a su más alto concepto
del género. Le gustaba Ronald por su anarquía, por Babs, por la forma en que se
estaban matando minuciosamente sin importárseles nada, entregados a la lectura
de Carson McCullers, de Miller, de Raymond Queneau, al jazz como un modesto
ejercicio de liberación, al reconocimiento sin ambages de que los dos habían
fracasado en las artes. Le gustaba, por así decirlo, Horacio Oliveira, con el que
tenía una especie de relación persecutoria, es decir que a Gregorovius lo
exasperaba la presencia de Oliveira en el mismo momento en que se lo
encontraba, después de haberlo estado buscando sin confesárselo, y a Horacio le
hacían gracia los misterios baratos con que Gregorovius envolvía sus orígenes y
sus modos de vida, lo divertía que Gregorovius estuviera enamorado de la Maga
y creyera que él no lo sabía, y los dos se admitían y se rechazaban en el mismo
momento, con una especie de torear ceñido que era al fin y al cabo uno de los
tantos ejercicios que justificaban las reuniones del Club. Jugaban mucho a
hacerse los inteligentes, a organizar series de alusiones que desesperaban a la
Maga y ponían furiosa a Babs, les bastaba mencionar de paso cualquier cosa,
como ahora que Gregorovius pensaba que verdaderamente entre él y Horacio
había una especie de persecución desilusionada, y de inmediato uno de ellos
citaba al mastín del cielo, I fled Him, etc., y mientras la Maga los miraba con una
especie de humilde desesperación, ya el otro estaba en el volé tan alto, tan alto



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que a la caza le di alcance, y acababan riéndose de ellos mismos pero ya era
tarde, porque a Horacio le daba asco ese exhibicionismo de la memoria
asociativa, y Gregorovius se sentía aludido por ese asco que ayudaba a suscitar,
y entre los dos se instalaba como un resentimiento de cómplices, y dos minutos
después reincidían, y eso, entre otras cosas, eran las sesiones del Club.
—Pocas veces se ha tomado aquí un vodka tan malo —dijo Gregorovius
llenando el vaso—. Lucía, usted me estaba por contar de su niñez. No es que me
cueste imaginármela a orillas del río, con trenzas y un color rosado en las
mejillas, como mis compatriotas de Transilvania, antes de que se le fueran
poniendo pálidas con este maldito clima luteciano.
—¿Luteciano? —preguntó la Maga.
Gregorovius suspiró. Se puso a explicarle y la Maga lo escuchaba
humildemente y aprendiendo, cosa que siempre hacía con gran intensidad hasta
que la distracción venía a salvarla. Ahora Ronald había puesto un viejo disco de
Hawkins, y la Maga parecía resentida por esas explicaciones que le estropeaban
la música y no eran lo que ella esperaba siempre de una explicación, una
cosquilla en la piel, una necesidad de respirar hondo como debía respirar
Hawkins antes de atacar otra vez la melodía y como a veces respiraba ella
cuando Horacio se dignaba explicarle de veras un verso oscuro, agregándole esa
otra oscuridad fabulosa donde ahora, si él le hubiese estado explicando lo de los
lutecianos en vez de Gregorovius, todo se hubiera fundido en una misma
felicidad, la música de Hawkins, los lutecianos, la luz de las velas verdes, la
cosquilla, la profunda respiración que era su única certidumbre irrefutable, algo
sólo comparable a Rocamadour o la boca de Horacio o a veces un adagio de
Mozart que ya casi río se podía escuchar de puro arruinado que estaba el disco.
—No sea así —dijo humildemente Gregorovius—. Lo que yo quería era
entender un poco mejor su vida, eso que es usted y que tiene tantas facetas.
—Mi vida —dijo la Maga—. Ni borracha la contaría. Y no me va a entender
mejor porque le cuente mi infancia, por ejemplo. No tuve infancia, además.


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—Yo tampoco. En Herzegovina.
—Yo en Montevideo. Le voy a decir una cosa, a veces sueño con la escuela
primaria, es tan horrible que me despierto gritando. Y los quince años, yo no sé si
usted ha tenido alguna vez quince años.
—Creo que sí —dijo Gregorovius inseguro.
—Yo sí, en una casa con patio y macetas donde mi papá tomaba mate y leía
revistas asquerosas. ¿A usted le vuelve su papá? Quiero decir el fantasma.
—No, en realidad más bien mi madre —dijo Gregorovius—. La de Glasgow,
sobre todo. Mi madre en Glasgow a veces vuelve, pero no es un fantasma; un
recuerdo demasiado mojado, eso es todo. Se va con alka seltzer, es fácil.
¿Entonces a usted...?
—Qué sé yo —dijo la Maga, impaciente—. Es esa música, esas velas verdes,
Horacio ahí en ese rincón, como un indio. ¿Por qué le tengo que contar cómo
vuelve? Pero hace unos días me había quedado en casa esperando a Horacio, ya
había caído la noche, yo estaba sentada cerca de la cama y afuera llovía, un poco
como en ese disco. Sí, era un poco así, yo miraba la cama esperando a Horacio,
no sé cómo la colcha de la cama estaba puesta de una manera, de golpe vi a mi
papá de espaldas y con la cara tapada como siempre que se emborrachaba y se
iba a dormir. Se veían las piernas, la forma de una mano sobre el pecho. Sentí
que se me paraba el pelo, quería gritar, en fin, eso que una siente, a lo mejor
usted ha tenido miedo alguna vez... Quería salir corriendo, la puerta estaba tan
lejos, en el fondo de pasillos y más pasillos, la puerta cada vez más lejos y se veía
subir y bajar la colcha rosa, se oía el ronquido de mi papá, de un momento a otro
iba a asomar una mano, los ojos, y después la nariz como un gancho, no, no vale
la pena que le cuente todo eso, al final grité tanto que vino la vecina de abajo y
me dio té, y después Horacio me trató de histérica.
Gregorovius le acarició el pelo, y la Maga agachó la cabeza. «Ya está», pensó
Oliveira, renunciando a seguir los juegos de Dizzy Gillespie sin red en el trapecio
más alto, «ya está, tenía que ser. Anda loco por esa mujer, y se lo dice así, con los

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diez dedos. Cómo se repiten los juegos. Calzamos en moldes más que usados,
aprendemos como idiotas cada papel más que sabido. Pero si soy yo mismo
acariciándole el pelo, y ella me está contando sagas rioplatenses, y le tenemos
lástima, entonces hay que llevarla a casa, un poco bebidos todos, acostarla
despacio acariciándola, soltándole la ropa, despacito, despacito cada botón, cada
cierre relámpago, y ella no quiere, quiere, no quiere, se endereza, se tapa la cara,
llora, nos abraza como para proponernos algo sublime, ayuda a bajarse el slip,
suelta un zapato con un puntapié que nos parece una protesta y nos excita a los
últimos arrebatos, ah, es innoble, innoble. Te voy a tener que romper la cara,
Ossip Gregorovius, pobre amigo mío. Sin ganas, sin lástima, como eso que está
soplando Dizzy, sin lástima, sin ganas, tan absolutamente sin ganas como eso
que está soplando Dizzy».
—Un perfecto asco —dijo Oliveira—. Sacame esa porquería del plato. Yo no
vengo más al Club si aquí hay que escuchar a ese mono sabio.
—Al señor no le gusta el bop —dijo Ronald, sarcástico—. Esperá un momento,
en seguida te pondremos algo de Paul Whiteman.
—Solución de compromiso —dijo Etienne—. Coincidencia de todos los
sufragios: oigamos a Bessie Smith, Ronald de mi alma, la paloma en la jaula de
bronce.
Ronald y Babs se largaron a reír, no se veía bien por qué, y Ronald buscó en la
pila de viejos discos. La púa crepitaba horriblemente, algo empezó a moverse en
lo hondo como capas y capas de algodones entre la voz y los oídos, Bessie
cantando con la cara vendada, metida en un canasto de ropa sucia, y la voz salía
cada vez más ahogada, pegándose a los trapos salía y clamaba sin cólera ni
limosna, I wanna be somebody’s baby doll, se replegaba a la espera, una voz de
esquina y de casa atestada de abuelas, to be somebody’s baby doll, más caliente y
anhelante, jadeando ya I wanna be somebody’s baby doll.
Quemándose la boca con un largo trago de vodka, Oliveira pasó el brazo por
los hombros de Babs y se apoyó en su cuerpo confortable. «Los intercesores»,

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pensó, hundiéndose blandamente en el humo del tabaco. La voz de Bessie se
adelgazaba hacia el fin del disco, ahora Ronald daría vuelta la placa de bakelita
(si era bakelita) y de ese pedazo de materia gastada renacería una vez más
Empty Bed Blues, una noche de los años veinte en algún rincón de los Estados
Unidos. Ronald había cerrado los ojos, las manos apoyadas en las rodillas
marcaban apenas el ritmo. También Wong y Etienne habían cerrado los ojos, la
pieza estaba casi a oscuras y se oía chirriar la púa en el viejo disco, a Oliveira le
costaba creer que todo eso estuviera sucediendo. ¿Por qué allí, por qué el Club,
esas ceremonias estúpidas, por qué era así ese blues cuando lo cantaba Bessie?
«Los intercesores», pensó otra vez, hamacándose con Babs que estaba
completamente borracha y lloraba en silencio escuchando a Bessie,
estremeciéndose a compás o a contratiempo, sollozando para adentro para no
alejarse por nada de los blues de la cama vacía, la mañana siguiente, los zapatos
en los charcos, el alquiler sin pagar, el miedo a la vejez, imagen cenicienta del
amanecer en el espejo a los pies de la cama, los blues, el cafard infinito de la vida.
«Los intercesores, una irrealidad mostrándonos otra, como los santos pintados
que muestran el cielo con el dedo. No puede ser que esto exista, que realmente
estemos aquí, que yo sea alguien que se llama Horacio. Ese fantasma ahí, esa voz
de una negra muerta hace veinte años en un accidente de auto: eslabones en una
cadena inexistente, cómo nos sostenemos aquí, cómo podemos estar reunidos
esta noche si no es por un mero juego de ilusiones, de reglas aceptadas y
consentidas, de pura baraja en las manos de un tallador inconcebible...»
—No llorés —le dijo Oliveira a Babs, hablándole al oído—. No llorés, Babs,
todo esto no es verdad.
—Oh, sí, oh sí que es verdad —dijo Babs, sonándose—. Oh, sí que es verdad.
—Será —dijo Oliveira, besándola en la mejilla— pero no es la verdad.
—Como esas sombras —dijo Babs, tragándose los mocos y moviendo la mano
de un lado a otro— y uno está tan triste, Horacio, porque todo es tan hermoso.

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Pero todo eso, el canto de Bessie, el arrullo de Coleman Hawkins, ¿no eran
ilusiones, y no eran algo todavía peor, la ilusión de otras ilusiones, una cadena
vertiginosa hacia atrás, hacia un mono mirándose en el agua el primer día del
mundo? Pero Babs lloraba, Babs había dicho: «Oh sí, oh sí que es verdad», y
Oliveira, un poco borracho él también, sentía ahora que la verdad estaba en eso,
en que Bessie y Hawkins fueran ilusiones, porque solamente las ilusiones eran
capaces de mover a sus fieles, las ilusiones y no las verdades. Y había más que
eso, había la intercesión, el acceso por las ilusiones a un plano, a una zona
inimaginable que hubiera sido inútil pensar porque todo pensamiento lo destruía
apenas procuraba cercarlo. Una mano de humo lo llevaba de la mano, lo iniciaba
en un descenso, si era un descenso, le mostraba un centro, si era un centro, le
ponía en el estómago, donde el vodka hervía dulcemente cristales y burbujas,
algo que otra ilusión infinitamente hermosa y desesperada había llamado en
algún momento inmortalidad. Cerrando los ojos alcanzó a decirse que si un
pobre ritual era capaz de excentrarlo así para mostrarle mejor un centro,
excentrarlo hacia un centro sin embargo inconcebible, tal vez no todo estaba
perdido y alguna vez, en otras circunstancias, después de otras pruebas, el
acceso sería posible. ¿Pero acceso a qué, para qué? Estaba demasiado borracho
para sentar por lo menos una hipótesis de trabajo, hacerse una idea de la posible
ruta. No estaba lo bastante borracho para dejar de pensar consecutivamente, y le
bastaba ese pobre pensamiento para sentir que lo alejaba cada vez más de algo
demasiado lejano, demasiado precioso para mostrarse a través de esas nieblas
torpemente propicias, la niebla vodka, la niebla Maga, la niebla Bessie Smith.
Empezó a ver anillos verdes que giraban vertiginosamente, abrió los ojos. Por lo
común después de los discos le venían ganas de vomitar.
(-106)

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Envuelto en humo Ronald largaba disco tras disco casi sin molestarse en
averiguar las preferencias ajenas, y de cuando en cuando Babs se levantaba del
suelo y se ponía también a hurgar en las pilas de viejos discos de 78, elegía cinco
o seis y los dejaba sobre la mesa al alcance de Ronald que se echaba hacia
adelante y acariciaba a Babs que se retorcía riendo y se sentaba en sus rodillas,
apenas un momento porque Ronald quería estar tranquilo para escuchar Don’t
play me cheap.
Satchmo cantaba Don’t you play me cheap
Because I look so meek
y Babs se retorcía en las rodillas de Ronald, excitada por la manera de cantar
de Satchmo, el tema era lo bastante vulgar para permitirse libertades que Ronald
no le hubiera consentido cuando Satchmo cantaba Yellow Dog Blues, y porque en
el aliento que Ronald le estaba echando en la nuca había una mezcla de vodka y
sauerkraut que titilaba espantosamente a Babs. Desde su altísimo punto de mira,
en una especie de admirable pirámide de humo y música y vodka y sauerkraut y
manos de Ronald permitiéndose excursiones y contramarchas, Babs
condescendía a mirar hacia abajo por entre los párpados entornados y veía a
Oliveira en el suelo, la espalda apoyada en la pared contra la piel esquimal,
fumando y ya perdidamente borracho, con una cara sudamericana resentida y
amarga donde la boca sonreía a veces entre pitada y pitada, los labios de Oliveira
que Babs había deseado alguna vez (no ahora) se curvaban apenas mientras el

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resto de la cara estaba como lavado y ausente. Por más que le gustara el jazz
Oliveira nunca entraría en el juego como Ronald, para él sería bueno o malo, hot
o cool, blanco o negro, antiguo o moderno, Chicago o New Orleans, nunca el
jazz, nunca eso que ahora eran Satchmo, Ronald y Babs, Baby don’t you play me
cheap because I look so meek, y después la llamarada de la trompeta, el falo amarillo
rompiendo el aire y gozando con avances y retrocesos y hacia el final tres notas
ascendentes, hipnóticamente de oro puro, una perfecta pausa donde todo el
swing del mundo palpitaba en un instante intolerable, y entonces la eyaculación
de un sobreagudo resbalando y cayendo como un cohete en la noche sexual, la
mano de Ronald acariciando el cuello de Babs y la crepitación de la púa mientras
el disco seguía girando y el silencio que había en toda música verdadera se
desarrimaba lentamente de las paredes, salía de debajo del diván, se despegaba
como labios o capullos.
—Ça alors —dijo Etienne.
—Sí, la gran época de Armstrong —dijo Ronald, examinando la pila de discos
que había elegido Babs—. Como el período del gigantismo en Picasso, si quieres.
Ahora están los dos hechos unos cerdos. Pensar que los médicos inventan curas
de rejuvenecimiento... Nos van a seguir jodiendo otros veinte años, verás.
—A nosotros no —dijo Etienne—. Nosotros ya les hemos pegado un tiro en el
momento justo, y ojalá me lo peguen a mí cuando sea la hora.
—La hora justa, casi nada pedís, pibe —dijo Oliveira, bostezando—. Pero es
cierto que ya les pegamos el tiro de gracia. Con una rosa en vez de una bala, por
decirlo así. Lo que sigue es costumbre y papel carbónico, pensar que Armstrong
ha ido ahora por primera vez a Buenos Aires, no te podés imaginar los miles de
cretinos convencidos de que estaban escuchando algo del otro mundo, y
Satchmo con más trucos que un boxeador viejo, esquivando el bulto, cansado y
monetizado y sin importarle un pito lo que hace, pura rutina, mientras algunos
amigos que estimo y que hace veinte años se tapaban las orejas si les ponías
Mahogany Hall Stomp, ahora pagan qué sé yo cuántos mangos la platea para oír


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esos refritos. Claro que mi país es un puro refrito, hay que decirlo con todo
cariño.
—Empezando por ti —dijo Perico detrás de un diccionario—. Aquí has
venido siguiendo el molde de todos tus connacionales que se largaban a París
para hacer su educación sentimental. Por lo menos en España eso se aprende en
el burdel y en los toros, coño.
—Y en la condesa de Pardo Bazán —dijo Oliveira, bostezando de nuevo—.
Por lo demás tenés bastante razón, pibe. Yo en realidad donde debería estar es
jugando al truco con Traveler. Verdad que no lo conocés. No conocés nada de
todo eso. ¿Para qué hablar?
(-115)


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Salió del rincón donde estaba metido, puso un pie en una porción del piso
después de examinarlo como si fuera necesario escoger exactamente el lugar
para poner el pie, después adelantó el otro con la misma cautela, y a dos metros
de Ronald y Babs empezó a encogerse hasta quedar impecablemente instalado en
el suelo.
—Llueve —dijo Wong, mostrando con el dedo el tragaluz de la bohardilla.
Disolviendo la nube de humo con una lenta mano, Oliveira contempló a
Wong desde un amistoso contento. —Menos mal que alguien se decide a situarse
al nivel del mar, no se ven más que zapatos y rodillas por todos lados. ¿Dónde
está su vaso, che?
—Por ahí —dijo Wong.
A la larga resultó que el vaso estaba lleno y a tiro. Se pusieron a beber,
apreciativos, y Ronald les soltó un John Coltrane que hizo bufar a Perico. Y
después un Sidney Bechet época París merengue, un poco como tomada de pelo
a las fijaciones hispánicas.
—¿Es cierto que usted prepara un libro sobre la tortura?
—Oh, no es exactamente eso dijo Wong.
—¿Qué es, entonces?
—En China se tenía un concepto distinto del arte.
—Ya lo sé, todos hemos leído al chino Mirbeau. ¿Es cierto que usted tiene
fotos de torturas, tomadas en Pekín en mil novecientos veinte o algo así?
—Oh, no dijo Wong, sonriendo—. Están muy borrosas, no vale la pena
mostrarlas.



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—¿Es cierto que siempre lleva la peor en la cartera? —Oh, no —dijo Wong.
—¿Y que la ha mostrado a unas mujeres en un café? —Insistían tanto dijo
Wong—. Lo peor es que no comprendieron nada.
—A ver —dijo Oliveira, estirando la mano.
Wong se puso a mirarle la mano, sonriendo. Oliveira estaba demasiado
borracho para insistir. Bebió más vodka y cambió de postura. Le pusieron una
hoja de papel doblada en cuatro en la mano. En lugar de Wong había una sonrisa
de gato de Cheshire y una especie de reverencia entre el humo. El poste debía
medir unos dos metros, pero había ocho postes solamente que era el mismo
poste repetido ocho veces en cuatro series de dos fotos cada una, que se miraban
de izquierda a derecha y de arriba abajo, el poste era exactamente el mismo a
pesar de ligeras diferencias de enfoque, lo único que iba cambiando era el
condenado sujeto al poste, las caras de los asistentes (había una mujer a la
izquierda) y la posición del verdugo, siempre un poco a la izquierda por
gentileza hacia el fotógrafo, algún etnólogo norteamericano o danés con buen
pulso pero una Kodak año veinte, instantáneas bastante malas, de manera que
aparte de la segunda foto, cuando la suerte de los cuchillos había decidido oreja
derecha y el resto del cuerpo desnudo se veía perfectamente nítido, las otras
fotos, entre la sangre que iba cubriendo el cuerpo y la mala calidad de la película
o del revelado, eran bastante decepcionantes sobre todo a partir de la cuarta, en
que el condenado no era más qué una masa negruzca de la que sobresalía la boca
abierta y un brazo muy blanco, las tres últimas fotos eran prácticamente
idénticas salvo la actitud del verdugo, en la sexta foto agachado junto a la bolsa
de los cuchillos, sacando la suerte (pero debía trampear, porque si empezaban
por los cortes más profundos...), y mirando mejor se alcanzaba a ver que el
torturado estaba vivo porque un pie se desviaba hacia afuera a pesar de la
presión de las sogas, y la cabeza estaba echada hacia atrás; la boca siempre
abierta, en el suelo la gentileza china debía haber amontonado abundante aserrín
porque el charco no aumentaba, hacía un óvalo casi perfecto en torno al poste.



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«La séptima es la crítica», la voz de Wong venía desde muy atrás del vodka y el
humo, había que mirar con atención porque la sangre chorreaba desde los dos
medallones de las tetillas profundamente cercenadas (entre la segunda y tercera
foto), pero se veía que en la séptima había salido un cuchillo decisivo porque la
forma de los muslos ligeramente abiertos hacia afuera parecía cambiar, y
acercándose bastante la foto a la cara se veía que el cambio no era en los muslos
sino entre las ingles, en lugar de la mancha borrosa de la primera foto había
como un agujero chorreado, una especie de sexo de niña violada de donde
saltaba la sangre en hilos que resbalaban por los muslos. Y si Wong desdeñaba la
octava foto debía tener razón porque el condenado ya no podía estar vivo, nadie
deja caer en esa forma la cabeza de costado. «Según mis informes la operación
total duraba una hora y media», observó ceremoniosamente Wong. La hoja de
papel se plegó en cuatro, una billetera de cuero negro se abrió como un
caimancito para comérsela entre el humo. «Por supuesto, Pekín ya no es el de
antes. Lamento haberle mostrado algo bastante primitivo, pero otros
documentos no se pueden llevar en el bolsillo, hacen falta explicaciones, una
iniciación...» La voz llegaba de tan lejos que parecía una prolongación de las
imágenes, una glosa de letrado ceremonioso. Por encima o por debajo Big Bill
Broonzy empezó a salmodiar See, see, rider, como siempre todo convergía desde
dimensiones inconciliables, un grotesco collage que había que ajustar con vodka
y categorías kantianas, esos tranquilizantes contra cualquier coagulación
demasiado brusca de la realidad. O, como casi siempre, cerrar los ojos y volverse
atrás, al mundo algodonoso de cualquier otra noche escogida atentamente de
entre la baraja abierta’. See, see, rider, cantaba Big Bill, otro muerto, see what you
have done.
(-114)

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Entonces era tan natural que se acordara de la noche en el canal Saint-Martin,
la propuesta que le habían hecho (mil francos) para ver una película en la casa de
un médico suizo. Nada, un operador del Eje que se las había arreglado para
filmar un ahorcamiento con todos los detalles. En total dos rollos, eso sí mudos.
Pero una fotografía admirable, se lo garantizaban. Podía pagar a la salida.
En el minuto necesario para resolverse a decir que no y mandarse mudar del
café con la negra haitiana amiga del amigo del médico suizo, había tenido
tiempo de imaginar la escena y situarse, cuándo no, del lado de la víctima. Que
ahorcaran a alguien era-lo-que-era, sobraban las palabras, pero si ese alguien
había sabido (y el refinamiento podía haber estado en decírselo) que una cámara
iba a registrar cada instante de sus muecas y sus retorcimientos para deleite de
diletantes del futuro... «Por más que me pese nunca seré un indiferente como
Etienne», pensó Oliveira. «Lo que pasa es que me obstino en la inaudita idea de
que el hombre ha sido creado para otra cosa. Entonces, claro... Qué pobres
herramientas para encontrarle una salida a este agujero.» Lo peor era que había
mirado fríamente las fotos de Wong, tan sólo porque el torturado no era su
padre, aparte de que ya hacía cuarenta años de la operación pekinesa.
—Mirá —le dijo Oliveira a Babs, que se había vuelto con él después de
pelearse con Ronald que insistía en escuchar a Ma Rainey y se despectivaba
contra Fats Waller—, es increíble cómo se puede ser de canalla. ¿Qué pensaba

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Cristo en la cama antes de dormirse, che? Dé golpe, en la mitad de una sonrisa la
boca se te convierte en una araña peluda.
—Oh —dijo Babs—. Delirium tremens no, eh. A esta hora.
—Todo es superficial, nena, todo es epi-dér-mico. Mirá, de muchacho yo me
las agarraba con las viejas de la familia, hermanas y esas cosas, toda la basura
genealógica, ¿sabés por qué? Bueno, por un montón de pavadas, pero entre ellas
porque a las señoras cualquier fallecimiento, como dicen ellas, cualquier
crepación que ocurre en la cuadra es muchísimo más importante que un frente
de guerra, un terremoto que liquida a diez mil tipos, cosas así. Uno es
verdaderamente cretino, pero cretino a un punto que no te podés imaginar, Babs,
porque para eso hay que haberse leído todo Platón, varios padres de la iglesia,
los clásicos sin que falte ni uno, y además saber todo lo que hay que saber sobre
todo lo cognoscible, y exactamente en ese momento uno llega a un cretinismo tan
increíble que es capaz de agarrar a su pobre madre analfabeta por la punta de la
mañanita y enojarse porque la señora está afligidísima a causa de la muerte del
rusito de la esquina o de la sobrina de la del tercero. Y uno le habla del terremoto
de Bab El Mandeb o de la ofensiva de Vardar Ingh, y pretende que la infeliz se
compadezca en abstracto de la liquidación de tres clases del ejército iranio...
—Take it easy —dijo Babs—. Have a drink, sonny, don’t be such a murder to
me.
—Y en realidad todo se reduce a aquello de que ojos que no ven... ¿Qué
necesidad, decime, de pegarles a las viejas en el coco con nuestra puritana
adolescencia de cretinos mierdosos? Che, qué sbornia tengo, hermano. Yo me
voy a casa.
Pero le costaba renunciar a la manta esquimal tan tibia, a la contemplación
lejana y casi indiferente de Gregorovius en pleno interviú sentimental de la
Maga. Arrancándose a todo como si desplumara un viejo gallo cadavérico que
resiste como macho que ha sido, suspiró aliviado al reconocer el tema de Blue
Interlude, un disco que había tenido alguna vez en Buenos Aires. Ya ni se




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acordaba del personal de la orquesta pero sí que ahí estaban Benny Carter y
quizá Chu Berry, y oyendo el difícilmente sencillo solo de Teddy Wilson decidió
que era mejor quedarse hasta el final de la discada. Wong había dicho que estaba
lloviendo, todo el día había estado lloviendo. Ese debía ser Chu Berry, a menos
que fuera Hawkins en persona, pero no, no era Hawkins. «Increíble cómo nos
estamos empobreciendo todos», pensó Oliveira mirando a la Maga que miraba a
Gregorovius que miraba el aire. «Acabaremos por ir a la Bibliothéque Mazarine a
hacer fichas sobre las mandrágoras, los collares de los bantúes o la historia
comparada de las tijeras para uñas.» Imaginar un repertorio de insignificancias,
el enorme trabajo de investigarlas y conocerlas a fondo. Historia de las tijeras
para uñas, dos mil libros para adquirir la certidumbre de que hasta 1675 no se
menciona este adminículo. De golpe en Maguncia alguien estampa la imagen de
una señora cortándose una uña. No es exactamente un par de tijeras, pero se le
parece. En el siglo XVIII un tal Philip Mc Kinney patenta en Baltimore las
primeras tijeras con resorte: problema resuelto, los dedos pueden presionar de
lleno para cortar las uñas de los pies, increíblemente córneas, y la tijera vuelve a
abrirse automáticamente. Quinientas fichas, un año de trabajo. Si pasáramos
ahora a la invención del tornillo o al uso del verbo «gond» en la literatura pali
del siglo VIII. Cualquier cosa podía ser más interesante que adivinar el diálogo
entre la Maga y Gregorovius. Encontrar una barricada, cualquier cosa, Benny
Carter, las tijeras de uñas, el verbo gond, otro vaso, un empalamiento ceremonial
exquisitamente conducido por un verdugo atento a los menores detalles, o
Champion Jack Dupree perdido en los blues, mejor barricado que él porque (y la
púa hacía un ruido horrible)
Say goodbye, goodbye to whiskey
Lordy, so long to gin,
Say goodbye, goodbye to whiskey
Lordy, so long to gin.


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I just want my reefers,
I just want to feel high again
De manera que con toda seguridad Ronald volvería a Big Bill Broonzy, guiado
por asociaciones que Oliveira conocía y respetaba, y Big Bill les hablaría de otra
barricada con la misma voz con que la Maga le estaría contando a Gregorovius
su infancia en Montevideo, Big Bill sin amargura, matter of fact,
They said if you white, you all right,
If you brown, stick aroun’ ,
But as you black
Mm, mm, brother, get back, get back, get back.
—Ya sé que no se gana nada —dijo Gregorovius—. Los recuerdos sólo
pueden cambiar el pasado menos interesante.
—Sí, no se gana nada —dijo la Maga.
—Por eso, si le pedí que me hablara de Montevideo, fue porque usted es como
una reina de baraja para mí, toda de frente pero sin volumen. Se lo digo así para
que me comprenda.
—Y Montevideo es el volumen... Pavadas, pavadas, pavadas. ¿A qué le llama
tiempos viejos, usted? A mí todo lo que me ha sucedido me ha sucedido ayer,
anoche a más tardar.
—Mejor —dijo Gregorovius—. Ahora es una reina, pero no de baraja.
—Para mí, entonces no es hace mucho. Entonces es lejos, muy lejos, pero no
hace mucho. Las recovas de la plaza Independencia, vos también las conocés,
Horacio, esa plaza tan triste con las parrilladas, seguro que por la tarde hubo
algún asesinato y los canillitas están voceando el diario en las recovas.
—La lotería y todos los premios —dijo Horacio. —La descuartizada del Salto,
la política, el fútbol... —Él vapor de la carrera, una cañita Ancap. Color local, che.

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—Debe ser tan exótico —dijo Gregorovius, poniéndose de manera de taparle
la visión a Oliveira y quedarse más solo con la Maga que miraba las velas y
seguía el compás con el pie.
—En Montevideo no había tiempo, entonces —dijo la Maga—. Vivíamos muy
cerca del río, en una casa grandísima con un patio. Yo tenía siempre trece años,
me acuerdo tan bien. Un cielo azul, trece años, la maestra de quinto grado era
bizca. Un día me enamoré de un chico rubio que vendía diarios en la plaza. Tenía
una manera de decir «dário» que me hacía sentir como un hueco aquí... Usaba
pantalones largos pero no tenía más de doce años. Mi papá no trabajaba, se
pasaba las tardes tomando mate en el patio. Yo perdí a mi mamá cuando tenía
cinco años, me criaron unas tías que después se fueron al campo. A los trece años
estábamos solamente mi papá y yo en la casa. Era un conventillo y no una casa.
Había un italiano, dos viejas, y un negro y su mujer que se peleaban por la noche
pero después tocaban la guitarra y cantaban. El negro tenía unos ojos colorados,
como una boca mojada. Yo les tenía un poco de asco, prefería jugar en la calle. Si
mi padre me encontraba jugando en la calle me hacía entrar y me pegaba. Un
día, mientras me estaba pegando, vi que el negro espiaba por la puerta
entreabierta. Al principio no me di bien cuenta, parecía que se estaba rascando la
pierna, hacía algo con la mano... Papá estaba demasiado ocupado pegándome
con un cinturón. Es raro cómo se puede perder la inocencia de golpe, sin saber
siquiera que se ha entrado en otra vida. Esa noche, en la cocina, la negra y el
negro. cantaron hasta tarde, yo estaba en mi pieza y había llorado tanto que tenía
una sed horrible, pero no quería salir. Mi papá tomaba mate en la puerta. Hacía
un calor que usted no puede entender, todos ustedes son de países fríos. Es la
humedad, sobre todo, cerca del río, parece que en Buenos Aires es peor, Horacio
dice que es mucho peor, yo no sé. Esa noche yo sentía la ropa pegada, todos
tomaban y tomaban mate, dos o tres veces salí y fui a beber de una canilla que
había en el patio entre los malvones. Me parecía que el agua de esa canilla era
más fresca. No había ni una estrella, los malvones olían áspero, son unas plantas



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groseras, hermosísimas, usted tendría que acariciar una hoja de malvón. Las
otras piezas ya habían apagado la luz, papá se había ido al boliche del tuerto
Ramos, yo entré el banquito, el mate y la pava vacía que él siempre dejaba en la
puerta y que nos iban a robar los vagos del baldío de al lado. Me acuerdo que
cuando crucé el patio salió un poco de luna y me paré a mirar, la luna siempre
me daba como frío, puse la cara para que desde las estrellas pudieran verme, yo
creía en esas cosas, tenía nada más que trece años. Después bebí otro poco de la
canilla y me volví a mi pieza que estaba arriba, subiendo una escalera de fierro
donde una vez a los nueve años me disloqué un tobillo. Cuando iba a encender
la vela de la mesa de luz una mano caliente me agarró por el hombro, sentí que
cerraban la puerta, otra mano me tapó la boca, y empecé a oler a catinga, el negro
me sobaba por todos lados y me decía cosas en la oreja, me babeaba la cara, me
arrancaba la ropa y yo no podía hacer nada, ni gritar siquiera porque sabía que
me iba a matar si gritaba y no quería que me mataran, cualquier cosa era mejor
que eso, morir era la peor ofensa, la estupidez más completa. ¿Por qué me mirás
con esa cara, Horacio? Le estoy contando cómo me violó el negro del conventillo,
Gregorovius tiene tantas ganas de saber cómo vivía yo en el Uruguay.
—Contáselo con todos los detalles —dijo Oliveira.
—Oh, una idea general es bastante —dijo Gregorovius. —No hay ideas
generales —dijo Oliveira.
(-120)

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—Cuando se fue de la pieza era casi de madrugada, y yo ya ni sabía llorar.
—El asqueroso —dijo Babs.
—Oh, la Maga merecía ampliamente ese homenaje —dijo Etienne—. Lo único
curioso, como siempre, es el divorcio diabólico de las formas y los contenidos. En
todo lo que contaste el mecanismo es casi exactamente el mismo que entre dos
enamorados, aparte de la menor resistencia y probablemente la menor
agresividad.
—Capítulo ocho, sección cuatro, párrafo A —dijo Oliveira—. Presses
Universitaires Françaises.
—Ta gueule —dijo Etienne.
—En resumen —opinó Ronald— ya sería tiempo de escuchar algo así como
Hot and Bothered.
—Título apropiado a las circunstancias rememoradas —dijo Oliveira llenando
su vaso—. El negro fue un valiente, che.
—No se presta a bromas —digo Gregorovius.
—Usted se lo buscó, amigazo.
—Y usted está borracho, Horacio.
—Por supuesto. Es el gran momento, la hora lúcida. Vos, nena, deberías
emplearte en alguna clínica gerontológica. Miralo a Ossip, tus amenos recuerdos
le han sacado por lo menos veinte años de encima.


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—El se lo buscó dijo resentida la Maga—. Ahora que no salga diciendo que no
le gusta. Dame vodka, Horacio. Pero Oliveira no parecía dispuesto a inmiscuirse
más entre la Maga y Gregorovius, que murmuraba explicaciones poco
escuchadas. Mucho más se oyó la voz de Wong, ofreciéndose a hacer el café.
Muy fuerte y caliente, un secreto aprendido en el casino de Menton. El Club
aprobó por unanimidad, aplausos. Ronald besó cariñosamente la etiqueta de un
disco, lo hizo girar, le acercó la púa ceremoniosamente. Por un instante la
máquina Ellington los arrasó con la fabulosa payada de la trompeta y Baby Cox,
la entrada sutil y como si nada de Johnny Hodges, el crescendo (pero ya el ritmo
empezaba a endurecerse después de treinta años, un tigre viejo aunque todavía
elástico) entre riffs tensos y libres a la vez, pequeño difícil milagro: Swing, ergo
soy. Apoyándose en la manta esquimal, mirando las velas verdes a través de la
copa de vodka (íbamos a ver los peces al Quai de la Mégisserie) era casi sencillo
pensar que quizá eso que llamaban la realidad merecía la frase despectiva del
Duke, It don’t mean a thing if it ain’t that swing, pero por qué la mano de
Gregorovius había dejado de acariciar el pelo de la Maga, ahí estaba el pobre
Ossip más lamido que una foca, tristísimo con el desfloramiento archipretérito,
daba lástima sentirlo rígido en esa atmósfera donde la música aflojaba las
resistencias y tejía como una respiración común, la paz de un solo enorme
corazón latiendo para todos, asumiéndolos a todos. Y ahora una voz rota,
abriéndose paso desde un disco gastado, proponiendo sin saberlo la vieja
invitación renacentista, la vieja tristeza anacreóntica, un carpe diem Chicago
1929.
You so beautiful but you gotta die come day,
You so beautiful but you gotta die some day,
All I want’s a little lovin’ be fore you pass away.
De cuando en cuando ocurría que las palabras de los muertos coincidían con
lo que estaban pensando los vivos (si unos estaban vivos y los otros muertos).
You so beautiful. Je ne veux pas mourir sans avoir compris pourquoi j’avais

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vécu. Un blues, René Daumal, Horacio Oliveira, but you gotta die some day, you
so beautiful but —Y por eso Gregorovius insistía en conocer el pasado de la
Maga, para que se muriera un poco menos de esa muerte hacia atrás que es toda
ignorancia de las cosas arrastradas por el tiempo, para fijarla en su propio
tiempo, you so beautiful but you gotta, para no amar a un fantasma que se deja
acariciar el pelo bajo la luz verde, pobre Ossip, y qué mal estaba acabando la
noche, todo tan increíblemente tan, los zapatos de Guy Monod, but you gotta die
some day, el negro Ireneo (después, cuando agarrara confianza, la Maga le
contaría lo de Ledesma, lo de los tipos la noche de carnaval, la saga
montevideana completa). Y de golpe, con una desapasionada perfección, Earl
Hines proponía la primera variación de I ain’t got nobody, y hasta Perico, perdido
en una lectura remota, alzaba la cabeza y se quedaba escuchando, la Maga había
aquietado la cabeza contra el muslo de Gregorovius y miraba el parquet, el
pedazo de alfombra turca, una hebra roja que se perdía en el zócalo, un vaso
vacío al lado de la pata de una mesa. Quería fumar pero no iba a. pedirle un
cigarrillo a Gregorovius, sin saber por qué no se lo iba a pedir y tampoco a
Horacio, pero sabía por qué no iba a pedírselo a Horacio, no quería mirarlo en
los ojos y que él se riera otra vez vengándose de que ella estuviera pegada a
Gregorovius y en toda la noche no se le hubiera acercado. Desvalida, se le
ocurrían pensamientos sublimes, citas de poemas que se apropiaba para sentirse
en el corazón mismo de la alcachofa, por un lado I ain’t got nobody, and nobody
cares for me, que no era cierto ya que por lo menos dos de los presentes estaban
malhumorados por causa de ella, y al mismo tiempo un verso de Perse, algo así
como Tu est Id, mon amour, et je n’ai lieu qu’en toi, donde la Maga se refugiaba
apretándose contra el sonido de lieu, de Tu est là, mon amour, la blanda aceptación
de la fatalidad que exigía cerrar los ojos y sentir el cuerpo como una ofrenda,
algo que cualquiera podía tomar y manchar y exaltar como Ireneo, y que la
música de Hines coincidiera con manchas rojas y azules que bailaban por dentro
de sus párpados y se llamaban, no se sabía por qué, Volaná y Valené, a la

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izquierda Volaná (and nobody cares for me) girando enloquecidamente, arriba
Valené, suspendida como una estrella de un azul pierodellafrancesca, et je n’ai
lieu qu’en toi, Volaná y Valené, Ronald no podría tocar jamás el piano como Earl
Hines, en realidad Horacio y ella deberían tener ese disco y escucharlo de noche
en la oscuridad, aprender a amarse con esas frases, esas largas caricias nerviosas,
I ain’t got nobody en la espalda, en los hombros, los dedos detrás del cuello,
entrando las uñas en el pelo y retirándolas poco a poco, un torbellino final y
Valené se fundía con Volaná, tu est là, mon amour and nobody cares for me, Horacio
estaba ahí pero nadie se ocupaba de ella, nadie le acariciaba la cabeza, Valené y
Volaná habían desaparecido y los párpados le dolían a fuerza de apretarlos, se
oía hablar a Ronald y entonces olor a café, ah, olor maravilloso del café, Wong
querido, Wong Wong Wong.
Se enderezó, parpadeando, miró a Gregorovius que parecía como
menoscabado y sucio. Alguien le alcanzó una taza.
(-117)



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—No me gusta hablar de él por hablar dijo la Maga.
—Está bien —dijo Gregorovius—. Yo solamente preguntaba.
—Puedo hablar de otra cosa, si lo que quiere es oír hablar.
—No sea mala.
—Horacio es como el dulce de guayaba —dijo la Maga.
—¿Qué es el dulce de guayaba?
—Horacio es como un vaso de agua en la tormenta.
—Ah —dijo Gregorovius.
—El tendría que haber nacido en esa época de que habla madame Léonie
cuando está un poco bebida. Un tiempo en que nadie estaba intranquilo, los
tranvías eran a caballo y las guerras ocurrían en el campo. No había remedios
contra el insomnio, dice madame Léonie.
—La bella edad de oro —dijo Gregorovius—. En Odessa también me han
hablado de tiempos así. Mi madre, tan romántica, con su pelo suelto... Criaban
los ananás en los balcones, de noche no había necesidad de escupideras, era algo
extraordinario. Pero yo no lo veo a Horacio metido en esa jalea real.
—Yo tampoco, pero estaría menos triste. Aquí todo le duele, hasta las
aspirinas le duelen. De verdad, anoche le hice tomar una aspirina porque tenía
dolor de muelas. La agarró y se puso a mirarla, le costaba muchísimo decidirse a
tragarla. Me dijo unas cosas muy raras, que era infecto usar cosas que en realidad

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uno no conoce, cosas que han inventado otros para calmar otras cosas que
tampoco se conocen... Usted sabe cómo es cuando empieza a darle vueltas.
—Usted ha repetido varias veces la palabra «cosa»—dijo Gregorovius—. No
es elegante pero en cambio muestra muy bien lo que le pasa a Horacio. Una
víctima de la cosidad, es evidente.
—¿Qué es la cosidad? —dijo la Maga.
—La cosidad es ese desagradable sentimiento de que allí donde termina
nuestra presunción empieza nuestro castigo.
Lamento usar un lenguaje abstracto y casi alegórico, pero quiero decir que
Oliveira es patológicamente sensible a la imposición de lo que lo rodea, del
mundo en que se vive, de lo que le ha tocado en suerte, para decirlo
amablemente. En una palabra, le revienta la circunstancia. Más brevemente, le
duele el mundo. Usted lo ha sospechado, Lucía, y con una inocencia deliciosa
imagina que Oliveira sería más feliz en cualquiera de las Arcadias de bolsillo que
fabrican las madame Léonie de este mundo, sin hablar de mi madre la de
Odessa. Porque usted no se habrá creído lo de los ananás, supongo.
—Ni lo de las escupideras —dijo la Maga—. Es difícil de creer.
A Guy Monod se le había ocurrido despertarse cuando Ronald y Etienne se
ponían de acuerdo para escuchar a Jelly Roll Morton; abriendo un ojo decidió
que esa espalda que se recortaba contra la luz de las velas verdes era la de
Gregorovius. Se estremeció violentamente, las velas verdes vistas desde una
cama le hacían mala impresión, la lluvia en la claraboya mezclándose
extrañamente con un resto de imágenes de sueño, había estado soñando con un
sitio absurdo pero lleno de sol, donde Gaby andaba desnuda tirando migas de
pan a unas palomas grandes como patos y completamente estúpidas. «Me duele
la cabeza», se dijo Guy. No le interesaba en absoluto Jelly Roll Morton aunque
era divertido oír la lluvia en la claraboya y que Jelly Roll cantara: Stood in a correr,
with her feet soaked and wet..., seguramente Wong hubiera fabricado en seguida

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una teoría sobre el tiempo real y el poético, ¿pero sería cierto que Wong había
hablado de hacer café? Gaby dándole migas a las palomas y Wong, la voz de
Wong metiéndose entre las piernas de Gaby desnuda en un jardín con flores
violentas, diciendo: «Un secreto aprendido en el casino de Mentor.» Muy posible
que Wong, después de todo, apareciera con una cafetera llena.
Jelly Roll estaba en el piano marcando suavemente el compás con el zapato a
falta de mejor percusión, Jelly Roll podía cantar Mamie’s Blues hamacándose un
poco, los ojos fijos en una moldura del cielo raso, o era una mosca que iba y venía
o una mancha que iba y venía en los ojos de Jelly Roll. Two-nineteen done took my
baby away... La vida había sido eso, trenes que se iban llevándose y trayéndose a
la gente mientras uno se quedaba en la esquina con los pies mojados, oyendo un
piano mecánico y carcajadas manoseando las vitrinas amarillentas de la sala
donde no siempre se tenía dinero para entrar. Two-nineteen done took my baby
away... Babs había tomado tantos trenes en la vida, le gustaba viajar en tren si al
final había algún amigo esperándola, si Ronald le pasaba la mano por la cadera,
dulcemente como ahora, dibujándole la música en la piel, Two-seventeen’ll bring
her back some day, por supuesto algún día otro tren la traería de vuelta, pero quién
sabe si Jelly Roll iba a estar en ese andén, en ese piano, en esa hora en que había
cantado los blues de Mamie Desdume, la lluvia sobre una claraboya de París a la
una de la madrugada, los pies mojados y la puta que murmura If you can’t give a
dollar, gimme a lousy dime, Babs había dicho cosas así en Cincinnati, todas las
mujeres habían dicho cosas así alguna vez en alguna parte, hasta en las camas de
los reyes, Babs se hacía una idea muy especial de las camas de los reyes pero de
todos modos alguna mujer habría dicho una cosa así, If you can’t give a million,
gimme a lousy grand, cuestión de proporciones, y por qué el piano de Jelly Roll era
tan triste, tan esa lluvia que había despertado a Guy, que estaba haciendo llorar a
la Maga, y Wong que no venía con el café.
—Es demasiado —dijo Etienne, suspirando—. Yo no sé cómo puedo aguantar
esa basura. Es emocionante pero es una basura.


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—Por supuesto no es una medalla de Pisanello —dijo Oliveira.
—Ni un opus cualquier cosa de Schoenberg —dijo Ronald—. ¿Por qué me lo
pediste? Aparte de inteligencia te falta caridad. ¿Alguna vez tuviste los zapatos
metidos en el agua a medianoche? Jelly Roll sí, se ve cuando canta, es algo que se
sabe, viejo.
—Yo pinto mejor con los pies secos —dijo Etienne—. Y no me vengas con
argumentos de la Salvation Army. Mejor harías en poner algo más inteligente,
como esos solos de Sonny Rollins. Por lo menos los tipos de la West Coast hacen
pensar en Jackson Pollock o en Tobey, se ve que ya han salido de la edad de la
pianola y la caja de acuarelas.
—Es capaz de creer en el progreso del arte dijo Oliveira, bostezando—. No le
hagás caso, Ronald, con la mano libre que te queda sacó el disquito del Stack
O’Lee Blues, al fin y al cabo tiene un solo de piano que me parece meritorio.
—Lo del progreso en el arte son tonterías archisabidas —dijo Etienne—. Pero
en el jazz como en cualquier arte hay siempre un montón de chantajistas. Una
cosa es la música que puede traducirse en emoción y otra la emoción que
pretende pasar por música. Dolor paterno en fa sostenido, carcajada sarcástica en
amarillo, violeta y negro. No, hijo, el arte empieza más acá o más allá, pero no es
nunca eso.
Nadie parecía dispuesto a contradecirlo porque Wong esmeradamente
aparecía con el café y Ronald, encogiéndose de hombros, había soltado a los
Waring’s Pennsylvanians y desde un chirriar terrible llegaba el tema que
encantaba a Oliveira, una trompeta anónima y después el piano, todo entre un
humo de fonógrafo viejo y pésima grabación, de orquesta barata y como anterior
al jazz, al fin y al cabo de esos viejos discos, de los show boats y de las noches de
Storyville había nacido la única música universal del siglo, algo que acercaba a
los hombres más y mejor que el esperanto, la Unesco o las aerolíneas, una música
bastante primitiva para alcanzar universalidad y bastante buena para hacer su
propia historia, con cismas, renuncias y herejías, su charleston, su black bottom,


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su shimmy, su foxtrot, su stomp, sus blues, para admitir las clasificaciones y las
etiquetas, el estilo esto y aquello, el swing, el bebop, el cool, ir y volver del
romanticismo y el clasicismo, hot y jazz cerebral, una música-hombre, una
música con historia a diferencia de la estúpida música animal de baile, la polka,
el vals, la zamba, una música que permitía reconocerse y estimarse en
Copenhague como en Mendoza o en Ciudad del Cabo, que acercaba a los
adolescentes con sus discos bajo el brazo, que les daba nombres y melodías como
cifras para reconocerse y adentrarse y sentirse menos solos rodeados de jefes de
oficina, familias y amores infinitamente amargos, una música que permitía todas
las imaginaciones y los gustos, la colección de afónicos 78 con Freddie Keppard o
Bunk Johnson, la exclusividad reaccionaria del Dixieland, la especialización
académica en Bix Beiderbecke o el salto a la gran aventura de Thelonius Monk,
Horace Silver o Thad Jones, la cursilería de Erroll Garner o Art Tatum, los
arrepentimientos y las abjuraciones, la predilección por los pequeños conjuntos,
las misteriosas grabaciones con seudónimos y denominaciones impuestas por
marcas de discos o caprichos del momento, y toda esa francmasonería de sábado
por la noche en la pieza del estudiante o en el sótano de la peña, con muchachas
que prefieren bailar mientras escuchan Star Dust o When your man is going to put
you down, y huelen despacio y dulcemente a perfume y a piel y a calor, se dejan
besar cuando es tarde y alguien ha puesto The blues with a feeling y casi no se
baila, solamente se está de pie, balanceándose, y todo es turbio y sucio y canalla
y cada hombre quisiera arrancar esos corpiños tibios mientras las manos
acarician una espalda y las muchachas tienen la boca entreabierta y se van dando
al miedo delicioso y a la noche, entonces sube una trompeta poseyéndolas por
todos los hombres, tomándolas con una sola frase caliente que las deja caer como
una planta cortada entre los brazos de los compañeros, y hay una inmóvil
carrera, un salto al aire de la noche, sobre la ciudad, hasta que un piano
minucioso las devuelve a sí mismas, exhaustas y reconciliadas y todavía vírgenes
hasta el sábado siguiente, todo eso en una música que espanta a los cogotes de



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platea, a los que creen que nada es de verdad si no hay programas impresos y
acomodadores, y así va el mundo y el jazz es como un pájaro que migra o emigra
o inmigra o transmigra, saltabarreras, burlaaduanas, algo que corre y se difunde
y esta noche en Viena está cantando Ella Fitzgerald mientras en París Kenny
Clarke inaugura una cave y en Perpignan brincan los dedos de Oscar Peterson, y
Satchmo por todas partes con el don de ubicuidad que le ha prestado el Señor, en
Birmingham, en Varsovia, en Milán, en Buenos Aires, en Ginebra, en el mundo
entero, es inevitable, es la lluvia y el pan y la sal, algo absolutamente indiferente
a los ritos nacionales, a las tradiciones inviolables, al idioma y al folklore: una
nube sin fronteras, un espía del aire y del agua, una forma arquetípica, algo de
antes, de abajo, que reconcilia mexicanos con noruegos y rusos y españoles, los
reincorpora al oscuro fuego central olvidado, torpe y mal y precariamente los
devuelve a un origen traicionado, les señala que quizá había otros caminos y que
el que tomaron no era el único y no era el mejor, o que quizás había otros
caminos, y que el que tomaron era el mejor, pero que quizá había otros caminos
dulces de caminar y que no los tomaron, o los tomaron a medias, y que un
hombre es siempre más que un hombre y siempre menos que un hombre, más
que un hombre porque encierra eso que el jazz alude y soslaya y hasta anticipa, y
menos que un hombre porque de esa libertad ha hecho un juego estético o moral,
un tablero de ajedrez donde se reserva ser el alfil o el caballo, una definición de
libertad que se enseña en las escuelas, precisamente en las escuelas donde jamás
se ha enseñado y jamás se enseñará a los niños el primer compás de un ragtime y
la primera frase de un blues, etcétera, etcétera.
I could sit right here and think a thousand miles away,
I could sit right here and think a thousand miles away,
Since I had the blues this bad, I can’t remember the day...
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No ganaba nada con preguntarse qué hacía allí a esa hora y con esa gente, los
queridos amigos tan desconocidos ayer y mañana, la gente que no era más que
una nimia incidencia en el lugar y en el momento. Babs, Ronald, Ossip, Jelly Roll,
Akhenatón: ¿qué diferencia? Las mismas sombras para las mismas velas verdes.
La sbornia en su momento más alto. Vodka dudoso, horriblemente fuerte.
Si hubiera sido posible pensar una extrapolación de todo eso, entender el
Club, entender Cold Wagon Blues, entender el amor de la Maga, entender cada
piolincito saliendo de las cosas y llegando hasta sus dedos, cada títere o cada
titiritero, como una epifanía; entenderlos, no como símbolos de otra realidad
quizá inalcanzable, pero sí como potenciadores (qué lenguaje, qué impudor),
como exactamente líneas de fuga para una carrera a la que hubiera tenido que
lanzarse en ese momento mismo, despegándose de la piel esquimal que era
maravillosamente tibia y casi perfumada y tan esquimal que daba miedo, salir al
rellano, bajar, bajar solo, salir a la calle, salir solo, empezar a caminar, caminar
solo, hasta la esquina, la esquina sola, el café de Max, Max solo, el farol de la rue
de Bellechasse donde... donde solo. Y quizá a partir de ese momento.
Pero todo en un plano me-ta-fí-sico. Porque Horacio, las palabras... Es decir
que las palabras, para Horacio... (Cuestión ya masticada en muchos momentos
de insomnio.) Llevarse de la mano a la Maga, llevársela bajo la lluvia como si
fuera el humo del cigarrillo, algo que es parte de uno, bajo la lluvia. Volver a
hacer el amor con ella pero un poco por ella, no ya para aprender un desapego



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demasiado fácil, una renuncia que a lo mejor está encubriendo la inutilidad del
esfuerzo, el fantoche que enseña algoritmos en una vaga universidad para perros
sabios o hijas de coroneles. Si todo eso, la tapioca de la madrugada empezando a
pegarse a la claraboya, la cara tan triste de la Maga mirando a Gregorovius
mirando a la Maga mirando a Gregorovius, Struttin’ with some barbecue, Babs que
lloraba de nuevo para ella, escondida de Ronald que no lloraba pero tenía la cara
cubierta de humo pegado, de vodka convertido en una aureola absolutamente
hagiográfica, Perico fantasma hispánico subido a un taburete de desdén y
adocenada estilística, si todo eso fuera extrapolable, si todo eso no fuera, en el
fondo no fuera sino que estuviera ahí para que alguien (cualquiera pero ahora él,
porque era el que estaba pensando, era en todo caso el que podía saber con
certeza que estaba pensando, ¡eh Cartesius viejo jodido!), para que alguien, de
todo eso que estaba ahí, ahincando y mordiendo y sobre todo arrancando no se
sabía qué pero arrancando hasta el hueso, de todo eso se saltara a una cigarra de
paz, a un grillito de contentamiento, se entrara por una puerta cualquiera a un
jardín cualquiera, a un jardín alegórico para los demás, como los mandalas son
alegóricos para los demás, y en ese jardín se pudiera cortar una flor y que esa flor
fuera la Maga, o Babs, o Wong, pero explicados y explicándolo, restituidos, fuera
de sus figuras del Club, devueltos, salidos, asomados, a lo mejor todo eso no era
más que una nostalgia del paraíso terrenal, un ideal de pureza, solamente que la
pureza venía a ser un producto inevitable de la simplificación, vuela un alfil,
vuelan las torres, salta el caballo, caen los peones, y en medio del tablero,
inmensos como leones de antracita los reyes quedan flanqueados por lo más
limpio y final y puro del ejército, al amanecer se romperán las lanzas fatales, se
sabrá la suerte, habrá paz. Pureza como la del coito entre caimanes, no la pureza
de oh maría madre mía con los pies sucios; pureza de techo de pizarra con
palomas que naturalmente cagan en la cabeza de las señoras frenéticas de cólera
y de manojos de rabanitos, pureza de... Horacio, Horacio, por favor.
Pureza.


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(Basta. Andate. Andá al hotel, date un baño, leé Nuestra Señora de París o Las
Lobas de Machecoul, sacate la borrachera. Extrapolación, nada menos.)
Pureza. Horrible palabra. Puré, y después za. Date un poco cuenta. El jugo
que le hubiera sacado Brisset. ¿Por qué estás llorando? ¿Quién llora, che?
Entender el puré como una epifanía. Damn the language. Entender. No
inteligir: entender. Una sospecha de paraíso recobrable: No puede ser que
estemos aquí para no poder ser. ¿Brisset? El hombre desciende de las ranas...
Blind as a bat, drunk as a butterfly, foutu, royalement foutu devant les portes,
que peut-être... (Un pedazo de hielo en la nuca, irse a dormir. Problema: ¿Johnny
Dodds o Albert Nicholas?. Dodds, casi seguro. Nota: preguntarle a Ronald.) Un
mal verso, aleteando desde la claraboya: «Antes de caer en la nada con el último
diástole...» Qué mamúa padre. The doors of perception, by Aldley Huxdoux. Get
yourself a tiny bit of mescalina, brother, the rest is bliss and diarrhoea. Pero
seamos serios (sí, era Johnny Dodds, uno llega a la comprobación por vía
indirecta. El baterista no puede ser sino Zutty Singleton, ergo el clarinete es
Johnny Dodds, jazzología, ciencia deductiva, facilísima después de las cuatro de
la mañana. Desaconsejable para señores y clérigos). Seamos serios, Horacio, antes
de enderezarnos muy de a poco y apuntar hacia la calle, preguntémonos con el
alma en la punta de la mano (¿la punta de la mano?) En la palma de la lengua,
che, o algo así. Toponomía, anatología descriptológica, dos tomos i-lus-tra-dos),
preguntémonos si la empresa hay que acometerla desde arriba o desde abajo
(pero qué bien, estoy pensando clarito, el vodka las clava como mariposas en el
cartón, A es A, a rose is a rose is a rose, April is the cruellest month, cada cosa en
su lugar y un lugar para cada rosa es una rosa es una rosa...).
Uf. Beware of the Jabberwocky my son.
Horacio resbaló un poco más y vio muy claramente todo lo que quería ver. No
sabía si la empresa había que acometerla desde arriba o desde abajo, con la
concentración de todas sus fuerzas o más bien como ahora, desparramado y
líquido, abierto a la claraboya, a las velas verdes, a la cara de corderito triste de la


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Maga, a Ma Rainey que cantaba Jelly Beans Blues. Más bien así, más bien
desparramado y receptivo, esponjoso como todo era esponjoso apenas se lo
miraba mucho y con los verdaderos ojos. No estaba tan borracho como para no
sentir que había hecho pedazos su casa, que dentro de él nada estaba en su sitio
pero que al mismo tiempo -era cierto, era maravillosamente cierto-, en el suelo o
el techo, debajo de la cama o flotando en una palangana había estrellas y pedazos
de eternidad, poemas como soles y enormes caras de mujeres y de gatos donde
ardía la furia de sus especies, en la mezcla de basura y placas de jade de su
lengua donde las palabras se trenzaban noche y día en furiosas batallas de
hormigas contra escolopendras, la blasfemia coexistía con la pura mención de las
esencias, la clara imagen con el peor lunfardo. El desorden triunfaba y corría por
los cuartos con el pelo colgando en mechones astrosos, los ojos de vidrio, las
manos llenas de barajas que no casaban, mensajes donde faltaban las firmas y los
encabezamientos, y sobre las mesas se enfriaban platos de sopa, el suelo estaba
lleno de pantalones tirados, de manzanas podridas, de vendas manchadas. Y
todo eso de golpe crecía y era una música atroz, era más que el silencio afelpado
de las casas en orden de sus parientes intachables, en mitad de la confusión
donde el pasado era incapaz de encontrar un botón de camisa y el presente se
afeitaba con pedazos de vidrio a falta de una navaja enterrada en alguna maceta,
en mitad de un tiempo que se abría como una veleta a cualquier viento, un
hombre respiraba hasta no poder más, se sentía vivir hasta el delirio en el acto
mismo de contemplar la confusión que lo rodeaba y preguntarse si algo de eso
tenía sentido. Todo desorden se justificaba si tendía a salir de sí mismo, por la
locura se podía acaso llegar a una razón que no fuera esa razón cuya falencia es
la locura. «Ir del desorden al orden», pensó Oliveira. «Sí, ¿pero qué orden puede
ser ése que no parezca el más nefando, el más terrible, el más insanable de los
desórdenes? El orden de los dioses se llama ciclón o leucemia, el orden del poeta
se llama antimateria, espacio duro, flores de labios temblorosos, realmente qué
sbornia tengo, madre mía, hay que irse a la cama en seguida.» Y la Maga estaba


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llorando, Guy había desaparecido, Etienne se iba detrás de Perico, y
Gregorovius, Wong y Ronald miraban un disco que giraba lentamente, treinta y
tres revoluciones y media por minuto, ni una más ni una menos, y en esas
revoluciones Oscar’s Blues, claro que por el mismo Oscar al piano, un tal Oscar
Peterson, un tal pianista con algo de tigre y felpa, un tal pianista triste y gordo,
un tipo al piano y la lluvia sobre la claraboya, en fin, literatura.
(-153)




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—Yo creo que te comprendo —dijo la Maga, acariciándole el pelo—. Vos
buscás algo que no sabés lo que es. Yo también y tampoco sé lo que es. Pero son
dos cosas diferentes. Eso que hablaban la otra noche... Sí, vos sos más bien un
Mondrian y yo un Vieira da Silva.
—Ah —dijo Oliveira—. Así que yo soy un Mondrian.
—Sí, Horacio.
—Querés decir un espíritu lleno de rigor.
—Yo digo un Mondrian.
—¿Y no se te ha ocurrido sospechar que detrás de ese Mondrian puede
empezar una realidad Vieira da Silva?
—Oh, sí —dijo la Maga—. Pero vos hasta ahora no te has salido de la realidad
Mondrian. Tenés miedo, querés estar seguro. No sé de qué... Sos como un
médico, no como un poeta.
—Dejemos a los poetas —dijo Oliveira—. Y no lo hagás quedar mal a
Mondrian con la comparación.
—Mondrian es una maravilla, pero sin aire. Yo me ahogo un poco ahí
adentro. Y cuando vos empezás a decir que habría que encontrar la unidad, yo
entonces, veo cosas muy hermosas pero muertas, flores disecadas y cosas así.
—Vamos a ver, Lucía: ¿Vos sabés bien lo que es la unidad?


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—Yo me llamo Lucía pero vos no tenés que llamarme así —dijo la Maga—. La
unidad, claro que sé lo que es. Vos querés decir que todo se junte en tu vida para
que puedas verlo al mismo tiempo. ¿Es así, no?
—Más o menos —concedió Oliveira—. Es increíble lo que te cuesta captar las
nociones abstractas. Unidad, pluralidad... ¿No sos capaz de sentirlo sin
necesidad de ejemplos? No, no sos capaz. En fin, vamos a ver: tu vida, ¿es una
unidad para vos?
—No, no creo. Son pedazos, cosas que me fueron pasando.
—Pero vos a tu vez pasabas por esas cosas como el hilo por esas piedras
verdes. Y ya que hablamos de piedras, ¿de dónde sale ese collar?
—Me lo dio Ossip —dijo la Maga—. Era de su madre, la de Odessa.
Oliveira cebó despacito el mate. La Maga fue hasta la cama baja que les había
prestado Ronald para que pudieran tener en la pieza a Rocamadour. Con la cama
y Rocamadour y la cólera de los vecinos ya no quedaba casi espacio para vivir,
pero cualquiera convencía a la Maga de que Rocamadour se curaría mejor en el
hospital de niños. Había sido necesario acompañarla al campo el mismo día del
telegrama de madame Irène, envolver a Rocamadour en trapos y mantas, instalar
de cualquier manera una cama, cargar la salamandra, aguantarse los berridos de
Rocamadour cuando llegaba la hora del supositorio o el biberón donde nada
podía disimular el sabor de los medicamentos. Oliveira cebó otro mate, mirando
de reojo la cubierta de un Deutsche Grammophon Gessellschaft que le había pasado
Ronald y que vaya a saber cuándo podría escuchar sin que Rocamadour aullara
y se retorciera. Lo horrorizaba la torpeza de la Maga para fajar y desfajar a
Rocamadour, sus cantos insoportables para distraerlo, el olor que cada tanto
venía de la cama de Rocamadour, los algodones, los berridos, la estúpida
seguridad que parecía tener la Maga de que no era nada, que lo que hacía por su
hijo era lo que había que hacer y que Rocamadour se curaría en dos o tres días.
Todo tan insuficiente, tan de más o de menos. ¿Por qué estaba él ahí? Un mes
atrás cada uno tenía todavía su pieza, después habían decidido vivir juntos. La


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Maga había dicho que en esa forma ahorrarían bastante dinero, comprarían un
solo diario, no sobrarían pedazos de pan, ella plancharía la ropa de Horacio, y la
calefacción, la electricidad... Oliveira había estado a un paso de admirar ese
brusco ataque de sentido común. Aceptó al final porque el viejo Trouille andaba
en dificultades y le debía casi treinta mil francos, en ese momento le daba lo
mismo vivir con la Maga o solo, andaba caviloso y la mala costumbre de rumiar
largo cada cosa se le hacía cuesta arriba pero inevitable. Llegó a creer que la
continua presencia de la Maga lo rescataría de divagaciones excesivas, pero
naturalmente no sospechaba lo que iba a ocurrir con Rocamadour. Aun así
conseguía aislarse por momentos, hasta que los chillidos de Rocamadour lo
devolvían saludablemente al malhumor. «Voy a acabar como los personajes de
Walter Pater», pensaba Oliveira. «Un soliloquio tras otro, vicio puro. Mario el
epícureo, vicio púreo. Lo único que me va salvando es el olor a pis de este chico.»
—Siempre me sospeché que acabarías acostándote con Ossip —dijo Oliveira.
—Rocamadour tiene fiebre —dijo la Maga.
Oliveira cebó otro mate. Había que cuidar la yerba, en París costaba
quinientos francos el kilo en las farmacias y era una yerba perfectamente
asquerosa que la droguería de la estación Saint-Lazare vendía con la vistosa
calificación de «maté sauvage, cueilli par les indiens», diurética, antibiótica y
emoliente. Por suerte el abogado rosarino —que de paso era su hermano— le
había fletado cinco kilos de Cruz de Malta, pero ya iba quedando poca. «Si se me
acaba la yerba estoy frito», pensó Oliveira. «Mi único diálogo verdadero es con
este jarrito verde.» Estudiaba el comportamiento extraordinario del mate, la
respiración de la yerba fragantemente levantada por el agua y que con la succión
baja hasta posarse sobre sí misma, perdido todo brillo y todo perfume a menos
que un chorrito de agua la estimule de nuevo, pulmón argentino de repuesto
para solitarios y tristes. Hacía rato que a Oliveira le importaban las cosas sin
importancia, y la ventaja de meditar con la atención fija en el jarrito verde estaba
en que a su pérfida inteligencia no se le ocurriría nunca adosarle al jarrito verde

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nociones tales como las que nefariamente provocan las montañas, la luna, el
horizonte, una chica púber, un pájaro o un caballo. «También este matecito
podría indicarme un centro», pensaba Oliveira (y la idea de que la Maga y Ossip
andaban juntos se adelgazaba y perdía consistencia, por un momento el jarrito
verde era más fuerte, proponía su pequeño volcán petulante, su cráter espumoso
y un humito copetón en el aire bastante frío de la pieza a pesar de la estufa que
habría que cargar a eso de las nueve). «Y ese centro que no sé lo que es, ¿no vale
como expresión topográfica de una unidad? Ando por una enorme pieza con
piso de baldosas y una de esas baldosas es el punto exacto en que debería
pararme para que todo se ordenara en su justa perspectiva.» «El punto exacto»,
enfatizó Oliveira, ya medio tomándose el pelo para estar más seguro de que no
se iba en puras palabras. «Un cuadro anamórfico en el que hay que buscar el
ángulo justo (y lo importante de este hejemplo es que el hángulo es terriblemente
hagudo, hay que tener la nariz casi hadosada a la tela para que de golpe el
montón de rayas sin sentido se convierta en el retrato de Francisco I o en la
batalla de Sinigaglia, algo hincalificablemente hasombroso).» Pero esa unidad, la
suma de los actos que define una vida, parecía negarse a toda manifestación
antes de que la vida misma se acabara como un mate lavado, es decir que sólo los
demás, los biógrafos, verían la unidad, y eso realmente no tenía la menor
importancia para Oliveira. El problema estaba en aprehender su unidad sin ser
un héroe, sin ser un santo, sin ser un criminal, sin ser un campeón de box, sin ser
un prohombre, sin ser un pastor. Aprehender la unidad en plena pluralidad, que
la unidad fuera como el vórtice de un torbellino y no la sedimentación del
matecito lavado y frío.
—Le voy a dar un cuarto de aspirina —dijo la Maga.
—Si conseguís que la trague sos más grande que Ambrosio Paré —dijo
Oliveira—. Vení a tomar un mate, está recién cebado.
La cuestión de la unidad lo preocupaba por lo fácil que le parecía caer en las
peores trampas. En sus tiempos de estudiante, por la calle Viamonte y por el año


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treinta, había comprobado con (primero) sorpresa y (después) ironía, que
montones de tipos se instalaban confortablemente en una supuesta unidad de la
persona que no pasaba de una unidad lingüística y un prematuro
esclerosamiento del carácter. Esas gentes se montaban un sistema de principios
jamás refrendados entrañablemente, y que no eran más que una cesión a la
palabra, a la noción verbal de fuerzas, repulsas y atracciones avasalladoramente
desalojadas y sustituidas por su correlato verbal. Y así el deber, lo moral, lo
inmoral y lo amoral, la justicia, la caridad, lo europeo y lo americano, el día y la
noche, las esposas, las novias y las amigas, el ejército y la banca, la bandera y el
oro yanqui o moscovita, el arte abstracto y la batalla de Caseros pasaban a ser
como dientes o pelos, algo aceptado y fatalmente incorporado, algo que no se
vive ni se analiza porque es así y nos integra, completa y robustece. La violación
del hombre por la palabra, la soberbia venganza del verbo contra su padre,
llenaban de amarga desconfianza toda meditación de Oliveira, forzado a valerse
del propio enemigo para abrirse paso hasta un punto en que quizá pudiera
licenciarlo y seguir —¿cómo y con qué medios, en qué noche blanca o en qué
tenebroso día?— hasta una reconciliación total consigo mismo y con la realidad
que habitaba. Sin palabras llegar a la palabra (qué lejos, qué improbable), sin
conciencia razonarte aprehender una unidad profunda, algo que fuera por fin
como un sentido de eso que ahora era nada más que estar ahí tomando mate y
mirando el culito al aire de Rocamadour y dos dedos de la Maga yendo y
viniendo con algodones, oyendo los berridos de Rocamadour a quien no le
gustaba en absoluto que le anduvieran en el traste.
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—Siempre me sospeché que acabarías acostándote con él —dijo Oliveira.
La Maga tapó a su hijo que berreaba un poco menos, y se frotó las manos con
un algodón.
—Por favor lavate las manos como Dios manda —dijo Oliveira—. Y sacá toda
esa porquería de ahí.
—En seguida —dijo la Maga. Oliveira aguantó su mirada (lo que siempre le
costaba bastante) y la Maga trajo un diario, lo abrió sobre la cama, metió los
algodones, hizo un paquete y salió de la pieza para ir a tirarlo al water del
rellano. Cuando volvió, con las manos rojas y brillantes, Oliveira le alcanzó un
mate. Se sentó en el sillón bajo, chupó aplicadamente. Siempre estropeaba el
mate, tirando de un lado y de otro la bombilla, revolviéndola como si estuviera
haciendo polenta.
—En fin —dijo Oliveira, sacando el humo por la nariz—. De todos modos me
podían haber avisado. Ahora voy a tener seiscientos francos de taxi para
llevarme mis cosas a otro lado. Y conseguir una pieza, que no es fácil en esta
época.
—No tenés por qué irte —dijo la Maga— ¿Hasta cuándo vas a seguir
imaginando falsedades?
—Imaginando falsedades —dijo Oliveira—. Hablás como en los diálogos de
las mejores novelas rioplatenses. Ahora solamente te falta reírte con todas las
vísceras de mi grotesquería sin pareja, y la rematás fenómeno.

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—Ya no llora más —dijo la Maga, mirando hacia la cama—. Hablemos bajo,
va a dormir muy bien con la aspirina. Yo no me he acostado para nada con
Gregorovius.
—Oh sí que te has acostado.
—No, Horacio. ¿Por qué no te lo iba a decir? Desde que te conocí no he tenido
otro amante que vos. No me importa si lo digo mal y te hacen reír mis palabras.
Yo hablo como puedo, no sé decir lo que siento.
—Bueno, bueno —dijo aburrido Oliveira, alcanzándole otro mate—. Será que
tu hijo te cambia, entonces. Desde hace días estás convertida en lo que se llama
una madre.
—Pero Rocamadour está enfermo.
—Más bien —dijo Oliveira—. Qué querés, a mí los cambios me parecieron de
otro orden. En realidad ya no nos aguantamos demasiado.
—Vos sos el que no me aguanta. Vos sos el que no aguantás a Rocamadour.
—Eso es cierto, el chico no entraba en mis cálculos. Tres es mal número dentro
de una pieza. Pensar que con Ossip ya somos cuatro, es insoportable.
—Ossip no tiene nada que ver.
—Si calentaras la pavita —dijo Oliveira.
—No tiene nada que ver —repitió la Maga—. ¿Por qué me hacés sufrir, bobo?
Ya sé que estás cansado, que no me querés más. Nunca me quisiste, era otra cosa,
una manera de soñar. Andate, Horacio, no tenés por qué quedarte. A mí ya me
ha pasado tantas veces...
Miró hacia la cama. Rocamadour dormía.
—Tantas veces —dijo Oliveira, cambiando la yerba—. Para la autobiografía
sentimental sos de una franqueza admirable. Que lo diga Ossip. Conocerte y oír
en seguida la historia del negro es todo uno.
—Tengo que decirlo, vos no comprendés.
—No lo comprenderé, pero es fatal.


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—Yo creo que tengo que decirlo aunque sea fatal. Es justo que uno le diga a
un hombre cómo ha vivido, si lo quiere. Hablo de vos, no de Ossip. Vos me
podías contar o no de tus amigas, pero yo tenía que decirte todo. Sabés, es la
única manera de hacerlos irse antes de empezar a querer a otro hombre, la única
manera de que pasen al otro lado de la puerta y nos dejen a los dos solos en la
pieza.
—Una especie de ceremonia expiatoria, y por qué no propiciatoria. Primero el
negro.
—Sí —dijo la Maga, mirándolo—. Primero el negro. Después Ledesma.
—Después Ledesma, claro.
—Y los tres del callejón, la noche de carnaval.
—Por delante —dijo Oliveira, cebando el mate.
—Y monsieur Vincent, el hermano del hotelero.
—Por detrás.
—Y un soldado que lloraba en un parque.
—Por delante. —Y vos.
—Por detrás. Pero eso de ponerme a mí en la lista estando yo presente es
como una confirmación de mis lúgubres premoniciones. En realidad la lista
completa se la habrás tenido que recitar a Gregorovius.
La Maga revolvía la bombilla. Había agachado la cabeza y todo el pelo le cayó
de golpe sobre la cara, borrando la expresión que Oliveira había espiado con aire
indiferente.
—Después fuiste la amiguita
de un viejo boticario,
y el hijo de un comisario
todo el vento te sacó...
Oliveira canturreaba el tango. La Maga chupó la bombilla y se encogió de
hombros, sin mirarlo. «Pobrecita», pensó Oliveira. Le tiró un manotón al pelo,


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echándoselo para atrás brutalmente como si corriera una cortina. La bombilla
hizo un ruido seco entre los dientes.
—Es casi como si me hubieras pegado —dijo la Maga, tocándose la boca con
dos dedos que temblaban—. A mí no me importa, pero...
—Por suerte te importa dijo Oliveira—. Si no me estuvieras mirando así te
despreciaría. Sos maravillosa, con Rocamadour y todo.
—De qué me sirve que me digas eso.
—A mí me sirve.
—Sí, a vos te sirve. A vos todo te sirve para lo que andás buscando.
—Querida —dijo gentilmente Oliveira—, las lágrimas estropean el gusto de la
yerba, es sabido.
—A lo mejor también te sirve que yo llore.
—Sí, en la medida en que me reconozco culpable. —Andate, Horacio, va a ser
lo mejor.
—Probablemente. Fijate, de todas maneras, que si me voy ahora cometo algo
que se parece casi al heroísmo, es decir que te dejo sola, sin plata y con tu hijo
enfermo.
—Sí —dijo la Maga sonriendo homéricamente entre las lágrimas—. Es casi
heroico, cierto.
—Y como disto de ser un héroe, me parece mejor quedarme hasta que
sepamos a qué atenernos, como dice mi hermano con su bello estilo. Entonces
quedate.
—¿Pero vos comprendés cómo y por qué renuncio a ese heroísmo?
—Sí, claro.
—A ver, explicá por qué no me voy.
—No te vas porque sos bastante burgués y tomás en cuenta lo que pensarían
Ronald y Babs y los otros amigos.
—Exacto. Es bueno que veas que vos no tenés nada que ver en mi decisión.
No me quedo por solidaridad ni por lástima ni porque hay que darle la


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mamadera a Rocamadour. Y mucho menos porque vos y yo tengamos todavía
algo en común.
—Sos tan cómico a veces —dijo la Maga.
—Por supuesto —dijo Oliveira—. Bob Hope es una mierda al lado mío.
—Cuando decís que ya no tenemos nada en común, ponés la boca de una
manera...
—Un poco así, ¿verdad?
—Sí, es increíble.
Tuvieron que sacar los pañuelos y taparse la cara con las dos manos, soltaban
tales carcajadas que Rocamadour se iba a despertar, era algo horrible. Aunque
Oliveira hacía lo posible por sostenerla, mordiendo el pañuelo y llorando de risa,
la Maga resbaló poco a poco del sillón, que tenía las patas delanteras más cortas
y la ayudaba a caerse, hasta quedar enredada entre las piernas de Oliveira que se
reía con un hipo entrecortado y que acabó escupiendo el pañuelo con una
carcajada.
—Mostrá otra vez cómo pongo la boca cuando digo esas cosas —suplicó
Oliveira.
—Así —dijo la Maga, y otra vez se retorcieron hasta que Oliveira se dobló en
dos apretándose la barriga, y la Maga vio su cara contra la suya, los ojos que la
miraban brillando entre las lágrimas. Se besaron al revés, ella hacia arriba y él
con el pelo colgando como un fleco, se besaron mordiéndose un poco porque sus
bocas no se reconocían, estaban besando bocas diferentes, buscándose con las
manos en un enredo infernal de pelo colgando y el mate que se había volcado al
borde de la mesa y chorreaba en la falda de la Maga.
—Decime cómo hace el amor Ossip —murmuró Oliveira, apretando los labios
contra los de la Maga—. Pronto que se me sube la sangre a la cabeza, no puedo
seguir así, es espantoso.
—Lo hace muy bien —dijo la Maga, mordiéndole el labio—. Muchísimo mejor
que vos, y más seguido.

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—¿Pero te retila la murta? No me vayas a mentir. ¿Te la retila de veras?
—Muchísimo. Por todas partes, a veces demasiado. Es una sensación
maravillosa.
—¿Y te hace poner con los plíneos entre las argustas?
—Sí, y después nos entreturnamos los porcios hasta que él dice basta basta, y
yo tampoco puedo más, hay que apurarse, comprendés. Pero eso vos no lo podés
comprender, siempre te quedás en la gunfia más chica.
—Yo y cualquiera —rezongó Oliveira, enderezándose—. Che, este mate es
una porquería, yo me voy un rato a la calle.
—¿No querés que te siga contando de Ossip? —dijo la Maga—. En glíglico.
—Me aburre mucho el glíglico. Además vos no tenés imaginación, siempre
decís las mismas cosas. La gunfia, vaya novedad. Y no se dice «contando de».
—El glíglico lo inventé yo —dijo resentida la Maga—. Vos soltás cualquier
cosa y te lucís, pero no es el verdadero glíglico.
—Volviendo a Ossip...
—No seas tonto, Horacio, te digo que no me he acostado con él. ¿Te tengo que
hacer el gran juramento de los sioux?
—No, al final me parece que te voy a creer.
—Y después —dijo la Maga— lo más probable es que acabe por acostarme
con Ossip, pero serás vos el que lo habrá querido.
—¿Pero a vos realmente te puede gustar ese tipo?
No. Lo que pasa es que hay que pagar la farmacia. De vos no quiero ni un
centavo, y a Ossip no le puedo pedir plata y dejarlo con las ilusiones.
—Sí, ya sé —dijo Oliveira—. Tu lado samaritano. Al soldadito del parque
tampoco lo podías dejar que llorara.
—Tampoco, Horacio. Ya ves lo distintos que somos.
—Sí, la piedad no es mi fuerte. Pero también yo podría llorar en una de ésas, y
entonces vos...
No te veo llorando —dijo la Maga—. Para vos sería como un desperdicio.


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—Alguna vez he llorado.
—De rabia, solamente. Vos no sabés llorar, Horacio, es una de las cosas que
no sabés.
Oliveira atrajo a la Maga y la sentó en las rodillas. Pensó que el olor de la
Maga, de la nuca de la Maga, lo entristecía. Ese mismo olor que antes... «Buscar a
través de», pensó confusamente. «Sí, es una de las cosas que no sé hacer, eso y
llorar y compadecerme.»
—Nunca nos quisimos —le dijo besándola en el pelo.
—No hablés por mí —dijo la Maga cerrando los ojos—. Vos no podés saber si
yo te quiero o no. Ni siquiera eso podés saber.
—¿Tan ciego me creés?
—Al contrario, te haría tanto bien quedarte un poco ciego.
—Ah, sí, el tacto que reemplaza las definiciones, el instinto que va más allá de
la inteligencia. La vía mágica, la noche oscura del alma.
—Te haría bien —se obstinó la Maga como cada vez que no entendía y quería
disimularlo.
—Mirá, con lo que tengo me basta para saber que cada uno puede irse por su
lado. Yo creo que necesito estar solo, Lucía; realmente no sé lo que voy a hacer. A
vos y a Rocamadour, que me parece que se está despertando, les hago la
injusticia de tratarlos mal y no quiero que siga.
—Por mí y por Rocamadour no te tenés que preocupar.
—No me preocupo pero andamos los tres enredándonos en los tobillos del
otro; es incómodo y antiestético. Yo no seré lo bastante ciego, querida, pero el
nervio óptico me alcanza para ver que vos te vas a arreglar perfectamente sin mí.
Ninguna amiga mía se ha suicidado hasta ahora, aunque mi orgullo sangre al
decirlo.
—Sí, Horacio.
De manera que si consigo reunir suficiente heroísmo para plantarte esta
misma noche o mañana, aquí no ha pasado nada.


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—Nada —dijo la Maga.
—Vos le llevarás de nuevo tu chico a madame Irène, y volverás a París a
seguir tu vida.
—Irás mucho al cine, seguirás leyendo novelas, te pasearás con riesgo de tu
vida en los peores barrios y a las peores horas.
—Todo eso.
—Encontrarás muchísimas cosas extrañas en la calle, las traerás, fabricarás
objetos. Wong te enseñará juegos malabares y Ossip te seguirá a dos metros de
distancia, con las manos juntas y una actitud de humilde reverencia.
—Por favor, Horacio —dijo la Maga, abrazándose a él y escondiendo la cara.
—Por supuesto que nos encontraremos mágicamente en los sitios más
extraños, como aquella noche en la Bastille, te acordás.
—En la rue Daval.
—Yo estaba bastante borracho y vos apareciste en la esquina y nos quedamos
mirándonos como idiotas.
—Porque yo creía que esa noche vos ibas aun concierto.
—Y vos me habías dicho que tenías cita con madame Léonie.
—Por eso nos hizo tanta gracia encontrarnos en la rue Daval.
—Vos llevabas el pulóver verde y te habías parado en la esquina a consolar a
un pederasta.
—Lo habían echado a golpes del café, y lloraba de una manera.
—Otra vez me acuerdo que nos encontramos cerca del Quai de Jemmapes.
—Hacía calor —dijo la Maga.
—Nunca me explicaste bien qué andabas buscando por el Quai de Jemmapes.
—Oh, no buscaba nada.
—Tenías una moneda en la mano.
—Me la encontré en el cordón de la vereda. Brillaba tanto.
—Y después fuimos a la Place de la République donde estaban los
saltimbanquis, y nos ganamos una caja de caramelos.



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—Eran horribles.
—Y otra vez yo salía del metro Mouton-Duvernet, y vos estabas sentada en la
terraza de un café con un negro y un filipino.
—Y vos nunca me dijiste qué tenías que hacer por el lado de Mouton-
Duvernet.
—Iba a lo de una pedicura —dijo Oliveira—. Tenía una sala de espera
empapelada con escenas entre violeta y solferino: góndolas, palmeras, y unos
amantes abrazados a la luz de la luna. Imaginátelo repetido quinientas veces en
tamaño doce por ocho.
—Vos ibas por eso, no por los callos.
—No eran callos, hija mía. Una auténtica verruga en la planta del pie.
Avitaminosis, parece.
—¿Se te curó bien? —dijo la Maga, levantando la cabeza y mirándolo con gran
concentración.
A la primera carcajada Rocamadour se despertó y empezó a quejarse. Oliveira
suspiró, ahora iba a repetirse la escena, por un rato sólo vería a la Maga de
espaldas, inclinada sobre la cama, las manos yendo y viniendo. Se puso a cebar
mate, a armar un cigarrillo. No quería pensar. La Maga fue a lavarse las manos y
volvió. Tomaron un par de mates casi sin mirarse.
—Lo bueno de todo esto —dijo Oliveira— es que no le damos calce al
radioteatro. No me mires así, si pensás un poco te vas a dar cuenta de lo que
quiero decir.
—Me doy cuenta —dijo la Maga—. No es por eso que te miro así.
—Ah, vos creés que...
—Un poco, sí. Pero mejor no volver a hablar.
—Tenés razón. Bueno, me parece que me voy a dar una vuelta.
—No vuelvas —dijo la Maga.


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—En fin, no exageremos —dijo Oliveira—. ¿Dónde querés que vaya a dormir?
Una cosa son los nudos gordianos y otra el céfiro que sopla en la calle, debe
haber cinco bajo cero.
—Va a ser mejor que no vuelvas, Horacio —dijo la Maga—. Ahora me resulta
fácil decírtelo. Comprendé.
—En fin —dijo Oliveira—. Me parece que nos apuramos a congratularnos por
nuestro savoir faire.
—Te tengo tanta lástima, Horacio.
—Ah, eso no. Despacito, ahí.
—Vos sabés que yo a veces veo. Veo tan claro. Pensar que hace una hora se
me ocurrió que lo mejor era ir a tirarme al río.
—La desconocida del Sena... Pero si vos nadás como un cisne.
—Te tengo lástima —insistió la Maga—. Ahora me doy cuenta. La noche que
nos encontramos detrás de NotreDame también vi que... Pero no lo quise creer.
Llevabas una camisa azul tan preciosa. Fue la primera vez que fuimos juntos a
un hotel, ¿verdad?
—No, pero es igual. Y vos me enseñaste a hablar en glíglico.
—Si te dijera que todo eso lo hice por lástima.
—Vamos —dijo Oliveira, mirándola sobresaltado.
—Esa noche vos corrías peligro. Se veía, era como una sirena a lo lejos... no se
puede explicar.
—Mis peligros son sólo metafísicos —dijo Oliveira—. Creeme, a mí no me van
a sacar del agua con ganchos. Reventaré de una oclusión intestinal, de la gripe
asiática o de un Peugeot 403.
—No sé —dijo la Maga—. Yo pienso a veces en matarme pero veo que no lo
voy a hacer. No creas que es solamente por Rocamadour, antes de él era lo
mismo. La idea de matarme me hace siempre bien. Pero vos, que no lo pensás...
¿Por qué decís: peligros metafísicos? También hay ríos metafísicos, Horacio. Vos
te vas a tirar a uno de esos ríos.

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—A lo mejor —dijo Oliveira— eso es el Tao.
—A mí me pareció que yo podía protegerte. No digas nada. En seguida me di
cuenta de que no me necesitabas. Hacíamos el amor como dos músicos que se
juntan para tocar sonatas.
—Precioso, lo que decís.
—Era así, el piano iba por su lado y el violín por el suyo y de eso salía la
sonata, pero ya ves, en el fondo no nos encontrábamos. Me di cuenta en seguida,
Horacio, pero las sonatas eran tan hermosas.
—Sí, querida.
—Y el glíglico.
—Vaya.
—Y todo, el Club, aquella noche en el Quai de Bercy bajo los árboles, cuando
cazamos estrellas hasta la madrugada y nos contamos historias de príncipes, y
vos tenías sed y compramos una botella de espumante carísimo, y bebimos a la
orilla del río.
—Y entonces vino un clochard —dijo Oliveira— y le dimos la mitad de la
botella.
—Y el clochard sabía una barbaridad, latín y cosas orientales, y vos le
discutiste algo de...
—Averroes, creo.
—Sí, Averroes.
—Y la noche que el soldado me tocó el traste en la Foire du Tróne, y vos le
diste una trompada en la cara, y nos metieron presos a todos.
—Que no oiga Rocamadour —dijo Oliveira riéndose.
—Por suerte Rocamadour no se acordará nunca de vos, todavía no tiene nada
detrás de los ojos. Como los pájaros que comen las migas que uno les tira. Te
miran, las comen, se vuelan... No queda nada.
—No —dijo Oliveira—. No queda nada.



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En el rellano gritaba la del tercer piso, borracha como siempre a esa hora.
Oliveira miró vagamente hacia la puerta, pero la Maga lo apretó contra ella, se
fue resbalando hasta ceñirle las rodillas, temblando y llorando.
—¿Por qué te afligís así? —dijo Oliveira—. Los ríos metafísicos pasan por
cualquier lado, no hay que ir muy lejos a encontrarlos. Mirá, nadie se habrá
ahogado con tanto derecho como yo, monona. Te prometo una cosa: acordarme
de vos a último momento para que sea todavía más amargo. Un verdadero
folletín, con tapa en tres colores.
—No te vayas —murmuró la Maga, apretándole las piernas.
—Una vuelta por ahí, nomás.
—No, no te vayas.
—Dejame. Sabés muy bien que voy a volver, por lo menos esta noche.
Vamos juntos —dijo la Maga—. Ves, Rocamadour duerme, va a estar
tranquilo hasta la hora del biberón. Tenemos dos horas, vamos al café del barrio
árabe, ese cafecito triste donde se está tan bien.
Pero Oliveira quería salir solo. Empezó a librar poco a poco las piernas del
abrazo de la Maga. Le acariciaba el pelo, le pasó los dedos por el collar, la besó
en la nuca, detrás de la oreja, oyéndola llorar con todo el pelo colgándole en la
cara. «Chantajes no», pensaba. «Lloremos cara a cara, pero no ese hipo barato
que se aprende en el cine.» Le levantó la cara, la obligó a mirarlo.
—El canalla soy yo —dijo Oliveira—. Dejame pagar a mí. Llorá por tu hijo,
que a lo mejor se muere, pero no malgastes las lágrimas conmigo. Madre mía,
desde los tiempos de Zola no se veía una escena semejante. Dejame salir, por
favor.
—¿Por qué? dijo la Maga, sin moverse del suelo, mirándolo como un perro.
—¿Por qué qué?
—¿Por qué?
—Ah, vos querés decir por qué todo esto. Andá a saber, yo creo que ni vos ni
yo tenemos demasiado la culpa. No somos adultos, Lucía. Es un mérito pero se








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paga caro. Los chicos se tiran siempre de los pelos después de haber jugado.
Debe ser algo así. Habría que pensarlo.
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A todo el mundo le pasa igual, la estatua de Jano es un despilfarro inútil, en
realidad después de los cuarenta años la verdadera cara la tenemos en la nuca,
mirando desesperadamente para atrás. Es lo que se llama propiamente un lugar
común. Nada que hacerle, hay que decirlo así, con las palabras que tuercen de
aburrimiento los labios de los adolescentes unirrostros. Rodeado de chicos con
tricotas y muchachas deliciosamente mugrientas bajo el vapor de los cafés crème
de Saint-Germain-des-Prés, que leen a Durrell, a Beauvoir, a Duras, a Douassot, a
Queneau, a Sarraute, estoy yo un argentino afrancesado (horror horror), ya fuera
de la moda adolescente, del cool, con en las manos anacrónicamente Etes-vous
fous? de René Crevel, con en la memoria todo el surrealismo, con en la pelvis el
signo de Antonin Artaud, con en las orejas las Ionisations de Edgar Varèse, con en
los ojos Picasso (pero parece que yo soy un Mondrian, me lo han dicho).
—Tu sèmes des syllabes pour réeolter des étoiles —me toma el pelo Crevel.
—Se va haciendo lo que se puede —le contesto.
—Y esa fémina, n’ arrétera-t-elle donc pas de secouer l’arbre à sanglots?
—Sos injusto —le digo—. Apenas llora, apenas se queja.
Es triste llegar a un momento de la vida en que es más fácil abrir un libro en la
página 96 y dialogar con su autor, de café a tumba, de aburrido a suicida,
mientras en las mesas de al lado se habla de Argelia, de Adenauer, de Mijanou
Bardot, de Guy Trébert, de Sidney Bechet, de Michel Butor, de Nabokov, de Zao-
Wu-Ki, de Louison Bobet, y en mi país los muchachos hablan, ¿de qué hablan los


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muchachos en mi país? No lo sé ya, ando tan lejos, pero ya no hablan de
Spilimbergo, no hablan de Justo Suárez, no hablan del Tiburón de Quillá, no
hablan de Bonini, no hablan de Leguisamo. Como es natural. La joroba está en que
la naturalidad y la realidad se vuelven no se sabe por qué enemigas, hay una
hora en que lo natural suena espantosamente a falso, en que la realidad de los
veinte años se codea con la realidad de los cuarenta y en cada codo hay una
gillete tajeándonos el saco. Descubro nuevos mundos simultáneos y ajenos, cada
vez sospecho más que estar de acuerdo es la peor de las ilusiones. ¿Por qué esta
sed de ubicuidad, por qué esta lucha contra el tiempo? También yo leo a Sarraute
y miro la foto de Guy Trébert esposado, pero son cosas que me ocurren, mientras
que si soy yo el que decide, casi siempre es hacia atrás. Mi mano tantea en la
biblioteca, saca a Crevel, saca a Roberto Arlt, saca a Jarry. Me apasiona el hoy
pero siempre desde el ayer (¿me hapasiona, dije?), y es así cómo a mi edad el
pasado se vuelve presente y el presente es un extraño y confuso futuro donde
chicos con tricotas y muchachas de pelo suelto beben sus cafés crème y se
acarician con una lenta gracia de gatos o de plantas.
Hay que luchar contra eso.
Hay que reinstalarse en el presente.
Parece que yo soy un Mondrian, ergo...
Pero Mondrian pintaba su presente hace cuarenta años.
(Una foto de Mondrian, igualito a un director de orquesta típica (( ¡Julio de
Caro, ecco!)), con lentes y el pelo planchado y cuello duro, un aire de hortera
abominable, bailando con una piba diquera. ¿Qué clase de presente sentía
Mondrian mientras bailaba? Esas telas suyas, esa foto suya... Habismos.)
Estás viejo, Horacio. Quinto Horacio Oliveira, estás viejo, Flaco. Estás flaco y
viejo, Oliveira.
—Il verse son vitriol entre les euisses des faubourgs —se mofa Crevel.
¿Qué le voy a hacer? En mitad del gran desorden me sigo creyendo veleta, al
final de tanta vuelta hay que señalar un norte, un sur. Decir de alguien que es un





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veleta prueba poca imaginación: se ven las vueltas pero no la intención, la punta
de la flecha que busca hincarse y permanecer en el río del viento.
Hay ríos metafísicos. Sí, querida, claro. Y vos estarás cuidando a tu hijo,
llorando de a ratos, y aquí ya es otro día y un sol amarillo que no calienta. J’habite
à Saint-Germain-des-Prés, et chaque soir j’ai rendez-vous avec Verlaine. / Ce gros pierrot
n à pas changé, et pour courir le guilledou... Por veinte francos en la ranura Leo Ferré
te canta sus amores, o Gilbert Bécaud, o Guy Béart. Allá en mi tierra: Si quiere ver
la vida color de rosa/ Eche veinte centavos en la ranura... A lo mejor encendiste la
radio (el alquiler vence el lunes que viene, tendré que avisarte) y escuchas
música de cámara, probablemente Mozart, o has puesto un disco muy bajo para
no despertar a Rocamadour. Y me parece que no te das demasiado cuenta de que
Rocamadour está muy enfermo, terriblemente débil y enfermo, y que lo
cuidarían mejor en el hospital. Pero ya no te puedo hablar de esas cosas, digamos
que todo se acabó y que yo ando por ahí vagando, dando vueltas, buscando el
norte, el sur, si es que lo busco. Si es que lo busco. Pero si no los buscara, ¿qué es
esto? Oh mi amor, te extraño, me dolés en la piel, en la garganta, cada vez que
respiro es como si el vacío me entrara en el pecho donde ya no estás.
—Toi —dice Crevel— toujours prèt à grimper les cinq étages des pythonisses
faubouriennes, qui ouvrent grandes les portes du futur...
Y por qué no, por qué no había de buscar a la Maga, tantas veces me había
bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti,
y apenas la luz de ceniza y oliva que flota sobre el río me dejaba distinguir las
formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, nos íbamos por ahí
a la caza de sombras, a comer papas fritas al Faubourg St. Denis, a besarnos junto
a las barcazas del canal Saint-Martin. Con ella yo sentía crecer un aire nuevo, los
signos fabulosos del atardecer o esa manera como las cosas se dibujaban cuando
estábamos juntos y en las rejas de la Cour de Rohan los vagabundos se alzaban al
reino medroso y alunado de los testigos y los jueces... Por qué no había de amar a
la Maga y poseerla bajo decenas de cielos rasos a seiscientos francos, en camas


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con cobertores deshilachados y rancios, si en esa vertiginosa rayuela, en esa
carrera de embolsados yo me reconocía y me nombraba, por fin y hasta cuándo
salido del tiempo y sus jaulas con monos y etiquetas, de sus vitrinas Omega
Electron Girard Perregaud Vacheron & Constantin marcando las horas y los
minutos de las sacrosantas obligaciones castradoras, en un aire donde las últimas
ataduras iban cayendo y el placer era espejo de reconciliación, espejo para
alondras pero espejo, algo como un sacramento de ser a ser, danza en torno al
arca, avance del sueño boca contra boca, a veces sin desligarnos, los sexos unidos
y tibios, los brazos como guías vegetales, las manos acariciando aplicadamente
un muslo, un cuello...
—Tu t’accroches à des histories —dice Crevel—. Tu étreins des mots...
—No, viejo, eso se hace más bien del otro lado del mar, que no conocés. Hace
rato que no me acuesto con las palabras. Las sigo usando, como vos y como
todos, pero las cepillo muchísimo antes de ponérmelas.
Crevel desconfía y lo comprendo. Entre la Maga y yo crece un cañaveral de
palabras, apenas nos separan unas horas y unas cuadras y ya mi pena se llama
pena, mi amor se llama mi amor... Cada vez iré sintiendo menos y recordando
más, pero qué es el recuerdo sino el idioma de los sentimientos, un diccionario
de caras y días y perfumes que vuelven como los verbos y los adjetivos en el
discurso, adelantándose solapados a la cosa en sí, al presente puro,
entristeciéndonos o aleccionándonos vicariamente hasta que el propio ser se
vuelve vicario, la cara que mira hacia atrás abre grandes los ojos, la verdadera
cara se borra poco a poco como en las viejas fotos y Jano es de golpe cualquiera
de nosotros. Todo esto se lo voy diciendo a Crevel pero es con la Maga que
hablo, ahora que estamos tan lejos. Y no le hablo con las palabras que sólo han
servido para no entendernos, ahora que ya es tarde empiezo a elegir otras, las de
ella, las envueltas en eso que ella comprende y que no tiene nombre, auras y
tensiones que crispan el aire entre dos cuerpos o llenan de polvo de oro una
habitación o un verso. ¿Pero no hemos vivido así todo el tiempo, lacerándonos



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dulcemente? No, no hemos vivido así, ella hubiera querido pero una vez más yo
volví a sentar el falso orden que disimula el caos, a fingir qué me entregaba a una
vida profunda de la que sólo tocaba el agua terrible con la punta del pie. Hay
ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina está nadando en el aire,
girando alucinada en torno al campanario, dejándose caer para levantarse mejor
con el impulso. Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada. Yo los
busco, los encuentro, los miro desde el puente, ella los nada. Y no lo sabe,
igualita a la golondrina. No necesita saber como yo, puede vivir en el desorden
sin que ninguna conciencia de orden la retenga. Ese desorden que es su orden
misterioso, esa bohemia del cuerpo y el alma que le abre de par en par las
verdaderas puertas. Su vida no es desorden más que para mí, enterrado en
prejuicios que desprecio y respeto al mismo tiempo. Yo, condenado a ser
absuelto irremediablemente por la Maga que me juzga sin saberlo. Ah, dejame
entrar, dejame ver algún día como ven tus ojos.
Inútil. Condenado a ser absuelto. Vuélvase a casa y lea a Spinoza. La Maga no
sabe quién es Spinoza. La Maga lee interminables novelas de rusos y alemanes y
Pérez Galdós y las olvida en seguida. Nunca sospechará que me condena a leer a
Spinoza. Juez inaudito, juez por sus manos, por su carrera en plena calle, juez
por sólo mirarme y dejarme desnudo, juez por tonta e infeliz y desconcertada y
roma y menos que nada. Por todo eso que sé desde mi amargo saber, con mi
podrido rasero de universitario y hombre esclarecido, por todo eso, juez. Dejate
caer, golondrina, con esas filosas tijeras que recortan el cielo de Saint-Germaindes-
Prés, arrancá estos ojos que miran sin ver, estoy condenado sin apelación,
pronto a ese cadalso azul al que me izan las manos de la mujer cuidando a su
hijo, pronto la pena, pronto el orden mentido de estar solo y recobrar la
suficiencia, la egociencia, la conciencia. Y con tanta ciencia una inútil ansia de
tener lástima de algo, de que llueva aquí dentro, de que por fin empiece a llover,
a oler a tierra, a cosas vivas, sí, por fin a cosas vivas.


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(-79)

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Las opiniones eran que el viejo se había resbalado, que el auto había
«quemado» la luz roja, que el viejo había querido suicidarse, que todo estaba
cada vez peor en París, que el tráfico era monstruoso, que el viejo no tenía la
culpa, que el viejo tenía la culpa, que los frenos del auto no andaban bien, que el
viejo era de una imprudencia temeraria, que la vida estaba cada vez más cara,
que en París había demasiados extranjeros que no entendían las leyes del tráfico
y les quitaban el trabajo a los franceses.
El viejo no parecía demasiado contuso. Sonreía vagamente, pasándose la
mano por el bigote. Llegó una ambulancia, lo izaron a la camilla, el conductor del
auto siguió agitando las manos y explicando el accidente al policía y a los
curiosos.
—Vive en el treinta y dos de la rue Madame —dijo un muchacho rubio que
había cambiado algunas frases con Oliveira y los demás curiosos—. Es un
escritor, lo conozco. Escribe libros.
—El paragolpes le dio en las piernas, pero el auto ya estaba muy frenado.
—Le dio en el pecho —dijo el muchacho—. El viejo se resbaló en un montón
de mierda.
—Le dio en las piernas —dijo Oliveira.
—Depende del punto de vista dijo un señor enormemente bajo.
—Le dio en el pecho —dijo el muchacho—. Lo vi con estos ojos.
—En ese caso... ¿No sería bueno avisar a la familia?


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—No tiene familia, es un escritor.
—Ah —dijo Oliveira.
—Tiene un gato y muchísimos libros. Una vez subí a llevarle un paquete de
parte de la portera, y me hizo entrar. Había libros por todas partes. Esto le tenía
que pasar, los escritores son distraídos. A mí, para que me agarre un auto...
Caían unas pocas gotas que disolvieron en un instante el corro de testigos.
Subiéndose el cuello de la canadiense, Oliveira metió la nariz en el viento frío y
se puso a caminar sin rumbo. Estaba seguro de que el viejo no había sufrido
mayores daños, pero seguía viendo su cara casi plácida, más bien perpleja,
mientras lo tendían en la camilla entre frases de aliento y cordiales «Allez,
pépère, c’est rien, ça!» del camillero, un pelirrojo que debía decirle lo mismo a
todo el mundo. «La incomunicación total», pensó Oliveira. «No tanto que
estemos solos, ya es sabido y no hay tu tía. Estar solo es en definitiva estar solo
dentro de cierto plano en el que otras soledades podrían comunicarse con
nosotros si la cosa fuese posible. Pero cualquier conflicto, un accidente callejero o
una declaración de guerra, provocan la brutal intersección de planos diferentes, y
un hombre que quizá es una eminencia del sánscrito o de la física de los quanta,
se convierte en un pépère para el camillero que lo asiste en un accidente. Edgar
Poe metido en una carretilla, Verlaine en manos de medicuchos, Nerval y Artaud
frente a los psiquiatras. ¿Qué podía saber de Keats el galeno italiano que lo
sangraba y lo mataba de hambre? Si hombres como ellos guardan silencio como
es lo más probable, los otros triunfan ciegamente, sin mala intención por
supuesto, sin saber que ese operado, que ese tuberculoso, que ese herido
desnudo en una cama está doblemente solo rodeado de seres que se mueven
como detrás de un vidrio, desde otro tiempo...»
Metiéndose en un zaguán encendió un cigarrillo. Caía la tarde, grupos de
muchachas salían de los comercios, necesitadas de reír, de hablar a gritos, de
empujarse, de esponjarse en una porosidad de un cuarto de hora antes de recaer
en el biftec y la revista semanal. Oliveira siguió andando. Sin necesidad de


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dramatizar, la más modesta objetividad era una apertura al absurdo de París, de
la vida gregaria. Puesto que había pensado en los poetas era fácil acordarse de
todos los que habían denunciado la soledad del hombre junto al hombre, la
irrisoria comedia de los saludos, el «perdón» al cruzarse en la escalera, el asiento
que se cede a las señoras en el metro, la confraternidad en la política y los
deportes. Sólo un optimismo biológico y sexual podía disimularle a algunos su
insularidad, mal que le pesara a John Donne. Los contactos en la acción y la raza
y el oficio y la cama y la cancha, eran contactos de ramas y hojas que se
entrecruzan y acarician de árbol a árbol, mientras los troncos alzan desdeñosos
sus paralelas inconciliables. «En el fondo podríamos ser como en la superficie»,
pensó Oliveira, «pero habría que vivir de otra manera. ¿Y qué quiere decir vivir
de otra manera? Quizá vivir absurdamente para acabar con el absurdo, tirarse en
sí mismo con una tal violencia que el salto acabara en los brazos de otro. Sí, quizá
el amor, pero la otherness nos dura lo que dura una mujer, y además solamente
en lo que toca a esa mujer. En el fondo no hay otherness, apenas la agradable
togetherness. Cierto que ya es algo»... Amor, ceremonia ontologizante, dadora de
ser. Y por eso se le ocurría ahora lo que a lo mejor debería habérsele ocurrido al
principio: sin poseerse no había posesión de la otredad, ¿y quién se poseía de
veras? ¿Quién estaba de vuelta de sí mismo, de la soledad absoluta que
representa no contar siquiera con la compañía propia, tener que meterse en el
cine o en el prostíbulo o en la casa de los amigos o en una profesión absorbente o
en el matrimonio para estar por lo menos solo-entre-los-demás? Así,
paradójicamente, el colmo de soledad conducía al colmo de gregarismo, a la gran
ilusión de la compañía ajena, al hombre solo en la sala de los espejos y los ecos.
Pero gentes como él y tantos otros, que se aceptaban a sí mismos (o que se
rechazaban pero conociéndose de cerca) entraban en la peor paradoja, la de estar
quizá al borde de la otredad y no poder franquearlo. La verdadera otredad hecha
de delicados contactos, de maravillosos ajustes con el mundo, no podía


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cumplirse desde un solo término, a la mano tendida debía responder otra mano
desde el afuera, desde lo otro.
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Parado en una esquina, harto del cariz enrarecido de su reflexión (y eso que a
cada momento, no sabía por qué, pensaba que el viejecito herido estaría en una
cama de hospital, los médicos y los estudiantes y las enfermeras lo rodearían
amablemente impersonales, le preguntarían nombre y edad y profesión, le dirían
que no era nada, lo aliviarían de inmediato con inyecciones y vendajes), Oliveira
se había puesto a mirar lo que ocurría en torno y que como cualquier esquina de
cualquier ciudad era la ilustración perfecta de lo que estaba pensando y casi le
evitaba el trabajo. En el café, protegidos del frío (iba a ser cosa de entrar y
beberse un vaso de vino), un grupo de albañiles charlaba con el patrón del
mostrador. Dos estudiantes leían y escribían en una mesa, y Oliveira los veía
alzar la vista y mirar hacia el grupo de los albañiles, volver al libro o al cuaderno,
mirar de nuevo. De una caja de cristal a otra, mirarse, aislarse, mirarse: eso era
todo. Por encima de la terraza cerrada del café, una señora del primer piso
parecía estar cosiendo o cortando un vestido junto a la ventana. Su alto peinado
se movía cadencioso. Oliveira imaginaba sus pensamientos, las tijeras, los hijos
que volverían de la escuela de un momento a otro, el marido terminando la
jornada en una oficina o en un banco. Los albañiles, los estudiantes, la señora, y
ahora un clochard desembocaba de una calle transversal, con una botella de vino
tiento saliéndole del bolsillo, empujando un cochecito de niño lleno de
periódicos viejos, latas, ropas deshilachadas y mugrientas, una muñeca sin
cabeza, un paquete de donde salía una cola de pescado. Los albañiles, los


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estudiantes, la señora, el clochard, y en la casilla como para condenados a la
picota, LOTERIE NATIONALE, una vieja de mechas irredentes brotando de una
especie de papalina gris, las manos metidas en mitones azules, TIRAGE
MERCREDI, esperando sin esperar al cliente, con un brasero de carbón a los pies,
encajada en su ataúd vertical, quieta, semihelada, ofreciendo la suerte y
pensando vaya a saber qué, pequeños grumos de ideas, repeticiones seniles, la
maestra de la infancia que le regalaba dulces, un marido muerto e el Somme, un
hijo viajante de comercio, por la noche la bohardilla sin agua corriente, la sopa
para tres días, el boeuf bourguignon que cuesta menos que un bife, TIRAGE
MERCREDI. Los albañiles, los estudiantes, el clochard, la vendedora de lotería,
cada grupo, cada uno en su caja de vidrio, pero que un viejo cayera bajo un auto
y de inmediato habría una carrera general hacia el lugar del accidente, un
vehemente cambio de impresiones, de críticas, disparidades y coincidencias
hasta que empezara a llover otra vez y los albañiles se volvieran al mostrador, los
estudiantes a su mesa, los X a los X, los Z a los Z.
«Sólo viviendo absurdamente se podría romper alguna vez este absurdo
infinito», se repitió Oliveira. «Che, pero me voy a empapar, hay que meterse en
alguna parte.» Vio los carteles de la Salle de Géographie y se refugió en la
entrada. Una conferencia sobre Australia, continente desconocido. Reunión de
los discípulos del Cristo de Montfavet. Concierto de piano de madame Berthe
Trépat. Inscripción abierta para un curso sobre los meteoros. Conviértase en
judoka en cinco meses. Conferencia sobre la urbanización de Lyon. El concierto
de piano iba a empezar en seguida y costaba poca plata. Oliveira miró el cielo, se
encogió de hombros y entró. Pensaba vagamente en ir a casa de Ronaldo o al
taller de Etienne, pero era mejor dejarlo para la noche. No sabía por qué, le hacía
gracia que la pianista se llamara Berthe Trépat. También le hacía gracia
refugiarse en un concierto para escapar un rato de sí mismo, ilustración irónica
de mucho de lo que había venido rumiando por la calle. «No somos nada, che»,
pensó mientras ponía ciento veinte francos a la altura de los dientes de la vieja

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enjaulada en la taquilla. Le tocó la fila diez, por pura maldad de la vieja ya que el
concierto iba a empezar y no había casi nadie aparte de algunos ancianos calvos,
otros barbudos y otros las dos cosas, con aire de ser del barrio o de la familia, dos
mujeres entre cuarenta y cuarenta y cinco con abrigos vetustos y paraguas
chorreantes, unos pocos jóvenes, parejas en su mayoría y discutiendo
violentamente entre empujones, ruido de caramelos y crujidos de las pésimas
sillas de Viena. En total veinte personas. Olía a tarde de lluvia, la gran sala estaba
helada y húmeda, se oía hablar confusamente detrás del telón de fondo. Un viejo
había encendido la pipa, y Oliveira se apuró a sacar un Gauloise. No se sentía
demasiado bien, le había entrado agua en un zapato, el olor a moho y a ropa
mojada lo asqueaba un poco. Pitó aplicadamente hasta calentar el cigarrillo y
estropearlo. Afuera sonó un timbre tartamudo, y uno de los jóvenes aplaudió con
énfasis. La vieja acomodadora, boina de través y maquillaje con el que
seguramente dormía, corrió la cortina de entrada. Recién entonces Oliveira se
acordó de que le habían dado un programa. Era una hoja mal mimeografiada en
la que con algún trabajo podía descifrarse que madame Berthe Trépat, medalla
de oro, tocaría los «Tres movimientos discontinuos» de Rose Bob (primera
audición), la «Pavana para el General Leclerc», de Alix Alix (primera audición
civil), y la «Síntesis Délibes-Saint-Saëns», de Délibes, Saint-Saëns y Berthe Trépat.
«Joder», pensó Oliveira. «Joder con el programa».
Sin que se supiera exactamente cómo había llegado, apareció detrás del piano
un señor de papada colgante y blanca cabellera. Vestía de negro y acariciaba con
una mano rosada la cadena que cruzaba el chaleco de fantasía. A Oliveira le
pareció que el chaleco estaba bastante grasiento. Sonaron unos secos aplausos a
cargo de una señorita de impermeable violeta y lentes con montura de oro.
Esgrimiendo una voz extraordinariamente parecida a la de un guacamayo, el
anciano de la papada inició una introducción al concierto, gracias a la cual el
público se enteró de que Rose Bob era una ex alumna de piano de madame
Berthe Trépat, de que la «Pavana» de Alix Alix había sido compuesta por un

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distinguido oficial del ejército que se ocultaba bajo tan modesto seudónimo, y
que las dos composiciones aludidas utilizaban restringidamente los más
modernos procedimientos de escritura musical. En cuanto a la «Síntesis Délibes-
Saint-Saëns» (y aquí el anciano alzó los ojos con arrobo) representaba dentro de
la música contemporánea una de las más profundas innovaciones que la autora,
madame Trépat, había calificado de «sincretismo fatídico». La caracterización era
justa en la medida en que el genio musical de Délibes y de Saint-Saëns tendía a la
ósmosis, a la interfusión e interfonía, paralizadas por el exceso individualista del
Occidente y condenadas a no precipitarse en una creación superior y sintética de
no mediar la genial intuición de madame Trépat. En efecto, su sensibilidad había
captado afinidades que escapaban al común de los oyentes y asumido la noble
aunque ardua misión de convertirse en puente mediúmnico a través del cual
pudiera consumarse en encuentro de los dos grandes hijos de Francia. Era hora
de señalar que madame Berthe Trépat, al margen de sus actividades de profesora
de música, no tardaría en cumplir sus bodas de plata al servicio de la
composición. El orador no se atrevía, en una mera introducción a un concierto
que, bien lo apreciaba, era esperado con viva impaciencia por el público, a
desarrollar como hubiera sido necesario el análisis de la obra musical de
madame Trépat. De todos modos, y con objeto de que sirviera de pentagrama
mental a quienes escucharían por primera vez las obras de Rose Bob y de
madame Trépat, podía resumir su estética en la mención de construcciones
antiestructurales, es decir, células sonoras autónomas, fruto de la pura
inspiración, concatenadas en la intención general de la obra pero totalmente
libres de moldes clásicos, dodecafónicos o atonales (las dos últimas palabras las
repitió enfáticamente). Así por ejemplo, los «Tres movimientos discontinuos» de
Rose Bob, alumna dilecta de madame Trépat, partían de la reacción provocada
en el espíritu de la artista por el golpe de una puerta al cerrarse violentamente, y
los treinta y dos acordes que formaban el primer movimiento eran otras tantas
repercusiones de ese golpe en el plano estético; el orador no creía violar un

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secreto si confiaba a su culto auditorio que la técnica de composición de la
«Síntesis-Saint-Saëns» entroncaba con las fuerzas más primitivas y esotéricas de
la creación. Nunca olvidaría el alto privilegio de haber asistido a una fase de la
síntesis, y ayudado a madame Berthe Trépat a operar con un péndulo
rabdomántico sobre las partituras de los dos maestros a fin de escoger aquellos
pasajes cuya influencia sobre el péndulo corroboraba la asombrosa intuición
original de la artista. Y aunque mucho hubiera podido agregarse a lo dicho, el
orador creía de su deber retirarse luego de saludar en madame Berthe Trépat a
uno de los faros del espíritu francés y ejemplo patético del genio incomprendido
por los grandes públicos.
La papada se agitó violentamente y el anciano, atragantado por la emoción y
el catarro, desapareció entre bambalinas. Cuarenta manos descargaron algunos
secos aplausos, varios fósforos perdieron la cabeza, Oliveira se estiró lo más
posible en la silla y se sintió mejor. También el viejo del accidente debía sentirse
mejor en la cama del hospital, sumido ya en la somnolencia que sigue al shock,
interregno feliz en que se renuncia a ser dueño de sí mismo y la cama es como un
barco, unas vacaciones pagas, cualquiera de las rupturas con la vida ordinaria.
«Casi estaría por ir a verlo uno de estos días», se dijo Oliveira. «Pero a lo mejor le
arruino la isla desierta, me convierto e la huella del pie en la arena. Che, qué
delicado te estás poniendo».
Los aplausos le hicieron abrir los ojos y asistir a la trabajosa inclinación con
que madame Berthe Trépat agradecía. Antes de verle bien la cara lo paralizaron
los zapatos, unos zapatos tan de hombre que ninguna falda podía disimularlos.
Cuadrados y sin tacos, un cintas inútilmente femeninas. Lo que seguía era rígido
y ancho a la vez, una especie de gorda metida en un corsé implacable. Pero
Berthe Trépat no era gorda, apenas si podía definírsela como robusta. Debía
tener ciática o lumbago, algo que la obligaba a moverse en bloque, ahora
frontalmente, saludando con trabajo, y después de perfil, deslizándose entre el
taburete y el piano y plegándose geométricamente hasta quedar sentada. Desde


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allí la artista giró bruscamente la cabeza y saludó otra vez, aunque ya nadie
aplaudía. «Arriba debe de haber alguien tirando de los hilos», pensó Oliveira. Le
gustaban las marionetas y los autómatas, y esperaba maravillas del sincretismo
fatídico. Berthe Trépat miró una vez más al público, su redonda cara como
enharinada pareció condensar de golpe todos los pecados de la luna, y la boca
como una guinda violentamente bermellón se dilató hasta tomar la forma de una
barca egipcia. otra vez de perfil, su menuda nariz de pico de loro consideró por
un momento el teclado mientras las manos se posaban del do al si como dos
bolsitas de gamuza ajada. Empezaron a sonar los treinta y dos acordes del
primer movimiento discontinuo. Entre el primero y el segundo transcurrieron
cinco segundos, entre el segundo y el tercero, quince segundos. Al llegar al
decimoquinto acorde, Rose Bob había decretado una pausa de veinticinco
segundos. Oliveira, que en un primer momento había apreciado el buen uso
weberniano que hacía Rose Bob de los silencios, notó que la reincidencia lo
degradaba rápidamente. Entre los acordes 7 y 8 restallaron toses, entre el 12 y el
13 alguien raspó enérgicamente un fósforo, entre el 14 y el 15 pudo oírse
distintamente la expresión «¡Ah, merde alors!» proferida por una jovencita rubia.
Hacia el vigésimo acorde, una de las damas más vetustas, verdadero pickle
virginal, empuñó enérgicamente el paraguas y abrió la boca para decir algo que
el acorde 21 aplastó misericordiosamente. Divertido, Oliveira miraba a Berthe
Trépat sospechando que la pianista los estudiaba con eso que llamaban el rabillo
del ojo. Por ese rabillo el mínimo perfil ganchudo de Berthe Trépat dejaba filtrar
una mirada gris celeste, y a Oliveira se le ocurrió que a lo mejor la desventurada
se había puesto a hacer la cuenta de las entradas vendidas. En el acorde 23 un
señor de rotunda calva se enderezó indignado, y después de bufar y soplar salió
de la sala clavando cada taco e el silencio de ocho segundos confeccionado por
Rose Bob. A partir del acorde 24 las pausas empezaron a disminuir, y del 28 al 32
se estableció un ritmo como de marcha fúnebre que no dejaba de tener lo suyo.
Berthe Trépat Sacó los zapatos de los pedales, puso la mano izquierda sobre el


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regazo, y emprendió el segundo movimiento. Este movimiento duraba
solamente cuatro compases, cada uno de ellos con tres notas de igual valor. El
tercer movimiento consistía principalmente en salir de los registros extremos del
teclado y avanzar cromáticamente hacia el centro, repitiendo la operación de
dentro hacia afuera, todo eso en medio de continuos tresillos y otros adornos. En
un momento dado, que nada permitía prever, la pianista dejó de tocar y se
enderezó bruscamente, saludando con un aire casi desafiante pero en el que a
Oliveira le pareció discernir algo como inseguridad y hasta miedo. una pareja
aplaudió rabiosamente, Oliveira se encontró aplaudiendo a su vez sin saber por
qué (y cuando supo por qué le dio rabia y dejó de aplaudir). Berthe Trépat
recobró casi instantáneamente su perfil y paseo por el teclado un dedo
indiferente, esperando que se hiciera silencio. Empezó a tocar la «Pavana para el
General Leclerc».
En los dos o tres minutos que siguieron Oliveira dividió con algún trabajo su
atención entre el extraordinario bodrio que Berthe Trépat descerrajaba a todo
vapor, y la forma furtiva o resuelta con que viejos y jóvenes se mandaban mudar
del concierto. Mezcla de Liszt y Rachmaninov, la Pavana repetía incansable dos o
tres temas para perderse luego en infinitas variaciones, trozos de bravura
(bastante mal tocados, con agujeros y zurcidos por todas partes) y solemnidades
de catafalco sobre cureña, rotas por bruscas pirotecnias a las que el misterioso
Alix Alix se entregaba con deleite. Una o dos veces sospechó Oliveira que el alto
peinado a lo Salambó de Berthe Trépat se iba a deshacer de golpe, pero vaya a
saber cuántas horquillas lo mantenían armado en medio del fragor y el temblor
de la «Pavana». Vinieron los arpegios orgiásticos que anunciaban el final, se
repitieron sucesivamente los tres temas (uno de los cuales salía clavado del Don
Juan de Strauss), y Berthe Trépat descargó una lluvia de acordes cada vez más
intensos rematados por una histérica cita del primer tema y dos acordes en las
notas más graves, el último de los cuales sonó marcadamente a falso por el lado

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de la mano derecha, pero eran cosas que podían ocurrirle a cualquiera y Oliveira
aplaudió con calor, realmente divertido.
La pianista se puso de frente con uno de sus raros movimientos a resorte, y
saludó al público. Como parecía contarlo con los ojos, no podía dejar de
comprobar que apenas quedaban ocho o nueve personas. Digna, Berthe Trépat
salió por la izquierda y la acomodadora corrió la cortina y ofreció caramelos.
Por un lado era cosa de irse, pero en todo ese concierto había una atmósfera
que encantaba a Oliveira. Después de todo la pobre Trépat había estado tratando
de presentar obras en primera audición, lo que siempre era un mérito en este
mundo de gran polonesa, claro de luna y danza del fuego. Había algo de
conmovedor en esa cara de muñeca rellena de estopa, de tortuga de pana, de
inmensa bobalina metida en un mundo rancio con teteras desportilladas, viejas
que habían oído tocar a Risler, reuniones de arte y poesía en salas con
empapelados vetustos, de presupuestos de cuarenta mil francos mensuales y
furtivas súplicas a los amigos para llegar a fin de mes, de culto al arte ver-da-dero
estilo Academia Raymond Duzcan, y no costaba mucho imaginarse la facha de
Alix Alix y de Rose Bob, los sórdidos cálculos antes de alquilar la sala para el
concierto, el programa mimeografiado por algún alumno de buena voluntad, las
listas infructuosas de invitaciones, la desolación entre bambalinas al ver la sala
vacía y tener que salir lo mismo, medalla de oro y tener que salir lo mismo. Era
casi un capítulo para Céline, y Oliveira se sabía incapaz de imaginar más allá de
la atmósfera general, de la derrotada e inútil sobrevivencia de esas actividades
artísticas para grupos igualmente derrotados e inútiles. «Naturalmente me tenía
que tocar a mí meterme en este abanico apolillado», rabió Oliveira. «Un viejo
debajo de un auto, y ahora Trépat. Y no hablemos del tiempo de ratas que hace
afuera, y de mí mismo. Sobre todo no hablemos de mí mismo.»
En la sala quedaban cuatro personas, y le pareció que lo mejor era ir a sentarse
en primera fila para acompañar un poco más a la ejecutante. Le hizo gracia esa
especie de solidaridad, pero lo mismo se instaló delante y esperó fumando.

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Inexplicablemente una señora decidió irse en el mismo momento en que
reaparecía Berthe Trépat, que la miró fijamente antes de quebrarse con esfuerzo
para saludar a la platea casi desierta. Oliveira pensó que la señora que acababa
de irse merecía una enorme patada en el culo. De golpe comprobaba que todas
sus reacciones derivaban de una cierta simpatía por Berthe Trépat, a pesar de la
Pavana y de Rose Bob. «Hacía tiempo que no me pasaba esto», pensó. «A ver si
con los años me empiezo a ablandar». Tantos ríos metafísicos y de golpe se
sorprendía con ganas de ir al hospital a visitar al viejo, o aplaudiendo a esa loca
encorsetada. Extraño. Debía ser el frío, el agua en los zapatos.
La «Síntesis Délibes-Saint-Saëns» llevaba ya tres minutos o algo así cuando la
pareja que constituía el principal refuerzo del público restante se levantó y se fue
ostensiblemente. Otra vez creyó atisbar Oliveira la mirada de soslayo de Berthe
Trépat, pero ahora era como si de golpe empezaran a agarrotársele las manos,
tocaba doblándose sobre el piano y con enorme esfuerzo, aprovechando
cualquier pausa para mirar de reojo la platea donde Oliveira y un señor de aire
plácido escuchaban con todas las muestras de una recogida atención. El
sincretismo fatídico no había tardado en revelar su secreto, aun para un lego
como Oliveira; a cuatro compases de Le Rouet d’Omphale seguían otros cuatro de
Les Fillex de Cadix, luego la mano izquierda profería Mon coeur s’ovre à ta voix, la
derecha intercalaba espasmódicamente el tema de las campanas de Lakmé, las
dos juntas pasaban sucesivamente por la Danse Macabre y Coppélia, hasta que
otros temas que el programa atribuía al Hymne à Victor Hugo, Jean de Nivelle y Sur
les bords du Nil alternaban vistosamente con los más conocidos, y como fatídico
era imposible imaginar nada más logrado, por eso cuando el señor de aire
plácido empezó a reírse bajito y se tapó educadamente la boca con un guante,
Oliveira tuvo que admitir que el tipo tenía derecho, no le podía exigir que se
callara, y Berthe Trépat debía sospechar lo mismo porque cada vez erraba más
notas y parecía que se le paralizaban las manos, seguía adelante sacudiendo los
antebrazos y sacando los codos con un aire de gallina que se acomoda en el nido,

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Mon coeur s’ovre à ta voix, de nuevo Où va la jeune hindoue?, dos acordes sincréticos,
un arpegio rabón Les filles de Cadix, tra-la-la-la, como un hipo, varias notas juntas
a lo (sorprendentemente) Pierre Boulez, y el señor de aire plácido soltó una
especie de berrido y se marchó corriendo con los guantes pegados a la boca, justo
cuando Berthe Trépat bajaba las manos, mirando fijamente el teclado, y pasaba
un largo segundo, un segundo sin término, algo desesperadamente vacío entre
Oliveira y Berthe Trépat solos en la sala.
—Bravo —dijo Oliveira, comprendiendo que el aplauso hubiera sido
incongruente—. Bravo, madame.
Sin levantarse, Berthe Trépat giró un poco en el taburete y puso el codo en un
la natural. Se miraron. Oliveira se levantó y se acercó al borde del escenario.
—Muy interesante —dijo—. Créame, señora, he escuchado su concierto con
verdadero interés.
Qué hijo de puta.
Berthe Trépat miraba la sala vacía. Le temblaba un poco un párpado. Parecía
preguntarse algo, esperar algo. Oliveira sintió que debía seguir hablando.
—Un artista como usted conocerá de sobra la incomprensión y el snobismo
del público. En el fondo yo sé que usted toca para usted misma.
—Para mí misma —repitió Berthe Trépat con una voz de guacamayo
asombrosamente parecida a la del caballero que la había presentado.
—¿Para quién, si no? —dijo Oliveira, trepándose al escenario con la misma
soltura que si hubiera estado soñando—. Un artista sólo cuenta con las estrellas,
como dijo Nietzsche.
—¿Quién es usted, señor? —se sobresaltó Berthe Tréppat.
—Oh, alguien que se interesa por las manifestaciones... —Se podía seguir
enhebrando palabras, lo de siempre. Si algo contaba era estar ahí, acompañando
un poco. Sin saber bien por qué.
Berthe Trépat escuchaba, todavía un poco ausente. Se enderezó con dificultad
y miró la sala, las bambalinas.

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—Sí —dijo—. Ya es tarde, tengo que volver a casa. —lo dijo por ella misma,
como si fuera un castigo o algo así.
—¿Puedo tener el placer de acompañarla un momento? —dijo Oliveira,
inclinándose—. Quiero decir, si no hay alguien esperándola en el camarín o a la
salida.
—No habrá nadie. Valentín se fue después de la presentación. ¿Qué le pareció
la presentación?
—Interesante —dijo Oliveira cada vez más seguro de que soñaba y que le
gustaba seguir soñando.
—Valentin puede hacer cosas mejores —dijo Berthe Trépat—. Y me parece
repugnante de su parte... si, repugnante... marcharse así como si yo fuera un
trapo.
—Habló de usted y de su obra con gran admiración.
—Por quinientos francos ése es capaz de hablar con admiración de un
pescado muerto. ¡Quinientos francos! —repitió Berthe Trépat, perdiéndose en
sus reflexiones.
«Estoy haciendo el idiota», se dijo Oliveira. Si saludaba y se volvía a la platea,
tal vez la artista ya no se acordara de su ofrecimiento. Pero la artista se había
puesto a mirarlo y Oliveira vio que estaba llorando.
—Valentin es un canalla. Todos... había más de doscientas personas, usted las
vio, más de doscientas. Para un concierto de primeras audiciones es
extraordinario, ¡no le parece? Y todos pagaron la entrada, no vaya a creer que
habíamos enviado billetes gratuitos. Más de doscientos, y ahora solamente queda
usted, Valentin se ha ido, yo...
—Hay ausencias que representan un verdadero triunfo —articuló
increíblemente Oliveira.
—¿Pero por qué se fueron? ¿Usted los vio irse? Más de doscientos, le digo, y
personas notables, estoy segura de haber visto a madame de Roche, al doctor
Lacour, a Montellier, el profesor del último gran premio de violín... Yo creo que


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la Pavana no les gustó demasiado y que se fueron por eso, ¿no le parece? Porque
se fueron antes de mi Síntesis, eso es seguro, lo vi yo misma.
—Por supuesto —dijo Oliveira—. Hay que decir que la Pavana...
—No es en absoluto una pavana —dijo Berthe Trépat—. Es una perfecta
mierda. La culpa la tiene Valentin, ya me habían prevenido que Valentín se
acostaba con Alix Alix. ¿Por qué tengo yo que pagar por un pederasta, joven? Yo,
medalla de oro, ya le mostraré mis críticas, unos triunfos, en Grenoble, en el
Puy...
Las lágrimas le corrían hasta el cuello, se perdían entre las ajadas puntillas y la
piel cenicienta. Tomó del brazo a Oliveira, lo sacudió. De un momento a otro iba
a tener una crisis histérica.
—¿Por qué no va a buscar su abrigo y salimos? —dijo presurosamente
Oliveira—. El aire de la calle le va a hacer bien, podríamos beber alguna cosa,
para mí será un verdadero...
—Beber alguna cosa —repitió Berthe Trépat—. Medalla de oro.
—Lo que usted desee— dijo incongruentemente Oliveira. Hizo un
movimiento para soltarse, pero la artista le apretó el brazo y se la acercó aún
más. Oliveira olió el sudor del concierto mezclado con algo entre natfalina y
benjuí (también pis y lociones baratas). Primero Rocamadour y ahora Berthe
Trépat, era para no creerlo. «Medalla de oro», repetía la artista, llorando y
tragando. De golpe un gran sollozo la sacudió como si descargara un acorde en
el aire. «Y todo es lo de siempre...», alcanzó a entender Oliveira, que luchaba en
vano para evadir las sensaciones personales, para refugiarse en algún río
metafísico, naturalmente. Sin resistir, Berthe Trépat se dejó llevar hacia las
bambalinas donde la acomodadora los miraba linterna en mano y sombrero con
plumas.
—¿Se siente mal la señora?
—Es la emoción —dijo Oliveira—. Ya se le está pasando. ¿Dónde está su
abrigo?



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Entre vagos tableros, mesas derrengadas, un arpa y una percha, había una
silla de donde colgaba un impermeable verde. Oliveira ayudó a Berthe Trépat,
que había agachado la cabeza pero ya no lloraba. Por una puertecita y un
corredor tenebroso salieron a la noche del boulevard. Lloviznaba.
—No será fácil conseguir un taxi —dijo Oliveira que apenas tenía trescientos
francos—. ¿Vive lejos?
—No, cerca del Panthéon, en realidad prefiero caminar.
—Sí, será mejor.
Berthe Trépat avanzaba lentamente, moviendo la cabeza a un lado y otro. Con
la caperuza del impermeable tenía un aire guerrero y Ubu Roi. Oliveira se
enfundó en la canadiense y se subió bien el cuello. El aire era fino, empezaba a
tener hambre.
—Usted es tan amable —dijo la artista—. No debería molestarse. ¿Qué le
pareció mi Síntesis?
—Señora, yo soy un mero aficionado. A mí la música, por así decir...
—No le gustó —dijo Berthe Trépat.
—Una primera audición...
—Hemos trabajado meses con Valentin. Noches y días, buscando la
conciliación de los genios.
—En fin, usted reconocerá que Délibes...
—Un genio —repitió Berthe Trépat—. Erik Satie lo afirmó un día en mi
presencia. Y por más que el doctor Lacour diga que Satie me estaba... cómo decir.
Usted sabrá sin duda cómo era el viejo... Pero yo sé leer en los hombres, joven, y
sé muy bien que Satie estaba convencido, sí, convencido. ¿De qué país viene
usted, joven?
—De la Argentina, señora, y no soy nada joven dicho sea de paso.
—Ah, la Argentina. Las pampas... ¿Y allá cree usted que se interesarían por mi
obra?
—Estoy seguro, señora.


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—Tal vez usted podría gestionarme una entrevista con el embajador. Si
Thibaud iba a la Argentina y a Montevideo, ¿por qué no yo, que toco mi propia
música? Usted se habrá fijado e eso, que es fundamental: mi propia música.
Primeras audiciones casi siempre.
—¿Compone mucho? —preguntó Oliveira, que se sentía como un vómito.
—Estoy en mi opus ochenta y tres... no, veamos... Ahora que me acuerdo
hubiera debido hablar con madame Nolet antes de salir... Hay una cuestión de
dinero que arreglar, naturalmente. Doscientas personas, es decir... —Se perdió en
un murmullo, y Oliveira se preguntó si no sería más piadoso decirle
redondamente la verdad, pero ella la sabía, por supuesto que la sabía.
—Es un escándalo — dijo Berthe Trépat—. Hace dos años que toqué en la
misma sala, Poulenc prometió asistir... ¿Se da cuenta? Poulenc, nada menos. Yo
estaba inspiradísima esa tarde, una lástima que un compromiso de última hora le
impidió... pero ya se sabe con los músicos de moda... Y esa vez la Nolet me cobró
la mitad menos —agregó rabiosamente—. Exactamentte la mitad. Claro que lo
mismo, calculando doscientas personas...
—Señora —dijo Oliveira, tomándola suavemente del codo para hacerla entrar
por la rue de Seine—, la sala estaba casi a oscuras y quizá usted se equivoca
calculando la asistencia.
—Oh, no —dijo Berthe Trépat—. Estoy segura de que no me equivoco, pero
usted me ha hecho perder la cuenta. Permítame, hay que calcular... —Volvió a
perderse en un aplicado murmullo, movía continuamente los labios y los dedos,
por completo ausente del itinerario que le hacía seguir Oliveira, y quizá hasta de
su presencia. Todo lo que decía en alta voz hubiera podido decírselo a sí misma,
parís estaba lleno de gentes que hablaban solas por la calle, el mismo Oliveira no
era una excepción, en realidad lo único excepcional era que estuviese haciendo el
cretino al lado de la vieja, acompañando a su casa a esa muñeca desteñida, a ese
pobre globo inflado donde la estupidez y la locura bailaban la verdadera pavana
de la noche. «Es repugnante, habría que tirarla contra un escalón y meterle el pie


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en la cara, aplastarla como a una vinchuca, reventarla como un piano que se cae
del décimo piso. La verdadera caridad sería sacarla del medio, impedirle que
siga sufriendo como un perro metida en sus ilusiones que ni siquiera cree, que
fabrica para no sentir el agua en los zapatos, la casa vacía o con ese viejo
inmundo del pelo blanco. Le tengo asco, yo me rajo en la esquina que viene, total
ni se va a dar cuenta. Qué día, mi madre, qué día»
Si se cortaba rápido por la rue Lobineau, que le echaran un galgo, total la vieja
lo mismo encontraría el camino hasta su casa. Oliveira miró hacia atrás, esperó el
momento sacudiendo vagamente el brazo como si le molestara un peso, algo
colgado subrepticiamente de su codo. Pero era la mano de Berthe Trépat, el peso
se afirmó resueltamente, Berthe Trépat se apoyaba con todo su peso en el brazo
de Oliveira que miraba hacia la rue Lobineau y al mismo tiempo ayudaba a la
artista a cruzar la calle, seguía con ella por la rue de Tournon.
—Seguramente habrá encendido el fuego —dijo Berthe Trépat—. No es que
haga tanto frío, en realidad, pero el fuego es el amigo de los artistas, ¿no le
parece? Usted subirá a tomar una copita con Valentin y conmigo.
—Oh, no, señora —dijo Oliveira—. De ninguna manera, para mí ya es
suficiente honor acompañarla hasta su casa. Y además...
—No sea tan modesto, joven. Porque usted es joven, ¿no es cierto? Se nota que
usted es joven, en su brazo, por ejemplo... —Los dedos se hincaban un poco en la
tela de la canadiense—. Yo parezco mayor de lo que soy, usted sabe, la vida del
artista...
—De ninguna manera —dijo Oliveira—. En cuanto a mí ya pasé bastante de
los cuarenta, de modo que usted me halaga.
Las frases le salían así, no había nada que hacer, era absolutamente el colmo.
Colgada de su brazo Berthe Trépat hablaba de otros tiempos, de cuando en
cuando se interrumpía en mitad de una frase y parecía reanudar mentalmente un
cálculo. Por momentos se metía un dedo en la nariz, furtivamente y mirando de
reojo a Oliveira; para meterse el dedo en la nariz se quitaba rápidamente el

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guante, fingiendo que le picaba la palma de la mano, se la rascaba con la otra
mano (después de desprenderla con delicadeza del brazo de Oliveira) y la
levantaba con un movimiento sumamente pianístico para escarbarse por una
fracción de segundo un agujero de la nariz. Oliveira se hacía el que miraba para
otro lado, y cuando giraba la cabeza Berthe Trépat estaba otra vez colgada de su
brazo y con el guante puesto. Así iban bajo la lluvia hablando de diversas cosas.
Al flanquear el Luxemburgo discurrían sobre la vida en París cada día más
difícil, la competencia despiadada de jóvenes tan insolentes como faltos de
experiencia, el público incurablemente snob, el precio del biftec a precios
razonables. Dos o tres veces Berthe Trépat había preguntado amablemente a
Oliveira por su profesión, sus esperanzas y sobre todo sus fracasos, pero antes de
que pudiera contestarle todo giraba bruscamente hacia la inexplicable
desaparición de Valentin, la equivocación que había sido tocar la Pavana de Alix
Alix nada más que por debilidad hacia Valentin, pero era la última vez que le
sucedería. «Un pederasta», murmuraba Berthe Trépat, y Oliveira sentía que su
mano se crispaba en la tela de la canadiense. «Por esa porquería de individuo,
yo, nada menos, teniendo que tocar una mierda sin pies ni cabeza mientras
quince obras mías esperan todavía su estreno...» Después se detenía bajo la
lluvia, muy tranquila dentro de su impermeable (pero a Oliveira le empezaba a
entrar el agua por el cuello de la canadiense, el cuello de piel de conejo o de rata
olía horriblemente a jaula de jardín zoológico, con cada lluvia era lo mismo, nada
que hacerle), y se quedaba mirándolo como esperando una respuesta. Oliveira le
sonreía amablemente, tirando un poco para arrastrarla hacia la rue de Médicis.
—Usted es demasiado modesto, demasiado reservado —decía Berthe
Trépat—. Hábleme de usted, vamos a ver. usted debe ser poeta, ¿verdad? Ah,
también Valentin cuando éramos jóvenes... La «Oda Crepuscular«, un éxito en el
Mercure de France... Una tarjeta de Thibaudet, me acuerdo como si hubiera
llegado esta mañana. Valentin lloraba en la cama, para llorar siempre se ponía
boca abajo en la cama, era conmovedor.

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Oliveira trataba de imaginarse a Valentin llorando boca abajo en la cama, pero
lo único que conseguía era ver a un Valentin pequeñito y rojo como un cangrejo,
en realidad veía a Rocamadour llorando boca abajo en la cama y a la Maga
tratando de ponerle un supositorio y Rocamadour resistiéndose y arqueándose,
hurtando el culito a las manos torpes de la Maga. Al vejo del accidente también
le habrían puesto algún supositorio en el hospital, era increíble la forma en que
estaban de moda, habría que analizar filosóficamente esa sorprendente
reinvindicación del ano, su exaltación a segunda boca, a algo que ya no se limita
a excretar sino que absorbe y deglute los perfumados aerodinámicos pequeños
obuses rosa verde y blanco. Pero Berthe Trépat no lo dejaba concentrarse, otra
vez quería saber de la vida de Oliveira y le apretaba el brazo con una mano y a
veces con las dos, volviéndose un poco hacia él con un gesto de muchacha que
aún en plena noche lo estremecía. Bueno, él era un argentino que llevaba un
tiempo en parís, tratando de... Vamos a ver, ¿qué era lo que trataba de? Resultaba
espinoso explicarlo así de buenas a primeras. Lo que él buscaba era...
—La belleza, la exaltación, la rama de oro —dijo Berthe Trépat—. No me diga
nada, lo adivino perfectamente. Yo también vine a parís desde Pau, hace ya
algunos años, buscando la rama de oro. Pero he sido débil, joven, he sido... ¿Pero
cómo se llama usted?
—Oliveira —dijo Oliveira.
—Oliveira... Des olives, el Mediterráneo... Yo también soy del Sur, somos
pánicos, joven, somos pánicos los dos. No como Valentin que es de Lille. Los del
Norte, fríos como peces, absolutamente mercuriales. ¿Usted cree en la Gran
Obra? Fulcanelli, usted me entiende... No diga nada, me doy cuenta de que es un
iniciado. Quizá no alcanzó todavía las realizaciones que verdaderamente
cuentan, mientras que yo.. Mire la Síntesis, por ejemplo. Lo que dijo Valentin es
cierto, la radiestesia me mostraba las almas gemelas, y creo que eso se
transparenta en la obra. ¿O no?
—Oh sí.

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—Usted tiene mucho karma, se advierte enseguida... —la mano apretaba con
fuerza, la artista ascendía a la meditación y para eso necesitaba apretarse contra
Oliveira que apenas se resistía, tratando solamente de hacerla cruzar la plaza y
entrar por la rue Soufflot. «Si me llegan a ver Etienne o Wong se va a armar una
del demonio», pensaba Oliveira. Por qué tenía que importarle ya lo que pensaran
Etienne o Wong, como si después de los ríos metafísicos mezclados con
algodones sucios el futuro tuviese alguna importancia. «Ya es como si no
estuviera en París y sin embargo estúpidamente atento a lo que me pasa, me
molesta que esta pobre vieja empiece a tirarse el lance de la tristeza, el manotón
de ahogado después de la pavana y el cero absoluto del concierto. Soy peor que
un trapo de cocina, peor que los algodones sucios, yo en realidad no tengo nada
que ver conmigo mismo.» Porque eso le quedaba, a esa hora y bajo la lluvia y
pegado a Berthe Trépat, le quedaba sentir, como una última luz que se va
apagando en una enorme casa donde todas las luces se extinguen una por una, le
quedaba la noción de que él no era eso, de que en alguna parte estaba como
esperándose, de que ese que andaba por el barrio latino arrastrando a una vieja
histérica y quizá ninfomaníaca era apenas un doppelgänger mientras el otro, el
otro... «¿Te quedaste allá en tu barrio de Almagro? ¿O te ahogaste en el viaje, en
las camas de las putas, en las grandes experiencias, en el famoso desorden
necesario? Todo me suena a consuelo, es cómodo creerse recuperable aunque
apenas se lo crea ya, el tipo al que cuelgan debe seguir creyendo que algo pasará
a último minuto, un terremoto, la soga que se rompe por dos veces u hay que
perdonarlo, el telefonazo del gobernador, el motín que lo va a liberar. Ahora que
a esta vieja ya le va faltando muy poco para empezar a tocarme la bragueta.»
Pero Berthe Trépat se perdía en convulsiones y didascalias, entusiasmada se
había puesto a contar su encuentro con Germaine Tailleferre en la Care de Lyon
y cómo Tailleferre había dicho que el Preludio para rombos naranja era sumamente
interesante y que le hablaría a Marguerite Long para que lo incluyera en un
concierto.


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—Hubiera sido un éxito, señor Oliveira, una consagración. Pero los
empresarios, usted lo sabe, la tiranía más desvergonzada, hasta los mejores
intérpretes son víctimas... Valentin piensa que uno de los pianistas jóvenes, que
no tienen escrúpulos, podría quizá... Pero están tan echados a perder como los
viejos, son todos la misma pandilla.
—Tal vez usted misma, en otro concierto...
—No quiero tocar más —dijo Berthe Trépat, escondiendo la cara aunque
Oliveira se cuidaba de mirarla—. Es una vergüenza que yo tenga que aparecer
todavía en un escenario para estrenar mi música, cuando en realidad debería ser
la musa, comprende usted, la inspiradora de los ejecutantes, todos deberían venir
a pedirme que les permitiera tocar mis cosas, a suplicarme, sí, a suplicarme. Y yo
consentiría, porque creo que mi obra es una chispa que debe incendiar la
sensibilidad de los públicos, aquí en Estados Unidos, en Hungría... Sí, yo
consentiría, pero antes tendrían que venir a pedirme el honor de interpretar mi
música.
Apretó con vehemencia el brazo de Oliveira que sin saber por qué había
decidido tomar por la rue Saint-Jacques y caminaba arrastrando gentilmente a la
artista. Un viento helado los topaba de frente metiéndoles el agua por los ojos y
la boca, pero Berthe Trépat parecía ajena a todo meteoro, colgada del brazo de
Oliveira se había puesto a farfullar algo que terminaba cada tantas palabras con
un hipo o una breve carcajada de despecho o de burla. No, no vivía en la rue
Saint-Jacques. No, pero tampoco importaba nada dónde vivía. Le daba lo mismo
seguir caminando así toda la noche, más de doscientas personas para el estreno
de la Synthèse.
—Valentin se va a inquietar si usted no vuelve —dijo Oliveira manoteando
mentalmente algo que decir, un timón para encaminar esa bola encorsetada que
se movía como un erizo bajo la lluvia y el viento. De un largo discurso
entrecortado parecía desprenderse que Berthe Trépat vivía en la rue de
l’Estrapade. Medio perdido, Oliveira se sacó el agua de los ojos con la mano

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libre, se orientó como un héroe de Conrad en la proa del barco. De golpe tenía
tantas ganas de reírse (y le hacía mal en el estómago vacío, se le acalambraban
los músculos, era extraordinario y penoso y cuando se lo contara a Wong apenas
le iba a creer). No de Berthe Trépat, que proseguía un recuento de honores en
Montpellier y en Pau, de cuando en cuando con mención de la medalla de oro.
Ni de haber hecho la estupidez de ofrecerle su compañía. No se daba bien cuenta
de dónde le venían las ganas de reírse, era por algo anterior, más atrás, no por el
concierto mismo aunque hubiera sido la cosa más risible del mundo. Alegría,
algo como una forma física de la alegría. Aunque le costara creerlo, alegría. Se
hubiera reído de contento, de puro y encantador e inexplicable contento. »Me
estoy volviendo loco», pensó. «Y con esta chiflada del brazo, debe ser
contagioso.» No había la menor razón para sentirse alegre, el agua le estaba
entrando por la suela de los zapatos y el cuello, Berthe Trépat se le colgaba cada
vez más del brazo y de golpe se estremecía como arrasada por un gran sollozo,
cada vez que nombraba a Valentin se estremecía y sollozaba, era una especie de
reflejo condicionado que d ninguna manera podía provocarle alegría a nadie, ni a
un loco. Y Oliveira hubiera querido reírse a carcajadas, sostenía con el mayor
cuidado a Berthe Trépat y la iba llevando despacio hacia la rue de l’Estrapade,
hacia el número cuatro, y no había razones para pensarlo y mucho menos para
entenderlo pero todo estaba bien así, llevar a Berthe Trépat al cuatro de la rue de
l’Estrapade evitando en lo posible que se metiera en los charcos de agua o que
pasara exactamente debajo de las cataratas que vomitaban las cornisas en la
esquina de la rue Clotilde. La remota mención de un trago en casa (con Valentin)
no le parecía nada mala Oliveira, habría que subir cinco o seis pisos remolcando
a la artista, entrar en una habitación donde probablemente Valentin no habría
encendido la estufa (pero sí, habría una salamandra maravillosa, una botella de
coñac, se podrían sacar los zapatos y poner los pies cerca del fuego, hablar de
arte, de la medalla de oro). Y a lo mejor alguna otra noche él podría volver a casa
de Berthe Trépat y de Berthe Trépat trayendo una botella de vino, y hacerles




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compañía, darles ánimo. Era un poco como ir a visitar al viejo en el hospital, ir a
cualquier sitio donde hasta ese momento no se le hubiera ocurrido ir, al hospital
o a la rue de l’Estrapade. Antes de la alegría, de eso que le acalambraba
horrorosamente el estómago, una mano prendida por dentro de la piel como una
tortura deliciosa (tendría que preguntarle a Wong, una mano prendida por
dentro de la piel).
—¿El cuatro, verdad?
—Sí, esa casa con el balcón —dijo Berthe Trépat—. Una mansión del siglo
dieciocho. Valentín dice que Ninon de Lenclos vivió en el cuarto piso. Miente
tanto. Ninon de Lenclos. Oh, sí, Valentín miente todo el tiempo. Casi no llueve,
¿verdad?
—Llueve un poco menos —concedió Oliveira—. Crucemos ahora, si quiere.
—Los vecinos —dijo Berthe Trépat, mirando hacia el café de la esquina—.
Naturalmente la vieja del ocho... No puede imaginarse lo que bebe. ¿La ve ahí, en
la mesa del costado? Nos está mirando, ya verá mañana la calumnia...
—Por favor, señora —dijo Oliveira— Cuidado con ese charco.
—Oh, yo la conozco, y al patrón también. Es por Valentin que me odian.
Valentin, hay que decirlo, les ha hecho algunas... No puede aguantar a la vieja
del ocho, y una noche que volvía bastante borracho le untó la puerta con caca de
gato, de arriba abajo, hizo dibujos... No me olvidaré nunca, un escándalo...
Valentin metido en la bañera, sacándose la caca porque él también se había
untado por puro entusiasmo artístico, y yo teniendo que aguantarme a la policía,
a la vieja, todo el barrio... No sabe las que he pasado, y yo, con mi prestigio...
Valentin es terrible, como un niño.
Oliveira volvía a ver al señor de cabellos blancos, la papada, la cadena de oro.
Era como un camino que se abriera de golpe en mitad de la pared: bastaba
adelantar un poco un hombro y entrar, abrirse paso por la piedra, atravesar la
espesura, salir a otra cosa. La mano le apretaba el estómago hasta la náusea. Era
inconcebiblemente feliz.


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—Si antes de subir yo me tomara una fine à l’eau —dijo Berthe Trépat,
deteniéndose en la puerta y mirándolo—. Este agradable paseo me ha dado un
poco de frío, y además la lluvia...
—Con mucho gusto —dijo Oliveira, decepcionado—. Pero quizá sería mejor
que subiera y se quitara enseguida los zapatos, tiene los tobillos empapados.
—Bueno, en el café hay bastante calefacción —dijo Berthe Trépat,
deteniéndose en la puerta y mirándolo—. Yo no sé si Valentin habrá vuelto, es
capaz de andar por ahí buscando a sus amigos. En estas noches se enamora
terriblemente de cualquiera, es como un perrito, créame.
—Probablemente habrá llegado y la estufa estará encendida —fabricó
habilidosamente Oliveira—. Un buen ponche, unas medias de lana... Usted tiene
que cuidarse, señora.
—Oh, yo soy como un árbol. Eso sí, no he traído dinero para pagar en el café.
Mañana tendré que volver a la sala de conciertos para que me entreguen mi
cachet... de noche no es seguro andar con tanto dinero en los bolsillos, este barrio,
desgraciadamente...
—Tendré el mayor gusto en ofrecerle lo que quiera beber —dijo Oliveira.
Había conseguido meter a Berthe Trépat bajo el vano de la puerta, y del corredor
de la casa salía un aire tibio y húmedo con olor a moho y quizá a salsa de
hongos. El contento se iba poco a poco como si siguiera andando solo por la calle
en vez de quedarse con él bajo el portal. Pero había que luchar contra eso, la
alegría había durado apenas unos momentos pero había sido tan nueva, tan otra
cosa, y ese momento en que a la mención de Valentin metido en la bañera y
untado de caca de gato había respondido una sensación como de poder dar un
paso adelante, un paso de verdad, algo sin pies y sin piernas, un paso en mitad
de una pared de piedra, y poder meterse ahí y avanzar y salvarse de lo otro, de la
lluvia en la cara y el agua en los zapatos. Imposible comprender todo eso, como
siempre que hubiera sido tan necesario comprenderlo. Una alegría, una mano
debajo de la piel apretándole el estómago, una esperanza —si una palabra sí


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podía pensarse, si para él era posible que algo inasible y confuso se agolpara bajo
una noción de esperanza, era demasiado idiota, era increíblemente hermoso y ya
se iba, se alejaba bajo la lluvia porque Berthe Trépat no lo invitaba a subir a su
casa, lo devolvía al café de la esquina, reintegrándolo al orden del Día, a todo lo
que había sucedido a lo largo del día, Crevel, los muelles del Sena, las ganas de
irse a cualquier lado, el viejo en la camilla, el programa mimeografiado, Rose
Bob, el agua en los zapatos. Con un gesto tan lento que era como quitarse una
montaña de los hombros, Oliveira señaló hacia los dos cafés que rompían la
oscuridad de la esquina. Pero Berthe Trépat no parecía tener una preferencia
especial, de golpe se olvidaba de sus intenciones, murmuraba alguna cosa sin
soltar el brazo de Oliveira, miraba furtivamente hacia el corredor en sombras.
—Ha vuelto —dijo bruscamente, clavando en Oliveira unos ojos que brillaban
de lágrimas—. Está ahí arriba, lo siento. Y está con alguno, es seguro, cada vez
que me ha presentado en los conciertos ha corrido a acostarse con alguno de sus
amiguitos.
Jadeaba, hundiendo los dedos en el brazo de Oliveira y dándose vuelta a cada
instante para mirar en la oscuridad. Desde arriba les llegó un maullido sofocado,
una carrera afelpada rebotando en el caracol de la escalera. Oliveira no sabía qué
decir y esperó, sacando un cigarrillo y encendiéndolo trabajosamente.
—No tengo la llave —dijo Berthe Trépat en voz tan baja que casi no la oyó—.
Nunca me deja la llave cuando va a acostarse con alguno.
—Pero usted tiene que descansar, señora.
—A él qué le importa si yo descanso o reviento. Habrán encendido el fuego,
gastando el poco carbón que me regaló el doctor Lemoine. Y estarán desnudos,
desnudos. Sí, en mi cama, desnudos, asquerosos. Y mañana yo tendré que
arreglar todo, y Valentin habrá vomitado en la colcha, siempre... mañana, como
pasa siempre. Yo. Mañana.
—¿No vive por aquí algún amigo, alguien donde pasar la noche? —dijo
Oliveira.

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—No —dijo Berthe Trépat, mirándolo de reojo—. Créame, joven, la mayoría
de mis amigos viven en Neuilly. Aquí solamente están esas viejas inmundas, los
argelinos del ocho, la peor ralea.
—Si le parece yo podría subir y pedirle a Valentin que le abra —dijo
Oliveira—. Tal vez si usted esperara en el café todo se podría arreglar.
—Qué se va arreglar —dijo Berthe Trépat arrastrando la voz como si hubiera
bebido—. No le va a abrir, lo conozco muy bien. Se quedarán callados, a oscuras.
¿Para qué quieren luz, ahora? La encenderán más tarde, cuando Valentin esté
seguro de que me he ido a un hotel o a un café a pasar la noche.
—Si les golpeo la puerta se asustarán. No creo que a Valentin le guste que se
arme un escándalo.
—No le importa nada, cuando anda así no le importa absolutamente nada.
Sería capaz de ponerse mi ropa y meterse en la comisaría de la esquina cantando
la Marsellesa. Una vez casi lo hizo, Robert el del almacén lo agarró a tiempo y lo
trajo a casa. Robert era un buen hombre, él también había tenido sus caprichos y
comprendía.
—Déjeme subir —insistió Oliveira—. Usted se va al café de la esquina y me
espera. Yo arreglaré las cosas, usted no se puede quedar así toda la noche.
La luz del corredor se encendió cuando Berthe Trépat iniciaba una respuesta
vehemente. Dio un salto y salió a la calle, alejándose ostensiblemente de Oliveira
que se quedó sin saber qué hacer. Una pareja bajaba a la carrera, pasó a su lado
sin mirarlo, tomó hacia la rue Thouin. Con una ojeada nerviosa hacia atrás,
Berthe Trépat volvió a guarecerse en la puerta. Llovía a baldes.
Sin la menor gana, pero diciéndose que era lo único que podía hacer, Oliveira
se internó en busca de la escalera. No había dado tres pasos cuando Berthe
Trépat lo agarró del brazo y lo tironeó en dirección de la puerta. Mascullaba
negativas, órdenes, súplicas, todo se mezclaba en una especie de cacareo
alternado que confundía las palabras y las interjecciones. Oliveira se dejó llevar,
abandonándose a cualquier cosa. La luz se había apagado pero volvió a


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encenderse unos segundos después, y se oyeron voces de despedida a la altura
del segundo o tercer piso. Berthe Trépat soltó a Oliveira y se apoyó en la puerta,
fingiendo abotonarse el impermeable como si se dispusiera a salir. No se movió
hasta que los dos hombres que bajaban pasaron a su lado, mirando sin
curiosidad a Oliveira y murmurando el pardon de todo cruce en los corredores.
Oliveira pensó por un segundo en subir sin más vueltas la escalera, pero no sabía
en qué piso vivía la artista. Fumó rabiosamente, envuelto de nuevo en la
oscuridad, esperando que pasara cualquier cosa o que no pasara nada. A pesar
de la lluvia los sollozos de Berthe Trépat le llegaban cada vez más claramente. Se
le acercó, le puso la mano en el hombro.
—Por favor, madame Trépat, no se aflija así. Dígame qué podemos hacer,
tiene que haber una solución.
—Déjeme, déjeme —murmuró la artista.
—Usted está agotada, tiene que dormir. En todo caso vayamos a un hotel, yo
tampoco tengo dinero pero me arreglaré con el patrón, le pagaré mañana.
Conozco un hotel en la rue Valette, no es lejos de aquí.
—Un hotel —dijo Berthe Trépat, dándose vuelta y mirándolo.
—Es malo, pero se trata de pasar la noche.
—Y usted pretende llevarme a un hotel.
—Señora, yo la acompañaré hasta el hotel y hablaré con el dueño para que le
den una habitación.
—Un hotel, usted pretende llevarme a un hotel.
—No pretendo nada —dijo Oliveira perdiendo la paciencia—. No puedo
ofrecerle mi casa por la sencilla razón de que no la tengo. Usted no me deja subir
para que Valentin abra la puerta. ¿Prefiere que me vaya? En ese caso, buenas
noches.
Pero quién sabe si todo eso lo decía o solamente lo pensaba. Nunca había
estado más lejos de esas palabras que en otro momento hubieran sido las
primeras en saltarle a la boca. No era así como tenía que obrar. No sabía cómo


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arreglarse, pero así no era. Y Berthe Trépat lo miraba, pegada a la puerta. No, no
había dicho nada, se había quedado inmóvil junto a ella, y aunque era increíble
todavía deseaba ayudar, hacer alguna cosa por Berthe Trépat que lo miraba
duramente y levantaba poco a poco la mano, y de golpe la descarga sobre la cara
de Oliveira que retrocedió confundido, evitando la mayor parte del bofetón pero
sintiendo el latigazo de unos dedos muy finos, el roce instantáneo de las uñas.
—Un hotel —repitió Berthe Trépat—. ¿Pero ustedes escuchan esto, lo que
acaba de proponerme?
Miraba hacia el corredor a oscuras, revolviendo los ojos, la boca
violentamente pintada removiéndose como algo independiente, dotado de vida
propia, y en su desconcierto Oliveira creyó ver de nuevo las manos de la Maga
tratando de ponerle el supositorio a Rocamadour, y Rocamadour que se retorcía
y apretaba las nalgas entre berridos horribles, y Berthe Trépat removía la boca de
un lado a otro, los ojos clavados en un auditorio invisible en la sombra del
corredor, el absurdo peinado agitándose con los estremecimientos cada vez más
intensos de la cabeza.
—Por favor —murmuró Oliveira, pasándose una mano por el arañazo que
sangraba un poco—. Cómo puede creer eso.
Pero sí podía creerlo, porque (y esto lo dijo a gritos, y la luz del corredor
volvió a encenderse) sabía muy bien qué clase de depravados la seguían por las
calles como a todas las señoras decentes, pero ella no iba a permitir (y la puerta
del departamento de la portera empezó a abrirse y Oliveira vio asomar una cara
como d una gigantesca rata, unos ojillos que miraban ávidos) que un monstruo,
que un sátiro baboso la atacara en la puerta de su casa, para eso estaba la policía
y la justicia —y alguien bajaba a toda carrera, un muchacho de pelo ensortijado y
aire gitano se acodaba en el pasamanos de la escalera para mirar y oír a gusto—,
y si los vecinos no la protegían ella era muy capaz de hacerse respetar, porque no
era la primera vez que un vicioso, que un inmundo exhibicionista...


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En la esquina de la rue Tournefort, Oliveira se dio cuenta de que llevaba
todavía el cigarrillo entre los dedos, apagado por la lluvia y medio deshecho.
Apoyándose contra un farol, levantó la cara y dejó que la lluvia lo empapara del
todo. Así nadie podría darse cuenta, con la cara cubierta de agua nadie podría
darse cuenta. Después se puso a caminar despacio, agachado, con el cuello de la
canadiense abotonado contra el mentón; como siempre, la piel del cuello olía
horrendamente a podrido, a curtiembre. No pensaba en nada, se sentía caminar
como si hubiera estado mirando un gran perro negro bajo la lluvia, algo de patas
pesadas, de lanas colgantes y apelmazadas moviéndose bajo la lluvia. De cuando
en cuando levantaba la mano y se la pasaba por la cara, pero al final dejó que le
lloviera, a veces sacaba el labio y bebía algo salado que le corría por la piel.
Cuando, mucho más tarde y cerca del jardín des Plantes, volvió a la memoria del
día, a un recuento aplicado y minucioso de todos los minutos de ese día, se dijo
que al fin y al cabo no había sido tan idiota sentirse contento mientras
acompañaba a la vieja a su casa. Pero como de costumbre había pagado por ese
contento insensato. Ahora empezaría a reprochárselo, a desmontarlo poco a poco
hasta que no quedara más que lo de siempre, un agujero donde soplaba el
tiempo, un continuo impreciso sin bordes definidos. «No hagamos literatura»,
pensó buscando un cigarrillo después de secarse un poco las manos con el calor
de los bolsillos del pantalón. «No saquemos a relucir las perras palabras, las
proxenetas relucientes. Pasó así y se acabó. Berthe Trépat... Es demasiado idiota,
pero hubiera sido tan bueno subir a beber una copa con ella y con Valentin,
sacarse los zapatos al lado del fuego. En realidad por lo único que yo estaba
contento era por eso, por la idea de sacarme los zapatos y que se me secaran las
medias. Te falló, pibe, qué le vas a hacer. Dejemos las cosas así, hay que irse a
dormir. No había ninguna otra razón, no podía haber otra razón. Si me dejo
llevar soy capaz de volverme a la pieza y pasarme la noche haciendo de
enfermero del chico.» De donde estaba a la rue du Sommerard había para veinte


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minutos bajo el agua, lo mejor era meterse en el primer hotel y dormir.
Empezaron a fallarle los fósforos uno tras otro. Era para reírse.
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—Yo no me sé expresar —dijo la Maga secando la cucharita con un trapo nada
limpio—. A lo mejor otras podrían explicarlo mejor pero yo siempre he sido
igual, es mucho más fácil hablar de las cosas tristes que de las alegres.
—Una ley —dijo Gregorovius—. Perfecto enunciado, verdad profunda.
Llevado al plano de la astucia literaria se resuelve en aquello que de los buenos
sentimientos nace la mala literatura, y otras cosas por el estilo. La felicidad no se
explica, Lucía, probablemente porque es el momento más logrado del velo de
Maya.
La Maga lo miró, perpleja. Gregorovius suspiró.
—El velo de Maya —repitió—. Pero no mezclemos las cosas. Usted ha visto
muy bien que la desgracia es, digamos, más tangible, quizá porque de ella nace
el desdoblamiento en objeto y sujeto. Por eso se fija tanto en el recuerdo, por eso
se pueden contar tan bien las catástrofes.
—Lo que pasa —dijo la Maga, revolviendo la leche sobre el calentador— es
que la felicidad es solamente de uno y en cambio la desgracia parecería de todos.
—Justísimo corolario —dijo Gregorovius—. Por lo demás le hago notar que yo
no soy preguntón. La otra noche, en la reunión del Club... Bueno, Ronald tiene
un vodka demasiado destrabalenguas. No me crea una especie de diablo cojuelo,
solamente quisiera entender mejor a mis amigos. Usted y Horacio... En fin, tienen
algo de inexplicable, una especie de misterio central. Ronald y Babs dicen que




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ustedes son la pareja perfecta, que se complementan. Yo no veo que se
complementen tanto.
—¿Y qué importa?
—No es que importe, pero usted me estaba diciendo que Horacio se ha ido.
—No tiene nada que ver —dijo la Maga—. No sé hablar de la felicidad pero
eso no quiere decir que no la haya tenido. Si quiere le puedo seguir contando por
qué se ha ido Horacio, por qué me podría haber ido yo si no fuera por
Rocamadour. —Señaló vagamente las valijas, la enorme confusión de papeles y
recipientes y discos que llenaba la pieza.— Todo esto hay que guardarlo, hay que
buscar dónde irse... No quiero quedarme aquí, es demasiado triste.
—Etienne puede conseguirle una pieza con buena luz. Cuando Rocamadour
vuelva al campo. Una cosa de siete mil francos por mes. Si no tiene
inconveniente, en ese caso yo me quedaría con esta pieza. Me gusta, tiene fluido.
Aquí se puede pensar, se está bien.
—No crea —dijo la Maga—. A eso de las siete la muchacha de abajo empieza
a cantar Les Amants du Havre. Es una linda canción, pero a la larga...
Puisque la terre est ronde,
Mon amour t’en fais pas,
Mon amour t’en fais pas.
—Bonito —dijo Gregorovius indiferente.
—Sí, tiene una gran filosofía, como hubiera dicho Ledesma. No, usted no lo
conoció. Era antes de Horacio, en el Uruguay.
—¿El negro?
—No, el negro se llamaba Ireneo.
—¿Entonces la historia del negro era verdad?
La Maga lo miró asombrada. Verdaderamente Gregorovius era un estúpido.
Salvo Horacio (y a veces...) todos los que la habían deseado se portaban siempre
como unos cretinos. Revolviendo la leche fue hasta la cama y trató de hacer
tomar unas cucharadas a Rocamadour. Rocamadour chilló y se negó, la leche le

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caía por el pescuezo. «Topitopitopi», decía la Maga con voz de hipnotizadora de
reparto de premios. «Topitopitopi», procurando acertar una cucharada en la boca
de Rocamadour que estaba rojo y no quería beber, pero de golpe aflojaba vaya a
saber por qué, resbalaba un poco hacia el fondo de la cama y se ponía a tragar
una cucharada tras otra, con enorme satisfacción de Gregorovius que llenaba la
pipa y se sentía un poco padre.
—Chin chin —dijo la Maga, dejando la cacerola al lado de la cama y
arropando a Rocamadour que se aletargaba rápidamente—. Qué fiebre tiene
todavía, por lo menos treinta y nueve cinco.
—¿No le pone el termómetro?
—Es muy difícil ponérselo, después llora veinte minutos, Horacio no lo puede
aguantar. Me doy cuenta por el calor de la frente. Debe tener más de treinta y
nueve, no entiendo cómo no le baja.
—Demasiado empirismo, me temo —dijo Gregorovius—. ¿Y esa leche no le
hace mal con tanta fiebre?
—No es tanta para un chico —dijo la Maga encendiendo un Gauloise—. Lo
mejor sería apagar la luz para que se duerma en seguida. Ahí, al lado de la
puerta.
De la estufa salía un resplandor que se fue afirmando cuando se sentaron
frente a frente y fumaron un rato sin hablar. Gregorovius veía subir y bajar el
cigarrillo de la Maga, por un segundo su rostro curiosamente plácido se encendía
como una brasa, los ojos le brillaban mirándolo, todo se volvía a una penumbra
en la que los gemidos y cloqueos de Rocamadour iban disminuyendo hasta cesar
seguidos por un leve hipo que se repetía cada tanto. Un reloj dio las once.
—No volverá —dijo la Maga—. En fin, tendrá que venir para buscar sus cosas,
pero es lo mismo. Se acabó, kaputt.
—Me pregunto —dijo Gregorovius, cauteloso—. Horacio es tan sensible, se
mueve con tanta dificultad en París. El cree que hace lo que quiere, que es muy


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libre aquí, pero se anda golpeando contra las paredes. No hay más que verlo por
la calle, una vez lo seguí un rato desde lejos.
—Espía —dijo casi amablemente la Maga. —Digamos observador.
—En realidad usted me seguía a mí, aunque yo no estuviera con él.
—Puede ser, en ese momento no se me ocurrió pensarlo. Me interesan mucho
las conductas de mis conocidos, es siempre más apasionante que los problemas
de ajedrez. He descubierto que Wong se masturba y que Babs practica una
especie de caridad jansenista, de cara vuelta a la pared mientras la mano suelta
un pedazo de pan con algo adentro. Hubo una época en que me dedicaba a
estudiar a mi madre. Era en Herzegovina, hace mucho. Adgalle me fascinaba,
insistía en llevar una peluca rubia cuando yo sabía muy bien que tenía el pelo
negro. Nadie lo sabía en el castillo, nos habíamos instalado allí después de la
muerte del Conde Rossler. Cuando la interrogaba (yo tenía diez años apenas, era
una época tan feliz) mi madre reía y me hacía jurar que jamás revelaría la
verdad. Me impacientaba esa verdad que había que ocultar y que era más simple
y hermosa que la peluca rubia. La peluca era una obra de arte, mi madre podía
peinarse con toda naturalidad en presencia de la mucama sin que sospechara
nada. Pero cuando se quedaba sola yo hubiera querido, no sabía bien por qué,
estar escondido bajo un sofá o detrás de los cortinados violeta. Me decidí a hacer
un agujero en la pared de la biblioteca, que daba al tocador de mi madre, trabajé
de noche cuando me creían dormido. Así pude ver cómo Adgalle se quitaba la
peluca rubia, se soltaba los cabellos negros que le daban un aire tan distinto, tan
hermoso, y después se quitaba la otra peluca y aparecía la perfecta bola de billar,
algo tan asqueroso que esa noche vomité gran parte del gulash en la almohada.
—Su infancia se parece un poco al prisionero de Zenda dijo reflexivamente la
Maga.
—Era un mundo de pelucas —dijo Gregorovius—. Me pregunto qué hubiera
hecho Horacio en mi lugar. En realidad íbamos a hablar de Horacio, usted quería
decirme algo.


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—Es raro ese hipo —dijo la Maga mirando la cama de Rocamadour—.
Primera vez que lo tiene.
—Será la digestión.
—¿Por qué insisten en que lo lleve al hospital? Otra vez esta tarde, el médico
con esa cara de hormiga. No lo quiero llevar, a él no le gusta. Yo le hago todo lo
que hay que hacerle. Babs vino esta mañana y dijo que no era tan grave. Horacio
tampoco creía que fuera tan grave.
—¿Horacio no va a volver?
—No. Horacio se va a ir por ahí, buscando cosas.
—No llore, Lucía.
—Me estoy sonando. Ya se le ha pasado el hipo.
—Cuénteme, Lucía, si le hace bien.
—No me acuerdo de nada, no vale la pena. Sí, me acuerdo. ¿Para qué? Qué
nombre tan extraño, Adgalle.
—Sí, quién sabe si era el verdadero. Me han dicho...
—Como la peluca rubia y la peluca negra —dijo la Maga.
—Como todo —dijo Gregorovius—. Es cierto, se le ha pasado el hipo. Ahora
va a dormir hasta mañana. ¿Cuándo se conocieron, usted y Horacio?
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Hubiera sido preferible que Gregorovius se callara o que solamente hablara
de Adgalle, dejándola fumar tranquila en la oscuridad, lejos de las formas del
cuarto, de los discos y los libros que había que empaquetar para que Horacio se
los llevara cuando consiguiera una pieza. Pero era inútil, se callaría un momento
esperando que ella dijese algo, y acabaría por preguntar, todos tenían siempre
algo que preguntarle, era como si les molestara que ella prefiriese cantar Mon
p’tit voyou o hacer dibujitos con fósforos usados o acariciar los gatos mas roñosos
de la rue du Sommerard, o darle la mamadera a Rocamadour.
—Alors, mon p’tit voyou —canturreó la Maga—, la vie, qu’est-ce qu’on s’en fout...
—Yo también adoraba las peceras —dijo rememorativamente Gregorovius—.
Les perdí todo afecto cuando me inicié en las labores propias de mi sexo. En
Dubrovnik, un prostíbulo al que me llevó un marino danés que en ese entonces
era el amante de mi madre la de Odessa. A los pies de la cama había un acuario
maravilloso, y la cama también tenía algo de acuario con su colcha celeste un
poco irisada, que la gorda pelirroja apartó cuidadosamente antes de atraparme
como a un conejo por las orejas. No se puede imaginar el miedo, Lucía, el terror
de todo aquello. Estábamos tendidos de espaldas, uno al lado del otro, y ella me
acariciaba maquinalmente, yo tenía frío y ella me hablaba de cualquier cosa, de
la pelea que acababa de ocurrir en el bar, de las tormentas de marzo... Los peces
pasaban y pasaban, había uno, negro, un pez enorme, mucho más grande que los
otros. Pasaba y pasaba como su mano por mis piernas, subiendo, bajando...




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Entonces hacer el amor era eso, un pez negro pasando y pasando
obstinadamente. Una imagen como cualquier otra, bastante cierta por lo demás.
La repetición al infinito de un ansia de fuga, de atravesar el cristal y entrar en
otra cosa.
—Quién sabe —dijo la Maga—. A mí me parece que los peces ya no quieren
salir de la pecera, casi nunca tocan el vidrio con la nariz.
Gregorovius pensó que en alguna parte Chestov había hablado de peceras con
un tabique móvil que en un momento dado podía sacarse sin que el pez
habituado al compartimiento se decidiera jamás a pasar al otro lado. Llegar hasta
un punto del agua, girar, volverse, sin saber que ya no hay obstáculo, que
bastaría seguir avanzando...
—Pero el amor también podría ser eso —dijo Gregorovius—. Qué maravilla
estar admirando a los peces en su pecera y de golpe verlos pasar al aire libre, irse
como palomas. Una esperanza idiota, claro. Todos retrocedemos por miedo de
frotarnos la nariz contra algo desagradable. De la nariz como límite del mundo,
tema de disertación. ¿Usted sabe cómo se le enseña a un gato a no ensuciar en las
habitaciones? Técnica del frotado oportuno. ¿Usted sabe cómo se le enseña a un
cerdo a que no se coma la trufa? Un palo en la nariz, es horrible. Yo creo que
Pascal era más experto en narices de lo que hace suponer su famosa reflexión
egipcia.
—¿Pascal? —dijo la Maga—. ¿Qué reflexión egipcia?
Gregorovius suspiró. Todos suspiraban cuando ella hacía alguna pregunta.
Horacio y sobre todo Etienne, porque Etienne no solamente suspiraba sino que
resoplaba, bufaba y la trataba de estúpida. «Es tan violeta ser ignorante», pensó
la Maga, resentida. Cada vez que alguien se escandalizaba de sus preguntas, una
sensación violeta, una masa violeta envolviéndola por un momento. Había que
respirar profundamente y el violeta se deshacía, se iba por ahí como los peces, se
dividía en multitud de rombos violeta, los barriletes en los baldíos de Pocitos, el
verano en las playas, manchas violeta contra el sol y el sol se llamaba Ra y


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también era egipcio como Pascal. Ya casi no le importaba el suspiro de
Gregorovius, después de Horacio poco podían importarle los suspiros de nadie
cuando hacía una pregunta, pero de todos modos siempre quedaba la mancha
violeta por un momento, ganas de llorar, algo que duraba el tiempo de sacudir el
cigarrillo con ese gesto que estropea irresistiblemente las alfombras, suponiendo
que las haya.
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—En el fondo —dijo Gregorovius—, París es una enorme metáfora.
Golpeó la pipa, aplastó un poco el tabaco. La Maga había encendido otro
Gauloise y canturreaba. Estaba tan cansada que ni siquiera le dio rabia no
entender la frase. Como no se precipitaba a preguntar según su costumbre,
Gregorovius decidió explicarse. La Maga escuchaba desde lejos, ayudada por la
oscuridad de la pieza y el cigarrillo. Oía cosas sueltas, la mención repetida de
Horacio, del desconcierto de Horacio, de las andanzas sin rumbo de casi todos
los del Club, de las razones para creer que todo eso podía alcanzar algún sentido.
Por momentos alguna frase de Gregorovius se dibujaba en la sombra, verde o
blanca, a veces era un Atlan, otras un Estève, después un sonido cualquiera
giraba y se aglutinaba, crecía como un Manessier, como un Wifredo Lam, como
un Piaubert, como un Etienne, como un Max Ernst. Era divertido, Gregorovius
decía: «...y están todos mirando los rumbos babilónicos, por expresarme así, y
entonces...», la Maga veía nacer de las palabras un resplandeciente Deyrolles, un
Bissière, pero ya Gregorovius hablaba de la inutilidad de una ontología empírica
y de golpe era un Friedländer, un delicado Villon que reticulaba la penumbra y
la hacía vibrar, ontología empírica, azules como de humo, rosas, empírica, un
amarillo pálido, un hueco donde temblaban chispas blanquecinas.
—Rocamadour se ha dormido —dijo la Maga, sacudiendo el cigarrillo—. Yo
también tendría que dormir un rato.
—Horacio no volverá esta noche, supongo.


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—Qué sé yo. Horacio es como un gato, a lo mejor está sentado en el suelo al
lado de la puerta, y a lo mejor se ha tomado el tren para Marsella.
—Yo puedo quedarme —dijo Gregorovius—. Usted duerma, yo cuidaré a
Rocamadour.
—Pero es que no tengo sueño. Todo el tiempo veo cosas en el aire mientras
usted habla. Usted dijo «París es una enorme metáfora», y entonces fue como
uno de esos signos de Sugai, con mucho rojo y negro.
—Yo pensaba en Horacio —dijo Gregorovius—. Es curioso cómo ha ido
cambiando Horacio en estos meses que lo conozco. Usted no se ha dado cuenta,
me imagino, demasiado cerca y responsable de ese cambio.
—¿Por qué una enorme metáfora?
—El anda por aquí como otros se hacen iniciar en cualquier fuga, el voodoo o
la marihuana, Pierre Boulez o las máquinas de pintar de Tinguely. Adivina que
en alguna parte de París, en algún día o alguna muerte o algún encuentro hay
una llave, la busca como un loco. Fíjese que digo como un loco. Es decir que en
realidad no tiene conciencia de que busca la llave, ni de que la llave existe.
Sospecha sus figuras, sus disfraces; por eso hablo de metáfora.
—¿Por qué dice que Horacio ha cambiado?
—Pregunta pertinente, Lucía. Cuando conocí a Horacio lo clasifiqué de
intelectual aficionado, es decir intelectual sin rigor. Ustedes son un poco así, por
allá, ¿no? En Matto Grosso, esos sitios.
—Matto Grosso está en el Brasil.
—En el Paraná, entonces. Muy inteligentes y despiertos, informadísimos de
todo. Mucho más que nosotros. Literatura italiana, por ejemplo, o inglesa. Y todo
el siglo de oro español, y naturalmente las letras francesas en la punta de la
lengua. Horacio era bastante así, se le notaba demasiado. Me parece admirable
que en tan poco tiempo haya cambiado de esa manera. Ahora está hecho un
verdadero bruto, no hay más que mirarlo. Bueno, todavía no se ha vuelto bruto,
pero hace lo que puede.


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—No diga pavadas —rezongó la Maga.
—Entiéndame, quiero decir que busca la luz negra, la llave, y empieza a darse
cuenta de que cosas así no están en la biblioteca. En realidad usted le ha
enseñado eso, y si él se va es porque no se lo va a perdonar jamás.
—Horacio no se va por eso.
—También ahí hay una figura. El no sabe por qué se va y usted, que es eso
por lo cual él se va, no puede saberlo, a menos que se decida a creerme.
—No lo creo —dijo la Maga, resbalando del sillón y acostándose en el suelo—.
Y además no entiendo nada. Y no nombre a Pola. No quiero hablar de Pola.
—Siga mirando lo que se dibuja en la oscuridad —dijo amablemente
Gregorovius—. Podemos hablar de otras cosas, por supuesto. ¿Usted sabía que
los indios chirkin, a fuerza de exigir tijeras a los misioneros, poseen tales
colecciones que con relación a su número son el grupo humano que más abunda
en ellas? Lo leí en un artículo de Alfred Métraux. El mundo está lleno de cosas
extraordinarias.
—¿Pero por qué París es una enorme metáfora?
—Cuando yo era chico —dijo Gregorovius— las niñeras hacían el amor con
los ulanos que operaban en la zona de Bozsok. Como yo las molestaba para esos
menesteres, me dejaban jugar en un enorme salón lleno de tapices y alfombras
que hubieran hecho las delicias de Malte Laurids Brigge. Una de las alfombras
representaba el plano de la ciudad de Ofir, según ha llegado al occidente por vías
de la fábula. De rodillas yo empujaba una pelota amarilla con la nariz o con las
manos, siguiendo el curso del río Shan-Ten, atravesaba las murallas guardadas
por guerreros negros armados de lanzas, y después de muchísimos peligros y de
darme con la cabeza en las patas de la mesa de caoba que ocupaba el centro de la
alfombra, llegaba a los aposentos de la reina de Saba y me quedaba dormido
como una oruga sobre la representación de un triclinio. Sí, París es una metáfora.
Ahora que lo pienso también usted está tirada sobre una alfombra. ¿Qué